Memoria/ las huellas de Trotsky: supervivientes directos de un exterminio familiar [Pablo de Llano]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Jul 25 10:56:01 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

25 de julio 2016

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Memoria

Las huellas de Trotski

El nieto y las bisnietas del líder revolucionario asesinado, supervivientes
del exterminio familiar, han seguido destacadas carreras científicas y
artísticas en México y en Estados Unidos.

Pablo de Llano, desde México

El País Semanal, Madrid, 13-7-2016

http://elpaissemanal.elpais.com/

En una mañana soleada, Esteban Volkov mira la chatarra amontonada en el
patio de su casa y va identificando las piezas que hace años compusieron su
laboratorio de reciclaje de residuos químicos. Tuberías de vidrio y de
acero. Bombas de vacío. Manómetros. Propelas. ­Válvulas. Agitadores. “Y esta
bola…”, dice levantando del suelo una esfera oxidada, “¿qué chingaos será
esto?”, y la deja caer. El negocio le funcionó bien durante mucho tiempo,
pero al final lo fue descuidando y quebró. “No me interesaba ser un próspero
capitalista”, ríe, y aunque el nieto de Trotski perdió de niño su lengua
materna, su carcajada suena en ruso.

Cuando en 1926 su abuelo llamó a Stalin “sepulturero de la revolución”, se
vaticinó que el vengativo dictador de la Unión Soviética no solo lo mataría
a él, sino que perseguiría a su estirpe. Su madre, Zinaida, hija de Trotski,
se suicidó en Berlín, enferma de tuberculosis, dejando abierto el gas de la
cocina. Su padre, Platón, fue fusilado. Su tío León, hijo y mano derecha de
Trotski, murió delirando en una clínica de París, supuestamente envenenado.
Su tío Serguéi fue fusilado. Su tío abuelo Aleksandr fue fusilado. Su tía
abuela Olga fue fusilada. Su abuela Aleksandra, primera esposa de su abuelo,
fue fusilada. Y, por supuesto, el abuelo mismo, el fundador del Ejército
Rojo, el ideólogo de la revolución mundial, el propio Lev Davidovich
Bronstein, León Trotski, fue asesinado en 1940 con un golpe de piolet en la
cabeza.

Esteban Volkov es el superviviente directo de un exterminio familiar. Estaba
ahí cuando mataron a su abuelo en la casa de Ciudad de México donde vivían
exiliados. Y en esa misma casa, antes de mudarse en los setenta a la de
ahora, crio a sus cuatro hijas, que son la prueba de que el poderoso cerebro
de Trotski sobrevivió al golpe, pero a través del ADN.

Las gemelas Patricia y Natalia Volkov, las pequeñas, son una infectóloga de
referencia y la ingeniera jefe de sistemas del Instituto de Estadística de
México. La segunda, Nora, es la directora del centro nacional de
investigación sobre drogas de Estados Unidos. La primogénita, Verónica, es
poeta y académica. Ellas existen, entre otras cosas, porque su padre se
salvó por los pelos en el primero de los dos atentados contra Trotski en
México.

“Creo que mi papá aprendió de Trotski la disciplina, la convicción y otra
característica extraordinaria de mi bisabuelo: la resiliencia”, comenta Nora
Volkov una tarde desde Washing­ton, después de presentar un informe en el
Congreso de Estados Unidos en una jornada que arrancó levantándose a las
cuatro y media para poder hacer su sesión diaria de ejercicio. “La vida de
mi papá de niño fue de lo más estresante, y pese a todas esas tragedias
tienes a un hombre íntegro emocionalmente y muy motivado a los 90 años”.

Nacido en Yalta, Ucrania, en 1926, su nombre original era Vsevolod. A los
cinco años salió de Moscú con su madre hacia la isla turca de Prínkipo,
primer refugio de Trotski. En 1932 madre e hijo se mudan a Berlín, donde el
partido nazi empieza a deglutir el poder. A las pocas semanas ella se quita
la vida. Pasa un año y medio en un internado de Viena dirigido por
discípulos de Sigmund Freud y en 1934 lo envían a París con su tío León
Sedov. En 1939, después de la truculenta muerte de León, Trotski ordena que
lo manden a México con él y le ponen de nombre Esteban.

Ahora Esteban Volkov, recostado en su sofá en postura juvenil, casi un siglo
después de que su abuelo y Lenin hiciesen la revolución, responde a la
pregunta por su ideología:

–Qué te puedo decir. Pues, definitivamente, el capitalismo no está
funcionando.

El nieto de Trotski es el albacea de su memoria más que de su doctrina. “Yo
siempre he estado alejado de la política. Mi papel ha sido dar testimonio de
lo que viví. La persecución feroz que sufrió mi familia, el alud de mentiras
y de falsedades monstruosas”. Trotski tampoco quiso meterlo en sus asuntos.
De hecho, reprendía a sus guardias si lo hacían: “No hablen de política con
mi nieto”, ordenaba.

