Debates/ la política como arte estratégico [Daniel Bensaïd]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Ago 24 13:57:02 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

24 de agosto 2016

Boletín Informativo

redacción y suscripciones

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Debates

La política como arte estratégico *

Daniel Bensaïd 

Le site daniel bensaid

http://danielbensaid.org/

Traducción de Viento Sur

http://www.vientosur.info/

“La política ya prima sobre la historia.” Walter Benjamin

“Los principios están claros, pero su aplicación es incierta.” GuyDebord/1 

Si la política ya prima sobre la historia, no por ello está exenta del lazo
que une a ambas desde su origen común. Un movimiento que padece un grave
“déficit de conocimientos históricos”, afirmaba Debord, “ya no puede
dirigirse estratégicamente”/2. Tampoco políticamente. La postración
posmoderna del sentimiento histórico, la retracción del tiempo largo en
torno a un presente fugaz, sin ayer y sin mañana, se traducen lógicamente en
una crisis de la razón estratégica. Y con ella de la política, que no es una
ciencia de la administración ni una técnica institucional, sino un arte de
los momentos propicios y de los espacios de decisión. Un arte estratégico.
La política debe colocarse “exactamente en el punto de vista de los
actores”. Ahora bien, “para ver la continuación”, el actor ha de “pagar al
contado”/3. 

El teatro de operaciones 

Este punto de vista de los actores es “muy difícil” de mantener. Se trata,
mientras se está en el meollo de la refriega, de conocer “todas sus
circunstancias”/4. Negándose a concebirla como objeto de una “ciencia
positiva y dogmática”, Jomini/5 definió la guerra como“un arte sujeto a
algunos principios generales” y “como un drama pasional”. Una cuestión de
razón apasionada o de pasión razonada. En la que es preciso prepararse para
el “momento favorable”a fin de llegar a punto “al centro de la ocasión”.
Prepararse. Estar dispuesto, porque cada minuto es una puerta estrecha por
la que puede surgir el mesías. Y ser fiel a la cita. 

Lo mismo ocurre en la política. Si la guerra pudo definirse como su
continuación por otros medios, la política deviene recíprocamente la
continuación de la guerra con sus propios medios. Es también un arte del
tiempo quebrado, de la coyuntura, del momento propicio que hay que
aprovechar para llegar a punto “al centro de la ocasión”. Tanto en la
revolución como en la guerra, siempre se está “en la incertidumbre de la
situación recíproca de los dos bandos”. Por tanto, no hay más remedio que
trabajar para lo incierto y actuar “según verosimilitudes generales”, porque
“es ilusorio esperar un momento en que uno se sienta libre de toda
ignorancia”/6. 

A diferencia de las guerras, las revoluciones no se declaran. Pero al igual
que aquellas, se preparan: “En el análisis […] del sistema de correlación de
fuerzas existente en una situación dada, puede ser útil recurrir al concepto
que en la ciencia militar se denomina ‘coyuntura estratégica’, es decir,
para ser más precisos, al concepto del grado de preparación estratégica del
teatro de la lucha, uno de cuyos principales elementos consiste en las
condiciones cualitativas del personal dirigente y de las fuerzas activas que
cabe denominar de primera línea. […] El grado de preparación estratégica
puede dar la victoria a fuerzas aparentemente inferiores a las del
adversario.”/7 La preparación estratégica tiene por tanto la finalidad de
desbaratar las apariencias de la cantidad y de la masa, de adivinar las
debilidades subyacentes a la fuerza y las fuerzas subyacentes a la
debilidad, de modificar sus correlaciones. El resultado de una crisis
depende de este grado de preparación y de formación, no solo de un “personal
dirigente”, sino también de una red militante cuya actividad irrigue el
conjunto de la sociedad. 

Tras la Revolución Francesa, Clausewitz diferenció la táctica –el empleo de
fuerzas con vistas a la victoria en una batalla– de la estrategia –el empleo
de las victorias para alcanzar los objetivos de la guerra–. De la guerra
local a la guerra global, pasando por las guerras nacionales y mundiales, la
relación entre estrategia y táctica no ha dejado de evolucionar en el
sentido de una creciente dilatación del teatro de operaciones y de la
duración de las mismas. En la era de la globalización, la lucha de clases
toma el cariz de una guerra civil generalizada. Lo que ayer mismo todavía se
consideraba estratégico se reduce al episodio táctico de un gran juego cuyo
campo se amplía sin cesar. En la dialéctica de la guerra y de la batalla, a
veces hay que saber perder batallas para ganar la guerra, del mismo modo que
hay que saber ceder espacio para ganar tiempo. En el gran tablero de la
mundialización, las guerras de ayer se han convertido de este modo en las
batallas de hoy. 

