Ucrania/ aspiraciones democráticas y rivalidad interimperialista [Kevin Anderson]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Ago 14 13:16:04 UYT 2014


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Correspondencia de Prensa

boletín informativo – 14 de agosto 2014

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A l’encontre – La Breche

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Ucrania

Aspiraciones democráticas y rivalidad interimperialista

Kevin B. Anderson * 

http://newpol.org/content/

Traducción de Viento Sur

Ucrania no solo pone a prueba a los movimientos democráticos o a los
imperialismos desiguales de EE UU/UE y Rusia, sino también a la izquierda
mundial. Del mismo modo que en otros momentos “difíciles”, como las guerras
de Bosnia y Kosovo, de Irán en 2009 o la revuelta libia, nuestro apoyo a la
democracia y los derechos humanos ha entrado en conflicto en algunos casos
con la posición tradicional de que el capitalismo neoliberal, encabezado por
EE UU, constituye la principal amenaza para la humanidad. La revuelta de
Maidán que tumbó a la cleptocracia oligárquica de Víktor Yanukóvich en
Ucrania no era socialista y ni siquiera socialdemócrata; es más, cosechó los
aplausos de EE UU y de la UE, que sin duda trataron de sacar provecho de
ella en detrimento de Rusia. Esto hizo que algunos militantes de la
izquierda se inclinaran a favor de la Rusia de Vladímir Putin y se
abstuvieran de apoyar la revuelta de Maidán y a Ucrania, incluso ante la
anexión por parte de Rusia de una porción del territorio ucraniano y las
amenazas de desmembrar el país. Este artículo adopta un punto de vista
diferente. En la tradición de la izquierda antiestalinista y en particular
de la corriente marxista-humanista a la que pertenezco desde hace tiempo,
sostengo que podemos y debemos apoyar a los movimientos populares y
democráticos progresistas incluso en los casos en que se enfrentan a
regímenes a los que se opone el gobierno estadounidense, al tiempo que hemos
de oponernos a la guerra y la hegemonía de EE UU.

El movimiento de Maidán: una revuelta democrática ante las narices de Putin

La revuelta ucraniana de 2013-2014 mostró la creatividad de las masas
movilizadas y la fragilidad del poder del Estado, aunque se rodeara de un
aparato policial represivo y contara con el apoyo de un aliado imperialista
extranjero. El derrocamiento del gobierno prorruso de Yanukóvich vino
precedido de amplias protestas callejeras que reunieron a más de 500.000
personas y de la ocupación durante semanas de la plaza central de Kiev, el
Maidán, desde el final del invierno. Pese a los esfuerzos de Rusia por
apoyarlo y a la represión policial, que causó más de un centenar de muertos,
al final del régimen se colapsó. La policía se esfumó, el ejército se negó a
atacar a la población y Yanukóvich salió huyendo para salvar la vida.

La revuelta de Maidán puso nervioso al régimen de Putin en Rusia, que ha
conocido protestas democráticas persistentes durante los últimos dos años a
pesar de la creciente represión estatal. Como escribió el periodista
británico James Meek: “El gran temor de Putin es que el pueblo de una futura
Ucrania mejor pudiera inspirar una unificación completamente distinta con
sus hermanos eslavos del este en su lado de la frontera, una causa común de
revuelta popular contra él y otros dirigentes como él. La revolución en
Maidan Nesaleshnosti –la plaza de la Independencia en ucranio– es lo que más
se parece a un guion de su propia caída” (London Review of Books, 20 de
marzo de 2014). Desde una óptica similar, el sociólogo ucraniano Volodimir
Ishchenko sostuvo que al anexionarse Crimea, Putin no solo actuaba por
motivos territoriales e imperiales, sino también por la situación interna en
Rusia: “Crimea era necesaria para potenciar el patriotismo en la población
rusa y para menoscabar toda posibilidad de que la oposición rusa –que se
inspiraba mucho en Maidán– pudiera intentar algo parecido en Rusia” (“For
Ukrainians, as for any other people in the world, the main threat is
capitalism,” LeftEast, 30 de abril de 2014).

