Argentina/ economía kirchnerista: lamentos burgueses por la "oportunidad perdida" [Esteban Mercatante]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Jul 30 09:09:59 UYT 2015


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Correspondencia de Prensa

boletín informativo – 30 de julio 2015

germain5 en chasque.net

A l’encontre – La Breche

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Argentina

Críticas desde la burguesía a la economía bajo el kirchnerismo

Lamentos por la “oportunidad perdida”

Esteban Mercatante

Ideas de Izquierda N° 21, Buenos Aires, julio 2015

http://www.laizquierdadiario.com/

A punto de concluir el segundo mandato de Cristina Fernández, se puso a
funcionar a pleno la producción editorial de balances de estos doce años de
gobiernos kirchneristas. Acá, dos miradas contrapuestas –ambas críticas–, la
de los nostálgicos de la economía aperturista de 1976-2002, y la de los
desencantados del “modelo” que acompañó los años más prósperos del
kirchnerismo, nos permiten discutir los rasgos centrales que moldearon la
economía política del período.

Ese monstruo llamado estatismo

El libro Los platos rotos, de Diego Cabot y Francisco Olivera, ofrece un
balance del kirchnerismo que compendia todos los horrores que cometió el
kirchnerismo desde el punto de vista del (neo)liberal promedio. Sin
pretensiones conceptuales, el libro reafirma el sentido común de estos
sectores ante lo que presentan como un desenfrenado avance del Estado:
“Siempre que pudo, el Estado entró, reguló y se enquistó”, evalúan (p. 23)
[1]. Este crecimiento es acompañado de otro dato que los autores consideran
inquietante: desde el 25 de mayo de 2003 hasta diciembre de 2014, empezaron
a cobrar un sueldo del Estado casi un millón y medio de personas (p. 108).
Si el Estado pudo hacer esto fue porque el kirchnerismo “nació, creció y se
reprodujo durante una de las etapas económicas más auspiciosas de la
historia nacional”. Considerando los altos precios de los granos que el país
exporta y las bajísimas tasas de interés internacionales, “puede concluirse
que estuvimos frente al ciclo económico más favorable en al menos cuarenta
años” (p. 375). El “modelo” kirchnerista consistiría en un aprovechamiento
de estas condiciones de prosperidad, a las que nada habría aportado la
política económica. Para que no queden dudas, Cabot y Olivera citan
aprobatoriamente un informe de IDESA que sostiene: “Las bonanzas económicas
están más asociadas a condiciones externas excepcionalmente favorables que a
la orientación ideológica de quien ejerce el poder en cada momento”. En la
visión que presenta este libro, al mismo tiempo que no pueden encontrarse
méritos particulares en la política oficial, sí hubo en cambio decisiones
que afectaron severamente sectores críticos de la economía. Allí donde el
Estado intervino generó despilfarro, se apropió de fondos para utilizar
discrecionalmente y, a consecuencia de eso, disuadió la producción y la
inversión. Esto tendría sus peores efectos en la infraestructura de
transporte y energía. En este último terreno, una “concatenación de torpezas
que bastaron para despedazar un sistema que, después de la privatización de
1992, llegó a ser considerado uno de los más modernos del mundo y, aunque
ahora suena extraño, modelo de gerenciamiento”.

Acá, de más está decirlo, los autores se agarran de lo que es a las claras
el más evidente –y persistente– fallo de la gestión kirchnerista. El esquema
establecido por el gobierno para el sector energético lo dejó, a nuestro
entender, en el peor de los mundos: (des)manejo de la administración
privada, sentada sobre las concesiones sin invertir en un negocio que había
dejado de ser rentable, acompañada de un creciente involucramiento estatal
para solventar la importación de gas y gasoil que sostienen la matriz
energética. Una virtual estatización pero que se hizo dejando a los privados
en su lugar. Con el agregado de que los combustibles que se importan se
podrían haber producido acá, pero no ocurrió porque el precio que el Estado
estaba dispuesto a pagar afuera era superior al que aceptaba acá. La
desinversión era entonces el resultado más esperable, con la consecuente
caída de la producción de gas y petróleo, y de generación de electricidad,
que deja como resultado una seguidilla de cortes durante los picos de calor
o de frío, como volvimos a vivir en las últimas semanas. Pero la lección que
Cabot y Olivera proponen sacar de esto es que el Estado no debería haberse
entrometido. El gobierno no debería haber hecho otra cosa que cumplir los
contratos, aquellos que obligaban a mantener las tarifas dolarizadas,
aceptando que estas subieran sideralmente de la mano de la devaluación y se
ajustaran regularmente de la mano de la inflación, y lo mismo para los
combustibles.

