Colombia/ guerrilleros del Bloque Sur: los últimos compases de las FARC en la guerra [Javier Lafuente]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Jul 24 14:26:48 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

24 de julio 2016

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Colombia

Los últimos compases de las FARC en la guerra

Los guerrilleros del Bloque Sur viven plácidamente después de décadas de
terror, ajenos y desconectados del mundo al que se asomarán cuando se firme
la paz.

Javier Lafuente, selvas del sur de Colombia    

 <http://elpais.com/elpais/> El País, Madrid, 24-7-2016 

http://elpais.com/elpais/

El final de la guerra se baila en las montañas de Colombia a ritmo de
ranchera, vallenato y mucha cumbia. El silencio de los fusiles, de las
bombas, del terror, ha traído de vuelta a la selva el sonido de Los Rebeldes
el Sur, el grupo de música formado por guerrilleros de las FARC. En algún
rincón de la región del Putumayo, sobre un escenario de madera, celebraban
el primer fin de semana de julio el cese al fuego bilateral y definitivo con
un concierto. Durante años, las ondas sonoras hubiesen sido el anzuelo
perfecto para un bombardeo del Ejército. Ahora lo son para arrastrar a unos
cincuenta guerrilleros a rumbear. Despojados de una vida de plomo, ajenos al
abismo de un futuro incierto.

En el último año, la guerrilla más antigua de América Latina, alzada en
armas desde 1964, se ha abierto al mundo. Después de casi cuatro años de
negociaciones, y a medida que el desenlace final se ve más nítido, las FARC
se han vuelto más accesibles, siempre salvaguardando los parámetros de
seguridad y siendo muy escuetos en las indicaciones. Apenas un correo
electrónico indica con unos días de antelación el punto de Colombia al que
acudir. En este caso, la cita es en Mecaya, un corregimiento en la región
del Putumayo a donde se llega después de cuatro horas en lancha desde el
municipio más cercano.

Ya en Mecaya a nadie le extraña la presencia de los desconocidos que se
instalan en uno de los billares. Dan por hecho que si están ahí es porque
tienen la venia de quien controla el lugar. Todos miran, nadie pregunta en
territorio fariano. Ni siquiera la propietaria del local, que saluda
alegremente y ofrece café. Después de un par de horas y al explicarle la
situación, regala una palmada en el hombro: “Ya vendrán, los camaradas
siempre vienen”.

Al cabo de un rato, un hombre entra en el local y sin mediar palabra tiende
la mano mientras suelta: “Yo soy el que los va a llevar”. Cargado con varias
sacas de alimentos, el bote de Tulio, el guerrillero vestido de civil que
hace las veces de anfitrión, sube el Caquetá y se adentra por un laberinto
imposible de memorizar. El único sonido que se percibe más allá del motor es
el de las aves o los monos que saltan entre la selvática vegetación, cada
vez más frondosa. Apenas unas casas de campesinos se otean durante la hora
de recorrido hasta llegar a un rincón donde esperan dos guerrilleros, ya
vestidos de verde oliva y desarmados. Falta un buena caminata por una trocha
embarrada en estos lluviosos primeros días de julio hasta llegar al
campamento central del Bloque Sur de las FARC, en el área de operaciones del
frente 48. Más sencillo: un lugar de la selva colombiana donde no hay otra
forma de llegar que de la mano guerrillera. O por un ataque militar desde el
aire. No muy lejos de esta zona fue bombardeado, en 2008, el campamento de
Raúl Reyes, entonces número 2 de la guerrilla, uno de los mayores golpes de
la última década.

Los comandantes Martín Corena y Robledo –todos los nombres responden al
alias guerrillero- aguardan a la entrada del campamento, protegido por
inmensos árboles que impiden intuir desde lejos lo que puede haber en el
interior. Parapetado por un sombrero de cowboy y enfundado en la camiseta
azul de la selección brasileña de fútbol, cubierta solo por el chaleco del
que asoma una pistola, Corena, de 63 años y 38 en las FARC, marca el paso
hacia el interior del lugar.

-Vivimos más aliviados. Antes, dormíamos aquí una noche y al día siguiente
en otro sitio.