Ahora bien, la revuelta de Maidán mostró varias contradicciones. Una de
ellas radica en la emergencia de grupos de extrema derecha. Aunque solo
fueran una pequeña minoría dentro del movimiento, estos grupos estaban bien
organizados y preparados para la lucha callejera. Un reportaje reciente de
un corresponsal anarquista describe la fuerza relativa de esos grupos: “La
autodefensa de Maidán estaba organizada en ‘centurias’, y algunas
organizaciones o corrientes creaban las suyas propias. En total había unas
50 centurias de estas. Sin embargo, a pesar del nombre muchas de ellas no
comprendían a más de 30 o 40 personas. Alrededor de diez centurias estaban
dominadas por derechistas o fascistas, otras manifestaban posiciones
nacionalistas, pero con elementos más liberales o democráticos.” En el
artículo también se señala que la izquierda conformaba una parte muy
pequeña, a menudo marginada, del movimiento de protesta, en ocasiones debido
a los ataques de grupos derechistas. A pesar de todo, algunos “anarquistas,
comunistas y socialistas” participaron en la ocupación, por parte de 300
estudiantes, del ministerio de Educación en Kiev (“Ucrania: Report from a
visit in Kiev in April 2014,” libcom.org, 29 de abril de 2014). Así,
mientras que la idea de calificar la revuelta de fascista o reaccionaria no
dejó de ser un bulo propagado por la propaganda estatal rusa, el surgimiento
de la extrema derecha como tendencia constituye sin duda un grave peligro
para el movimiento democrático ucraniano.

Una segunda contradicción del movimiento de Maidán afectó a una parte
importante de su plataforma reivindicativa, al reclamar la adhesión a la
Unión Europea (UE) en vez de la Unión Económica Euroasiática de Putin. Este
fue el tema que sirvió de espoleta de las manifestaciones iniciales en
novimbre de 2013, pues la mayoría de ucranianos se escandalizaron ante la
negativa de Yanukóvich de firmar un pacto con la UE, que para ellos era
evidentemente una manera de evadirse de la red económica y política cada vez
más autoritaria que estaban tejiendo Putin. La UE ofreció a Ucrania un
préstamo de miles de millones de dólares a cambio de una “reforma” económica
no especificada. En aquel entonces y más tarde, el movimiento democrático
ucraniano apenas ha tenido en cuenta el terrible coste humano de las
políticas de austeridad que la UE y otras instancias prestamistas
internacionales exigirían a cambio de los préstamos, empezando por los
recortes de los salarios y las pensiones y el aumento de los precios de
productos básicos. Y eso en un país que ya se hallaba al borde del colapso
económico.

Esta carencia se debe al hecho de que la clase obrera no apareció bajo su
propia bandera y a la debilidad de la izquierda, por lo que la revuelta
democrática careció de una dimensión socioeconómica, por no decir
anticapitalista. Hubo sin embargo algunas protestas aisladas centradas en
cuestiones económicas, como relata el corresponsal anarquista arriba
mencionado: “El 9 de abril fuimos a una concentración de trabajadoras
sociales delante de un edificio gubernamental cerca de Maidán. Son las
primeras despedidas tras el acuerdo con el FMI [Fondo Monetario
Internacional]. Han acudido alrededor de 200 personas (procedentes de
distintas partes de Ucrania) a esta... concentración en el exterior del
edificio gubernamental. Muchas trabajadoras blanden sus pancartas hechas por
ellas mismas y corean consignas dirigidas al gobierno como ‘Intercambiemos
los salarios’, ‘Empezad con los recortes por vosotros mismos’ y ‘Las
reformas son para mejorar, no para crear desempleo y pobreza’. La mayoría
son mujeres.”

Una tercera contradicción se refiere a la estrechez de miras del
nacionalismo ucraniano predominante en buena parte del movimiento, así como
en el nuevo gobierno de Kiev. Así, cuando Yanukóvich estaba perdiendo el
poder, el parlamento, que por entonces ya se había pasado a la oposición,
llevó a cabo una votación –de consecuencias fatales– para abolir la ley de
cooficialidad lingüística de 2012, que había declarado el ruso como lengua
cooficial de la nación, junto con el ucranio. A pesar de que la abolición
nunca llegó a tomar efecto porque fue vetada por el presidente de la
República en funciones, el daño político fue enorme, pues entregó una
poderosa arma propagandística a Putin y sus aliados en Ucrania oriental,
donde los rusoparlanetes son la gran mayoría. Es más, muchos ucranianos del
este temieron con razón que el tipo de política neoliberal favorecida por el
nuevo poder en Kiev abriría la región industrializada de Donbás a la
competencia de importaciones más baratas de productos manufacturados del
extranjero, dando pie a despidos masivos.

