Argentina/ globología: porque resulta verosímil el discurso macrista [José Natanson]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Nov 3 13:09:13 UYT 2015


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Correspondencia de Prensa

boletín informativo – 3 de noviembre 2015

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A l’encontre – La Breche

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Argentina

Globología

José Natanson

Editorial

Le Monde Diplomatique N° 197, Buenos Aires, noviembre de 2015

http://www.eldiplo.org/

Comencemos por el contexto. En un marco de crisis financiera global y
superado el momento más brillante del boom de los commodities, América
Latina enfrenta un cuadro económico de bajo crecimiento, retorno de la
restricción externa y tensiones cambiarias. Según datos de la CEPAL, el PIB
regional crecerá apenas 0,5 por ciento en 2015. Este cambio de escenario
económico llevó a un estancamiento o deterioro de los indicadores sociales
que hacen pensar que la región tocó su “pico distributivo”, lo que a su vez
se refleja en resultados electorales más ajustados para los gobiernos de
izquierda, tal como demostraron los casos de Nicolás Maduro (menos de dos
puntos de diferencia con la oposición) y Dilma Rousseff (menos de tres).

Esta baja en la performance electoral tiene como contracara el ascenso de
una nueva derecha, que es nueva en tres sentidos básicos. Es nueva porque es
democrática, porque ya no apuesta al partido militar como vía de acceso al
poder y, exceptuando a sus sectores más recalcitrantes, se mueve dentro de
las reglas de juego electorales, disputa elecciones y cuando las pierde
acepta lealmente su derrota; es nueva porque es pos-neoliberal, porque al
menos públicamente no reivindica las políticas de apertura, privatización y
desregulación típicas de los 90, y es nueva porque es lo suficientemente
astuta como para mostrar una “cara social”: en línea con el “conservadurismo
compasivo” norteamericano, promete cambios macroeconómicos y reformas
fiscales pero manteniendo los sistemas de protección desplegados en la
última década.

Esta derecha caprilizada, de la cual el PRO de Mauricio Macri es un ejemplo
paradigmático, es la que está arriesgando la continuidad de los gobiernos de
izquierda. Por eso es necesario bucear más profundo, más allá de la
superficie indignada de las referencias a la súbita “derechización” de los
electorados y el supuesto reaccionarismo inherente a las clases medias, para
entender los motivos que dan cuenta de su crecimiento. Y como toda
alternativa democrática se afirma siempre en un suelo conceptual, la nueva
derecha tiene como filosofía política una ética protestante de progreso por
vía del esfuerzo individual de las personas o las familias: el ascenso como
fruto del sudor o el ingenio es desde siempre un valor importante para la
derecha, que no sólo no reniega del individualismo sino que incluso lo
considera un motor clave para el avance de la sociedad, que debe limitarse a
ofrecer igualdad de oportunidades a los ciudadanos para que luego cada uno
llegue hasta donde quiera o hasta donde pueda. Por eso sus apelaciones
recurren a menudo a la segunda persona del singular, como hace María Eugenia
Vidal en sus discursos: “Te hablo a vos, que querés estar mejor…”.

Esta concepción explica, según la famosa tesis de Norberto Bobbio, que la
derecha acepte las diferencias sociales, es decir la desigualdad, como parte
inevitable de cualquier orden social en el que sus integrantes ejerzan
plenamente su libertad. Sin sumergirnos en debates más profundos acerca de
las consecuencias de esta perspectiva teórica, digamos que tiene como
consecuencia concreta una cierta visión acerca del rol del Estado, el lugar
de la sociedad y el alcance de la política: frente a una izquierda que
tradicionalmente ha buscado a sus líderes en los movimientos colectivos
(sindicatos, partidos, asambleas), la nueva derecha los encuentra en las
hazañas individuales del deporte, los negocios y el espectáculo, que
permiten medir el esfuerzo individual contando triunfos deportivos, millones
de dólares o puntos de rating.

