Colombia/ ¿paz en Colombia? [Javier Giraldo Moreno]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Jul 27 15:23:35 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

27 de julio 2016

Boletín Informativo

redacción y suscripciones

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Colombia

¿Paz en Colombia?

Javier Giraldo M. S.J., Roma, 4-7-2016

desde los márgenes, 27-7-2016 

http://www.javiergiraldo.org/ 

El artículo que a continuación publicamos, es un análisis lúcido y crítico
del proceso de negociación política que se viene desarrollando en La Habana
entre el gobierno y las FARC. Su autor, Javier Giraldo  Moreno, es un
sacerdote jesuita que, desde joven, compartió junto a grupos de cristianos
las tesis y el accionar revolucionario de Camilo Torres Restrepo
(1929-1966), pionero de la Teología de la Liberación y combatiente del
Ejército de Liberación Nacional (ELN). 

En 1982, Javier Giraldo se vinculó al Centro de Investigación y Educación
Popular (Cinep) como director de la Oficina de Derechos Humanos y desde esa
época focalizó sus esfuerzos en denunciar los crímenes de las organizaciones
paramilitares -principalmente en el Magdalena Medio y en el Urabá-, así como
el vínculo (político, económico, operativo) que el ejército colombiano ha
tenido con esas organizaciones. Incluso los ha denunciado judicialmente.
Resultado de ese seguimiento riguroso al "terror de Estado" en el Cinep, fue
la publicación de la revista "Noche y Niebla", en la que se denuncian, de
manera periódica, genocidios, desapariciones, asesinatos y todo tipo de
violaciones a los derechos humanos. 

Desde 1997, el padre Giraldo con la organización humanitaria "Justicia y
Paz", en la que jugó un papel protagónico, acompañó solidariamente a la
Comunidad de San José de Apartadó -en el Urabá  antioqueño- la cual luego de
sufrir el asesinato de varios de sus miembros, se declaró -con el apoyo de
organizaciones internacionales de derechos humanos-, en “comunidad de paz” y
“comunidad  neutral”; exigiéndole a paramilitares, guerrilla y ejército, el
cese de las acciones bélicas y que “no actuaran” en su territorio. Se trata
de una experiencia de autonomía social en medio de una espantosa degradación
de la guerra, donde la mayoría de las víctimas son civiles. Esta experiencia
comunitaria, autónoma, se replicó, aunque en pequeña escala, en otras zonas
del  país. (http://www.cdpsanjose.org/) <http://www.cdpsanjose.org/> 

El compromiso con los más pobres y abandonados en las “zonas de conflicto”,
sumado a las sistemáticas denuncias a las violaciones de derechos humanos,
desataron la furia del gobierno de Alvaro Uribe  y de la cúpula militar de
la  época, contra el padre Giraldo. En el  2009 lograron que la Fiscalía lo
citara judicialmente por supuestos vínculos con la guerrilla.  Javier
Giraldo en un acto de valentía y dignidad, hizo  ejercicio del derecho de
objeción de conciencia por razones éticas y no acudió a  la citación. Adujo,
como justificación, la parcialidad y la corrupción del sistema judicial. En
el documento que presentó, Giraldo afirmó entre otras razones: “Experimento
profundos remordimientos, cautelas, repugnancias morales, que poco a poco me
llevaron a descubrir la honda perversión del sistema judicial y a
experimentar una radical repulsa de conciencia frente a cualquier otro
eventual involucramiento procesal”. El intento de procesarlo (y
encarcelarlo) fracasó. 

Amenazado de muerte varias veces y obligado al exilio en una ocasión,
Giraldo nunca renunció a sus convicciones. Representa, sin duda, un símbolo
de la mayor fuerza ética en la lucha contra el "terror de Estado" en
Colombia. Debe añadirse que hace dos años fue miembro-redactor de uno de los
informes de la "Comisión Histórica por la Verdad", creada por gobierno  y
FARC en las negociaciones de La Habana. Por tanto, es importante tener en
cuenta su opinión respecto al “acuerdo de paz” que, unos y otros actores,
consideran irreversible.  (Redacción de Correspondencia de Prensa)

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Si bien hay una euforia de paz que se traduce en eslóganes o en frases de
cliché que se repiten por todas partes, cuando se profundiza un poco en lo
que hay detrás de esos eslóganes o en los aspectos que esas frases
superficiales eluden, aparecen muchas preocupaciones.