A pesar de estas contradicciones, la revuelta ucraniana fue en conjunto un
acontecimiento positivo, que demostró tanto el poder como la creatividad de
un movimiento democrático de masas en una región marcada por un creciente
autoritarismo. Es más, logró efectivamente derrocar a un gobierno, cosa que
no se ve todos los días. Esto no solo sacudió a Ucrania, sino también a
Rusia, e incluso llegó a preocupar a regímenes tan lejanos como el de Irán,
donde se desencadenó una disputa entre periódicos reformistas y
conservadores (“La révolution ukrainienne dérange les conservateurs en
Iran,” Le Monde, 28 de febrero de 2014).

Rivalidades interimperialistas y solidaridad internacional

Pocos días después de la caída de Yanukóvich, Putin emprendió la anexión de
Crimea, un territorio que Rusia llevaba reclamando desde hacía tiempo y que
alberga a una de sus principales bases navales. En Crimea vive una clara
mayoría de rusohablantes, además de los destacamentos de personal militar
ruso que residen allí, aunque también existe una minoría significativa de
tártaros crimeos predominantemente musulmanes (12 % de la población), así
como de ucranioparlantes (24 %). Estas minorías quedaron casi completamente
silenciadas durante una farsa de referéndum relámpago en que se dijo que
hubo un improbable 80 % de participación y una antigua mayoría típicamente
soviética del 97 % votó supuestamente por separarse de Ucrania y unirse a
Rusia.

La anexión de Crimea por la Rusia de Putin dio pie a sanciones y amenazas
por parte de EE UU y de la UE con vistas a aislar a Rusia, resucitando el
clima de la guerra fría. EE UU ha vertido sus habituales lágrimas de
cocodrilo por Crimea a pesar de que ocupa Guantánamo, un enclave segregado
del territorio cubano. De hecho, la conducta general de Putin desde la
revuelta de Maidán, al concentrar a 40.000 soldados junto a la frontera y
emitir declaraciones belicosas sobre la protección de las minorías rusas en
todas partes, es casi un fiel reflejo del modo en que Washington se ha
comportado tradicionalmente con respecto a América Latina.

Un tipo distinto de respuesta fue la solidaridad internacional democrática y
antiimperialista. En el interior de Rusia, la oposición democrática organizó
una manifestación bastante masiva, que reunió a 50.000 personas, el 15 de
marzo, en la víspera del referéndum de Crimea. Entre las consignas que se
corearon estuvo la de “Manos fuera de Ucrania” y “No a la guerra”. Hubo una
contramanifestación mucho menos concurrida, convocada bajo el lema de “No
habrá Maidán en Moscú” (Le Monde, 16 de febrero de 2014). Esto probablemente
sea cierto en estos momentos, pero sin duda el fantasma de Maidán persigue a
Putin por mucho que su actitud patriotera haya mejorado temporalmente sus
índices de popularidad. La anexión de Crimea también mereció la condena de
la Asamblea General de las Naciones Unidas tras una votación sesgada.

Los sectores de la izquierda que se han mostrado reacios a dar su apoyo al
movimiento de Maidán –junto con expertos internacionales de la escuela
“realista”– señalan a menudo que la OTAN se ha extendido desde 1991 a la
mayor parte de Europa del este y los países bálticos, violando las promesas
dadas a los líderes de Rusia cuando se hundió la Unión Soviética. Está claro
que la OTAN ha actuado como lo que es, una alianza imperialista, sacando
provecho de la debilidad de su antiguo rival y practicando una especie de
agresión velada que sembró una gran desconfianza en el Estado y el pueblo
rusos. Pese a las aseveraciones actuales de EE UU y la UE de que únicamente
están interesados en una asociación económica con Ucrania, y no en su
incorporación a la OTAN, hemos de recordar que el vicepresidente
estadounidense Joe Biden declaró durante una visita a Kiev en 2009 que EE UU
“apoyará firmemente” el ingreso en la OTAN (Ellen Barry, “Biden Says U.S.
Still Backs Ucrania in NATO”, New York Times, 23 de julio de 2009, A8).
Escaldado por las desastrosas guerras en Irak y Afganistán, la oposición del
público a nuevas aventuras extranjeras y la escasez de recursos durante la
Gran Recesión, el gobierno estadounidense se muestra ahora más comedido. Sin
embargo, no por ello ha renunciado al objetivo global de dominar el mundo.

