Golfo Pérsico/ lejos de casa: la explotación de los trabajadores emigrantes [Cynthia Gorney]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Jun 18 22:36:16 UYT 2014


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Correspondencia de Prensa

boletín informativo – 18 de junio 2014

germain5 en chasque.net

A l’encontre – La Breche

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Golfo Pérsico

Trabajadores emigrantes

Lejos de Casa

Muchos países en desarrollo descubren que su exportación más lucrativa es la
gente. Los trabajadores extranjeros y sus familias tienen que hacer un
sacrificio inevitable: la pérdida emocional a cambio de una ganancia
material.

Cynthia Gorney, marzo de 2014

National Geographic

http://www.nationalgeographic.com.es/

Cuando en la Unión de Emiratos Árabes (UEA) es mediodía, en Filipinas son
las cuatro de la tarde, lo que significa que los dos hijos mayores de Teresa
Cruz ya habrán vuelto del colegio y estarán en casa de su tía, que es con
quien viven y quien los está criando. Teresa reside en Dubai, la ciudad más
poblada de la UEA, a 6.900 kilómetros de Filipinas. Tiene 39 años y es
dependienta en una tienda de moda de un estupendo centro comercial de Dubai.
Su trabajo consiste en recolocar las prendas, cobrar las prendas en caja,
llevar el control de los tickets de las ventas y sonreír cada vez que entra
un cliente. Trabaja seis días a la semana; libra los viernes.

Por eso el viernes al mediodía es el momento que Teresa reserva para ver a
su hija de 11 años y a su hijo de 8, y como la emigrante laboral que es –uno
de los muchos millones de adultos que han viajado miles de kilómetros en
busca de un trabajo que les permita enviar dinero a sus familias–, lo hace
al estilo del emigrante moderno: en el dormitorio que comparte con otros
cuatro ocupantes, acerca un taburete de plástico al escritorio de aglomerado
sobre el que hay un ordenador, entra en su cuenta de Facebook, hace clic en
el botón de videochat, se inclina hacia la pantalla y aguarda.

La primera vez que la acompañé en la espera, Teresa seguía en pijama pese a
ser mediodía. Comparte el dormitorio con su marido, Luis, que salió de
Filipinas hace años, como ella; los dos hijos menores del matrimonio, un
bebé y un niño de tres años, y la persona a quien la pareja haya convencido
en ese momento para hacer de niñera mientras ellos trabajan. (Los Cruz se
han cambiado los nombres para proteger a la familia de posibles
repercusiones.) Ese mes se trataba de una filipina joven que había huido de
la casa de una familia emiratí donde trabajaba de sirvienta porque la
maltrataban y que ahora ocupaba ilegalmente una litera metálica encajada
entre el colchón de la familia Cruz y la puerta del dormitorio. Al bebé le
estaban saliendo los dientes, y Teresa intentaba calmarlo con susurros
mientras lo tenía apoyado sobre una cadera, los ojos clavados en el
ordenador.

Por fin apareció un rostro en la pantalla. Pero era la hermana de Teresa.
Los niños aún no ha­­bían vuelto del colegio. «Llama después de la cena»,
dijo en tagalo, y se desconectó.

Desanimada, Teresa fue a abrir la cuenta de Facebook de su hija, donde se
quedó helada al leer «Situación sentimental: tiene una relación». Se quedó
mirando la pantalla, en silencio. «A lo mejor no es en serio», dijo. En la
lista de gustos y aficiones de su hija figuraban Justin Bieber y la serie de
televisión Glee, además de una página de Facebook con muchos seguidores
unidos por un único vínculo en común: tener un familiar convencido de que el
único modo de cumplir con las obligaciones de un progenitor responsable
(costear los libros de texto, garantizar que los abuelos estén bien
alimentados, preparar a los niños para un futuro universitario) pasa por
despedirse de los suyos y ponerse a trabajar muy lejos de casa.

Durante las semanas que compartí con Teresa en Dubai solo la vi perder la
compostura en una ocasión. Fue cuando me habló de una noche de hacía más de
una década. Estaba a la puerta de su casa de Filipinas y vio que todas las
viviendas de la calle tenían luces de Navidad, absolutamente todas menos la
suya. «Nosotros, nada de nada», recordaba. De pronto se le demudó la
expresión y rompió a llorar.