Antes, no supone tanto tiempo. Después de que las FARC iniciaron un cese al
fuego unilateral en julio del año pasado, el Gobierno suspendió un mes
después los bombardeos contra los campamentos y cedió la presión sobre el
terreno. Con el tiempo, la tregua donde verdaderamente se instaló fue en las
vidas de los guerrilleros. Los más de 50 que conviven en este campamento no
se ha movido de él en los últimos dos meses. Nunca habían permanecido tanto
tiempo en un mismo lugar. “Deberíamos conservarlo tal cual está cuando nos
vayamos”, repetirá varias veces Yudi, de 34 años, casi 19 en las FARC,
vestida con una camiseta rosa fosforito. Si durante años cualquier signo de
distinción podría ser percibido desde el aire, ahora las prendas son el
primer síntoma de cambio. Los colores llamativos abundan tanto entre ellos y
ellas como las camisetas de fútbol: Manchester City, selección alemana,
Barcelona y, cómo no, el omnipresente 10 blanco de James. Hasta en la selva.

Todos los cambuches, el espacio en el que duermen, cuentan con toldo para la
lluvia, una cama levantada con sólidos tablones de madera y algunos palos de
los que cuelgan el chaleco, el fusil y el morral. Algunos incluso han
perfeccionado una suerte de baldas donde reposan jabones, perfumes y botes
varios. Por el campamento corretean más de un centenar de gallinas, pavos,
cuatro perros, monos, loros que ríen descolgados de los árboles…

El almacén de comida solo se ve vacío unas horas, después de trasladar
frutas y verduras a otros campamentos cercanos. Las inundaciones, cuentan,
se han llevado por delante los baños que tenían preparados, así que han
improvisado varias letrinas cerca de alguna de las salidas del campamento.
El agua no ha afectado a ninguna de las dos cocinas suficientemente
equipadas, con hornillos, vajilla de diversos tamaños y un frigorífico.
Salvo el día del concierto, donde todo el mundo degustó lechona –de uno de
los 20 marranos que crían-, los guerrilleros se salen poco del arroz con
frijoles servido en pocillos de metal. Para los mandos e invitados, el menú
es más amplio: copiosos desayunos de caldo con carne o pescado, almuerzo
contundente y cena nada ligera, servido siempre en platos. “Es por una
cuestión de salud y porque también nos lo hemos ganado”, argumenta Corena.
También hay clases en esta guerrilla de origen comunista. Si la mayoría se
baña en ropa interior en el río, los comandantes se asean ante sus cambuches
gracias a un barril enorme del que van cogiendo agua con un caldero.

El centro del campamento queda delimitado por una tarima, donde todas las
mañana forman y el comandante da el parte. La jornada arranca muy temprano,
a las cuatro, aunque las primeras ráfagas de luz se resisten hasta casi las
seis. El sol cae 12 horas después. A partir de las siete de la tarde todo el
mundo carga con una linterna, algo impensable antaño. Unos aprovechan el
final del día para leer algún libro, ver alguna película arremolinados en
torno a algún ordenador o ir al barracón que hace las veces de aula, donde
se sientan ante la tele todas las noches. A las puertas del posconflicto,
las FARC se permiten también DirectTV, uno de los sistemas de televisión por
cable de Colombia. Entre semana, toca ver las noticias; los fines de semana,
alguna película. “Factura vencida”, reza el rótulo. “Esto lo paga algún
camarada”, dicen sin mayores explicaciones.

Los quehaceres también han cambiado los últimos días. Ya no se preparan
ataques ni operaciones militares. Los esfuerzos se concentran en empezar a
capacitar a los guerrilleros para la vida sin armas, para cuando en unos
meses se tengan que desprender de los M-16, R-15, AK-47, los fusiles que han
sido parte de ellos y cuya omnipresente presencia entre tanto confort propio
de un campamento de verano aterriza a la realidad guerrillera. No hay
rastro, eso sí, de explosivos ni armamento pesado. “Está guardado para la
verificación”, asegura Martín Corena.

El comandante pasa el día coordinando lo que será el traslado a las zonas de
concentración. Hace apenas una semana del anuncio del cese al fuego
bilateral y definitivo y Yudi vuelve a leer el comunicado de La Habana a
primera hora de la mañana. Un galimatías para muchos. Andrea Rojas, 53 años
y 32 en la guerrilla, reclama ante sus compañeros más pedagogía, poco
después, ya en privado, completa: “Confiamos en los camaradas del
secretariado, pero creo que necesitamos más información, que nos expliquen
mejor la vaina”. Es una sensación generalizada: saben que se concentrarán y
dejará las armas –la palabra entrega es tabú-, pero ninguno tiene ni la más
remota idea de lo que vendrá después.

A diferencia de lo que ha ocurrido en al menos el Frente 1, aquí no se
contemplan deserciones. La rigidez de la estructura militar se ha colado
hasta las entrañas. Cualquier sueño o deseo de futuro queda supeditado “a lo
que diga la organización”, bien por convicción, por miedo, por inseguridad.

