Paraguay/ la tierra para los delincuentes ambientales [Raúl Zibechi - José A Vera]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Oct 22 12:56:42 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

22 de octubre 2016

Boletín Informativo

redacción y suscripciones

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Paraguay

La tierra para los delincuentes ambientales 

A cuatro años de la destitución del presidente Fernando Lugo, son evidentes
el retroceso que esto significó para los campesinos, y el avance exponencial
de los negocios de la soja y la carne, que profundizan la desigualdad y se
rigen por los métodos mafiosos que caracterizan al narcotráfico. Lo peculiar
del caso paraguayo es el ferviente apoyo estatal a las ilegalidades
empresariales.

Raúl Zibechi

Brecha, Montevideo, 21-10-2016 

http://brecha.com.uy/

“¿Por qué para desalojar a 50 familias campesinas envían a 400 policías?”,
le preguntan a la socióloga Marielle Palau, quien sigue la lucha campesina
desde hace más de dos décadas. “Porque si son pocos (los policías) no les
tienen miedo y no pueden de­salojarlos”, responde. “Por eso emplean niveles
inéditos de violencia, y en casi todos los desa-lojos, muchos de ellos
asentamientos legales establecidos en colonias estatales, les queman las
viviendas y los cultivos y les roban sus pertenencias.”

Un buen ejemplo de lo que afirma Palau es lo sucedido en la colonia San Juan
(departamento de Canindeyú) el 17 de agosto pasado, cuando más de 200
policías desalojaron 12 lotes, dejando a cien campesinos sin sus tierras ni
viviendas luego de que, según un comunicado del instituto
Base-Investigaciones Sociales (Base-IS), la comitiva fiscal-policial
“derribó las casas de las familias, trabajo que realizaron policías y peones
de los productores de soja”.

El caso es grave porque la colonia San Juan fue creada en 1995 sobre tierras
del Estado a través de la ley 620, que permitió a familias campesinas
beneficiarias de políticas agrarias colonizar una amplia zona de 8 mil
hectáreas. Presionadas por las fumigaciones y el envenenamiento de animales
y cultivos, muchas familias vendieron sus lotes a productores de soja, en su
mayoría brasileños. El desalojo de las familias que permanecían en la
colonia se produjo tras la denuncia de un sojero que aseguró que los
campesinos invadían su propiedad. Pero el operativo no contaba con orden
judicial de de­salojo.

La policía de elite se quedó varios días en la colonia, arrestando a los
campesinos que circulaban por los caminos vecinales. El 8 de setiembre,
señala un comunicado de Base-IS, un grupo de policías y sojeros llegó al
asentamiento “con la intención de fumigar con secantes químicos los cultivos
de las familias”. Ante la oposición encontrada, hirieron de gravedad a un
campesino. “El corazón del conflicto es el acaparamiento irregular por
productores sojeros de tierras estatales reservadas para la reforma
agraria”.

Paraguay ocupa el sexto lugar en el ranking mundial de países productores de
soja transgénica, por delante de Canadá y detrás de China, India, Argentina,
Brasil y Estados Unidos. Los 9 millones de toneladas de soja se cosechan en
3,5 millones de hectáreas que han sido robadas (literalmente) a campesinos,
indígenas y a un Estado aliado de los sojeros.

La soja come todo

Lo más curioso e indignante es que los productores de soja avanzan sobre
tierras del Estado que fueron entregadas a campesinos beneficiarios de
planes de reforma agraria. En claro, se trata de colonias estatales, aunque
el propio Estado paraguayo las haya abandonado sin asignarles servicios
mínimos. En las zonas de expansión sojera, en los departamentos de la franja
lindera con Brasil, los productores brasileños alegan tener títulos de
propiedad, conseguidos de forma fraudulenta por la corrupción de
funcionarios estatales del Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la
Tierra (Indert) y de la Dirección de Catastro.

Dos trabajos de Base-IS documentan el avance del agronegocio y de la
represión. El informe “Con la soja al cuello”, coordinado por Palau (2015),
y el estudio “Judicialización y violencia contra la lucha campesina”, de
Abel Areco y la propia Palau (2016), son dos pormenorizados trabajos que
resumen lo sucedido en el campo paraguayo entre 2013 y 2015, o sea en los
dos primeros años del gobierno de Horacio Cartes.