«Había oído muchas cosas sobre el “Extranjero” –me contó–. Había oído que
allí se podía comprar de todo.» El Extranjero era como un país en sí mismo,
el lugar del que procedían los artículos más fascinantes: pulseras de oro,
dentífrico Colgate, latas de carne. En el municipio donde se crió con sus
diez hermanos, a una hora de Manila, se estaban construyendo casas de piedra
con las remesas procedentes del Extranjero. «La nuestra era de madera y
estaba viejísima», me explicó. Una vez, en pleno monzón, una pared del
cuarto en el que Teresa dormía con otra hermana no resistió tanta agua y se
vino abajo. «Después, cuando llegaron las Navidades, estaba frente a mi casa
y me dije: “Con mi primer sueldo compraré unas luces navideñas”.»

El primer sueldo lo ganó en una tienda de calzado deportivo de su ciudad.
Teresa, que acababa de terminar el instituto, no tenía suficiente para
cambiar las paredes de madera por otras de piedra, más robustas, pero sí
para comprar unas lucecitas de colores. Las clavó en su casa trazando con
ellas el perfil de un árbol navideño. «Las puse yo sola –me dijo–. Y salí a
la calle, vi las luces y pensé: “Yo puedo”.»

Esa noche Teresa concluyó que tenía arrojo suficiente para irse al
Extranjero.

La migración en busca de oportunidades es tan antigua como la historia de la
humanidad, pero seguramente nunca antes haya habido tanta gente viviendo
fuera de su país natal como ahora. Cada hora de cada día se mueven
cantida­des ingentes de personas y de dinero, un flujo planetario tan
complejo y voluble como la me­­teorología, me­­diante el cual los países
menos favorecidos se desembarazan de una población activa pobre y con
ambiciones de mejorar y se benefician de las rentas que retornan. «Remesas»,
llaman los economistas a estas transferencias de los trabajadores a sus
familias, enviadas casi al instante por los servicios de banca electrónica o
entregadas en mano por mensajeros. Aunque individualmente son cantidades
mínimas, las remesas agregadas constituyen un flujo de capital enorme hacia
los países en vías de desarrollo. En la larga lista de las fuentes de origen
de esas transferencias –las naciones más ricas, con clases pudientes
deseosas de emplear extranjeros necesitados–, Estados Unidos ocupa el primer
puesto.

Sin embargo, Dubai no tiene rival a la hora de concentrar la mano de obra
inmigrante del siglo XXI en un entorno de película. Si uno llega por la vía
habitual, desembarcando en el gran aeropuerto internacional, pasará por
delante de más de cien inmigrantes laborales (o remesistas) como Teresa y
Luis antes de llegar a la parada de taxi de la puerta. La joven que sirve
cafés en el Starbucks es de Filipinas, o quizá de Nigeria. La limpiadora de
los aseos es nepalí, o tal vez sudanesa. El taxista que pisa a fondo en la
autopista hacia el centro de Dubai es del norte de Pakistán, o de Sri Lanka,
o del estado indio de Kerala.

¿Y los demenciales rascacielos que se distinguen desde el taxi? Uno tiene
forma de hacha gigante; otro parece una enorme bola de golf so­­bre una
torre de tortitas. Todos construidos por obreros extranjeros, casi siempre
sudasiáticos: llegados de la India, Nepal, Pakistán y Bangladesh. Si es de
día, habrá autobuses vacíos aparcados a la sombra junto a los esqueletos de
los rascacielos en construcción. Cuando caiga la noche, devolverán a los
hombres a los alojamientos colectivos donde la mayoría tiene que vivir,
hacinados como en un barracón penitenciario.