¿Qué hay del imperialismo ruso, sumamente debilitado desde 1991? A este
respecto también es preciso señalar que los detractores del imperialismo
estadounidense y occidental no suelen recordar que Putin, al igual que EE UU
con respecto a la OTAN y Rusia, ha violado las garantías que dio Rusia en
1994, cuando firmó junto con Washington y Londres el Memorándum de Budapest.
En aquel acuerdo, las tres potencias se comprometieron a respetar la
integridad territorial de Ucrania a cambio de su promesa de entregar su
arsenal nuclear, el tercero más grande del mundo. Ucrania cumplió su parte
en 1996, convirtiéndose así en uno de los dos únicos países –el otro es
Sudáfrica– que han renunciado a su armamento atómico. Además, yo añadiría
que el hecho de criticar que EE UU y la OTAN hayan interferido en la esfera
de influencia de Rusia obedece a una lógica imperialista, una lógica que la
izquierda ha de rechazar en todas sus formas, tanto si esa esfera está
dominada por Washington como si lo está por otra potencia mundial o
regional.

Kerry y Obama promocionan sus credenciales democráticas cuando apoyan la
revuelta de Maidán o se oponen al matonismo ruso en Ucrania, pero guardan
silencio sobre cuestiones que les afectan más directamente, como la condena
de Cecily McMillan, la activista de Occupy Wall Street cuyo “delito”
consistió en dar un codazo a un policía que le había manoseado los pechos
durante la disolución de una manifestación en 2012. En un notable gesto de
internacionalismo desde abajo, dos opositoras a Putin del grupo Pussy Riot,
Maria Alyójina y Nadeshda Tolokonnikova, visitaron a McMillan en señal de
solidaridad en la cárcel de Rikers Island. “Ha sido una decisión muy mala
meterla en prisión”, dijo Tolokonnikova. Las dos activistas rusas sabían muy
bien de qué hablaban, pues acababan de cumplir su condena de cárcel a
comienzos de año (James McKinley, “Like-Minded Russians Visit Occupy Wall
Street Inmate at Rikers Island”, New York Times, 9 de mayo de 2014, A19).

El este de Ucrania y el peligro de guerra civil

En una serie de ciudades del este de Ucrania en que predominan los
rusoparlantes, y especialmente en la más grande, Donetsk (un millón de
habitantes), militantes favorables a Putin y armados hasta los dientes
ocuparon edificios gubernamentales. No está claro hasta qué punto se
implicaron agentes de los servicios secretos de Rusia. El grado de apoyo
popular a estos irredentos que abogan por romper con Ucrania y unirse a
Rusia está todavía menos claro. En primer lugar, convendría señalar que no
han logrado hacerse con el control de Jarkiv (1,5 millones de habitantes),
la ciudad más grande del este de Ucrania. En segundo lugar, mientras algunos
han querido equiparar estos actos a la revuelta de Maidán, el grado de
participación masiva es mucho más bajo. En tercer lugar, un sondeo del Pew
Research Center publicado el 8 de mayo revela la existencia de un alto
porcentaje de apoyo a una Ucrania unida en todas las regiones: “Entre los
ucranianos, el 77 % dicen que Ucrania debería permanecer unida, frente al 14
% que piensan que las regiones deberían tener derecho a separarse si lo
desean… Una mayoría un poco menor (el 70 %) del este del país –que incluye
zonas del litoral del mar Negro y fronterizas con Rusia– también prefieren
la unidad.” Finalmente, conviene señalar que la cara pública de esas
ocupaciones incluye a figuras sumamente dudosas, como por ejemplo la de
Denis Pushilin en Donetsk, conocido por su participación en un fraude masivo
a base de un “esquema Ponzi”.

Sin embargo, como demuestra también el sondeo de Pew, apoyar la unidad de
Ucrania no es lo mismo que apoyar al gobierno actual de Kiev, formado por
políticos de regímenes anteriores, en su mayoría relacionados con oligarcas
corruptos: tan solo el 41 % de la población tiene una opinión favorable
sobre el mismo, aunque con algunas diferencias regionales.

El 11 de mayo, los secesionistas celebraron un referéndum muy controvertido
sobre el “autogobierno” en las regiones de Donetsk y Luhansk. En los días
previos, Putin emitió señales contradictorias con respecto a esta medida e
incluso llegó a solicitar que se pospusiera el referéndum. Los resultados de
la consulta, como era de prever, estuvieron sesgados, aunque el grado de
participación real no está claro. Tampoco estaba claro si Putin se decidiría
realmente a incorporar a estas dos regiones orientales como había hecho con
Crimea. Lo que sí estaba claro es que esta operación estaba destinada a
perturbar las elecciones generales ucranianas convocadas para el 25 de mayo,
en las que casi todos los observadores predecían una victoria aplastante a
escala nacional (aunque no en algunas zonas del este) de los candidatos que
declaraban apoyar el legado de la revuelta de Maidán.