Entre 2004 y junio de 2012 (cuando un golpe parlamentario destituyó al
presidente Fernando Lugo) se había liberado legalmente un solo cultivo
transgénico. Tras la caída de Lugo se liberaron 19 más, de modo legal o
ilegal, según la abogada Silvia González. “Para acceder a información sobre
la liberación de semillas transgénicas –escribe la abogada– nos hemos visto
en la necesidad de recurrir a información de organismos del exterior, ya que
la página oficial de la Comisión de Bioseguridad Agropecuaria y Forestal
(Conbio) desde hace meses tiene ‘problemas técnicos’.”

En segundo lugar, se constata una fuerte concentración de las empresas
oligopólicas, que controlan el 75 por ciento del mercado global, seis
grandes empresas, encabezadas por Monsanto y seguidas por Syngenta, Dow,
Bayer (ahora en proceso de fusión con Monsanto), Basf y DuPont. Cuatro
empresas brasileñas controlan las exportaciones paraguayas de carne y tres
estadounidenses las de soja, en un país donde el presidente es, a la vez,
empresario ganadero, sojero, tabacalero, agroindustrial y financiero, por
mencionar apenas sus negocios legales.

Sólo tres empresas controlan el 40 por ciento de las exportaciones globales
paraguayas. Las consecuencias son catastróficas para el ambiente y los
campesinos. Según la Asociación Guyra Paraguay, cada año se deforestan 260
mil hectáreas de bosque, por lo que en poco más de una década “la
deforestación rampante promete eliminar los bosques de la faz del país”.
Cada día se destruyen 2 mil hectáreas.

El economista Jorge Villalba, de la Sociedad de Economía Política, concluye,
luego de analizar los datos oficiales, que los grandes productores evadieron
nada menos que el 87 por ciento del impuesto a la renta agropecuaria. El
sector apenas aportó 110 millones de dólares en todo 2015, lo que alcanza
para mantener al Estado en funcionamiento apenas tres días. Las seis
principales agroexportadoras vendieron 2.500 millones de dólares, de los
cuales sólo aportaron 14 millones por el impuesto a la renta, el 0,5 por
ciento.

Resistencias y destrucción 

Hasta la caída de la dictadura de Alfredo Stroessner, en 1989, la mitad de
los paraguayos vivía en zonas rurales. En ese momento las instituciones
financieras internacionales, como el Banco Mundial, pretendían que la
población rural se situara en torno al 12 por ciento del total. En
consecuencia, entre dos y tres millones de campesinos debían ser desplazados
hacia las ciudades.

Las cosas marcharon según lo previsto. En 1991 había casi un millón de
trabajadores rurales, cifra que se redujo a 238.400 en 2008, según el
trabajo del sociólogo Ramón Fogel, del Centro de Estudios Rurales
Interdisciplinarios. Por un lado, se vive un crecimiento exponencial del uso
de herbicidas como el glifosato y otros venenos, a razón de nueve quilos de
veneno per cápita cada año. Entre 2009 y 2015 la superficie sembrada con
soja creció 31 por ciento, pero los agrotóxicos importados lo hicieron en 42
por ciento y los fungicidas secos se expandieron un 937 por ciento.

La agricultura mecanizada utiliza un trabajador cada 500 hectáreas, mientras
que “la agricultura campesina, en un promedio de tres hectáreas de cultivo
de productos agrícolas ocupa alrededor de cinco trabajadores de forma
permanente”, señala el informe “Con la soja al cuello”. Un conjunto de
factores –crecimiento de la superficie de cultivos transgénicos, fumigación
masiva con venenos y caída de los precios de la agricultura familiar–
explican buena parte del éxodo rural. Sin embargo, el factor decisivo es la
violencia sistemática de los sojeros y las mafias, apoyados por el Estado.

En departamentos sojeros como Canindeyú, seis de cada diez propietarios de
más de mil hectáreas son brasileños. Según Fogel, se trata de grandes
empresarios que tienen capacidad de comprar influencias, favores y sobre
todo impunidad, en lo que define como “un capitalismo de mafia que incorpora
en sus prácticas el soborno y elementos ligados a la coerción física”.