Que los trabajadores extranjeros soporten unas condiciones de vida difíciles
es una constante en todo el mundo, pero en Dubai todo se lleva a la
exageración. La historia moderna de esta ciudad comienza hace poco más de 50
años, cuando se encontró petróleo en la vecina Abu Dhabi, a la sazón un
territorio independiente gobernado por un jeque. La Unión de Emiratos Árabes
se fundó en 1971 como una federación nacional que incorporaba seis de esos
territorios (el séptimo se sumó al año siguiente), y como Dubai tenía
comparativamente poco petróleo, la familia real de la ciudad empleó su parte
de las nuevas riquezas del país en transformar aquella pequeña ciudad
mercante en una capital comercial que deslumbrase al mundo. La famosa pista
de esquí cubierta es solo una parte de un centro comercial de Dubai, que ni
siquiera es el más grande de los muchos que hay en la ciudad. Ese, el más
grande, tiene un acuario de tres pisos y una pista olímpica de hockey sobre
hielo. El edificio más alto del planeta está en Dubai. Donde sea que uno
pose la mirada, allí todo es extravagante y nuevo.

Y puesto que los diseñadores del Dubai contemporáneo decidieron que su
ciudad espectacu­lar sería construida y atendida por trabajadores no
nacionales (no había suficientes emiratíes para hacerlo, ¿y por qué habría
de pretender una nación recién enriquecida que sus ciudadanos sirvan mesas o
echen cemento a 48 °C cuando puede pagar para que lo hagan otros?), se
lanzaron a recibir inmigrantes de una forma igual de exagerada. De los 2,1
millones de habitantes de Dubai, solo alrededor del 10 % es emiratí. El
resto son trabajadores eventuales conscientes de que jamás se les ofrecerá
la nacionalidad.

La sociedad en la que viven, como la mayoría de los países del golfo Pérsico
que hoy dependen de la mano de obra foránea, está rígidamente
compartimentada: se divide por raza, sexo, clase social, país de origen,
dominio del inglés. En Dubai los profesionales y directivos son
mayoritariamente europeos, estadounidenses, australianos, neozelandeses y
canadienses, blancos que casi siempre ganan demasiado dinero para que se les
considere emigrantes remesistas. Sus sueldos les permiten llevarse consigo a
las familias, moverse en Range Rover y vivir en rascacielos elegantes o en
casas unifamiliares con jardín. Los remesistas cocinan para ellos y cuidan a
sus hijos, limpian las calles, atienden en los centros comerciales,
despachan en las farmacias, pulen el hielo de las pistas de hockey y
levantan los rascacielos bajo el sol abrasador; en otras palabras, hacen que
Dubai funcione, mientras envían sus salarios a miles de kilómetros.

Pero, en el fondo, esta no es una historia de empleo, masa salarial y PIB,
sino de amor: de vínculos familiares, de obligaciones y lealtades
enfrentadas, de lo enormemente difícil que es satisfacer las necesidades
materiales y afectivas de los seres queridos en una economía globalizada que
a veces parece diseñada adrede para separar familias. La mayoría de los
trabajadores extranjeros protagonizan historias de amor de algún tipo, y en
Dubai, que tiene una de las concentraciones más altas de mano de obra
foránea del mundo, los Cruz son conscientes de su excepcional fortuna:
pueden cohabitar como el matrimonio que son. Durante una temporada vivieron
con todos sus hijos, algo rarísimo entre la población remesista, pero con la
llegada del cuarto bebé la situación los superó. Fue Luis, que había estado
casado anteriormente y ya tenía una hija en Filipinas, quien envió a los
niños mayores con su tía. Siempre que pregunté a Teresa por la pérdida de
contacto físico con sus dos hijos mayores, se quedaba inexpresiva e inmóvil.
«Es muy duro», decía. Y también: «Creo que con mi hermana tienen una buena
familia». Y: «Así se criarán como filipinos».

En la iglesia católica de Saint Mary el viernes por la tarde la misa se
celebra en tagalo. En otros horarios se puede asistir a misas en inglés, y
en cingalés, francés, tamil, árabe, malabar y konkaní; estos dos últimos son
idiomas de la India. Un viernes Teresa y Luis escuchaban por megafonía a
Tomasito Veneración, el sacerdote asignado a los filipinos de la parroquia.
Un par de días antes había aprendido una palabra nueva, decía el padre Tom
en tagalo, «gamofobia», el miedo al compromiso sentimental.