Como si con eso se hubiera podido evitar la desinversión y la crisis
energética. Una mirada al resto de la economía, sugiere más bien lo
contrario [1]. Consideramos que la respuesta no estaba en garantizar los
mecanismos de mercado, ni –obviamente– en la pseudoestatización llevada a
cabo por el kirchnerismo, que tomó lo peor de la desidia empresaria y del
desmanejo de la burocracia estatal. Una estatización de conjunto, dando
lugar a la participación activa en la gestión a los trabajadores del sector,
era la única alternativa seria al descalabro energético que generó el
kirchnerismo y al zarpazo tarifario de la solución empresarial.

Ante los desequilibrios que afronta la economía con la desaparición de los
superávits gemelos, la inflación, el cepo cambiario y la infraestructura en
crisis, Cabot y Olivera se sienten habilitados para narrar una fábula en la
que todos los problemas se explican por este avance del Estado: “Se dejó de
invertir y en los últimos cinco años se fugaron más de 80.000 millones de
dólares, casi tres veces las reservas del Banco Central, en parte porque la
sociedad dejó de confiar al ver que se avasallaban instituciones y se
cambiaba hasta la carta orgánica de ese ente monetario” (p. 375). El
remedio, ante esto, es una y otra vez dar lugar al mercado.

Los rasgos que adquirió la intervención estatal durante la última década no
pueden explicarse sin más por una vocación del kirchnerismo. Vino sobre todo
dictada por los efectos que dejó el hundimiento de la convertibilidad y
todas las políticas estrechamente ligadas a esta. La apertura de la
economía, la flexibilización laboral, las privatizaciones, la espiral de
endeudamiento y de ajuste para afrontarlo y todo el conjunto de iniciativas
favorables al capital, presentadas como necesarias para la modernización, la
mentada llegada “al primer mundo”, quedaron indisolublemente asociadas a la
hecatombe de 2001. Y aunque no todas estas políticas puedan vincularse de
forma directa a las causas de la crisis o a su profundidad, sí fueron parte
del hondo cambio en la geografía social del período, ampliando la
desigualdad de riqueza e ingreso y ahondando el deterioro de los
trabajadores y los sectores de menores recursos, al mismo tiempo que creando
un desguace de la infraestructura social en beneficio de los negocios
privados. Todas las medidas que se implementaron a sangre y fuego durante
una década, y que lograron sostener un consenso apoyado en derrotas pero
también en las promesas de bienestar que vendría como saldo de estos
ajustes, condujeron por el contrario a la crisis no solo temporalmente más
extendida, sino de efectos más devastadores para las clases subalternas. Por
eso, la furia social que estalló en 2001 no solo expresaba su impugnación
contra las políticas más directamente ligadas a la crisis, como el ajuste
fiscal, el endeudamiento público y la banca con sus negociados; se extendía
al conjunto de los pilares más visibles del Consenso de Washington.

Esto tuvo efectos de largo alcance. El columnista de La Nación, Carlos
Pagni, recogía en agosto de 2014 los resultados de una encuesta de
Management & Fit que expresaba en vastos sectores de la opinión pública una
honda desconfianza hacia el empresariado y en favor de la idea de que debe
haber un Estado presente, regulando y controlando férreamente a las fuerzas
del mercado. Fue bajo el impulso de este clima de época que se desplegó el
andamiaje de políticas que los autores lamentan.

La radiografía que brindan Cabot y Olivera concluye con un diagnóstico
catastrófico, que magnifica –como si esto fuera posible– los problemas de
gestión de la década kirchnerista en trasporte, energía, obra pública,
mostrando un festín de corrupción rapaz. La conclusión no es ninguna
sorpresa: el kirchnerismo produjo una hipertrofia del Estado que dilapidó
una coyuntura internacional extremandamente favorable en aras de la
distribución y en desmedro de la producción. Ahora lo único “razonable” será
sanear el Estado, es decir achicarlo. Pagar los platos rotos por el camino
que nunca se debió haber tomado.

Estuvimos bien pero vamos mal

Bien distinta es la visión que ofrecen Mario Damill y Roberto Frenkel en
¿Década ganada? Los autores, enrolados en lo que se conoce como
neoestructuralismo, defienden la necesidad de un tipo de cambio competitivo.
Es decir, un peso nacional depreciado frente al dólar, y por extensión
frente a las monedas de otros países. Por eso, al contrario del planteo
precedente, no solo el viento de cola explica el ciclo de crecimiento
kirchnerista. De hecho, los autores argumentan que la interrupción de la
tendencia contractiva que se prolongó entre 1998 y 2002 “y su posterior
reversión antecedieron al cambio favorable en las condiciones externas,
especialmente de los precios de exportación” (p. 120) [3]. Más aún, “al
iniciarse la recuperación, los precios medios de exportación se encontraban
en un mínimo local comparable al menor nivel de los años noventa”.

