Colombia/EEUU/ justicia interrumpida: impunidad y privilegios a los paramilitares [Deborah Sontag]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Sep 11 12:07:17 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

11 de setiembre 2016

Boletín Informativo

redacción y suscripciones

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Colombia/Estados Unidos

Justicia interrumpida: Paramilitares en Colombia, presos privilegiados en
Estados Unidos

Deborah Sontag, Calabazo, Valle del Cuenca, 9-9-2016

The New York Times (edición español), 10-9-2016

http://www.nytimes.com/es/

Delgado pero imponente, con lentes de aviador, bigote poblado y sonrisa de
dientes inmensos, Julio Henríquez Santamaría lideraba una reunión con
miembros de esta comunidad cuando un grupo de paramilitares lo puso en la
parte de atrás de una camioneta Toyota y lo secuestró.

Henríquez había estado organizando a los campesinos para que sustituyeran
sus cultivos ilegales de coca por cultivos como el cacao, algo que el
gobierno colombiano actual defiende como una de sus estrategia antidrogas al
mismo tiempo que trata de acabar con una guerra civil que ha sido alimentada
por el narcotráfico.

Pero a Hernán Giraldo Serna, o a sus hombres, no les gustaba esta
estrategia. O no les gustaba Henríquez.

Ya muy lejos de aquellos tiempos en los que cultivaba marihuana a pequeña
escala, Giraldo se había convertido en el Patrón, un capo de la droga y
comandante paramilitar. Su misión ya había evolucionado de una lucha contra
la guerrilla hasta convertirse en una empresa criminal y asesina que
controlaba gran parte de la costa norte colombiana.

Henríquez no fue su única víctima; Giraldo, conocido como el Taladro por el
apetito voraz que sentía por niñas menores de edad, tenía víctimas de todo
tipo. Pero Henríquez fue su víctima emblemática. Y su familia fue lo
suficientemente tenaz para perseguir a Giraldo incluso después de que, junto
a otros 13 líderes paramilitares, se lo llevaran de Colombia a Estados
Unidos el 13 de mayo de 2008 para afrontar acusaciones por narcotráfico.

Fue una extradición en medio de la noche que dejó al país atónito, que
interrumpió de manera abrupta un proceso de Justicia y Paz en el que se
acusaba a varios hombres de cometer una serie de atrocidades. La guerra
contra las drogas liderada por Estados Unidos, por petición del entonces
presidente de Colombia, Álvaro Uribe, se impuso sobre los esfuerzos que el
país desarrollaba para hacer frente a los crímenes contra la humanidad que
habían marcado a toda una generación.

Los defensores de las víctimas dijeron que era como exportar a “14
Pinochets”. La familia de Henríquez, mientras tanto, pedía que al menos uno
de ellos rindiera cuentas por la sangre colombiana vertida sobre la cocaína
que había llegado a Estados Unidos.

Bela Henríquez Chacín, de 32 años, es la hija de Julio Henríquez y planea
dar una declaración cuando sentencien a Giraldo en Washington el mes que
viene. “Esperamos que el esfuerzo que hemos hecho durante todos estos años
se logre, que las cosas no queden en la impunidad”. Algunos expertos creen
que los Henríquez serán la primera familia extranjera a la que se le dará la
oportunidad de declarar en un caso por narcotráfico en Estados Unidos.

Si será más que un acto simbólico aún está por verse. Los hombres
extraditados con Giraldo han recibido un tratamiento relativamente
indulgente para ser narcotraficantes importantes que, además, han sido
acusados de terrorismo por cometer masacres, desapariciones forzadas y
desplazar a pueblos enteros.

Una vez que los paramilitares colombianos (varias docenas en total) hayan
cumplido las condenas que tienen en Estados Unidos, la media de su estancia
en prisión será de siete años y medio, según los cálculos de The New York
Times. Los líderes extraditados habrán cumplido un máximo de 10 años de
media por haber introducido en Estados Unidos toneladas de cocaína.

En comparación, las personas acusadas de vender crack y cocaína en la calle,
no más de 25 gramos, cumplen en torno a 12 años de cárcel en Estados Unidos.

Es más, para algunos traficantes colombianos, la sentencia puede rendir un
dividendo importante: un permiso de residencia en Estados Unidos. Aunque las
autoridades colombianas tienen acusaciones formales contra ellos, dos ya
tienen autorización para quedarse en Estados Unidos junto con sus familias.
Tres más han pedido el mismo beneficio y se supone que varios más lo harán.

Alirio Uribe, diputado en el congreso de Colombia, dijo que “en los tiempos
de Pablo Escobar, solían decir que preferían una tumba en Colombia a una
cárcel en Estados Unidos, pero ahora quizás la extradición sea más
beneficiosa para ellos”.

Durante 52 años, con el apoyo de Estados Unidos, el gobierno colombiano ha
vivido atrapado en un conflicto armado feroz con la guerrilla. Aunque al
principio impulsó a los paramilitares en calidad de aliados, décadas después
les retiró su apoyo. Mucho después de que hubieran sido cooptados por los
terratenientes y los carteles. Antes de la desmovilización, por el 2005, los
paramilitares ya igualaban a la guerrilla en cuanto a tráfico de drogas y
violaciones a los derechos humanos.

Ahora, ocho años después de la extradición de los paramilitares, el gobierno
de Colombia ha llegado a un acuerdo de paz con sus enemigos mortales, los
guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). El 2
de octubre el país votará sobre el acuerdo y, mientras tanto, hay un debate,
polarizado, sobre crimen y castigo para las Farc que se alimenta de los
errores cometidos durante la desmovilización de los paramilitares.

Nadie defiende ahora que se deje la justicia del país en manos de Estados
Unidos.

Pero el capítulo de la historia paramilitar de Colombia no se ha cerrado y
contiene muchas páginas en blanco, según María Teresa Ronderos, autora de
Guerras recicladas, una historia del paramilitarismo colombiano. “Nadie sabe
lo que le sucedió a esos hombres”.