No seáis gamófobos, predicaba el padre Tom. Que no se diga que la familia
del emigrante es fuerte pero que vosotros, los propios emigrantes, sois
débiles. Teresa y Luis se miraron; el cura no hacía alusión expresa al
adulterio, pero ellos entendieron a qué se refería. Casi todos los filipinos
de la UEA tienen amigos o familiares en su país de origen o en el Golfo que
inician una relación extramatrimonial para sobrellevar la separación del
cónyuge, sin dejar de enviar remesa tras remesa. «No olvidéis a los que
dejasteis en casa –predicaba el padre Tom–. No olvidéis la razón por la que
estáis aquí.»

En una ciudad de trabajadores extranjeros, estas son las historias más
comunes: por qué estás aquí, a quién dejaste atrás. A menudo son calcadas.
Mis hijas, mi marido, mis padres, mi hermano, que se ha quedado en el pueblo
y me temo que anda con drogas. Porque yo quería que ese hermano mío fuese al
instituto. Porque aunque dormimos ocho en un dormitorio para cuatro, el
patrono me paga el alojamiento y así tengo más dinero para enviar a casa.
Porque el jefe no me paga el alojamiento, pero ahorro en el alquiler al
compartir no solo el cuarto, sino también el catre; el que trabaja de día
duerme de noche y al revés. Porque mi mujer estaba embarazada y no sabíamos
qué iba a ser del bebé.

Porque así me enseñó mi padre que se mantiene a la familia, cuando nos dejó
hace 30 años para ganar cuatro veces más y mandar el dinero a casa.

En algunos vecindarios de Manila prácticamente no hay un escaparate que no
esté empapelado de propuestas migratorias. ARABIA SAUDÍ, 30 preparadores de
sándwiches. HONG KONG, 150 asistentas del hogar. DUBAI, monitora de zona
infantil, envasadores de hortalizas. Alicatador, arrocero, limpiadora (buena
presencia), tallador de hielo/frutas. Los anuncios que lanzan el anzuelo a
los filipinos proponen destinos de todo el mundo, pero los más destacados
prometen trabajo en los países del Golfo, sobre todo para los colectivos con
menos estudios.

Cuando Luis era pequeño, su padre aceptó un empleo de ese estilo: soldador
en Dubai. Nunca volvió a vivir en Filipinas; ahora, muy de vez en cuando,
regresa a casa en vacaciones para estar unos días con la mujer que todavía
es su esposa (la legislación filipina prohíbe el divorcio). Luis y sus
cuatro hermanos se criaron sin saber lo que era tener un padre en casa. Lo
pasaron muy mal. «Lo acompañábamos todos al aeropuerto –me contó–. Había que
darle un beso y un abrazo. Eso era lo peor. Todos llorando.»

Como muchos países en los que no se ha erradicado la pobreza, Filipinas ha
terminado por depender de esa emigración regular. Se ha acuñado un acrónimo
oficial, a menudo acompañado de loas al heroico sacrificio por el bien de la
nación y la familia: los OFW, overseas filipino workers, trabajadores
filipinos en el extranjero. En el aeropuerto de Manila hay un centro
específico para los OFW, que se suma a las múltiples oficinas públicas que
en todo el país se ocupan de este colectivo, como el Servicio Filipino de
Empleo Exterior, o el Servicio de Bienestar de los Trabajadores en el
Exterior, ambos con cientos de empleados.

A los 22 años Luis estaba casado, ya era padre y vivía en la misma ciudad
deprimente en la que se había criado, al sur de Manila. Trabajaba en la
construcción, a tres euros la jornada. Bastaba para sobrevivir. Pero no para
mantener a los su­­yos con holgura, como había hecho su padre. En tagalo se
usa una expresión, «katas ng Saudi», que literalmente significa «el jugo
exprimido a Arabia Saudí»; los filipinos la usan para referirse a la
abundancia posibilitada por las remesas del Extranjero –buen calzado,
paredes resistentes–, aun cuando esas comodidades sean en realidad katas ng
Dubai o katas ng Qatar.