Desde esta perspectiva, los autores consideran que el lustro 2002-2007
“redondearía un muy buen desempeño macroeconómico, con un crecimiento
promedio del PIB próximo al 9 %” (p. 128).

Durante estos cinco años “se mantuvieron los superávits fiscal y externo,
los salarios reales y la ocupación subieron marcadamente” (p. 129), estos
últimos –agregamos nosotros– desde los niveles extremos de deterioro que
alcanzaron en 2002. Remarcan que “el notable desempeño macroeconómico de
2005-2006 habla muy a favor del esquema macroeconómico establecido a la
salida de la crisis, con eje en un tipo de cambio real competitivo y
relativamente estable” (p. 131).

Pero en el marco de esta performance asomaban “algunos problemas de los que
la gestión política debía tomar nota” (p. 132). El “más notorio” era la
inflación, que en 2006 llegó a los dos dígitos anuales. Para Damill y
Frenkel, “la inflación y la forma en que se la encaró fueron determinantes
de que el esquema macroeconómico comenzara a perder coherencia y a cambiar
de rumbo progresivamente”, aunque se mantuviera una retórica del “modelo”
cuyos “contenidos se iban desdibujando en la práctica”. Para los autores, se
podría haber cambiado el desarrollo posterior mediante una “redefinición del
esquema de política macroeconómica”. En primer lugar, conteniendo el aumento
del gasto público que “había comenzado a crecer más rápidamente que los
ingresos del sector estatal” (p. 133). Junto a esto, una “redefinición de
las políticas de ingresos”, es decir, el no va más del aumento del salario
real cuando el salario medio todavía pugnaba por recuperar el nivel que
tenía en 2001, antes de que la devaluación de 2002 generara un deterioro del
30 % en el poder adquisitivo. Aunque en este último punto el gobierno dio
una respuesta parcial, impulsando a través de su alianza con Hugo Moyano
techos implícitos para la negociación salarial de paritarias, en el resto de
los aspectos las medidas gubernamentales se alejaron de las decisiones que
para Damill y Frenkel habrían sido necesarias. No solo no hubo plan
antiinflacionario, sino que se intervino el Indec, pasando a “‘controlar’ el
indicador en lugar de la inflación en sí misma” (p. 134). Sin reformulación
consistente, concluyen, “el esquema de políticas empieza a perder
coherencia” (p. 135). Y las respuestas que se dan crean nuevos problemas.

Esto es lo que explica todo lo que ocurrió desde entonces. La explosión del
déficit fiscal, la pérdida de competitividad cambiaria como resultado de la
inflación (como la inflación fue mayor que lo que se ajustó el valor del
peso en relación al dólar, los precios en dólares subieron) y, finalmente,
la reaparición de la llamada restricción externa. O sea, el atoramiento de
las posibilidades de crecimiento por la falta de dólares.

La amarga conclusión es que con la disolución del esquema de política
macroeconómica vigente durante el quinquenio 2003-2007 se perdió “una
oportunidad extraordinaria de colocar la economía del país en un sendero
sostenible de crecimiento inclusivo” (p. 152).

No se puede perder lo que no se tuvo

En la mirada de Damill y Frenkel, entonces, el fracaso se explica por la
equivocación del camino. Pone el acento sobre los desmadres macroeconómicos,
pero haciendo abstracción de las contradicciones de las que estos surgen.

En primer lugar, del atraso y la dependencia. Para los autores, este atraso
solo existe como dimensión para prescribir un tipo de cambio “competitivo”
que compense la baja productividad de la economía –que significa mayores
costos locales vis a vis los internacionales [4]–. Pero este se manifiesta
también en la desarticulación industrial, que convierte a las ramas más
importantes de la manufactura local en uno de los mayores demandantes de
divisas [5]; en el peso que tienen los compromisos en moneda extranjera, que
después de la renegociación de 2005 volvieron a acrecentar su peso en el
presupuesto [6]; y en el peso que adquiere el giro de utilidades de las
empresas extranjeras, que junto con la fuga de capitales distraen recursos
de la inversión y golpean sobre la disponibilidad de reservas.

El kirchnerismo pretendió que era posible, gracias a la prosperidad basada
en la soja y la elevada rentabilidad capitalista, convivir alegremente con
todas estas contradicciones solo porque gracias a estas condiciones
favorables se manifestaban de forma atenuada. Fue pagador “serial” de la
deuda (como lo dijo la presidenta) y permitió que decenas de miles de
millones de dólares gangrenaran todos los años la economía, mientras los
dólares de la soja fueron suficientes para pagar la cuenta. Pero el cambio
en las condiciones internacionales favorables y el peso de los problemas que
desarrolló la economía argentina refutarían duramente esta pretensión. Por
si quedaban dudas de la inexistente vocación de atacar las raíces de la
dependencia, en pos de la “soberanía energética” el gobierno se abrazó a
Chevron.