Giraldo hace bolsos con envoltorios de papas y se los vende a los otros
presos por “siete pollos”, es decir, siete porciones de pollo de la bodega
de la prisión. Credit Todd Heisler/The New York Times

Durante años, el Departamento de Justicia de Estados Unidos llevó los casos
de los extraditados en secreto, no solo impidiendo el acceso a documentación
básica para comprenderlos, sino ocultando información e incluso borrando a
acusados como Giraldo de los sumarios.

A través de entrevistas, información legal abierta recientemente al público,
transcripciones, documentos internos del gobierno e información obtenida de
Colombia y Estados Unidos, hemos examinado los casos de 40 paramilitares
extraditados y de algunos de sus socios.

La mayoría, según hemos descubierto, fueron premiados generosamente por
declararse culpables y cooperar con las autoridades de Estados Unidos.
Fueron tratados como personas sin antecedentes penales pese a sus extensas
carreras criminales en Colombia, y se les descontó tiempo en prisión por el
tiempo pasado en cárceles colombianas —aunque el argumento oficial para
extraditarlos es que cometían delitos desde el interior de esos penales—.

Por ejemplo, Salvatore Mancuso, de quien el gobierno dijo que “podría bien
ser uno de los traficantes de cocaína más prolíficos que ha sido juzgado en
Estados Unidos” y a quien la justicia colombiana cree responsable de la
muerte o desaparición de más de mil personas.

Según el acuerdo al que llegó con las autoridades, recibiría entre 30 años
de condena y cadena perpetua. Gracias a su amplia colaboración con las
autoridades, los fiscales, uno de los cuales describió a Mancuso durante una
entrevista como “siempre un caballero ante mí”, pidieron solo 22 años. Un
juez federal lo condenó a poco más de 15 años. Al final habrá pasado poco
más de 12 años tras las rejas en Estados Unidos.

“Lo peor de lo peor”

“Es una locura”, dijo Roxanna Altholz, directora asociada de la clínica de
derecho internacional humanitario de la Universidad de California en
Berkeley, que representa a la familia Henríquez. “Estos individuos son lo
peor de lo peor. Capos de la droga y criminales de guerra. ¿Por qué deberían
recibir beneficios legales?”.

Las autoridades de Estados Unidos creen que las extradicciones tuvieron
sentido en una coyuntura histórica determinada y “demostraron a los
colombianos que no existía nadie intocable”, tal y como lo explica uno de
sus funcionarios.

Varios fiscales federales respondieron a Altholz diciendo: “Vamos a acabar
con ellos, no importa cuál sea el motivo”.

Para ella y otros defensores de los derechos humanos, sí importa: los
crímenes contra la humanidad se llevaron por delante al narcotráfico y
Estados Unidos podría haber juzgado a esos hombres por tortura, por ejemplo.
O podría haberle dado una oportunidad a la justicia transicional colombiana.

Giraldo será el último de los paramilitares extraditados en ser condenado.

Aunque las autoridades de Estados Unidos dijeron que sería improbable que
The New York Times tuviera acceso a él, tras pedirle permiso a Giraldo, a su
abogado, a la prisión, a un fiscal y a un juez federal, una reportera y un
fotógrafo lograron encontrarse con él en una cárcel de Virginia, en agosto.

Vestido con un holgado mono azul marino, el Patrón, que ahora tiene 68 años,
parece una versión desmejorada de quien un día fue temible. Cabello gris,
más delgado, de caminar lento. Pasa los días haciendo carteras con bolsas de
papas fritas y vendiéndoselas a otros presos por “siete pollos”, es decir:
siete raciones de pollo del economato de la cárcel.

“Mire”, dice con orgullo, tirando de una de las correas hechas con papel de
aluminio. “Son de doble costura”.

Poco antes de la medianoche del 12 de mayo de 2008, a Giraldo lo despertaron
bruscamente en una cárcel de Barranquilla, le dijeron que hiciera una maleta
pequeña y lo subieron a un avión con destino a Bogotá. No le explicaron nada
más.

Una vez allí, encadenado, con las manos atadas a la cintura y grilletes, lo
subieron a un avión de Estados Unidos junto a una buena representación de
los paramilitares colombianos. Volaron rodeados de un silencio aplastante,
enfadados porque el presidente de la mano dura, con quien “compartían
ideología” en palabras de Giraldo, había roto su promesa de no
extraditarlos.

Tras años de negarse a entregarlos, el presidente Uribe había hecho una
petición urgente a Estados Unidos: ¿esos líderes paramilitares? Llévenselos.
Inmediatamente.

Quería que se los llevaran después de que la Corte Suprema de Justicia de
Colombia cerrara sus puertas por la tarde y antes de que las abriera de
nuevo la mañana siguiente, según un funcionario estadounidense que aceptó
hablar bajo anonimato. El presidente Uribe dijo que tenía miedo de que la
corte bloqueara las extradiciones si no las hacían a toda prisa.

Estados Unidos se puso manos a la obra. Era una operación de logística
complicada. Necesitaban, en el testimonio del funcionario, “mover a hombres
desde las cuatro esquinas de Colombia a un solo lugar y después el avión
tenía que despegar con todos a bordo antes de que la Corte abriera al día
siguiente”.

En un momento dado, según la versión del funcionario, la autoridad
antidrogas de Estados Unidos tenía seis aeronaves en funcionamiento para
trasladar a los hombres desde Bogotá a Guantánamo, en Cuba, y de ahí a
tribunales en Texas, Florida, Washington y Nueva York.

¿Por qué el gobierno de Estados Unidos hizo un despliegue de esa magnitud
para complacer a un presidente de Colombia que probablemente tenía sus
propias motivaciones?