El amplio hogar de la familia Cruz es hoy un rico escaparate de katas ng
Saudi: sofás tapizados, cuartos espaciosos, un reproductor de DVD, terrazas
cubiertas desde las que se ven las redes de pesca que un primo mantiene
sumergidas permanentemente. Dos hermanas de Luis han ido a la universidad.
Una estudia odontología.

Fue Luis padre quien en una visita a casa, tras estudiar la situación del
hijo y observar que su primera esposa parecía estar desentendiéndose del
matrimonio, le propuso que buscase un trabajo mejor en Dubai. «Sabía en qué
situación estaba. Y mi madre me llevó a la agencia de colocaciones», me
contó Luis.

Todavía recuerda la primera remesa que envió a Filipinas, cuando apenas
llevaba unas semanas trabajando en Dubai: el equivalente a 250 euros, lo que
habría ganado en casi tres meses de haberse quedado en Filipinas. Remitía el
dinero directamente a su madre, que lo gastaba en su propia manutención y en
la de la hija y las hermanas de Luis. Luis descubrió que podía ganar más si
trabajaba todos los días, prescindiendo del descanso semanal. En su primer
empleo utilizaba un soplete en pleno desierto. «Sin guantes no podías coger
ni la gorra –recordó–. Aquello era abrasador.»

Sentía una soledad abrumadora. Pero ganaba muchísimo dinero. Tenía la
compañía de su pa­­dre. Al poco tiempo Tomás, su hermano menor, casado como
él, dio por imposible prosperar en Filipinas y se trasladó también a Dubai,
dejando en casa a su mujer y a su hija.

Así y todo, esta sigue siendo una historia de amor, y bastante feliz para lo
que se estila en las crónicas de la emigración. Cuando Luis estaba
trabajando ya en el golfo Pérsico, Teresa bordaba las entrevistas en la
agencia de colocaciones. En Dubai, cuando llegó a los centros comerciales a
los que primero la destinaron, veía de refilón las obras polvorientas que
cortaban de raíz cualquier conato de autocompasión. Ella tenía aire
acondicionado en el trabajo y los primeros meses disfrutó del lujo de
compartir habitación con una sola compañera, una atención especial que
reciben muchas nuevas remesistas. Aquella residencia era el lugar más
agradable en el que jamás había vivido.

Se alegraba de no estar atrapada en el solitario exilio de las criadas
domésticas. Las filipinas, con su buen inglés y su fama de ser amables y de
confianza, son muy demandadas para el servicio del hogar; casi la mitad de
las personas que salen de Filipinas para trabajar en el extranjero son
mujeres, muchas de ellas separadas de sus propias familias por la demanda
internacional de niñeras, enfermeras y auxiliares geriátricas. Pero Teresa
había oído lo suficiente sobre la vida de las criadas emigrantes para
comprender que aquello no era para ella. Las más afortunadas daban con
buenos patronos que las trataban con respeto, pero demasiadas veces los
relatos eran deprimentes: asueto inexistente, aislamiento ab­­soluto,
agresiones verbales por parte de la señora de la casa, abusos sexuales por
parte del señor.

Además Teresa tenía su propio móvil; otra cosa que se comentaba era que los
patronos confiscaban el teléfono a las criadas para que estuviesen más
centradas y fuesen más dependientes. Cada vez que acudía a una oficina de
cambio para proceder con la gratificante transacción que hacía aparecer su
sueldo emiratí en Filipinas convertido en pesos, Teresa se quedaba con lo
justo para adquirir alimentos y otros imprescindibles, y al cabo del tiempo,
en alguna ocasión especial, alguna joyita de oro.

Y como en Dubai había tantos filipinos, Teresa encontró amigos, gente joven
que, como ella, cambiaban las residencias de empleados por apartamentos en
los que vivían tan apretados como felices. Caldo de cultivo para los
romances. Romances complicados, eso sí; la mayoría de los hombres seguían
vinculados legalmente a las familias por cuyo bien habían emigrado.

Cuando Teresa conoció a Luis en una fiesta de cumpleaños, él seguía casado.
Pero era guapo, alto y de sonrisa dulce, y aunque en su país el divorcio es
ilegal, con voluntad puede obtenerse la anulación. (Cuando pregunté al padre
Tom cuántas solicitudes de anulación recibe en Saint Mary, suspiró hondo.
«No lo sabe usted bien, esto parece una fábrica», dijo.)