Colombia ha vivido en los últimos 4 años una búsqueda de acuerdo de paz
entre el gobierno y la guerrilla de las FARC, luego de 60 años de conflicto
armado que ha dejado muchos millones de víctimas y ha llevado a la
degradación progresiva de la guerra en muchos aspectos. Este proceso ha ido
revelando progresivamente los laberintos, a veces sin salida, en que es
necesario internarse para buscar acuerdos de paz. El país ha vivido ya 33
años de procesos de paz fracasados durante el último ciclo de violencia, sin
contar las negociaciones, acuerdos y eliminaciones de ex combatientes de
ciclos anteriores que se identifican con las mismas causas. Una larga
tradición demuestra que los acuerdos no se cumplen y que los combatientes
rebeldes son eliminados tras el desarme, pero no sólo ellos sino las fuerzas
sociales y políticas que les son cercanas.

Hace pocos días se firmó en La Habana un documento que define el penúltimo
de los 6 puntos de la agenda acordada al comienzo de los diálogos,
incluyendo ya el compromiso de un cese de fuego bilateral y supuestamente
definitivo. Sin embargo el país se encuentra profundamente polarizado por el
crecimiento y poder creciente de posiciones políticas de extrema derecha.
Parece que reviven las posiciones de la Guerra Fría, potenciadas por el
monstruoso poderío económico de un empresariado multinacional que defiende
rabiosamente sus intereses excluyentes con medios muy poderosos.

Si bien hay una euforia de paz que se traduce en eslóganes o en frases de
cliché que se repiten por todas partes, cuando se profundiza un poco en lo
que hay detrás de esos eslóganes o en los aspectos que esas frases
superficiales eluden, aparecen muchas preocupaciones. Algunos analistas más
críticos llaman la atención sobre ciertas contradicciones como las
siguientes:

1) Se percibe un doble lenguaje: en uno de ellos se afirma que el proceso no
se ha enfocado como una rendición de rebeldes delincuentes sino como un
reconocimiento de una guerra que tenía raíces sociales y en la cual los dos
polos cometieron crímenes; el otro lenguaje, usado por el gobierno fuera de
la mesa de diálogos, tiene todo el enfoque de la rendición, la derrota y el
sometimiento a una legalidad y una estructura de poder supuestamente
democrática. El gobierno y la clase dominante repiten que el proceso es
fruto de un triunfo militar del Estado que ha doblegado a la guerrilla y la
ha obligado a sentarse a la mesa de negociación.

2) Aunque en los formalismos de la mesa de negociaciones se aceptó discutir
las raíces del conflicto, sobre todo en los temas de tierra y democracia,
predominó la negativa rotunda del gobierno a tocar en lo más mínimo el
modelo económico y el modelo político, quedando todas las propuestas
relativas a esas raíces del conflicto como “salvedades” o “constancias” de
lo que fue imposible discutir. El gobierno repite que no negocia el modelo
vigente y que sólo invita a la guerrilla a que, una vez dejadas las armas,
se presente a los debates electorales para solicitarle a la sociedad que
apoye sus propuestas de reformas. Esto sería normal si hubiera democracia,
pero el gobierno sabe que mientras no reforme el sistema electoral, uno de
los más corruptos del mundo, y el sistema de propiedad de los medios masivos
de información, ni la guerrilla ni ningún movimiento de oposición podrá
conquistar triunfos democráticos.

3) Muchas polémicas interminables llevaron finalmente a los rebeldes a
aceptar la simetría de trato a los combatientes de ambos lados,
desconociendo la gravedad enormemente mayor de los crímenes de Estado y las
características del delito político y del derecho a la rebelión. También
tuvieron que aceptar la inmunidad de los ex presidentes frente a la justicia
y la ruptura de las responsabilidades de mando, ambos principios consagrados
en el Estatuto de Roma cuyo desconocimiento refuerza y amplía la impunidad
rutinaria.

4) El desarrollo de los diálogos ha producido perplejidad en las capas más
conscientes de la sociedad, al comprobar que el Estado ha recurrido
simplemente a la negación de los obstáculos más grandes para la paz,
considerándolos como inexistentes o realidades del pasado ya superadas: el
paramilitarismo, la doctrina militar del enemigo interno y de la seguridad
nacional y la criminalización de la protesta social. Nadie puede entender
tampoco que las negociaciones no hayan llevado a un acuerdo sobre la
reducción de la fuerza armada del Estado sino más bien a anunciar que esa
fuerza se va a aumentar y a reforzar. Todo el mundo se pregunta: ¿si es
verdad que se acaba la guerra, por qué el monstruoso gasto militar no se va
a acabar sino a aumentar?