Las categorías de estrategia y táctica tienen por objeto reducir la parte
irreductible de lo aleatorio propio de toda situación de enfrentamiento. Sin
embargo, en un intento de reforzar el dominio de la razón sobre la guerra,
Moltke/8, fiel discípulo de Clausewitz, reconoció sus límites: “Las
consecuencias materiales y morales de todo enfrentamiento importante tienen
un alcance tal que generan una situación completamente diferente, que se
convierte entonces en la base de nuevas medidas. Ningún plan de operaciones
puede extenderse más allá del primer encontronazo con las fuerzas
principales del enemigo”. El mando se ve entonces obligado “a tomar medidas
que no puede predecir”/9. La presencia de ánimo releva así al cálculo
instrumental. Sin el trabajo previo de la razón, la audacia no sería, sin
embargo, más que temeridad, y la decisión una aventura. 

Estrategia y táctica, ofensiva y defensiva, guerra de desgaste y guerra de
movimiento, vanguardia y masas: el vocabulario militar se introdujo en la
lucha de clases con motivo de las controversias de la II Internacional, en
una época en que la historia militar pasó a ser una preocupación importante
de las escuelas de guerra. Parte de una racionalidad original, irreductible
a la objetividad de la razón instrumental. Para la razón estratégica, la
observación del terreno, la información sobre el enemigo, su logística, su
retaguardia, modifica sin cesar las “condiciones objetivas” del conflicto.
Su ciencia es por tanto necesariamente histórica. De ahí también que, como
es sabido, los militares siempre llevan una guerra de retraso: la siguiente
es forzosamente inédita, por mucho que la memoria de las precedentes sea
indispensable para dirigirla. Los revolucionarios se hallan en una situación
análoga. Por tanto, ellos también corren el riesgo de llevar siempre una
revolución de retraso, pues la memoria de las revoluciones del pasado está
llena de enseñanzas indispensables, pero nadie puede decir qué serán las
revoluciones futuras. 

El enigma de las revoluciones modernas 

¿Cómo puede una clase social sometida a una dominación tanto económica como
política y cultural pretender edificar un mundo nuevo sin verse anegada en
toda la mierda del antiguo? ¿Cómo puede el trabajador, mutilado física y
mentalmente por el trabajo alienado, ser el artífice de esta emancipación?
Estos son los enigmas de las revoluciones modernas. Ante el “populicidio” de
la Vandea, Babeuf se indignó: “¡Nos han convertido en bárbaros!” El mundo
nuevo, sin embargo, se construye con los hombres y los materiales del
antiguo. Pretender hacer tabla rasa del pasado, o querer caligrafiar a su
gusto sobre una página en blanco los ideogramas del hombre nuevo, encierra
fuertes derivas autoritarias y burocráticas. 

En los orígenes del capitalismo mercantil, aburguesarse era acumular poder
económico, político, simbólico y cultural, acumulado y transmitido de
generación en generación por las élites de la dominación. Proletarizarse,
por el contrario, era perder el dominio sobre sus medios de producción,
sobre el contenido y la finalidad del propio trabajo, sucumbir ante el
encanto venenoso del fetichismo de la mercancía. En la sensación del eterno
retorno –¡de la eternidad por los astros!/10– resuena la prueba de este
encarcelamiento en el círculo vicioso de la reproducción social. ¿Significa
esto que la tragedia de la repetición no deja lugar a más esperanza que el
asedio siempre recomenzado de las resistencias fragmentarias bajo las
murallas infranqueables de la dominación? 

En los países de larga tradición parlamentaria, la “guerra de desgaste” se
libra desde hace tiempo. En ellos no puede surgir una alternativa a las
instituciones existentes sin la experiencia más o menos prolongada de una
doble legitimidad y de una dualidad de poderes. Un derecho nuevo, una nueva
hegemonía, nuevas relaciones de propiedad, no pueden imponerse sin solución
de continuidad de la norma jurídica ni sin inversión de la relación de
fuerzas. Cuando entra en declive un modo de dominación sin que el relevo
esté listo, las transiciones son inciertas. 

