Cuba/EEUU/ los debates sobre Fidel: los intelectuales de Nueva York y la Revolucion Cubana [Samuel Farber - Rafael Rojas]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Ago 1 19:56:55 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

1° de agosto 2016

Boletín Informativo

redacción y suscripciones

germain5 en chasque.net

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Cuba/Estados Unidos

El debate sobre Cuba 

Samuel Farber *

Havana Times, 1-8-2016

http://www.havanatimes.org/

Traducción de Selma Marks

Los intelectuales estadounidenses o han defendido acríticamente y sin
reservas el comunismo cubano o se han vuelto parte de la propaganda de
Washington. 

Para una gran parte de ellos, el asunto clave a principios de 1960 fue cómo
responder a la Revolución Cubana. Liberales de la Guerra Fría como Arthur
Schlesinger  Jr. se avocaron a defender la política agresiva contra el
gobierno cubano, adoptada por la recién inaugurada administración de John
Kennedy.

Los intelectuales de izquierda se abalanzaron contra esa política,
criticándola duramente y sin reparos. El más conocido de ellos, el sociólogo
radical C. Wright Mills, proclamó que, a diferencia del capitalismo avanzado
y del comunismo soviético, la Revolución Cubana era la que realmente hablaba
a nombre del Tercer Mundo.

Rafael Rojas cubre el acalorado debate de esa época en su último libro
Fighting Over Fidel: The New York Intellectuals and the Cuban Revolution
(Los debates sobre Fidel: los intelectuales de Nueva York y la Revolucion
Cubana.)

Rojas es un autor eminentemente calificado para esa tarea. Es un intelectual
cubano que por muchos años ha vivido y trabajado en  la Ciudad de México.
Tiene raíces muy profundas en el establishment cultural de su país: su
hermano es el viceministro de cultura en Cuba y su padre fue, por mucho
tiempo, el rector de la Universidad de La Habana.

A diferencia de mucha gente que escribe sobre la Isla, Rojas guarda una
franca distancia de la Guerra Fría.  Así, por ejemplo, describe respetuosa,
y hasta positivamente del análisis favorable que Paul Sweeney y Leo Huberman
hicieron de la Revolución Cubana en un artículo que apareció en Monthly
Review en 1960. Asimismo, defiende a C. Wright Mills  y a Jean Paul Sartre
de las acusaciones de Schlesinger de que ambos habían apoyado el
autoritarismo naciente en Cuba.

Incluso defiende a algunos de los cubanos que apoyaron la invasión de Playa
Giron en 1961: responde a la caracterización que C. Wright Mills hizo de
ellos como “soldados de la CIA”,  señalando que los miembros de las élites
domésticas derrotadas por la Revolución tuvieron, junto con otras personas,
sus propias razones, lógicas y coherentes para actuar contra el gobierno de
Castro.

Cabe aclarar que las caracterizaciones de Mills y de Rojas no son mutuamente
exclusivas: es posible argumentar que estos cubanos se basaron en su libre
albedrío para servir como soldados de la CIA y que así apoyaron y
participaron en una aventura imperialista claramente controlada por ese
órgano de inteligencia.

Pero en su extenso estudio, Rojas sacrifica cierto grado de profundidad, y a
pesar de la seriedad de su investigación comete una serie de errores
importantes quizás atribuibles a su falta de familiaridad con la izquierda
estadounidense.

Así, por ejemplo, vincula a Robert Williams, a H. Rap Brown y a Stokely
Carmichael con las Panteras Negras, ya que ninguno de ellos estuvo asociado
o quizás lo estuvo, pero muy brevemente, con dicha organización. Incluye a
Irving Howe, Lionel Trilling y a los miembros del Partisan Review, y más
tarde a los de Dissent, en lo que él llama la izquierda liberal
“caracterizada por su firme adherencia al trotskismo y al socialismo
democrático,” lo que viene a ser un verdadero revoltijo conceptual en el que
confunde el origen político de algunas de estas personalidades con una
corriente política que tuvo que ver poco o nada con el trotskismo.

Igualmente, malusa el término “New York intelectuals.” Aparte de que el
autor incluye varios intelectuales que no vivieron en Nueva York, ese es un
término que históricamente denota a un grupo específico de intelectuales de
izquierda, muchos de ellos de ascendencia judía, que funcionó como una
comunidad intelectual forjada en torno a una serie de debates. Ese no es el
caso de los intelectuales sobre los que Rojas escribe. También comete
errores leves, tales como rebautizar a Theodore Draper como Thomas Draper.