En segundo lugar, el lamento de Damill y Frenkel se abstrae de las
aspiraciones encontradas que debió administrar el kirchnerismo, soportando
para eso el deterioro del equilibrio macroeconómico que los autores tanto
valoran. Desde sus comienzos el kirchnerismo buscó alimentar la idea de que
mantener la rentabilidad corporativa y la mejora paulatina de los salarios
(partiendo del bajo piso de 2002) no era incompatible, mas allá de un plazo
corto o mediano. Esta pretensión –dictada por la necesidad de reforzar la
legitimidad social después del 2001– ante las primeras muestras de que no
era tan sencillo conciliar las aspiraciones contradictorias, empujó a tomar
medidas de contención. Para esto el gobierno puso en juego la carta fuerte
con la que por entonces contaba: los recursos fiscales holgados. Estos se
usaron desde 2007 con el objetivo de atenuar las dificultades a través de
subsidios que solventaban una parte de la masa total de ganancias del
capital con el fin –no conseguido– de atenuar la presión alcista de los
precios. Al mismo tiempo comenzaron, como ya mencionamos, los esfuerzos por
imponer techos a los aumentos de salarios. Con los subsidios el gobierno
“internalizó” una presión imparable al aumento del gasto público. En vez de
contener las contradicciones, estas se derivaron en una sangría de recursos.
En 2007 los subsidios fueron de $ 14.600 millones, en 2015 superarán los $
230.000 millones. Junto con la deuda pública, esto ayuda a entender por qué
el superávit fiscal se transformó en déficit creciente. De más está decir
que no alcanzó para frenar a los precios, que siguieron su vía alcista,
aunque hubieran subido más sin ellos.

Se creó un dispositivo de desmonte cada vez más difícil. Es que si bien
fracasó como contención general de precios, el sistema de subsidios frenó
algunas tarifas que si se remueven podrían dispararse, creando además un
efecto cascada en otros sectores. Por eso, una vez iniciada esta orientación
–que era la más coherente con la ilusión reformista que el gobierno requería
alimentar– se impuso el conjunto de medidas que condujo cada vez más lejos
del añorado “modelo” de 2002-2007.

Bajo el clima político y la relación de fuerza entre las clases establecida
pos 2001, empujado por la necesidad de mostrar una respuesta a las
aspiraciones de los sectores populares a los que buscaba reconciliar con la
dominación burguesa, se impuso para el kirchnerismo utilizar los recursos
logrados durante los años de mayor prosperidad para favorecer la idea del
Estado árbitro, como actor para permitir la distensión de las relaciones
entre las clases, conteniendo las aspiraciones populares pero permitiendo
algunas concesiones.

Las contradicciones desarrolladas por el “modelo”, el peso de los
compromisos externos que el gobierno renegoció en 2005, y los lastres del
atraso y la dependencia –que ni el kirchnerismo ni los críticos que
reseñamos consideran un problema de primer orden– pusieron en evidencia la
imposibilidad de este proyecto una vez agotadas las condiciones
extraordinarias de la pos convertibilidad. La conciliación de clases se
muestra otra vez como un proyecto de alcance limitado. Y con los programas
económicos que preparan tanto el oficialismo como la oposición para el
próximo mandato se proponen para que una vez más, los platos rotos, los
pague el pueblo trabajador.

Notas

[1] En este apartado todas las referencias entre paréntesis corresponden a
Los platos rotos. Memoria y balance del Estado kirchnerista, Bs. As.,
Sudamericana, 2015.

[2] Sobre la recuperación limitada de la inversión y una indagación de los
motivos de la misma ver Esteban Mercatante, “La Argentina, a 10 años de la
salida de la convertibilidad: contradicciones recurrentes para la
continuidad de la acumulación capitalista. Una mirada desde la teoría
marxista”, en Blog del IPS (www.ips.org.ar), agosto de 2012.

[3] En este apartado todas las referencias entre paréntesis corresponden a
Carlos Gervasoni y Enrique Peruzzotti (ed.), ¿Década ganada? Evaluando el
legado del kirchnerismo, Bs. As., Debate, 2015.

[4] Ver al respecto Esteban Mercatante, “Argentina devaluada”, IdZ 7, marzo
de 2014.

[5] Ver Guadalupe Bravo, Lucía Ortega y Esteban Mercatante, “Automotrices:
del auge al frenazo”, IdZ 12, agosto de 2014.

[6] Pablo Anino y Esteban Mercatante, “Pagarás y te sacarán los ojos”, IdZ
11, julio de 2014.

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