¿Puede un gobierno a caballo de una doble legitimidad ser “el comienzo
parlamentario” de una revolución social, o bien “el seudónimo popular” de un
poder revolucionario naciente”?/11 “Los principios están claros, pero su
aplicación es incierta”, ironizaba Debord. Para que un gobierno de
transición emprenda una dinámica de ruptura y no de salvamento del orden
establecido, debería apoyarse en un ascenso de las movilizaciones sociales,
atreverse desde sus primeras medidas a penetrar sin miedo en el coto vedado
del poder estatal y de la propiedad privada. 

Tras el intento fallido de golpe de Estado de junio de 1973 en Chile, la
derecha se quedó arrinconada y a la defensiva y los trabajadores movilizados
masivamente. Durante algunos días, la situación era propicia para una
contraofensiva revolucionaria. Los dirigentes del Movimiento de la Izquierda
Revolucionaria (MIR) se plantearon participar en un gobierno de respuesta
apoyado en los órganos nacientes de poder popular. Los dirigentes de la
Unidad Popular fueron en la dirección contraria, abriendo el gobierno a los
militares (entre ellos a Augusto Pinochet en persona), desarmando a los
barrios, desmantelando los embriones de organización democrática en el seno
del ejército. Los generales de las tres armas tuvieron así las manos libres
para preparar desde el asedio del poder su golpe del 11 de septiembre. 

Tras el fracaso del intento de golpe de Estado de marzo de 1975 en Portugal,
la crisis política abierta también habría permitido plantear la formación de
un gobierno de salud pública que se apoyara en la respuesta popular y en la
radicalización del movimiento social (inclusive en el seno del ejército)
para profundizar la dinámica revolucionaria iniciada el 25 de abril de 1974.
En ambos casos, la formación de un gobierno de excepción, basado en órganos
de poder popular frente a los manejos golpistas, habría permitido, no el
desenlace, sino la profundización de la crisis de legitimidad institucional,
la centralización de una legitimidad alternativa, y la preparación de la
inevitable prueba de fuerzas decisiva. 

Si, como escribe Gramsci, “la unidad histórica de las clases dirigentes se
produce en el Estado”, y si “las clases subalternas […] no pueden unificarse
mientras no puedan convertirse en ‘Estado’”/12, entonces la conquista del
poder político sigue siendo un paso obligado para la emancipación.
Constituir las clases subalternas en clases dirigentes a través de su lucha
por el poder político es precisamente el objetivo de la “reforma intelectual
y moral” y de la lucha por la hegemonía. Su finalidad no es la victoria
corporativa exclusiva de la clase explotada, sino la afirmación de una
“voluntad colectiva nacional-popular” tendente a una forma superior de
civilización humana a fin de resolver una crisis global de relaciones
sociales de producción y reproducción/13. 

En los países capitalistas con instituciones representativas relativamente
estables, la hipótesis estratégica que se desprende de las experiencias del
siglo XX es la de la huelga general insurreccional. Una hipótesis no es un
modelo ni una predicción, sino simplemente una guía para la acción, un
horizonte regulador, de la que se derivan una serie de tareas: desarrollar
experiencias participativas de control, de autogestión, de autoorganización,
de donde pueden surgir elementos de un poder alternativo; promover una
lógica de apropiación social frente a la privatización del mundo; defender
una mayor socialización de las rentas mediante la extensión de los servicios
públicos y de la protección social; deslegitimar las instituciones
existentes y la política profesionalizada, introducir el espíritu de
disidencia en el ejército, etc. 

En países en los que los asalariados representan la gran mayoría de la
población, la fórmula de la “huelga general” o de la “comuna insurreccional”
pone además el acento en la necesaria centralización de las luchas y en la
capacidad de iniciativa frente a un poder también fuertemente organizado/14.
Si la dualidad de poder adopta en ellos un carácter inextricablemente social
y territorial (París insurrecto contra Versalles), el antagonismo
concentrado en un espacio reducido exige un desenlace rápido. No ocurre lo
mismo en el caso de las revoluciones asociadas a luchas de liberación
nacional o en sociedades en que la cuestión agraria sigue siendo explosiva y
la presencia del Estado en el conjunto del territorio sigue siendo débil/15.