No sólo el macrismo recluta a sus candidatos de este semillero noventoso; el
mismo Daniel Scioli es, por el dato incontestable de su origen, un producto
de esta nueva realidad. Pero el PRO es el que ha llegado más lejos. Igual
que el mexicano Vicente Fox, el chileno Sebastián Piñera o el estadounidense
Donald Trump, Macri es un empresario-político dotado de una flexibilidad
ajena a los viejos referentes de la derecha ideológica estilo Álvaro
Alsogaray, Domingo Cavallo o Ricardo López Murphy, economistas formados en
rígidas escuelas de pensamiento, a quienes se podrá acusar de cualquier cosa
salvo de carecer de ideas. ¿Alguien se imagina al capitán-ingeniero o al
inspirador de Manhattan Ruiz reivindicando alegremente la estatización de
Aerolíneas o inaugurando una estatua de Perón junto a ¡Hugo Moyano!? Macri,
que se mueve con la plasticidad propia de los hombres de negocios, carece de
esos pruritos.

Deliberadamente alejado de cualquier dogma, dispositivo ideológico o
corriente política que lo limite, el macrismo es una mezcla acuosa de
liberalismo y conservadurismo. Si el primero se verifica en ciertos trazos
inconfesados de su programa económico y el estilo moderno y globalizado de
sus dirigentes (su máximo líder, por ejemplo, está divorciado), el segundo
se comprueba en el catolicismo militante de muchos de sus miembros y en sus
posiciones respecto de temas como la inseguridad o el aborto. Su modelo no
es la reaccionaria derecha del PP español ni la sobria centroderecha
socialcristiana alemana ni el tradicional partido conservador británico,
sino la nueva derecha anti-política que vivió su ciclo hegemónico en Italia
de la mano de Silvio Berlusconi y que ha comenzado a prosperar en algunos
países europeos como España, con el crecimiento de Ciudadanos.

Su origen es siempre una crisis, porque son las situaciones límite las que
suelen alumbrar este tipo de cambios profundos: en Italia, la crisis del
sistema construido desde la posguerra en torno a la Democracia Cristina
disparada por el mani pulite; en España, la crisis económica y el derrumbe
del clásico bipartidismo. En Argentina, el colapso del 2001. Como señalamos
en otra oportunidad, el macrismo es, igual que el kirchnerismo, una
consecuencia de los estallidos de diciembre, que sacudieron la conciencia
política no sólo de los sectores populares sino también de las elites
económicas y las clases medias, muchos de cuyos integrantes adquirieron, por
el simple ejercicio de observar un país en llamas, una nueva sensibilidad
respecto de la cosa pública. Por eso, aunque en el macrismo convergen
peronistas, radicales y todo el arco superviviente de los viejos partidos
conservadores, la gran novedad, su aporte verdaderamente original a la
política argentina, es haber logrado atraer, formar y retener a una cantidad
importante de militantes provenientes del mundo empresario, el voluntariado
católico y, sobre todo, las ONG tecnocráticas surgidas en los 90.

Con la audacia propia de los principiantes, el macrismo ensayó algunas
movidas que podían sonar extravagantes para el análisis político tradicional
pero que al final se demostraron exitosas: por ejemplo, candidatear en la
provincia de Buenos Aires a la vicejefa de Gobierno de… la Capital, una idea
a priori tan descabellada como postular a, digamos, el vicegobernador de
Salta como candidato a gobernador de Jujuy. Inconcebible en un partido
tradicional, la jugada borró todo el saber construido acerca de la supuesta
tensión porteño-bonaerense y en el camino reveló la comprensión profunda de
algunas mutaciones estructurales de los electorados, dispuestos a votar una
cosa para presidente y otra para gobernador, intendente o diputado, apoyar
un partido a un mes y otro al siguiente. En suma, confirmó que la
ciudadanía, incluso la de la provincia de Buenos Aires, que se suponía
encadenada a la voluntad de los punteros peronistas, es un sujeto autónomo y
exigente, capaz de ejercer el voto castigo cuando lo cree necesario: lo
paradójico es que haya sido el PRO, que se ha cansado de criticar el
clientelismo y denunciar aparatos, el beneficiario de este hallazgo.