En dos años hubo 43 comunidades campesinas violentadas por reclamar sus
derechos a la tierra y por resistir las fumigaciones de cultivos de soja. En
16 de esos casos el Estado intervino y terminó destruyendo las viviendas
campesinas. En total, seis de cada diez comunidades atacadas lo son en el
marco de luchas por la tierra, y en cuatro de los casos por la resistencia a
los agronegocios, que vienen creciendo de forma exponencial.

En los dos años relevados por Base-IS hubo 87 personas heridas o torturadas,
en 16 casos se quemaron viviendas, se destruyeron cultivos y se robaron
bienes de las familias campesinas. Como señalan Areco y Palau, la
criminalización es “una estrategia pensada y montada desde el Estado para
enfrentar las luchas sociales y colocar en el plano judicial (delictivo) los
problemas sociales, para deslegitimar las luchas por sus derechos”.

La Coordinadora de Derechos Humanos de Paraguay relevó en un informe 120
asesinatos de campesinos a manos de las fuerzas policiales desde el fin de
la dictadura. Todos ellos “fueron planificados y tuvieron la coherencia de
una finalidad política”, consistente en forzar el desplazamiento de
campesinos “para apropiarse de sus territorios, mediante la perpetración
sistemática y generalizada de métodos de terrorismo de Estado que gozan de
impunidad judicial”.

Delincuentes ambientales

El abogado Juan Martens sostiene en el prólogo del informe “Judicialización
y violencia contra la lucha campesina” que el paraguayo es un “Estado débil
(no ausente), útil y funcional a poderes fácticos y mafias regionales y
departamentales que violan impunemente la ley o utilizan algunas de ellas
para la protección de sus negocios”.

Destaca la existencia de una “selectividad punitiva” por parte del
Ministerio Público, que se focaliza en las personas que lideran
movilizaciones contra las fumigaciones e integrantes de comisiones
vecinales. De forma sistemática, tanto jueces como fiscales se han
posicionado a favor de los intereses de los poderosos. Se han emitido
sentencias de hasta 30 años de cárcel por “invasión de inmueble”, la clásica
ocupación de fincas que realizan los campesinos desde hace décadas.

A ese tipo de empresarios Marten los llama “delincuentes ambientales”, e
incluye en esta categoría a los cultivadores de soja que contravienen la
legislación ambiental, a traficantes de rolos de madera y a los propietarios
de tierras malhabidas. La impunidad de estos delincuentes es posible por “la
cooptación de las instituciones policiales, fiscales y judiciales por estas
mafias”, sobre todo en los departamentos de “mayor incidencia de la soja, la
ganadería y el narcotráfico”.

La impunidad y la subordinación del Estado a los empresarios se relacionan
con el acaparamiento ilegal de tierras facilitado por el estatal Servicio de
Información de Recursos de la Tierra (Sirt). Formalmente, este organismo
apunta a informatizar el registro agrario de las 1.018 colonias que tiene el
Estado, pero la investigadora Inés Franceschelli, de Base-IS, afirma que es
el modo de “pasar una capa de cemento sobre las tierras irregulares”. En
apoyo de su tesis cita al gerente del Sirt Hugo Giménez, quien dijo el año
pasado que “los lotes que ya tienen título definitivo, aun los conseguidos
con informes falsos, no serán cambiados. Hay gente que tiene cinco lotes,
contraviniendo lo que dice el estatuto. Es injusto. Pero si se pretende
recuperarlos pasarán 50 años en una demanda” (ABC Color, 9-I-15).

En la lucha por la tierra no hay ninguna estructura de alcance nacional que
se destaque. La mayor parte es protagonizada por las Comisiones Vecinales
locales, en tanto la resistencia a las fumigaciones la lleva adelante la
Federación Nacional Campesina (Fnc), una de las pocas organizaciones
campesinas que no hipotecaron su independencia en el apoyo al gobierno
progresista de Fernando Lugo, al igual que la Coordinadora Nacional de
Organizaciones de Mujeres Trabajadoras Rurales e Indígenas (Conamuri) y la
Organización de Lucha por la Tierra (Olt).