Por milésima vez, Volkov enseña la vivienda donde fue asesinado su abuelo,
hoy Museo Casa de León Trotski. “Aquí estaban las gallinas”, dice. “Estos
eran los cuartos de los guardias”, y añade: “Muchos dicen que esto era una
fortaleza. ¡La fortaleza de Trotski! No era ninguna fortaleza. Eso sí,
después del primer atentado se tapiaron algunas ventanas y se levantaron
muros”. Avanza. “Esta es la biblioteca de la casa. Y esta es la colección de
la revista Le Mois, que le mandaba León desde París”. Se detiene. Barrunta.
Dice: “Sería interesante revisarla con rayos ultravioletas, porque León
solía escribirle mensajes ocultos con tinta simpática”.

Pasa al despacho de Trotski. La escena del crimen. Está casi igual al día en
que fue asesinado. Su bastón de madera. Su manta de dormir la siesta. El
martes 20 de agosto de 1940, Esteban llegó de la escuela a casa unos minutos
después de que su abuelo hubiera recibido el pioletazo mortal de Ramón
Mercader. “Cuando escuchó mis pasos, les dijo a los guardias: “Mantengan a
Sieva alejado. No debe ver esta escena”, recuerda. En un recodo del jardín,
dos policías sujetaban al asesino enviado por Moscú. “En ese momento no lo
reconocí”, dice. “Tenía la cara ensangrentada y emitía extraños chillidos y
aullidos”.

En su despacho del Instituto Nacional de Cancerología, Patricia Volkov
comenta sobre el trauma de su padre: “Él guarda un enorme rencor a Mercader.
Ahora habla mucho más sobre aquello, pero cuando éramos pequeñas nunca
sacaba el tema”. Ella cree que tal vez la herencia de su bisabuelo sea su
capacidad organizativa. La prueba podría ser la oficina de su gemela
Natalia. A un lado tiene un panel de videovigilancia desde el que controla
las salas de microdatos del Instituto Nacional de Estadística. Los
investigadores que reciben permiso para usarlas deben acceder sin teléfono,
ni USB, ni siquiera un folio. El que no cumple las reglas pierde de por vida
el derecho a entrar. “Lo que está en juego aquí es la confidencialidad de
los datos y la infraestructura estadística del país. Y no estoy jugando”,
dice Natalia.

En el vestíbulo de casa, apartados bajo una escalera, Esteban Volkov
conserva en barriles unos 200 kilogramos de 16 dehidro pregnenolona 3
acetato. “Es la materia prima que se usaba para la fabricación de las
hormonas”, explica. “Esto es lo último que hice en la fábrica antes de
cerrar. He intentado venderlos, pero ya es muy difícil competir con los
chinos”. En los años cincuenta formó parte del laboratorio mexicano que
sintetizó por primera vez en la historia el elemento base de la píldora
anticonceptiva. Después montó por libre una pequeña planta de reciclaje de
desechos, cuyos restos habitan ahora en el patio. Su mujer, la madrileña
Palmira Fernández, era un ama de casa con un pasado digno del de su marido.
Su familia había quedado dividida entre el bando nacional y el republicano
tras la Guerra Civil y ella estuvo trabajando varios años como jefa de
taller de Balenciaga hasta que lo dejó todo y se fue a México para reunirse
con sus hermanos, exiliados del bando perdedor. Sus hijas no dejan de
recalcar que, más que los genes del genio bolchevique, lo que hizo de ellas
lo que son fue el tesón de su madre y la educación para la autonomía que les
dio con su padre.

Desde que murió, Volkov vive solo en casa. Sin embargo, no ha des­colgado un
cuadro religioso que puso su esposa. “No es muy apropiado para el nieto de
Trotski”, apunta con una sonrisa nostálgica, “pero a ella le gustaba”.

Tampoco ha retirado un cuadro que está en una esquina del salón. Es una
representación pesadillesca del momento final de su abuelo, que aparece
acurrucado en brazos de su compañera, Natalia Sedova, espantado ante la
muerte. A Esteban Volkov no le gusta. Se queja de que no es fidedigno porque
Trotski se mantuvo en pie tras el golpe, “con las gafas rotas y la cabeza
ensangrentada, señalando a Mornard”, dice empleando el nombre falso de
Mercader como si no mereciera uno propio y repitiendo sus palabras: “Ahí
está. Lo que sabíamos que tenía que llegar”. El lienzo lo pintó un buen
amigo suyo y lo mantiene como recuerdo. Le ha bastado con tapar la expresión
de horror de su abuelo con un trozo de cinta adhesiva.

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