Y así fue cómo Teresa, que había cruzado cuatro husos horarios para que los
suyos pudiesen vivir en una casa que no se viniese abajo con las lluvias, se
casó con un hombre que podía explicarle lo que sentía un niño al ver a su
padre una vez cada dos años. Pero Luis era adaptable y resistente, igual que
ella, y actualmente se ha granjeado un puesto a cubierto en el complejo
industrial donde antes fue soldador. Le gusta cocinar, algo en lo que Teresa
no es muy ducha.

En su trabajo, mientras recorre con discreción los pasillos del comercio,
Teresa ha aprendido a identificar a las criadas filipinas descontentas, que
atienden proles ajenas mientras sus autoritarias jefas se adelantan para
mirar los modelos a la venta. A veces, en un gesto muy arriesgado, les
susurra algo en tagalo a espaldas de la señora: «Hola, kabayan. Hola, amiga
compatriota». ¿Qué tal estás? ¿Es muy duro tu trabajo? ¿Por qué no vuelves a
casa? «Me dicen: “No puedo. Mi familia necesita”.»

¿Necesita qué?, podría preguntarse el espectador menos avisado. Y más
todavía, ¿lo necesita más de lo que te necesita a ti? Pero todos los
remesistas saben que la necesidad es una realidad compleja con tendencia a
metastatizarse. Comida, educación, sanidad y unos muros que no se vengan
abajo son cosas que todas las familias necesitan; otra necesidad es el
orgullo. La reforma de la vivienda familiar no es un proyecto que pueda
dejarse a medias. Desde el momento en que se cambia al niño a un colegio más
caro, se sabe que habrá que pagarle los estudios muchos años; una hija o una
hermana comprometida a gusto de todos necesitará dinero (y seguramente una
dote, si es india) para casarse como es debido. Tanto en Dubai como en
Filipinas oí lamentos sobre el círculo vicioso de expectativas y
dependencia, las posesiones que se materializan como sustitutos del
progenitor ausente, la presunción de que el trabajador emigrado es un cajero
automático que no puede desenchufarse. En una ocasión, viajando con unos
amigos por la zona de Filipinas de donde era oriundo Luis, me encontré con
un conocido suyo que había regresado de permiso desde Najran (Arabia Saudí);
allí desempeñaba un trabajo monótono y sudoroso en la cocina de un
restaurante, donde casi nunca le dirigían la palabra como no fuera para
darle órdenes a gritos. Cuando le pregunté qué tal la experiencia de volver
a convivir con su esposa una temporada, sacudió la cabeza. «Cada semana que
estoy aquí es una semana menos que cobro –dijo–. Está deseando que me
vuelva.»

La prensa y los defensores de los derechos humanos dan fe periódicamente de
la situación que viven los emigrantes que envían remesas: sueldos impagados,
lugares de trabajo peligrosos, alojamientos míseros, confiscación ilegal de
pasaportes. Pero la UEA no facilita esa labor in­­formativa. Algunas
organizaciones no gubernamentales tienen prohibido actuar en el país, y la
prensa nacional anda con pies de plomo para no ofender a las autoridades
emiratíes, prestas a la hora de cortar de raíz cualquier forma de queja
organizada. Los defensores de la UEA alegan que sigue siendo uno de los
países del Golfo que mejor acoge a los extranjeros: las mujeres visten como
quieren, proliferan los templos de religiones distintas al islam y las
calles son seguras tanto para los turistas como para los residentes.

«Todas las ciudades globales tienen problemas parecidos –me dijo Abdulkhaleq
Abdulla, profesor universitario de ciencias políticas ya retirado–. Todas
las ciudades globales se construyen con mano de obra extranjera y barata.
Dubai representa lo mejor y lo peor de la globalización: lo mejor porque es
una ciudad muy tolerante, una ciudad muy liberal y abierta. Pero también es
escenario de grandes sufrimientos, de mucha miseria y mucha explotación.
¿Con qué cristal desea verlo? ¿Con el rosa o con el negro? Yo me inclino por
usar los dos.»