Como señalamos en el comienzo, la nueva derecha que encarna Macri despliega
un discurso que combina convicción democrática y promesas sociales, todo
envuelto en esa estética new age de tonos vagamente orientalistas que tanto
irrita al kirchnerismo sunnita. Pero más que indignarse conviene preguntarse
por qué este discurso resulta verosímil para sectores importantes de la
población. Sucede que, contra lo que piensan los semióticos recién
recibidos, ni el poder de la prensa hegemónica ni la protección mediática
resultan suficientes para que la sociedad crea en las promesas de un
determinado candidato.

Una posible explicación, entonces, podría encontrarse en la gestión porteña:
Macri no privatizó las escuelas, aunque el presupuesto educativo como
porcentaje del presupuesto total se redujo; no convirtió a la Metropolitana
en el Ku Klux Klan, aunque sí habilitó represiones injustificadas, lo que
por otra parte también ha sucedido con las fuerzas de seguridad nacionales,
y no aranceló los hospitales ni prohibió a los bonaerenses, ni a los
paraguayos, atenderse en ellos, por más que el manejo del área de salud
exhiba todo tipo de déficits. En otras palabras, la promesa de sostener las
políticas sociales y el tardío giro estatista de Macri pueden haber
resultado convincentes porque su gestión en la Ciudad fue mediocre en muchos
aspectos y, tal como reveló el caso Niembro, mucho más opaca de lo que se
pretende, pero no fue una gestión neoliberal ni noventista.

Más que ideológico, su límite puede ser geográfico. El PRO, que a partir de
diciembre gobernará los dos principales distritos del país, se despliega del
centro a la periferia, que como demuestran las experiencias históricas del
radicalismo y del peronismo es la forma en la que se construyen los partidos
políticos en Argentina. Sus mejores resultados se concentraron en los
grandes centros urbanos, el interior y norte de Buenos Aires y el sur de
Córdoba y Santa Fe, lo que confirma que el kirchnerismo sufrió, como en el
2009, su histórica confrontación con el campo, un sector al que nunca
terminó de entender.

¿Un partido para la zona núcleo? Quizás algo más. Para bien o para mal, y
más allá de los vaivenes de los precios internacionales, los mercados de
futuro y los seguros contra granizo, vivimos en la era de los commodities,
que impone a los candidatos una doble frontera de políticas: por derecha
define una economía que depende de la soja para garantizar la
gobernabilidad, y por izquierda habilita un amplio sistema de protección
social, que en buena medida es su consecuencia. Encorsetado por la soja como
problema-solución, ni el más izquierdista de los gobiernos podrá prescindir
del glifosato ni el más derechista de los presidentes podrá terminar con la
Asignación Universal.

Fue este límite de hierro, que define el perímetro exacto de las
posibilidades de nuestra democracia, el que le dio el tono a una campaña de
asombrosas coincidencias programáticas: aunque detrás de cada candidato se
agrupan fuerzas sociales, coaliciones políticas y superestructuras
dirigenciales diferentes, tanto Macri como Scioli prometieron reducir el
impuesto a las ganancias, bajar las retenciones, mantener bajo control
estatal las empresas públicas y lanzar un plan para construir el mismo
número de viviendas (un millón), todo bajo la apelación ambigua a un
desarrollismo tan amplio como impreciso.

En este contexto de coincidencias, uno de los pocos puntos claramente
identificables de desacuerdo fue la definición acerca del tipo de cambio: el
macrismo propuso liberarlo desde el primer momento de su eventual llegada a
la Casa Rosada, y ni siquiera cuando decidió reemplazar a los referentes más
ortodoxos de su equipo económico desmintió públicamente esta alternativa,
mientras que el sciolismo defiende la necesidad de administrarlo y
eventualmente corregirlo, pero más gradualmente. El asunto es crucial,
porque el precio del dólar es el precio más importante de nuestra economía y
porque detrás de él se libra una intensa puja entre diferentes sectores
sociales y económicos, en la que el propio establishment se encuentra
dividido. Por haberlas vivido, todos conocemos las diferencias entre una
devaluación fuerte y una devaluación suave, quizás el primer punto de apoyo
sobre el cual podría afirmarse Scioli para empezar a escalar una campaña que
está lejos de estar definida pero que se le va a presentar cuesta arriba.

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