“La política que dirigió el comportamiento de la administración de George
Bush fue la de la cooperación en la lucha contra el narcotráfico”, dijo José
Miguel Vivanco, director de Human Rights Watch para las Américas. “Ni los
derechos humanos ni las atrocidades ni los crímenes contra la humanidad
cometidos por esos bastardos les han costado un solo día de cárcel en
Colombia. ¿Qué haces si de la noche al día recibes un regalo del presidente
de Colombia, 14 narcotraficantes? Les das la bienvenida”.

Es una historia de delitos que se mezclan con geopolítica. Colombia es el
aliado más cercano a Estados Unidos y el principal receptor de ayuda de toda
la región. La alianza de ambos países se basa en la lucha contra el
narcotráfico, la guerrilla y el terrorismo.

Tanto la guerrilla como los paramilitares financiaban sus actividades
traficando con droga, cobrando “impuesto de guerra” y como grupos de
seguridad de los narcotraficantes que operaban en las zonas bajo su control.
Las agencias antidrogas se centraron primero en las narcoguerrillas. Los
paramilitares, que eran enemigos en la guerra contra las drogas, estaban
desde un punto de vista técnico en el mismo bando que los gobiernos de
Colombia y Estados Unidos en la guerra civil.

Desde el año 2000, cuando se creía que los paramilitares ya habían cometido
al menos 75 masacres, Washington cambió de política.

El 10 de septiembre de 2001, justo un día antes de poner su atención en otro
lugar, Colin Powell, Secretario de Estado, designó a los paramilitares de
las Autodefensas Unidas de Colombia como organización terrorista, al igual
que las Farc.

Las acusaciones de tráfico de drogas contra importantes líderes
paramilitares llegaron enseguida y Uribe, elegido presidente en 2002 con la
promesa de aplastar a la guerrilla, utilizó la amenaza de la extradición
para forzar a los paramilitares a que dejaran las armas.

Al contrario que su predecesor y su sucesor, Uribe utilizó la extradición
como un arma de lucha contra el crimen. “Los bienes de mayor valor con los
que Colombia y Estados Unidos comerciaban eran el café, la cocaína y los
acusados por crímenes por ambos países”, según Robert Feitel, abogado de
Giraldo.

Pero durante años, Uribe mantuvo una excepción con respecto a los
paramilitares con el argumento de que quería darle una oportunidad al
proceso de Justicia y Paz.

La ley de Justicia y Paz inicial fue blanda. Un editorial de The New York
Times de entonces la calificó como “impunidad para asesinos de masas,
terroristas e importantes traficantes de cocaína”. Pero en 2006, la Corte
Constitucional de Colombia la endureció y le otorgó un papel central a las
víctimas al incrementar la pena máxima hasta 8 años de cárcel en caso de
confesiones completas y reales.

Para consternación de Uribe, los paramilitares comenzaron a confesar no solo
sus crímenes de guerra sino sus vínculos con sus aliados y parientes. La
Corte Suprema de Justicia de Colombia, responsable de investigar a los
legisladores, adoptó una actitud agresiva contra la “parapolítica” que
implicó a muchos miembros de la coalición del presidente.

Uribe pasó al contraataque y acusó a los jueces de izquierdismo y de
conspirar contra él. Su agencia de inteligencia grabó de manera ilegal
conversaciones de los miembros de la corte suprema y otros jueces. Negó
saber algo de eso.

Entonces, en abril de 2008, Mario Uribe, primo del presidente y exsenador
por nombramiento presidencial, fue detenido por conspirar junto con
escuadrones de la muerte paramilitares.

Unas semanas más tarde, Colombia despertó con las fotos de los paramilitares
embarcando en aviones de Estados Unidos.

“El país entero entró en shock”, dijo Miguel Samper Strouss, quien fue
viceministro de justicia a cargo de la justicia transicional. “Fue como si
hubieran extraditado la posibilidad de conocer la verdad y de que se hiciera
justicia y se reparase a las víctimas”.

En 2008, el proceso de Justicia y Paz, lento y lleno de problemas, se había
convertido en algo real. Unas 200.000 víctimas se habían registrado para
participar, se habían confesado miles de crímenes y se habían exhumado miles
de fosas.

Silencio e impunidad

En público, Uribe justificó la interrupción del proceso con el argumento de
que los hombres seguían desarrollando sus actividades ilegales desde la
cárcel.

Los propios comandantes creían firmemente que Uribe los había enviado a
Estados Unidos para silenciarlos. Y muchos de los defensores de las víctimas
pensaban lo mismo.

“Ellos iban colectivamente a entregar testimonios que comprometían a Uribe
directamente”, dijo el senador Iván Cepeda, fundador del influyente
Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice). “Además
entraron a sus celdas, donde ellos tenían sus computadoras, sus USB, y se
llevaron todo, desapareció todo el trabajo que ellos habían venido haciendo
y todas las pruebas que le iban a presentar a la justicia”.

“Esas extradiciones marcaron un antes y un después”, continuó Cepeda. “Si el
propósito era realmente lograr el silencio y lograr la impunidad, se
consiguió en un alto grado. Solamente hasta hoy se comienza, después de
tantos años, a tener un resultado”.

En una cárcel al norte de Virginia, los demás colombianos se ponían de pie
cuando Giraldo entraba en la clase de inglés. Afilaban sus lápices y le
daban papel, recuerda el director, Ted Hull.

Si no fuera por esos detalles, los funcionarios de la prisión no habrían
sabido con quién trataban. Que ese prisionero de edad avanzada que sufría de
ciática y hablaba con las manos porque nunca logró ser fluido en inglés, fue
una vez líder de una organización paramilitar con unas 4000 víctimas en la
memoria y unas 1800 violaciones serias de los derechos humanos. Dicen que
ahora Giraldo es el tipo de reo dócil que cruza las manos a la espalda
incluso cuando no está esposado.