La respuesta al enigma –¿cómo llegar a ser todo partiendo de nada?–parecía
darse de forma natural, en Marx y Engels, en virtud del crecimiento numérico
del proletariado industrial, de su concentración en grandes unidades de
producción, del fortalecimiento de sus organizaciones colectivas y de la
elevación gradual de su nivel de conciencia. Un siglo y medio después, este
optimismo de la razón está fuera de lugar. Sin embargo, la apuesta por la
dinámica histórica del progreso no se reducía a un vulgar determinismo
sociológico. En la experiencia de la lucha emerge una subjetividad rebelde,
que adquiere una dimensión política cuando la lucha del obrero contra su
patrón deviene la lucha del proletariado contra la burguesía y contra el
reinado anónimo del capital/16. 

Estrategias y partidos 

Al igual que la política institucional con la que a menudo se identifican,
los partidos tienen hoy una mala reputación, en muchos casos justificada en
la medida en que aparecen como máquinas burocráticas que proporcionan
promociones y prebendas. Útiles para movilizar y proponer iniciativas en
periodos de efervescencia, hasta los partidos más revolucionarios pueden
convertirse, en periodos de reflujo, en nidos de mezquindades e intrigas, de
vanidades personales y de elucubraciones sectarias/17. Una estrategia sin
partido, no obstante, es tan difícil de concebir como una cabeza sin cuerpo,
o como un estado mayor sin tropa, dirigiendo sobre el papel batallas
imaginarias en que se enfrentan ejércitos fantasma. 

La desecularización del mundo y el pretendido “retorno” de lo religioso
constituyen el precio del declive de la idea misma de política. La
denigración de “la forma partido”, tan en boga actualmente en las izquierdas
alternativas, es otro. La profesionalización a ultranza de la vida política,
la burocratización de las organizaciones, la confesión de impotencia de los
dirigentes de izquierda y de derecha frente al despotismo de los mercados,
hacen recaer sobre los partidos políticos una legítima sospecha de
manipulación, de promoción personal, de corrupción, léase de inutilidad pura
y simple. La lucha política no deja de ser, fundamentalmente, una lucha de
partidos, independientemente de los nombres o los logotipos de que se doten.
Organización colectiva, basada en la adhesión voluntaria a un programa y
unas reglas de vida común, un partido sigue siendo la mejor garantía de
independencia relativa respecto del poder del dinero y de los mecanismos de
cooptación mediática.

Del mismo modo que “los peligros profesionales del poder”/18, los riesgos
burocráticos no son propios de la “forma partido”. Tienen sus raíces en la
división social del trabajo entre trabajo manual e intelectual, entre campo
y ciudad. Afectan tanto a los sindicatos como a las asociaciones y a
cualquier forma de organización. Se trata de una tendencia profunda de las
complejas sociedades contemporáneas. La era de la comunicación y de las
redes muestra además que las burocracias informales de la “sociedad líquida”
no son las menos dañinas y que la democracia plebiscitaria de opinión puede
resultar mucho menos democrática que la libre confrontación de partidos y
programas. Del mismo modo que la democracia no es ni una institución ni una
cosa, sino “la acción que arrebata sin cesar a los gobiernos oligárquicos el
monopolio de la vida pública”/19, un partido tampoco es una institución ni
una cosa, sino un agente colectivo que inventa permanentemente su función y
sus objetivos al calor de la práctica. 

Tomada asimismo del vocabulario militar, la noción de vanguardia es todavía
más sospechosa que la de partido. Tiene historia. A comienzos del siglo XX,
la idea rondaba en el aire de la época. Al igual que en política, se
aplicaba a los movimientos innovadores en literatura, pintura, arquitectura.
Al término de la segunda guerra mundial, las nuevas vanguardias –letristas,
neosurrealistas, situacionistas– se contentaron a menudo con repetir en son
de farsa el papel de las vanguardias dadaísta, futurista, surrealista de
antaño, cuyo potencial subversivo era como una réplica de la gran sacudida y
la gran promesa de Octubre. En el reflujo de las esperanzas frustradas, a
las vanguardias políticas y culturales de los “treinta gloriosos” no les
quedaba otra que practicar la parodia, el escepticismo y la diversión. Se
convirtieron de mala gana en una especie de ejército de reserva del trabajo
intelectual. Del nouveau roman extenuado a los “nuevos filósofos” ajados, la
novedad ya no fue más que su propio simulacro, la moda caprichosa, una
repetición enfermiza de lo antiguo y los hábitos nuevos de viejas prendas
recicladas. Lo que Lucien Goldmann calificó entonces de “vanguardia de la
ausencia” ya no era para Debord más que la “ausencia de vanguardia”. Pero
los últimos serán los primeros. Y la retaguardia que protege la retirada
acabará hallándose en primera línea. 