Muchas revoluciones

Uno de los argumentos centrales de Rojas es que esos debates, aunque
claramente influenciados por la Guerra Fría, no pueden reducirse a una
versión simplista en torno a la dicotomía Este-Oeste. Los miembros de la
izquierda independiente estadounidense, afirma, tenían diferentes posiciones
sobre la Revolución en Cuba.

Lo que para Waldo Frank había sido una revolución humanista, para C. Wright
Mills fue una revolución marxista, y para Carleton Beals populista. Los
debates de los socialismos pro-soviético, maoista y guevarista  en el
Village Voice y en el Monthly Review representaron diferentes
interpretaciones del socialismo cubano que aducían diferentes razones por
las cuales apoyar la Revolución.

Es más, escribe Rojas, la diversidad de puntos de vista entre estos
intelectuales de izquierda que apoyaban la Revolución reflejó no solo la
heterogeneidad del pensamiento que reinaba entre ellos, sino también la
naturaleza cambiante y, a veces, experimental, del socialismo cubano en su
primera década. Las interpretaciones de la Revolución Cubana que se
ventilaron en  Nueva York fueron múltiples, porque fueron múltiples las
revoluciones cubanas que estaban sucediendo en la Isla.

Fue solo cuando el debate ideológico y la vida intelectual en la Isla
empezaron a caer bajo el control y centralización del Estado—en un proceso
que comenzó en 1961 y culminó a principios de los 70, cuando Cuba adoptó el
modelo soviético en su totalidad—que, según Rojas, la mayoría de los
izquierdistas neoyorquinos se sintieron renuentes a respaldar esa nueva ruta
y “dejaron de estar dispuestos a apoyar la de-colonización de Cuba una vez
que esta implicó la naturalización del dogma marxista-leninista.”

Anatomía de una revolución

El estudio de Rojas sobre la intelectualidad de la izquierda estadounidense
y su apoyo a la Revolución Cubana invita a revisar un período seminal en el
desarrollo de la izquierda de su país. Y al revisar ese período, uno se da
cuenta que él no menciona el hecho de que la atracción que estos
intelectuales sintieron por la Revolución empezó a disminuir con el
escalamiento de la intervención militar del gobierno de los EE.UU. en
Vietnam en 1965, y con la Revolución Cultural en China, encabezada por Mao
Zedong en 1966.

Fue en este período que la atención de la izquierda estadounidense se
desplazó de Cuba a Vietnam y a China. Fue por eso que algunos de los
intelectuales sobre los que él escribe—particularmente Susan Sontag, Norman
Mailer y Allen Ginsberg—se empezaron a concentrar, preocupados, en los
horrores de la intervención estadounidense en Vietnam. Muchas otras figuras
políticas de izquierda tomaron partido por el liderazgo chino, como Eldridge
Cleaver y Robert Williams, quien se mudó de Cuba a China después de haber
criticado el racismo que experimentó en la Isla.

Es muy revelador que Paul Sweezy, después de haber apoyado a los líderes
cubanos en el libro que escribió con Leo Huberman en 1960, Anatomía de una
Revolución, criticó—claramente influenciado por su interpretación favorable
de los eventos en China—el curso que la Revolución Cubana había tomado en su
Socialism in Cuba (El socialismo en Cuba) escrito en 1969. (Libro que a
diferencia del que escribió en 1960, nunca fue traducido ni publicado en la
Isla.)

Por ese entonces también ya habían muerto C. Wright Mills, en 1962, y Waldo
Frank, in 1967, ambos figuras centrales al argumento de Rojas,  quienes de
hecho ya no presenciaron la evolución del gobierno cubano hacia el
comunismo.

Rojas también ignora al importante segmento de la izquierda americana que
continuó apoyando al gobierno cubano. Pasa por alto el cambio en la textura
política que ocurrió en la izquierda estadounidense en los 60 como resultado
del colapso del Partido Comunista USA. El colapso de esa parte de la “vieja
izquierda” había sido acelerado por dos eventos que ocurrieron en 1956: el
Vigésimo Congreso del Partido Comunista Soviético, en el que las
revelaciones de Jruschov sobre los crímenes cometidos por Stalin sacudieron
el movimiento internacional comunista, y la represión soviética de la
Revolución Húngara que ocurrió poco después ese mismo año.