5) El recurso a la justicia transicional, que ha sido el punto de llegada en
el tema de las víctimas del conflicto, uno de los aspectos más polémicos y
que más tiempo han consumido en las negociaciones, no deja tranquilos a
numerosos analistas de ambos lados. Se pactó una Jurisdicción Especial para
la Paz, diseñada por un grupo de juristas de alto nivel, dentro de los
criterios básicos de la justicia transicional. Supuestamente el derecho
nacional no operará allí sino sólo los tratados internacionales; habrá
magistrados también extranjeros; los que confiesen crímenes internacionales,
sean guerrilleros, militares, empresarios u otros, tendrán penas
alternativas y no de prisión, y los que no confiesen serán condenados a
prisión. La fórmula ha sido elogiada por muchos aunque se critica la
violación flagrante de algunos artículos del Estatuto de Roma para favorecer
a los gobernantes. Sin embargo dicha fórmula alberga dos principios que
pueden dar al traste con las escasas expectativas de justicia: los
principios de priorización y de enfoque hacia los máximos responsables. Ya
hay aplicaciones en curso de esos principios por parte de la justicia
colombiana, frente a modalidades concretas de genocidio, que anuncian la
utilización corrupta de esos dos principios, como mecanismos privilegiados
de impunidad. Esto hace mirar el acuerdo de justicia con reservas.

6) En general, las motivaciones de disuasión que han sido utilizadas para
promover los acuerdos de paz, descansan en gran parte en la imposibilidad
práctica de lograr cambios sociales por medio de la lucha armada, dado el
poder monstruoso y apabullante de las armas estatales respaldadas por el
poderío imperial de mayor alcance destructivo en la historia reciente de la
humanidad: los Estados Unidos. Brilla por su ausencia, sin embargo, toda
consideración ética de los clamores y sufrimientos que llevaron a levantarse
en armas a los combatientes contra el Estado. El discurso político
predominante es pragmático y egoísta y muestra indiferencia arrogante por
posibilidades reales de justicia. Los discursos del Presidente Santos en el
exterior han insistido, ante todo, en una paz que beneficiará a los
empresarios e inversionistas transnacionales, quienes podrán intensificar su
extracción de recursos naturales, pero entre tanto su gobierno reprime con
una violencia cruel las protestas sociales de las comunidades afectadas por
la destrucción ecológica y social que han causado y siguen causando esas
empresas multinacionales.

Desde la extrema derecha se condena el proceso porque favorece la impunidad
de los rebeldes, seguramente responsables de no pocos crímenes de guerra,
pero desde el movimiento popular se teme más a la impunidad de los poderosos
y de los agentes del Estado y del paramilitarismo, cuyos crímenes de guerra,
de lesa humanidad y genocidios superan enormemente en cantidad y en crueldad
los crímenes de la insurgencia y su impunidad se traduce en la continuidad
de un poder represivo que seguirá afectando a los sectores más desprotegidos
de la sociedad y bloqueará con violencia las reformas sociales que se
reclaman con urgencia.

A pesar de los esfuerzos formales por construir un Estado de Derecho, sobre
todo desde la Constitución de 1991, el poder real lo sigue ejerciendo una
minoría poderosa articulada a intereses transnacionales, llegando a
configurar un Estado esquizofrénico en el cual lo formal se apoya en lo
legal y lo real se apoya en las mil redes clandestinas de violencia
paraestatal cuya relación con el Estado es negada rotundamente por los
funcionarios del régimen y los medios masivos de información.