Llevando a cabo nada más que el comienzo de una novedad, las vanguardias
están abocadas a desaparecer en la plena realización de lo que anticipan y
anuncian. En la medida en que su campo de acción no es el porvenir lejano,
sino el comienzo de un presente posible, hacen frente al orden existente en
nombre de un futuro al que le cuesta nacer. De ahí que, más que de su propia
impotencia, su crisis es ante todo un signo del oscurecimiento de los
horizontes de expectación y de la astenia enfermiza de la época. 

Cuando un movimiento, minoritario o “de masas”, se delimita mediante una
adhesión voluntaria, se dota de unos estatutos y unas reglas de vida propia,
adopta un programa y formula propuestas, constituye, quiérase o no, una
especie de vanguardia. Limitado o amplio, el número no importa mucho, por no
decir nada. Porque la forma siempre es el contenido. El partido es el
programa. Y lo que hace que un partido sea vanguardia es su relación
específica con la política, la transversalidad de su práctica con respecto
al conjunto de los sectores sociales, el hecho de no contentarse con sumar
los agravios particulares, sino de sintetizarlos en torno a un proyecto. Por
tanto, por su principio mismo está en contradicción con las retóricas
posmodernas de la política de migajas, de la disolución de la historia, de
las alianzas arcoíris de pura circunstancia. Los animadores de movimientos
sociales son a menudo conscientes de la necesidad de “relacionar los
diferentes temas de resistencia” entre ellos. ¿Según qué criterios? ¿Y en
nombre de qué? Si de esto no se ocupa un partido concebido como intelectual
colectivo, lo harán los expertos (en relacionar) y otros asesores
científicos. En otras palabras, habrá una resurrección paradójica de las
vanguardias ilustradas y de los maestros pensadores. 

¿Son los movimientos sociales y los partidos tan incompatibles que sea
preciso sacrificar unos en aras de los otros y a la inversa? A la luz del
siglo transcurrido, la desconfianza hacia los aparatos, las camarillas, los
chiringuitos, es comprensible. Pero hay chiringuitos y chiringuitos,
pequeños o grandes, multinacionales o familiares. Incluso hay individuos
mediáticos que constituyen por sí solos un chiringuito. Varios individuos ya
forman una tropa, y una organización incipiente ya es un chiringuito. Es ley
de vida. El verdadero problema son las condiciones de una relación pública y
clara entre movimientos sociales y organizaciones políticas. Una existencia
bien visible y un diálogo franco valen mucho más, en este sentido, que las
manipulaciones entre bastidores y las maniobras oscuras. No solo la lucha de
los partidos no es un obstáculo para la democracia, sino que es una
condición necesaria de esta. Sin la dialéctica de los fines y de los medios,
del objetivo y del movimiento, la política, en efecto, se diluiría en la
nada. Se perdería en cálculos sin porvenir, se reduciría a una gestión
rutinaria, sin proyecto ni visión. Sin horizonte estratégico. 

* Este texto de Daniel Bensaïd (1946-2010) fue escrito en agosto de 2007.

Notas 

1/ GuyDebord, Le Jeu de la guerre, París, Gallimard, 2006.

2/ GuyDebord, Œuvres, París, QuartoGallimard, 2006, p. 1 804. 

3/ GuyDebord, Œuvres, op. cit., p. 1 783. 

4/ “Y lo que ignoraban entoncesno solo era el resultado todavía incierto de
sus propias operaciones frente a las operaciones del enemigo […]; y en el
fondo desconocían el valor exacto que debían atribuir a sus propias fuerzas,
hasta que estas lo demostraran, precisamente, en el momento en que fueran
utilizadas, cuyo resultado, por otro lado, lo altera al tiempo que lo
demuestra”, GuyDebord, Panégyrique, en Œuvres, op. cit., p. 1 657. 