Aunque pequeño en comparación con el resto del mundo, el Partido Comunista
Estadounidense llegó a ser el grupo político de izquierda más numeroso de
los Estados Unidos. Para la mayoría de aquellos que, asqueados por las
atrocidades del sistema soviético, abandonaron el PCUSA en masa, el fracaso
de la USSR había sido el resultado de una burocracia rígida, autoritaria y
pesada que había abusado y manchado  los ideales del socialismo.
Obsesionados con los síntomas, omitieron analizar las estructuras e
instituciones que los habían causado.

Y a ellos y a sus “red diaper babies” (literalmente bebés de pañal rojo, un
término que se usa para los hijos de los que fueron miembros o
simpatizadores del Partido Comunista de los EE.UU.)–miles de los cuales
participaron y encabezaron los movimientos estudiantiles, y las luchas por
los derechos civiles y contra la guerra de los 60 y 70—los encandiló el
diferente estilo político de los líderes revolucionarios cubanos. La
Revolución Cubana no había sido encabezada por el Partido Comunista
tradicional y estaba impregnada de un espíritu fresco y romántico totalmente
diferente del que reinaba en las adustas capitales de la Europa del Este.

Para los desilusionados ex-comunistas, el carismático Fidel Castro y sus
barbudos eran el antídoto ideal a la burocracia sombría y gris.
Entusiasmados con las revoluciones de los 60 no se dieron cuenta que el
régimen cubano había copiado las estructuras e instituciones del modelo
soviético mucho antes de 1970.

Salvo por una relativa minoría de socialdemócratas, la mayoría de los
anarquistas y algunos trotskistas, este fue el ambiente que predominó en la
izquierda de los EE.UU. Pero en los 1970 esto cambió y la Revolución perdió
mucho de su brillo. Tal y como Rojas lo relata, los intelectuales de
izquierda, entre otros, se sintieron alienados por la creciente rigidez
política y cultural del socialismo cubano en vías hacia el modelo soviético.

Y así fue que cuando el poeta Heberto Padilla—cuya colección de poemas Fuera
de Juego había sido denunciada por las autoridades cubanas en 1968—fue
encarcelado en  La Habana en 1971, muchos de esos intelectuales, incluyendo
a Susan Sontag, se unieron a figuras importantes como Jean Paul Sartre,
Simone de Beauvoir, y a los latinoamericanos Julio Cortázar y Mario Vargas
Llosa para criticar al gobierno cubano.

Pero en contraste con lo que Rojas sugiere, eso no significa que la mayoría
de los intelectuales de izquierda retractaron totalmente su apoyo a la
Revolución. Adoptaron una posición menos pública, a veces crítica y a veces
a favor, concediéndole  al gobierno cubano el beneficio de la duda. Su apoyo
fue limitado, pero real.

La izquierda estadounidense y su política sobre Cuba

El apoyo que los intelectuales y activistas de izquierda le brindaron al
gobierno cubano fue propiciado por una ideología que combinaba ciertos
hechos con una serie de presunciones, muchas de ellas erróneas, que luego
fueron sistematizadas en un esquema indiferente, si no totalmente opuesto, a
la democracia.

Salvo por la frecuente escasez de productos agrícolas, de bienes de consumo
y de una crisis permanente en la vivienda, el liderazgo cubano logró
garantizar hasta el colapso de la Unión Soviética a fines de los 80 y
principios de los 90 un estándar de vida austero pero tolerable junto con
logros importantes en las áreas de Educación y servicios médicos.

También es cierto que bajo el gobierno de Castro, la República de Cuba fue
mucho más soberana de lo que había sido. Pero esos logros fueron posibles y,
al mismo tiempo, limitados por la dependencia (que incluyó cuantiosos
subsidios) de la economía cubana de la Unión Soviética y por su papel como
socio minoritario en la política exterior de ese imperio.

Enfocados exclusivamente en esos logros, y no obstante el marcado descenso
económico de los 1990, un gran número de los intelectuales de la izquierda
estadounidense continúan apoyando al gobierno de Cuba. Esos logros les han
permitido ignorar—o por lo menos minimizar—el carácter totalmente
antidemocrático del Estado unipartidista de Cuba, su aparato represivo, y su
control absoluto de los medios de comunicación, de los sindicatos y de las
así llamadas organizaciones de masas.