La primera experiencia reciente de justicia transicional la realizó un
gobierno de extrema derecha -el del Presidente Álvaro Uribe- en 2005,
mediante la ley 975 llamada paradójicamente “Ley de Justicia y Paz”. Hubo
entonces una negociación con los paramilitares, quienes a todas luces
apoyaron su candidatura a la presidencia. Luego de negociaciones con los
líderes paramilitares más connotados, obtuvo su sometimiento a una justicia
indulgente en que la pena máxima fluctuaba entre 5 y 8 años aunque los
crímenes atroces en cada caso sumaran muchos millares. Supuestamente se
desmovilizaron 32.000 paramilitares autores de 42.000 crímenes atroces pero
sólo fueron condenados a las penas mínimas 22 de ellos y casi todos están en
libertad desde 2015. A esa estrategia de negociación con grupos que no
podían identificarse como delincuentes políticos puesto que eran agentes
clandestinos del mismo Estado, el ex Presidente Uribe añadió otras
estrategias para que el paramilitarismo continuara activo: la configuración
de un paramilitarismo legalizado, vinculando a varios millones de personas a
tareas de guerra mediante redes de informantes y cooperantes y remodelando
los estatutos de las compañías privadas de seguridad para vincularlas a
tareas bélicas como auxiliares de la fuerza armada oficial. El
paramilitarismo ilegal, en grandes franjas, retornó muy pronto a sus
acciones criminales con sus mismos objetivos, a saber: persecución a todo
movimiento social o de protesta mediante escritos de clara inspiración
contrainsurgente, anticomunista y fascista; respaldo incondicional al
gobierno y a sus fuerzas armadas; apoyo a las empresas transnacionales cuya
destrucción ecológica denominan “progreso”, y sustento financiero en las
redes más poderosas del narcotráfico. El gobierno ha acuñado para ellos
nuevas siglas que los inscriben en la delincuencia común ajena a toda
relación con el Estado. Hoy se articulan y coordinan con calculada astucia
las franjas legales y las ilegales del paramilitarismo, cobijadas por un
lenguaje que las cubre con la negación rotunda de su existencia.

Desde el comienzo de las negociaciones actuales, las FARC habían afirmado
que jamás se someterían a la justicia colombiana, dada su extrema
corrupción, su responsabilidad en la impunidad monstruosa de los crímenes
más atroces del Estado y del paramilitarismo y su desvergonzada parcialidad
y dependencia del régimen, conceptos que comparten grandes franjas de
población que consideran la justicia como éticamente colapsada. Muchas
fórmulas se propusieron para buscar imparcialidad, incluyendo la creación de
una corte penal regional apoyada por regímenes progresistas de América
Latina. Y mientras la insurgencia buscaba estructuras judiciales más
independientes, los agentes del Estado eran atormentados por la evaluación
de lo ocurrido en otros países que emitieron leyes audaces de impunidad para
militares y funcionarios, leyes que fueron posteriormente invalidadas por
tribunales internacionales. El ex Presidente César Gaviria lanzó una carta
pública pidiendo que se blindaran de manera definitiva las medidas de
impunidad, para protegerlas de un eventual desconocimiento posterior por
tribunales internacionales o por las mismas cortes nacionales, por ello el
Acuerdo incluye también unos mecanismos de blindaje hacia el futuro, no sea
que tribunales internacionales o nacionales puedan desconocer lo acordado.
Esos blindajes no dejan de ser frágiles y en su análisis se descubre con
mayor contundencia la dependencia del derecho respecto a la política y a los
vaivenes de los poderes de turno.

En el momento en que escribo aún no se ha firmado el Acuerdo definitivo,
pero ya se piensa que el proceso es irreversible y que en pocas semanas se
convocará a la ceremonia solemne de la firma. Se ha concertado ya un
calendario de entrega de las armas a las Naciones Unidas y de concentración
provisional de los guerrilleros en 23 zonas rurales mientras comienzan a
implementarse los diversos puntos de los acuerdos. Como lo reconoce el
cerebro de las negociaciones de parte del gobierno, lo que se firmará no es
propiamente la paz sino un cese de fuego. La paz habrá que comenzar a
construirla, principalmente en las zonas en que la guerra ha sido más
intensa. La polarización es muy grande en este momento y muchos opinamos
que, mientras no se solucionen las raíces más profundas del conflicto, como
son la extrema desigualdad, la concentración de la propiedad de la tierra,
la falta de democracia y la criminalidad estatal tendiente a reprimir toda
protesta social y a destruir todo movimiento de base que busca modelos
alternativos y justos de sociedad, el conflicto se puede reactivar sin que
sean previsibles sus consecuencias.

Es necesario anotar, que el Acuerdo no se va a firmar, por el momento sino
con la guerrilla de las FARC. La otra guerrilla que tiene importancia
numérica e histórica: el Ejército de Liberación Nacional, no ha logrado aún
llegar a acuerdos mínimos de agenda para iniciar el diálogo con el gobierno,
aunque ha dado pasos significativos.

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