5/ Antoine-Henri de Jomini (1779-1869), banquero, militar, historiador y
teórico de la estrategia militar, formó parte del estado mayor de Napoleón
Bonaparte y más tarde del del zar Alejandro I. Entre sus escritos reeditados
conviene mencionar Guerres de la Révolution, Hachette, París 2010,y Précis
de l’art de la guerre, Ivrea / FondsChamp libre, París 1994 (edición
resumida presentada por Bruno Colson, Perrin, París 2001). (Nota de la
redacción de Inprecor) 

6/ Carl von Clausewitz, Notes sur la Prussedans la grande catastrophe, Champ
libre, París 1976. 

7/ Antonio Gramsci, Cahiers de prison n° 13, París, Bibliothèque de
philosophie–Gallimard, 1978, p. 407. 

8/ Helmuth Karl Bernhard von Moltke (1800-1891), mariscal prusiano, jefe del
estado mayor del ejército prusiano durante las guerras contra Austria (1866)
y contra Francia (1870-1871). Continuador de los trabajos de Carl von
Clausewitz, entre ellos su famoso Testamento, escribió numerosas obras de
estrategia y una historia de la guerra de 1870-1871. (Nota de la redacción
de Inprecor) 

9/ En el uso que hacen de las nociones de táctica y estrategia, de ofensiva
y defensiva, los teóricos de la socialdemocracia alemana se muestran muy
influidos por la literatura militar, en particular por la Historia del arte
de la guerra en el marco de la historia política, de Hans Delbrück, cuyo
primer volumen se publicó en 1900. 

10/ Alusión al libro de Auguste Blanqui, Éternité par les astres (Les
impressionsnouvelles, Bruselas 2012), escrito en la cárcel. Walter Benjamin
escribió a este respecto: “El aspecto turbador de este esbozo es que está
totalmente desprovisto de ironía. Es una sumisión sin reservas y al mismo
tiempo la requisitoria más terrible que pueda pronunciarse hacia una
sociedad que proyecta en el cielo esta imagen cósmica de sí misma. El texto,
que desde el punto de vista de la lengua muestra un relieve muy marcado,
guarda una relación notable tanto con Baudelaire como con Nietzsche.” (Nota
de la redacción de Inprecor) 

11/ Después del V congreso de la Internacional Comunista, en el que fueron
objeto de una viva controversia en relación con el balance de la revolución
alemana frustrada de 1923, estas cuestiones quedaron en suspenso. 

12/ Antonio Gramsci, Cahiers de prison n° 25, op. cit., p. 312. 

13/ Para Gramsci, si es popular, el momento nacional es legítimo dentro de
una perspectiva internacionalista. La distinción entre el nacionalismo y el
movimiento “nacional-popular” remite a la oposición entre lo particular que
puede “servir a lo universal” y el particularismo nacionalista de un Barrès.
Véase Gramsci, Cahiers de prison n° 3 et n° 14, op. cit. 

14/ Las experiencias chilena y portuguesa han mostrado cómo, aunque
debilitadas y a la defensiva, las clases dominantes pueden utilizar su
superior capacidad de decisión y de iniciativa planificando el golpe de
Estado en Santiago o pasando a la ofensiva contra un movimiento social
fuerte, pero dividido y poco organizado en noviembre de 1975 en Portugal. 

15/ Es lo que subrayaba Mao, bastante antes de la República de Yenán, en su
texto de 1927, titulado ¿Por qué el poder rojo puede existir en China? 

16/ André Passeron reprocha a Pierre Bourdieu que no dé importancia
suficiente a las resistencias moleculares y las prácticas subversivas de los
dominados. Asimismo, Michel Foucault subraya el estrecho vínculo que existe
entre los poderes y lo que se les resiste. 

17/ Por esta razón, Marx distingue el partido“en sentido amplio o
histórico”, como constitución del proletariado en “clase política”, del
partido en sentido estricto, como forma de organización intermitente,
asociada a determinadas coyunturas. De ahí también que no hubiera dudado,
por dos veces, en disolver los partidos que había contribuido a fundar, la
Liga de los Comunistas en 1852 y la I Internacional en 1874. 

18/ Véase Christian Rakovsky, Les dangersprofessionnels du pouvoir,
https://www.marxists.org/francais/rakovsky/works/kr28dang.htm (Nota de la
redacción de Inprecor) 19/ Jacques Rancière, La Haine de la démocratie,
París, La Fabrique, 2005, p. 105. 

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