América del Sur/Debates/ cansados: el agotamiento de un modelo [Eduardo Gudynas]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Dic 26 00:18:05 UYT 2015


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Correspondencia de Prensa

26 de diciembre 2015

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América del Sur/Debates

El agotamiento de un modelo

Cansados 

Los síntomas del agotamiento de un modelo son la honda crisis política que
golpea en Brasil a Dilma Rousseff y al Partido de los Trabajadores (PT) y
sus aliados parlamentarios, la derrota de la tensionada alianza entre
kichneristas y algunos peronistas en Argentina, y el descalabro de Nicolás
Maduro y su Partido Socialista Unido de Venezuela.

Eduardo Gudynas *

Brecha, Montevideo, 23-12-2015

http://brecha.com.uy/

Estas circunstancias han de­sembocado en un debate por momentos muy
entreverado. No faltan voceros conservadores que predigan la muerte de la
izquierda, como dogmáticos progresistas que se niegan a ver los problemas y
defienden ciegamente a sus gobiernos. Dejando de lado esos análisis
superficiales, podemos encontrar una discusión más sustantiva.

En ese terreno ya no pueden negarse las dificultades de los progresismos
tanto en la práctica, como puede ser en la gestión gubernamental, como en
los conceptos, como ocurre frente a muchas ideas de políticos e
intelectuales progresistas.

Los análisis parecen dividirse en dos posibles evaluaciones. Por un lado,
están los que afirman que estamos frente a un “final” de ciclo de los
progresismos, y por otro lado, quienes consideran que es más exacto hablar
de su “agotamiento”.

Entre los que señalan un “final” progresista se invocan argumentos muy
distintos y se siguen senderos de pensamiento diversos, como puede verse en
Maristella Svampa (para el caso argentino), Edgardo Lander (Venezuela) o
Raúl Zibechi (apelando a varios ejemplos sudamericanos). Como no puede ser
de otra manera, los intelectuales y funcionarios progresistas rechazan esas
evaluaciones, y sostienen que no hay ningún “final”.

La otra mirada, enfocada en el “agotamiento” del progresismo, sostiene que
es difícil hablar de una finalización ya que existen distintos progresismos
que siguen en los palacios de gobierno (por ejemplo Rafael Correa en
Ecuador, Evo Morales en Bolivia y Tabaré Vázquez en Uruguay). Además,
incluso allí donde sus gobiernos están arrinconados (Brasil y Venezuela) o
perdieron las elecciones (Argentina), el progresismo subsiste en sus grupos
parlamentarios y sus apoyos ciudadanos.

Esta posición parece más acertada, y es la que se sigue en este artículo. Es
que más allá de esas distintas permanencias, es evidente que los
progresismos actuales tienen otros contenidos políticos, han perdido sus
capacidades de renovación e innovación y encuentran enormes dificultades.

Este es un entendimiento que también es esgrimido por otros analistas,
quienes a su vez expresan énfasis y antecedentes variados. Son los casos de
Juan Cuvi y Pablo Ospina para Ecuador, Salvador Schavelzon sobre el
kirchnerismo o de algunos integrantes de Correio da Ciudadania para Brasil.

Dimensiones

El agotamiento de los progresismos puede ser descrito en tres dimensiones.
La primera es la pérdida de su capacidad de innovación o renovación en las
ideas y prácticas; la segunda está en que finalmente asumen como fatalidad
no poder resolver una serie de cuestiones clave que habían prometido
solucionar; y finalmente, un cambio en el balance de las prioridades, donde
se ponen casi todas las energías en permanecer con el poder estatal.

En el primer caso, en los progresismos languidece la innovación política y a
algunos se los ve exhaustos. Años atrás, ofrecían múltiples ideas
renovadoras. Por ejemplo, proponían radicalizar la democracia y ensayaban
instrumentos como plebiscitar decisiones clave o armar presupuestos
participativos. Ese tipo de medidas se ha deteriorado, y hay algunos
progresismos que las combaten (sin ir muy lejos, en Uruguay las consultas
ciudadanas departamentales contra la megaminería fueron rechazadas, y en
unos casos anuladas, bajo el gobierno de José Mujica).

De manera muy similar, encontramos muy poca o ninguna innovación sobre los
fundamentos del desarrollo, ya que todos siguieron una política de
dependencia de exportar materias primas. Hoy, ante la caída de su valor,
siguen sin ensayar alternativas productivas y se esfuerzan en extraer
todavía más recursos naturales o en darles más ventajas a los inversores.
Casi todos caminan hacia gestiones económicas más ortodoxas, como los planes
de austeridad de Rousseff en Brasil, o las alianzas público-privadas de
Correa en Ecuador.