Pero incluso aquí, en territorio que controlaba Giraldo, desde el bullicioso
mercado del puerto de Santa Marta hasta las colinas de la Sierra Nevada,
pasando por la costa del Caribe, sigue siendo esa especie de padrino de
sombrero y foulard al cuello cuya presencia aún se siente.

“Este señor desde que se desmovilizó dejó en la zona estructuras armadas
protegiendo el territorio”, dijo Priscilla Zúñiga, asesora de seguridad del
alcalde de Santa Marta. “No hemos dejado desde el 2006 hasta el 2016 de
tener presencia armada ilegal en la zona. Ahora se llama el clan Giraldo”.

Zúñiga habla desde la oficina ubicada en el mercado, que cuenta con una
estación policial para señalar que el gobierno trata de recuperar el control
de la zona de manos de los hombres de Giraldo que aún tratan de cobrar
extorsiones por protección en su nombre.

Esa fuerte presencia policial sorprende a los visitantes pero, en general,
la región trata de esconder su historia manchada de sangre, la amenaza que
aún sigue ahí, presente. Es casi imposible imaginar los cuerpos enterrados
en fosas clandestinas tras este paisaje de postal en el que montañas con
picos cubiertos de nieve se yerguen sobre playas con palmeras y flotan botes
de pesca en aguas cubiertas de helechos mientras grupos de mujeres lavan la
ropa.

Desde el principio, la historia de Giraldo, reconstruida a partir de
entrevistas, registros judiciales, documentos del gobierno y su propia
confesión, se cruza con la guerra civil colombiana. Nació en 1948, el año
que dio inicio a la década del baño de sangre que se conoce hoy como La
Violencia.

No parecía destinado al liderazgo. Estudió hasta la secundaria y dejó su
casa para trabajar en fincas. Su abogado, a quien le gusta recalcar la
frase, dice que incluso ahora Giraldo sigue siendo “un campesino de corazón,
el tipo de persona que quiere levantarse de madrugada y trabajar la tierra
bajo el sol”.

Pero en los años setenta, Giraldo comenzó a formar parte de “la bonanza
marimbera”, el boom de la marihuana que precedió al de la cocaína. Organizó
un sistema de transporte en mulas que recogía la marihuana en zonas aisladas
y la llevaba hasta la costa.

La primera vez que tuvo que cometer un acto violento fue cuando su hermano
menor fue asesinado durante un asalto en el mercado de Santa Marta. Para
vengarlo, contrató a un grupo liderado por un tal Drácula y seis hombres
murieron. Fue el principio de un largo proceso de limpieza social para
eliminar “indeseables”. Ladrones, prostitutas, homosexuales, mujeres
infieles, brujas e izquierdistas.

Cuando Drácula fue asesinado, Giraldo se quedó con su negocio. Heredó sus
intereses en la naciente industria de la cocaína que controlaba entonces el
Cartel de Medellín. Transformó su grupo de seguridad en una milicia cuando
las Farc trataron de poner pie en su territorio e intentaron asesinarlo tres
veces.

Un mercenario israelí entrenó a sus hombres y para practicar lo aprendido
masacraron sindicalistas bananeros en fincas que se suponía eran bastiones
guerrilleros.

Giraldo fue arrestado como responsable de las masacres. Y ahí cayó en el
radar de Estados Unidos, identificado en un cable diplomático como un
“asesino de alto nivel del Cartel de Medellín”, cuya detención “muestra que
las autoridades colombianas no se hacen de la vista gorda respecto a los
crímenes cometidos por la derecha”.

Fue condenado a 20 años de cárcel. Pero para ese momento se había exiliado
en la remota Sierra Nevada. Desde allí gobernó sobre el territorio bajo su
control durante más de dos décadas, protegido por un grupo de 200 hombres y
por familias de la élite y sus dependientes, según las autoridades.

Según Zúñiga, “él no usaba un campamento como tal, como en la guerrilla. Su
campamento era la comunidad porque él era parte de la comunidad, entonces
las casas eran sus casas, las fincas eran sus fincas”.

“A pesar de ser, para nosotros como institución, un delincuente, para las
comunidades siempre fue visto con mucho respeto, y no solamente respeto por
miedo sino respeto por la organización que le dio al territorio, porque
había mucha ausencia de Estado en la zona”, agregó.

“Ya comenzaba a violar niñas”

Cuando la hija mayor de Henríquez, Nadiezhda se encontró por primera vez con
Giraldo, lo que vio fue su mejor lado, casi benigno, el de una autoridad
local. Entonces era profesora y apreciaba que Giraldo resolviera conflictos
entre su pequeña escuela y los pescadores que la utilizaban para almacenar
su material.

También se dio cuenta de su lado más siniestro. Perdió a sus tres alumnas
cuando su madre las envió lejos para protegerlas de la voracidad del Patrón.
“Ya comenzaba a violar niñas”, recuerda.

Como un señor feudal, Giraldo ejercía “una especie de derecho de pernada”
sobre las niñas de la región, según un oficial de seguridad colombiano que
no está autorizado a hablar con la prensa.

“Las personas buscaban acercarse a Hernán Giraldo y llevaban a sus hijas o
le facilitaban que pudiera tener relaciones sexuales con sus hijas porque
era la forma de salvaguardar su vida, porque mientras tengas vínculos con el
jefe, te sientes protegido”, dijo el funcionario.

Cuando Giraldo dejó las armas, un fiscal le preguntó en una vista pública
por qué le llamaban el Taladro. Se sonrojó, pero parecía orgulloso del
apodo, dicen quienes estuvieron presentes. El fiscal le preguntó
directamente si tenía que ver con su predilección por las vírgenes.

“Podría ser”, respondió

Los fiscales colombianos comenzaron a examinar al detalle sus relaciones,
comenzando por las madres de los 24 hijos que reconoce. Llegaron a llamar a
Giraldo el “mayor depredador sexual del paramilitarismo”.