También han ignorado otra serie de problemas candentes en la Isla. Los
primeros años de la Revolución vieron una serie de avances significativos
con respecto a los negros cubanos cuando el gobierno abolió la segregación y
les abrió la puerta a la educación y a la movilidad social. Pero si bien se
ganaron importantes batallas en el campo de la justicia racial, persistieron
otras formas de racismo.

Ese problema lo agravó el gobierno cuando a principios de los 60 declaró que
el racismo había dejado de ser un problema en la Isla. Luego procedió a
imponer un largo silencio sobre el asunto—una política que recién retractó
solo en parte—al mismo tiempo que le prohibió a los negros cubanos, como a
todos los otros grupos oprimidos, formar sus propias organizaciones
independientes para luchar por sus derechos.

Figuras africano-americanas de izquierda como Cornel West, Kathleen Cleaver,
el Reverendo Jeremiah A. Wright, y la difunta Ruby Dee Davis han criticado
esa situación en la Isla, empeorada por la creciente discriminación racial
que el turismo ha generado y otros cambios económicos recientes. Pero otras
figuras como Alice Walker, Danny Glover, y Harry Belafonte continúan
brindando su apoyo incondicional y acrítico al gobierno cubano.

El silencio que la mayoría de la izquierda estadounidense ha guardado con
respecto a esos problemas deriva, en gran parte, de un modo de pensar que
amalgama la importancia de oponerse al imperialismo y a la intervención
estadounidense, con la muy diferente noción que hay que apoyar a todos los
líderes y regímenes políticos opuestos al imperialismo. Otra noción asociada
a las dos previas, es que cualquier crítica de esos sistemas, por
revolucionaria que sea, distrae la atención de los abusos del imperio y
disminuye la oposición a este, como si fuera necesario ignorar la realidad
para defender el principio de la autodeterminación nacional.

Algunos de los partidarios más sofisticados del gobierno cubano también han
argumentado que el subdesarrollo económico que prevalece en Cuba
obstaculiza, y hasta imposibilita, la sobrevivencia de una democracia
política y económica: la pobreza y la escasez, afirman ellos, no propician
la democracia.

Esto puede o no ser cierto, pero la cuestión es si un estado de partido
único puede propiciar el desarrollo de los derechos democráticos de sus
ciudadanos y un modo de vida que abra las puertas a una democracia
socialista.

Y nada de lo que ha sucedido en Cuba ni en ninguna parte de lo que fue el
mundo comunista, apoya la noción que el estado unipartidista jamás haya
propiciado la democratización de esas sociedades.

Responsabilidad política

Al implicar que la izquierda intelectual estadounidense dejó de apoyar al
estado Cubano en 1970, Rojas—un reconocido intelectual crítico del gobierno
cubano—escapa la responsabilidad de dirigirse a los intelectuales en los
EE.UU. que continúan respaldando al régimen cubano actual.

Aunque es posible que eso no haya sido parte de su agenda, su cuestionable
sugerencia que la izquierda no comunista rechazó el giro del gobierno cubano
hacia el modelo soviético le impidió enfrentarse al importante problema de
cómo una izquierda independiente puede desarrollar su propia visión sobre
Cuba sin reforzar la propaganda de Washington.

Tanto entonces como hoy es posible criticar y oponerse al sistema social y
político que se estableció en Cuba y, al mismo tiempo, reiterar la oposición
a la intervención estadounidense en cualesquiera de sus formas,  ya sea
invasión militar, terrorismo auspiciado o bloqueo económico.

Esa opción asume un método político que los intelectuales de izquierda en
este país se han negado a adoptar. Mientras tanto, su método de sumar y
restar lo que para ellos son los logros y pérdidas del gobierno cubano ha
ofuscado una pérdida que no puede ser compensada por ningún logro: la
pérdida, para los trabajadores y los miembros de otros grupos oprimidos, de
su autonomía y de su habilidad de organizarse independientemente para
defender sus intereses, y de las libertades individuales y políticas que
permiten que esas organizaciones sean viables.

* Samuel Farber nació y se crió en Cuba y ha escrito extensivamente sobre
ese país. Su libro más reciente, The Politics of Che Guevara: Theory and
Practice (La política de Che Guevara; su teoría y su práctica), acaba de ser
publicado por Haymarket Books. El artículo fue publicado en la revista
estadounidense Jacobin (https://www.jacobinmag.com/)
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