El infalible as en la manga con el que cuenta la UEA para imponer docilidad
a su población activa es la amenaza de deportación: como se te ocurra
crearnos dificultades, inmigrante desagradecido, te devolvemos de una patada
a la existencia menos lucrativa que dejaste en tu país. Esto ocurre en todas
las naciones receptoras de mano de obra, entre ellas Estados Unidos, y tanto
en Dubai como en Filipinas no dejaron de repetirme que los remesistas
emigran porque quieren, porque han calibrado cuidadosamente sus propias
posibilidades, según ellos mismos las entienden, y ponderado las diversas
formas de ayudar lo más posible a sus seres queridos.

Una escena en el aeropuerto de Manila: una terminal de llegadas atestada,
cientos de personas apretándose y empujándose para alcanzar a ver a los
primeros pasajeros que empiezan a salir. Sucedió hace unos 13 años, la
primera vez que Teresa volvía a casa tras estar fuera tres años. Al
reconocer entre la multitud a un hermano, y luego a otro, y luego a una
hermana y a varios sobrinos, se quedó de piedra: todos los familiares que al
partir la habían despedido sin inmutarse se habían apretujado en coches
prestados para ir a recibirla. En el carrito del equipaje que empujaba hacia
ellos, encima de todo, llevaba una enorme caja de cartón que contenía un
televisor en color. «En casa teníamos uno pequeño en blanco y negro –me
explicó Teresa–. Pero yo me dije: “Quiero comprar uno de 25 pulgadas”. Vi la
cara de alegría que ponían al ver aquello.

La estancia en la que está colocado el televisor –la sala– se ha reforzado
por entero a lo largo de estos años. La reforma se hizo poco a poco; los
padres le iban explicando por conferencia cómo cada pocos meses se invertía
en la obra un poco más del dinero que remitía. Primero la sala. Luego la
cocina. Luego el dormitorio, con las viejas esteras de bambú en el suelo.
«Poquito a poquito –dijo Teresa–, la hicieron de piedra.»

Existe una canción popular en tagalo sobre la vida de un remesista, grabada
hace 25 años por Roel Cortez y titulada Napakasakit Kuya Eddie. Teresa se
lanzó al ordenador para buscarla en YouTube cuando le dije que nunca la
había oído. En la pantalla apareció la silueta de un pequeño bote amarrado a
una boya en un mar dorado.

«Te traduzco –me dijo Teresa. La música fue subiendo, la letra corría en la
pantalla–: Aquí estoy, en medio del país árabe, trabajando sin parar. En
este horno de calor… la mano cría callos y la tez se oscurece.»

Estaba absorta, cantando y traduciendo, apresurándose para seguir el ritmo
en inglés. «Cuando duerme, no deja de pensar en adelantarse al tiempo, para
poder volver a casa –prosiguió–. Y está muy contento porque le ha escrito su
hijo, pero entonces se queda helado y se le saltan las lágrimas: “¡Papá! Ven
a casa, ¡rápido! ¡Mamá está con otro!”»

«Qué difícil es, hermano Eddie –cantaba Teresa, mientras mecía al bebé de
encías doloridas–. ¿Qué ha pasado con mi vida?»

El bebé se tranquilizó y Teresa se lo pasó al marido. El pequeño de tres
años estaba tum-bado en el colchón, viendo dibujos animados. Dentro de unos
años, cuando ya no quepan en el colchón, también ellos se irán a Filipinas.
Los Cruz disponen de asombrosos dispositivos de comunicación que los
emigrantes de la generación de sus padres nunca tuvieron: móviles con
mensajería instantánea, Facebook, aplicaciones de ámbito internacional, y el
ordenador junto al que ahora aguardaban Teresa y Luis, con el bebé.

Pero esa tarde de viernes, cuando por fin aparecieron en una ventana de
vídeo los hijos ma­­yores, sentados muy juntos en un sofá, tuve la impresión
de que aquellos padres, que dirigían risas, señales y saludos a la pantalla,
debían de hallar especial consuelo en compartir aquel exiguo alojamiento con
dos cuerpecitos vulnerables que todavía podían abrazar.

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