Durante el proceso de Justicia y Paz, aceptó la responsabilidad de 35 actos
de violencia sexual, algunos cometidos por sus subordinados, incluida la
violación de 11 menores de 14 años.

El sumario de los fiscales recoge los casos como una letanía de
consentimiento no informado que formaba parte de una dinámica patológica.

Víctima Número 6: “Se tiene documentado que para el mes de octubre de 2004”,
la chica visitó en varias ocasiones a una tía que trabajaba en al rancho de
Giraldo. Pocos meses después “este le propuso que fuera su novia, propuesta
que aceptó y el día 25 de diciembre mantuvieron sus primeras relaciones
sexuales, cuando Yajanis apenas contaba con la edad de 13 años”. Él, 56.

Tras el análisis de certificados de nacimiento, Humanas Colombia, una
organización feminista, calculó que al menos 13 menores de edad tuvieron
hijos que fueron “producto de accesos carnales violentos” de Giraldo. Nueve
de ellas tenían menos de 14 años cuando dieron a luz.

Algunas eran incluso demasiado jóvenes para quedarse embarazadas, como la
hija de nueve años de sus cocineros. Adriana Benjumea, directora de Humanas,
dijo que Giraldo le compró muñecas a la niña y le dijo que “no le diga nunca
a su mamá porque la mato”.

Desde el mismo momento que inspectores de la policía llegaron a este lugar
para investigar la desaparición de Julio Henríquez, se encontraron con un
muro. “Desde el momento de nuestra llegada hasta la partida, se percibe la
ley del silencio que impera allí”, dice un informe de la policía.

La mujer de Henríquez y su hija mayor se habían enfrentado a los mismos
miedos cuando huyeron a toda velocidad hacia el pueblo después de recibir la
llamada en la que se les informó que había sido secuestrado. “Déjalo ir”,
les dijeron. Eso enfureció a Nadiezhda Henríquez, quien ahora es abogada de
derechos humanos.

“Bueno, me matarán algún día, pero no es por miedo”, dijo durante una
entrevista en Bogotá.

Su padre tampoco tenía miedo, explica, era un defensor de la naturaleza,
decidido a trabajar junto a los campesinos y pescadores para retomar el
control de la región de manos de los traficantes. En su propia finca, muy
extensa, estaba creando una reserva natural, plantando árboles indígenas y
arrancando la marihuana y coca que plantaban sin su consentimiento. No era
moralista ni estaba contra las drogas, pero le preocupaba la deforestación
que causaba el cultivo de coca, según recuerda su hija.

El pasado de Henríquez lo convertía en objetivo, según los documentos de la
justicia colombiana. Giraldo defendió ante el tribunal que no tuvo nada que
ver con el crimen, pero que había dado órdenes a sus hombres de que “todo lo
que oliera a subversión fuera eliminado en esa zona”.

Henríquez había sido miembro de la guerrilla del M-19 aunque se había
beneficiado de una amnistía concedida 17 años antes de su muerte. Su nuevo
activismo (acababa de crear una organización no gubernamental llamada Madre
Tierra) era una amenaza real, de aquí y ahora, según el testimonio del
exparamilitar Carmelo Sierra.

“La mafia no perdona”

“Es obvio que el señor Hernán no compartía eso, lo que el señor le estaba
planteando a los campesinos, porque él es cultivador de coca y porque al
invadir sus terrenos es motivo suficiente para matar a alguien”, dijo Sierra
ante el juez. “La mafia no perdona”.

Sierra dijo que Giraldo envío a uno de sus hijos, el Grillo, para entregar
un aviso: “Deja la ciudad o atente a las consecuencias”. Pero Henríquez no
lo hizo. Así que siete de los hombres de Giraldo se alistaron una mañana, se
vistieron de civiles y se encaminaron a la montaña para “hacer desaparecer
al señor de la ONG”.

“Sinceramente, no sé qué pasó con él”, testificó Sierra. “Yo no sé si lo
degollaron o lo descuartizaron. No sé cómo sería la muerte de él ni dónde lo
enterraron”.

Ocho meses más tarde, agentes de la lucha antidrogas que investigaban las
actividades de Giraldo fueron asesinados junto con un grupo de turistas y un
empleado del hotel en el que se alojaban en la playa. Eso provocó una
importante operación antinarcóticos y una guerra entre los paramilitares en
la que el “Frente de la resistencia” de Giraldo fue derrotado por otro señor
de la guerra, Rodrigo Tovar-Pupo.

En 2005, Giraldo y Tover-Pupo fueron acusados en Washington de conspirar
para fabricar cocaína y enviarla a Estados Unidos. Según los fiscales, ellos
y sus aliados estaban implicados en el envío de miles de kilos de cocaína
que dejaron el norte de Colombia en lanchas rápidas con motores y
combustible adicionales.

Un año más tarde, Giraldo —de mala gana, según las autoridades locales— dejó
las armas en el proceso de paz con los paramilitares; 597 de sus hombres
entregaron 73.000 cajas de munición.

En 2007, su abogado entregó las coordenadas que llevaron a las autoridades
hasta los restos de Henríquez en una fosa común. Su hija Nadiezha asistió a
la exhumación con su madre. Fue un momento esperado tras años de
incertidumbre.

“Nunca pensé en que lo encontraría como lo encontramos: en una tumba del
monte, todo tan verde, bajo un árbol, cerca de arroyos que se vuelven ríos,
con el musgo y la piedra de la Sierra Nevada”, declaró Nadiezha como parte
de su testimonio el jueves. “Con las manos amarradas atrás y dos tiros de
gracia en la cabeza, con una ropa que no era de él, sin un zapato, sin un
pie, sin parte de su boca. Solo huesitos”.