Es cierto que la gestión progresista todavía está lejos de los extremos
neoliberales, y por ello no puede sostenerse que exprese un fundamentalismo
de mercado. Pero también hay que reconocer que esa escasez de ideas los
lleva a usar instrumentos de gestión convencionales. Son gobiernos
ensimismados en la cotidianidad, y algunos de ellos, o sus partidos, han
abandonado o cerrado sus centros de estudios.

En la segunda dimensión recordemos que los progresismos habían prometido
solucionar problemas persistentes en cuestiones como educación, salud,
vivienda popular, violencia y criminalidad urbana, y corrupción. Se podrá
discutir los avances, estancamientos o retrocesos en cada uno de esos
aspectos en los diferentes países, pero lo cierto es que, en general, la
situación no ha mejorado sustancialmente en la mayoría, y que incluso hay
retrocesos. Hoy parecen haber aceptado que no podrán solucionar
sustancialmente esos problemas, los asumen como una fatalidad inescapable y
admiten que habrá que convivir con ellos.

Esta resignación es clara ante la corrupción, como ocurre en Brasil en torno
al caso Petrobras, que involucra a políticos con empresarios de
corporaciones que Lula da Silva llamaba “campeonas” del desarrollo nacional.
Pero lo mismo se repite en otros gobiernos.

Por ejemplo, en estas semanas en Bolivia la administración de Evo Morales
debe lidiar con el más grave caso de corrupción de los últimos años. Allí se
descubrieron usos ilegales de dineros que provenían de los impuestos sobre
las petroleras y que debían destinarse a comunidades campesinas o indígenas
pero eran aprovechados por líderes tanto de organizaciones ciudadanas como
de partidos políticos, y que según las denuncias, también incluyeron apoyos
partidarios.

Lo llamativo es que ahora el progresismo parece aceptar que la corrupción es
endémica a los sistemas políticos y abandona la pretensión de erradicarla.
Aparecen explicaciones sorprendentes, como los que dicen que nada se le
puede reprochar al PT porque todo el sistema político brasileño es corrupto.
Hay en esto un ánimo fatalista, se bajan los brazos a la tarea de erradicar
la corrupción y sólo se miran sus costos electorales.

La tercera dimensión es un cambio en el balance de los esfuerzos políticos.
A medida que se reducen las capacidades para nuevos ensayos e innovaciones y
se aceptan problemas recurrentes, cada vez se dedica más energía a retener
el poder estatal. Esto incluye gastos enormes en publicidad, intentos de
encauzar los medios de prensa, controles sobre Ong, reformas electorales,
buscar reelecciones presidenciales e incluso modificaciones
constitucionales. Un caso extremo acaba de ocurrir en Ecuador, donde el
presidente Correa impuso varios cambios constitucionales, incluyendo la
reelección presidencial, esquivando la consulta ciudadana por medio del uso
de su mayoría parlamentaria.

Planos que se cruzan 

Para entender cómo se intersectan estas tres dimensiones es apropiado
observar la problemática del desarrollo. Estamos ante progresismos que
finalmente quedaron atados a las ideas clásicas del desarrollo, como
crecimiento económico y progreso material, motorizado por las exportaciones
de materias primas y la atracción de inversiones. El desarrollo lo organizan
e instrumentalizan de otro modo, a veces con más presencia del Estado, otras
con mayor cobertura social, usando casi siempre otros discursos de
legitimación. Pero siguen siendo desarrollistas.

A medida que esas estrategias se vuelven más inestables, los progresismos
recurren a medidas económicas más convencionales, aceptan alianzas políticas
con actores conservadores o pactos empresariales, y se obsesionan con
retener el gobierno.

En Uruguay hay varios ejemplos. El progresismo no logra entusiasmar con
nuevas ideas, no hay muchos espacios de debate, pero en cambio tienen mucha
energía para sostener una agropecuaria trasnacionalizada, amparar la
megaminería o darle facilidades a los inversores extranjeros.

Varios progresismos no toleran que la izquierda que no está en los gobiernos
les advierta sobre sus contradicciones o les señalen su cansancio. Les
responden con eslóganes, tildan de neoliberal a muchos cuestionamientos,
apelan a las burlas y las descalificaciones (llamando a los críticos
“infantiles” o “deslactosados”, como es común en Ecuador o Bolivia). Esto
muestra que como los progresismos tienen cada vez menos argumentos, no les
queda más remedio que reaccionar con adjetivos o burlas.

El agotamiento progresista por un lado permite mayores opciones de
reorganización de la política conservadora, pero por otro crea escenarios a
veces muy limitantes como para repotenciar una izquierda democrática e
independiente que pueda retomar la tarea de la transformación. Este es,
posiblemente, el problema más crucial que se abre ante nosotros en el futuro
inmediato. 

* Activista en defensa del medio ambiente, autor de investigaciones y
ensayos sobre el tema. Integra el CLAES - Centro Latino Americano de
Ecología Social y. D3E.

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