Una semana antes del referéndum se produjeron los primeros encontronazos
graves entre militantes prorrusos y los defensores de una Ucrania unida en
la ciudad porturaria meridional de Odesa, donde murieron asesinados más de
40 prorrusos. Aunque los detalles exactos son objeto de controversia, el
siguiente informe que me remitió un sociólogo que tiene buenos contactos en
Odesa y está relacionado desde hace tiempo con la izquierda antiestalinista
suena convincente: “En la ciudad había una acampada ‘prorrusa’. Los
acampados estaban armados… El viernes, las fuerzas ‘proucranianas’ se
manifestaron a favor de la unidad nacional. Los ‘prorrusos’ los atacaron.
Creo que… la policía se mantuvo al margen cuando los ‘prorrusos’ atacaron.
En la batalla subsiguiente, los ‘prorrusos’, que eran mucho menos numerosos,
se batieron en retirada y se dividieron en dos grupos. Uno de estos se
parapetó en un edificio y la batalla continuó. Los ‘prorrusos’ armados
disparaban desde el interior del edificio contra sus oponentes, algunos de
los cuales improvisaron cócteles mólotov y los lanzaron contra el inmueble.
El edificio ardió con terribles consecuencias… ¿Qué se deduce de todo esto?
Los ‘prorrusos’ trataban, sin éxito, de tomar Odesa; atacaron a una
manifestación que se oponía a sus designios; y fueron derrotados. No se
trata de una masacre calculada fríamente, sino de una tragedia de esas que
suelen ocurrir cuando se desarrolla una situación de guerra civil.”

Aunque no se tratara de una masacre fríamente calculada, cosa que es
necesario decir, también hay que decir, por supuesto, que algunos de los
“proucranianos” expresaron algunas emociones grotescas cuando vieron el
edificio en llamas con personas en el interior que estaban muriendo. Odesa
no solo muestra el peligro del irredentismo ruso, sino también el de un
nacionalismo ucraniano estrecho. Esta forma de nacionalismo, como ya ocurrió
con motivo del voto en contra de la lengua rusa, o de los intentos mal
planteados por parte del ejército ucraniano, que es muy débil, de intervenir
con fuerza en el este, no sirve para nada más que para incrementar el apoyo
al separatismo en esa parte del país.

Putin y la mezcla de neoestalinismo y paneslavismo

El régimen de Putin abraza una ideología neoestalinista que concibe el
colapso de la URSS como una tragedia. Tributaria del chovinismo ruso, esta
visión del mundo también comprende elementos de versiones más antiguas del
paneslavismo zarista, especialmente la noción de “proteger” a las minorías
rusas en el extranjero. Esta extraña combinación se ve en la manera en que
Putin venera al eslavófilo conservador Alexandr Solshenitsin (quien negaba
la existencia de una nación ucraniana separada de Rusia), al tiempo que
manifiesta nostalgia por el régimen estalinista que encarceló al escritor.
Putin confirmó esta opinión el 12 de marzo de este año, cuando habló por
teléfono con Mustafá Dshemélev, un venerado líder de la minoría tártara de
Crimea. Putin trataba visiblemente de tranquilizar a los tártaros, dándoles
garantías de que no serían perseguidos al integrarse en Rusia como lo fueron
en la Unión Soviética, que los deportó masivamente a Asia Central en 1944.
Sin embargo, tal como informó Dshemélev asombrado, Putin también sugirió que
la independencia de Ucrania en 1991 de la antigua Unión Soviética carecía de
validez: “Putin planteó la cuestión de que la autoproclamación de la
independencia de Ucrania no se había ajustado a las leyes soviéticas
relativas al procedimiento de abandono de la estructura de la URSS”
(“Ucrania se separó de la URSS de forma no legítima”, Agencia de Noticias de
Crimea QHA, 13 de marzo de 2014; véase asimismo Sylvie Kaufmann, “Après la
Crimée, un autre monde”, Le Monde, 17 de marzo de 2014).