La familia de Henríquez no creía en el proceso de Justicia y Paz y presionó
para que Giraldo fuera juzgado por la desaparición forzada ante una corte
ordinaria. En 2009, después de su extradición, se le condenó en ausencia a
38 años y medio en prisión y a pagar una reparación de mil gramos de oro,
unos 43.000 dólares.

Pero eso está fuera del alcance de la justicia colombiana.

Así que la familia decidió viajar a Estados Unidos para pedir justicia.

Pocos meses antes de que Giraldo llegara a Estados Unidos, fue transferido a
la prisión de Northern Deck, donde cumplen condena traficantes mexicanos,
pandilleros centroamericanos, yihadistas y combatientes colombianos de
bandos enfrentados. Según Hull, el director del penal, se llevan bien.

“Para serte honesto, y no quiero que suene como que justifico el terrorismo,
tanto los presos de las Farc como los de las autodefensas unidas, los
paramilitares, son presos modelo”, dijo. “Lo entienden como ‘me agarraron y
estoy fuera’, todos cooperaban” con las autoridades.

Ninguno de los paramilitares extraditados fue a juicio.

Casi todos tenían abogados defensores. Pero Giraldo decía que su familia era
pobre y que “un amigo” era quien asumía el coste de su defensa en Estados
Unidos. Las tarifas pueden ser altas: un documento del caso de Tovar-Pupo
revela que pagó a su abogado 390.000 dólares.

“Los únicos que ganan en todo esto de la extradición son los abogados”, dijo
Feitel, el abogado de Giraldo.

En la defensa de estos hombres, sus abogados estadounidenses hacían hincapié
en el contexto político de los crímenes y los presentaban como luchadores
por la libertad cuyo movimiento se corrompió por culpa del tráfico de
drogas. Uno de los abogados de la defensa, en referencia al apoyo de Estados
Unidos al Ejército de Colombia, llegó a decirle al juez que un famoso líder
paramilitar llamado Carlos Jiménez Naranjo “fue inicialmente, y podemos
decirlo abiertamente, financiado por nuestro propio gobierno”.

“Buenas intenciones”

En alguna instancia, las autoridades parecían ver a estos hombres como
“sustantivamente diferentes” a señores de la droga que se mueven
exclusivamente por el beneficio, tal y como lo explicó el juez Reggie B.
Walton en Washington en la sentencia contra Tovar-Pupo: “Luchaba contra un
enemigo que creo, probablemente, que si ese enemigo hubiese ganado, no
habría mejorado la calidad de vida de la gente en Colombia. Lo que quiero
decir es que estaban implicados en actividades con ciertas buenas
intenciones”.

Robert Spelke, un fiscal antidrogas federal retirado, la persona que dijo
que Mancuso es un caballero, afirmó que “algunos de estos tipos eran
realmente malos, pero no tanto”.

Y continuó: “A veces es difícil creer que hicieron lo que hicieron. Está
claro que hicieron cosas asquerosas. Pero ya se sabe que eso es lo que pasa
en las guerras civiles. Siempre quise pensar que puesto ante la misma
situación, hubiera hecho las cosas de otra manera. Pero no lo sé”.

Altholz, que representa a los Henríquez, dice que ve una ironía en esto:
“Estos individuos asumieron un papel en el combate contra el ‘demonio
comunista’ representado por las Farc y su identidad paramilitar mitiga en
vez de agravar sus casos”.

Un oficial colombiano dice que esperaba penas mucho más duras a cambio de
perder a los hombres al sistema de justicia de Estados Unidos.

“Todos hicimos muchos sacrificios para perseguirlos”, dijo. “A mí me
amenazaron. Desplazaron a unos compañeros míos. Después mataron a varios
compañeros míos. Nosotros creíamos que la justicia estadounidense iba a ser
más drástica. Creíamos que iban a recibir penas más justas con todo el daño
que hicieron, por lo menos penas superiores a 20 años”.

En los casos examinados por The New York Times, las sentencias que pudieron
revisarse (algunas están selladas) iban desde libertad condicional a 30
años. Pero “la sentencia cumplida” era más fácil de comprobar y porque
muchos de ellos vieron sus sentencias reducidas a “sentencia cumplida”; se
usó eso como parámetro para medir.

A cambio de su colaboración, muchos consiguieron reducciones de condena,
algunas veces antes, otras veces después y otras veces tanto antes como
después.

Hubo una excepción notable

La fiscalía de Nueva York rechazó permitir que Diego Murillo Bejarano, Don
Berna, pudiera cambiar información por beneficios de condena. Lo condenaron
a 31 años. El único paramilitar que recibió una condena de más de 30 años
además de él espera una reducción de entre el 35 y el 50 por ciento de la
condena gracias a su cooperación, según sus abogados.

En una ocasión, un juez de Florida obstaculizó la idea de una segunda
reducción de condena a un jefe paramilitar. Así se llega a una situación,
según el juez William Terrel Hidged, en la que cualquier reducción de
condena “tiende a denigrar la seriedad del comportamiento del sujeto acusado
y amenaza con provocar que el público le pierda respeto a la administración
de la justicia criminal”.

Cuando Herbet Veloza García, conocido como HH, fue condenado esta primavera
en un tribunal federal en Manhattan, el fiscal lo llamó un “acusado
extraordinario por su conducta criminal grave, pero también por su
extraordinaria cooperación”.

En este caso, como en la mayoría, no es posible determinar con certeza el
grado en que esa cooperación ha sido útil para el gobierno de Estados Unidos
porque la información específica no es de acceso público. Pero Veloza, según
Rubén Oliva, su abogado, “dio una confesión completa” que permitió su propia
acusación y su “asistencia sirvió para dar varios golpes a varias
organizaciones importantes y a las peligrosas y corruptas organizaciones
establecidas para servirles”.