Pese a los elevados grados de violencia, la resistencia campesina sigue en
pie y consigue algunos logros gracias a la tenacidad de las organizaciones y
el apoyo de profesionales y movimientos urbanos. Teodolina Villalba,
dirigente de la Fnc, asegura: “Mucho se cuidan para realizar las
fumigaciones en los lugares donde hubo conflicto, varios dejan de fumigar,
otros dejan de plantar y también algunos ya abandonaron sus tierras”. Con
una sonrisa dice bien alto: “Omuñama chupekuera lomitá” (los echaron los
compañeros).

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Como Colombia, en chico

José A Vera, desde Asunción

Cientos de personas desbordaron el martes 18 la sala bicameral del
parlamento paraguayo reclamando la eliminación de las Fuerzas de Tareas
Conjuntas (policía y ejército) acusadas de cometer toda clase de abusos
contra la población campesina. Participaron también víctimas urbanas del
“gatillo fácil”, como el padre de un joven experto en electrónica al que dos
policías obligaron a salir del auto, lo arrodillaron y, desde arriba, le
pegaron un tiro en la cabeza que lo dejó parapléjico; una joven empresaria a
quien le “plantaron” drogas en su vehículo porque se negó a pagar una coima;
un periodista al que policías metieron en una camioneta de servicio y lo
obligaron a darles 200 dólares; una niña de 3 años que quedó paralítica en
un procedimiento de la brigada antidrogas contra una familia ajena al
delito… Según los numerosos testimonios aportados, el accionar represivo de
la policía y el ejército ha tomado vuelo en los últimos tres años, bajo el
gobierno colorado del empresario Horacio Cartes.

Uno de los métodos utilizados para la expulsión de los campesinos de sus
tierras es el amedrentamiento ejercido por paramilitares instalados en el
interior de cada estancia, cuyas porteras en muchos casos están cerradas
hasta para los propios fiscales, salvo los que se prestan al juego de los
patrones. Lo que pasa en Paraguay es una suerte de clonación de Colombia en
pequeño.

Mil pistas aéreas clandestinas operan en las estancias cercanas a Brasil,
Bolivia y Argentina, se denunció en la bicameral, en presencia de
legisladores de los partidos vinculados con el ex presidente Fernando Lugo.
Según resumió un campesino del norte del país, “los jerarcas de las Fuerzas
de Tareas Conjuntas sólo se dividen por la disputa de la protección de las
vías del narcotráfico y el contrabando diverso, pero siempre están unidos
para reprimirnos, golpearnos, balearnos, robarnos enseres y animales,
incendiar nuestros ranchos y motos, el principal medio de transporte de la
mayoría de nosotros, que vivimos olvidados por el Estado, aislados, sin
rutas ni hospitales, sufriendo enormemente para sacar un enfermo o nuestra
poca producción hacia algún mercado, nunca cercano a nuestro hogar”. Un
docente con 20 años de labor rompió su relato llorando, al recordar que
durante hora y media fue torturado exigiéndosele que se declarara miembro
del Ejército del Pueblo Paraguayo (Epp), un grupo al que le cuelgan todos
los secuestros de estancieros ocurridos en el país y varios asesinatos en la
región noreste, ocupada literalmente por latifundistas brasileños. Varios
testimonios coincidieron en afirmar que muchos crímenes cometidos por
narcotraficantes son atribuidos al Epp. De narcotráfico, cabe recordar, han
sido acusados altísimos personajes del Estado, como el propio presidente
Cartes, el titular del Congreso, Robert Acevedo, varios legisladores,
jerarcas de la Corte de Justicia y del Ministerio Público.

Allanamientos de rancheríos en la madrugada, puertas derribadas a patadas,
destrucción o robo de enseres y dinero, quema de hogares y de libros o
afiches, golpizas y detenciones arbitrarias han convertido a los
departamentos de San Pedro, Amambay, Concepción y ciertas partes de la
sureña Itapúa en campo de guerra.

Todos esos delitos han quedado impunes, pero hay en Paraguay decenas de
presos políticos acusados de terrorismo, entre ellos campesinos condenados a
35 años de prisión por un tribunal cuyos tres jueces están impugnados por
casos de narcotráfico.

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