“Hay guerrilleros que nunca han contestado un celular o han encendido un
computador”, asume Ramiro Durán, uno de los mandos del Bloque Sur. Él sí
conoce un mundo que el resto, como ocurre en esta Colombia tan desigual, ni
imagina. A punto de cumplir 36 años, decidió dejar su carrera de Derecho en
Bogotá cuando tenía 20 y era líder estudiantil. Con un discurso elaborado,
transmite la sensación de que el desembarco de las FARC en el día a día de
la política tradicional estará liderado por gente como él, hasta ahora
anónimos. Se desconoce, sin embargo, cuántos perfiles hay así entre los
8.000 guerrilleros –y otros tanos milicianos- que las autoridades estiman
hay en las FARC. “Tenemos que lograr una apertura democrática en Colombia y
eso no lo hacemos con dogmatismo ni con sectarismo, que desafortunadamente
ha existido en la izquierda”, se lanza cuando se le pregunta por el papel
que jugarán las FARC en la política colombiana.

El desafío es ingente. En algunas zonas de Colombia son la única
‘institucionalidad’ que conocen los campesinos, pero el rechazo que generan
en los núcleos urbanos es abrumador. Las encuestas apuntan que en torno al
90% de la población tiene una imagen desfavorable de la guerrilla”. La
autocrítica no termina tampoco de estar instalada. Los asesinatos, los
secuestros, el reclutamiento… Para ellos todo responde a una campaña de
criminalización y, en el mejor de los casos, a errores de la guerra de
carácter individual.

-Tenemos que darnos a conocer como seres humanos, de nosotros han hecho
monstruos, se queja Ramiro Durán.

-¿Y cómo piensan hacerlo?

-Necesitamos innovar, ser creativos, menos esquemáticos, más abiertos a
escuchar al otro

Durante décadas organismos internacionales, como Unicef, han denunciado el
reclutamiento de menores por parte de los grupos armados en Colombia. Uno de
los acuerdos alcanzados en La Habana implica que las FARC sacarán de sus
filas a los menores de 15 años e iniciarían un protocolo para garantizar que
ocurra lo mismo con los que no hayan cumplido 18. Es el caso de Sofía. “Mi
familia no me quería y mi padre era guerrillero, así que fui a buscarlo, lo
mataron en una emboscada antes de que lo encontrara”, son las explicaciones
que da sobre su entrada en las FARC con 12 años, hace cuatro. La suma no
cuadra con los 19 años que dice tener y que está lejos de aparentar. Martín
Corena lo confirma: “No quiere saber nada sobre la posibilidad de acabar en
Bienestar Familiar”. El promedio de edad en el campamento central del Bloque
Sur es de unos 25 años. Prácticamente todos los guerrilleros fueron
reclutados siendo menores. Ninguno lo esconde. “Suele ser así”, asume María
Elena, de 28 años, 15 en las FARC, mientras repasa en su cambuche unos
apuntes sobre imagen y fotografía y revela un sueño para su próxima vida de
civil: “Quiero ponerme unos tacones”.

Otro de los retos será contribuir a la erradicación de cultivos ilícitos.
Las FARC niegan todas las acusaciones y denuncias sobre narcotráfico que
pesan sobre ellos. Solo admiten que han cobrado un impuesto a las mafias que
operan en su territorio, por no hacerlo al campesino que cultiva la hoja de
coca y al que protegen, dicen, por ser el eslabón más débil. “El
narcotráfico nos ha hecho mucho daño, corrompió a todo el mundo y explota al
campesino. A nosotros nos lo imponen para poder matarnos por
narcotraficantes”, asegura Robledo.

El Putumayo, región fronteriza con Ecuador y Perú, ha sido un corredor
histórico de la coca. Es imposible obviar los cultivos de hoja de coca que
hay en torno a este campamento. Los mandos guerrilleros insisten en que
pertenecen a los campesinos de la zona y que ellos solo se dedican al
cultivo de la yuca, el plátano y demás plantaciones también bien visibles y
a las que dedican buena parte del día. El cuidado por tratar de no mostrar
cualquier relación con la coca es extremo. El escenario donde actúan Los
Rebeldes del Sur está incrustado en una plantación. Martín Corena pide que
no se tomen imágenes de las hojas de coca.

-Es para evitar confusiones injustas.

Lo dice sereno, susurrando al oído, casi opacado por el sonido de la cumbia
que mueve el disfrute de los guerrilleros. Los últimos compases de la guerra
en Colombia, los inciertos primeros pasos de la paz.

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