Refugio tras salir de prisión

El gobierno de Estados Unidos encontró a Veloza responsable de traficar más
de 450 kilos de cocaína. Sentenciado a 11 años y medio, saldrá este otoño
tras haber cumplido siete años y medio tras las rejas en Estados Unidos. Y
entonces, pese “a todas las cosas horribles que has hecho a lo largo de tu
vida”, como le dijo el juez William H. Pauley III, podrá “tener la
oportunidad de comenzar de nuevo”.

Planea quedarse en Estados Unidos, según Oliva, aunque en Colombia le espera
una sentencia del proceso de Justicia y Paz por 85 delitos entre los que se
incluyen tortura y homicidio.

Hasta ahora dos paramilitares han conseguido que Estados Unidos se convierta
en su refugio tras salir de prisión: Juan Carlos Sierra, conocido como el
Tuso, que pasó cinco años en prisión, y Carlos Mario Aguilar, alias Rogelio,
que pasó casi siete.

Ambos tienen órdenes de arresto en Colombia; Sierra en relación con un
asesinato, según la Fiscalía General en Colombia.

Sus familias han recibido asilo político al igual que la familia de un
tercer paramilitar, Mauricio López Cardona, conocido como Yiyo, quien
también ha pedido quedarse. Igual que Guillermo Pérez Alzate, extraditado
con Giraldo y que ha cumplido menos de la mitad de su condena.

Como narcotraficantes condenados, estos hombres no pueden pedir asilo. Piden
una forma de protección poco habitual contra una posible expulsión basada en
la Convención contra la Tortura, y argumentan que serían torturados por su
gobierno, que ahora dirige el presidente Juan Manuel Santos.

“No sugiero que el presidente Santos mienta”, dijo Oliva. “Pero estos
hombres no sobrevivirían fuera del aeropuerto. Literalmente, los matarían al
llegar”.

Samper, hijo de quien fuera presidente de Colombia en los noventa, dice que
ese argumento “no es creíble”.

“Tenemos el mejor programa de protección individual del mundo reconocido por
la Comisión Interamericana de Derechos Humanos”.

El líder paramilitar Salvatore Mancuso fue extraditado desde un aeropuerto
militar en Bogotá a Estados Unidos en mayo de 2008. Credit Policía Nacional
de Colombia, vía Associated Press

Como paramilitar y capo de la droga, Salvatore Mancuso fue un pez más gordo
que Giraldo. Fue también, y a diferencia de Giraldo, un apologeta de
verbosidad excesiva. Una vez que entró en el sistema de justicia
transicional colombiano, habló y habló. Hasta lloriqueó cuando pidió perdón
a sus víctimas.

Después fue extraditado y cuando había pasado casi un año se sintió impelido
a actuar “para evitar el estancamiento y la desaparición virtual” del
Proceso de Justicia y Paz. Al menos eso dijo en una carta llena de
florituras a una extraña amiga —Piedad Córdoba—, senadora entonces por el
Partido Liberal que había sido secuestrada por los paramilitares.

“Respetada senadora”, escribió. “La situación que se suscitó a partir de
nuestra extradición ha generado un estado de indefensión, tanto para las
víctimas, como para nosotros, los postulados”.

En algo parecido a un intento de reconciliación y verdad en privado,
Córdoba, junto a defensores de las víctimas entre las que estaba Cepeda,
viajaron a Estados Unidos para reunirse en la cárcel con Mancuso y otros
paramilitares. Las autoridades no permitieron que The New York Times se
entrevistara con él.

Cepeda dice que le preguntó directamente si sabía quién había asesinado a su
padre, un senador de izquierda, en 1994. El líder paramilitar le dio nombres
a él y a la fiscalía. Llevó seis meses organizar ese encuentro.

“Finalmente, un día se ordenaron las estrellas en el firmamento y fuimos con
una fiscal colombiana y estaba alguien del Departamento de Justicia”,
explicó. “Se logró obtener el testimonio, pero eso soy yo, que tengo
posibilidad de hablar con el gobierno, hablar con el fiscal general, hablar
con personas que están en Estados Unidos. Un campesino de una zona como
Córdoba o de Antioquia, donde hay miles de personas que son víctimas, jamás
van a poder hacer ese ejercicio”.

Los restos de Henríquez se encuentran en el mausoleo de la familia. En 2007,
el abogado de Giraldo entregó las coordenadas que llevaron a las autoridades
hasta sus restos en una fosa común. Su hija, Nadiezha, asistió a la
exhumación con su madre. Credit Tomás Munita para The New York Times

El fiscal general de Colombia y los jueces se sumaron en la protesta contra
el gobierno de Obama, que había heredado los casos. Creían que se estaba
coartando la justicia. Como resultado de esa gestión, en 2010, el
Departamento de Justicia creó un “plan de acceso” que prometía que una
docena de paramilitares estarían disponibles para hacer entrevistas por
video si ellos mismos aceptaban participar en el proceso, lo que era suponer
mucho.

Las autoridades de Estados Unidos dicen que se realizaron al menos 500
entrevistas. Una quinta parte fue con Mancuso y, según un fiscal colombiano
que testificó el año pasado, no sirvieron de tanto.

“En total, conseguimos más o menos el ocho por ciento de lo que teníamos que
conseguir”, según el fiscal Giovanni Álvarez Santoyo, señalando que Mancuso
ha sido acusado de 4800 “asuntos” que van de “asesinato a desaparición
forzada, desplazamiento forzado, reclutamiento de menores, violencia sexual,
esclavitud sexual y delitos relacionados, como secuestro, terrorismo, robo y
destrucción de propiedad”.

Es imposible saber si las cosas habrían sido diferentes si los líderes no
hubieran sido extraditados. Si hubiera habido más verdad, si se habría hecho
más justicia o más rápido, y si los grupos paramilitares habrían sido
desmantelados con mayor o menos éxito.

Iván Velásquez, que lideró la investigación de la Corte Suprema por la
corrupción de los paramilitares, dijo en un foro en Bogotá hace varios años
que la verdad contada por los militares antes y después de las extradiciones
no fue demasiada.