Estas cuestiones tienen profundas resonancias en la historia de Rusia y
Ucrania. Lenin fustigaba el chovinismo ruso y llegó incluso a apoyar el
derecho de Ucrania a la independencia: “Si Finlandia, Polonia o Ucrania se
segregan de Rusia, no hay nada malo en ello. ¿Cuál es el problema? Quien
diga que sería malo es un chovinista. Hay que estar loco para continuar con
la política del zar Nicolás… Esto es rechazar la táctica del
internacionalismo, esto es chovinismo de la peor especie. ¿Qué hay de malo
en que Finlandia se separe?… El proletariado no puede hacer uso de la fuerza
porque no debe impedir que los pueblos logren su libertad” (Discurso sobre
la cuestión nacional, Séptima conferencia panrusa del Partido
Socialdemócrata de Rusia (bolchevique), 29 de abril [12 de mayo] de 1917).

El filósofo Slavoy Zizek menciona este acervo revolucionario en un reciente
artículo en que defiende los derechos nacionales de Ucrania frente a Rusia:
“La edad de oro de la identidad nacional ucraniana no fue la Rusia zarista
–que cercenó la autoafirmación nacional ucraniana–, sino la primera década
de la Unión Soviética, cuando el poder soviético aplicó en una Ucrania
devastada por la guerra y el hambre una política de ‘indigenización’. Se
revitalizaron la cultura y la lengua ucranianas y se establecieron los
derechos a atención sanitaria, a la educación y la seguridad social. La
indigenización siguió los principios formulados por Lenin en términos nada
ambiguos” (“Barbarism with a Human Face”, London Review of Books, 8 de mayo
de 2014).

La tragedia de la Rusia de 1917, una revolución que se transformó en su
contrario, sigue obsesionando hoy tanto a Rusia como a Ucrania, incluso tras
el colapso de la URSS. Las primeras semanas de dominio ruso en Crimea
muestran bastante a las claras cuáles son los designios que tienen en mente
los amigos de Putin para el este de Ucrania. Si consideramos que el trato
dado a las minorías étnicas y sexuales proporciona una indicación inequívoca
del carácter progresista o reaccionario de un régimen político, ya podemos
observar dos tendencias preocupantes: 1) Persecución de los tártaros: a
Dshemélev le impidieron volver a Crimea después de viajar a Kiev, lo que
provocó una manifestación de 2.000 tártaros junto al paso fronterizo cuando
intentó regresar a su casa (“Crimée: heurts entre Tatars et forces de
l’ordre,” Le Monde, 4 de mayo de 2013). 2) Persecución de la comunidad LGBT:
el desfile del Orgullo programado para los días 22 y 23 de abril fue
suspendido al amparo de la ley rusa que prohíbe la “propaganda homosexual”,
causando un gran malestar en el conjunto de la comunidad, algunos de cuyos
miembros se plantean emigrar lo antes posible (Daniel Reynolds, “Rusia’s
‘Gay Propaganda’ Law Takes Effect in Crimea,” Advocate, 1 de mayo de 2014).

Los terribles legados de la hambruna y la deportación bajo el régimen de
Stalin, de la ocupación nazi y del holocausto, así como de la catástrofe
nuclear de Chernobil, pesan sobre Ucrania y toda la región, tanto en
términos de memoria como de premonición para el futuro. Ahí está el peligro
de una guerra civil etnorregional, como en los Balcanes en la década de
1990. Ucrania se enfrenta hoy a una profunda crisis económica, política y
cultural y se ve atrapada entre dos imperialismos rivales. Su camino hacia
el progreso no está en absoluto despejado, en particular porque su
movimiento democrático no ha abordado la opresión del capital y de clase y
se ve constreñido por la política de austeridad de EE UU y la UE. No
obstante, tras haber protagonizado no una, sino dos revueltas democráticas a
lo largo del último decenio, el pueblo ucraniano ha hecho gala de un
profundo anhelo de autodeterminación en el sentido más amplio y de
democracia desde abajo. Sin duda los excesos nacionalistas ucranianos, como
en Odesa, ilustran las profundas contradicciones a que se enfrenta el
movimiento democrático, pero vista globalmente, la revuelta de Maidán supone
un desafío a la potencia imperialista regional, Rusia, cuyo régimen cada vez
más autoritario hace todo lo posible por asegurar que el experimento
democrático de Ucrania acabe en un miserable fracaso. 

* Kevin B. Anderson es profesor de Sociología, Ciencias Políticas y Estudios
Feministas en la Universidad de California, Santa Bárbara.

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