“Muchos de ellos y sus lugartenientes han reducido gran parte de su
‘colaboración’, como solemos llamar su obligación de decir la verdad, a
relacionar de manera descontextualizada los homicidios cometidos,
justificándolos por tratarse de guerrilleros vestidos de civil, mostrando
fosas”.

Garantizar la “no repetición” de las atrocidades habría requerido de mucho
más. “Que se revele los auspiciadores, financiadores, promotores,
beneficiarios o usufructuarios de esas estructuras criminales que en muchos
casos todavía permanecen intactas”, dijo Velásquez.

Durante la última década, 128 exparamilitares han sido condenados en el
Proceso de Justicia y Paz de entre los más de mil detenidos, según el
gobierno colombiano. Pero mientras el país se prepara para un nuevo proceso
de justicia transicional para las Farc, el modelo de Justicia y Paz sigue
presionando.

Al igual que las investigaciones sobre la parapolítica: este año, el hermano
menor de Álvaro Uribe, Santiago, fue detenido por vínculos con un escuadrón
de la muerte, Los 12 Apóstoles.

El expresidente también fue investigado el año pasado por sus propios
vínculos con los paramilitares. Pero al final no se le acusó de nada. Ahora
es senador y cree que la investigación contra él y su familia tiene
motivaciones políticas. Uribe es el mayor crítico del proceso de paz con la
guerrilla de su sucesor y acusa a Santos de lo que le acusaron a él en
relación con los paramilitares: ofrecer impunidad a criminales de guerra.

“Ahora aparecen montones de víctimas en Colombia porque les dan dinero”,
dijo Giraldo en una entrevista desde la cárcel en referencia a las
reparaciones, que pocas víctimas han obtenido. Credit Todd Heisler/The New
York Times

El presidente Santos ha dicho que espera que un dividendo del acuerdo de paz
sea una reducción en el tráfico de drogas que financió el conflicto armado.
Los cultivos de coca han seguido aumentando en Colombia, y en especial en
los últimos dos años.

La extradición como panacea ya no tiene tanto favor del público como antes.
En 2015, las extradiciones a Estados Unidos cayeron a la mitad, 109, de las
que hubo el año en que se extraditó a los líderes paramilitares. Y el nuevo
acuerdo, si los votantes lo aprueban, podría garantizar la protección contra
la extradición de los líderes guerrilleros por tráfico de drogas.

“Si eso puede verse como una contribución de Estados Unidos al proceso de
paz, bienvenido sea”, dijo Kevin Whitaker, embajador de Estados Unidos en
Colombia.

A principios de este año, dos mujeres jóvenes se aproximaron con cautela a
las autoridades de Santa Marta. Habían decidido revelar que habían sido
víctimas de la violencia sexual de Giraldo incluso después de su rendición y
promesa de no volver a cometer crímenes. Tenían menos de 14 años y las
habían llevado con Giraldo como visitas conyugales primero en una zona de
detención especial de paramilitares y luego en una cárcel.

Sus acusaciones eran tan sensibles que ahora están bajo protección. “Este
año, me tocó la protección inicial de las dos chicas que denunciaron y las
sacamos de la zona debido a que los hijos de Giraldo iban a matarlas”, dijo
Zúñiga, la jefa de seguridad de Santa Marta.

Giraldo dijo que eran mentiras.

“Ahora aparecen montones de víctimas en Colombia porque les dan dinero”,
dijo en referencia a las reparaciones, que pocas víctimas han obtenido.

Si se prueban, esas acusaciones serían la base que serviría para denegar a
Giraldo la sentencia de ocho años que obtendría bajo el amparo del proceso
de Justicia y Paz. Afrontaría el resto de su vida en prisión. Si Estados
Unidos decide enviarlo de vuelta.

Y eso es en lo que se apoyan los Henríquez.

Les llevó casi ocho años conseguir que Estados Unidos las aceptara como
víctimas para poder participar en el caso de Giraldo. Sus abogados adoptaron
un enfoque nuevo al argumentar que la ley de derechos de las víctimas de
2004 es aplicable. Explicaron que aunque Henríquez era una víctima
extranjera de un crimen cometido en el extranjero, su crimen fue
consecuencia de la trama de narcotráfico en la que participaba y de la que
se declaró culpable.

El Departamento de Justicia no estuvo de acuerdo y no intercambió opiniones
con los Henríquez sobre las decisiones del caso ni les informó de los pasos
del procedimiento.

Bela Henríquez Chacín, a la izquierda, y su hermana, Nadiezdha, ven fotos de
su padre en el Centro Nacional de Memoria Histórica de Bogotá. Bela dará una
declaración cuando sentencien a Giraldo en Washington el mes que viene.
Credit Tomás Munita para The New York Times

La familia permaneció en la más completa oscuridad porque el Departamento de
Justicia hizo que el juez sellara los archivos del caso, así como la moción
en la que solicitaba esa restricción de información. No fue hasta que un
comité de periodistas por la libertad de prensa presentó una demanda el año
pasado, que se abrió el legajo del caso Giraldo.

Aunque el juez denegó en un principio que los Henríquez fueran víctimas,
cambió de opinión después de que una corte de apelaciones le pidiera que lo
reconsiderara: “Creo que los peticionarios han establecido que su argumento
de que si no fuera por la implicación del acusado, el fallecido no habría
sido asesinado”.

Feitel, que considera que los Henríquez son “falsas víctimas molestas que
ladran a espaldas de mi cliente”, se enfadó. Visto con perspectiva, Paul
Cassell, quien fue juez federal y es experto en derechos de las víctimas,
dijo que los casos de narcotráfico suelen tratarse como casos sin víctimas.
“Esto crea un precedente real”, dijo. Podría tener consecuencias para capos
violentos como Joaquín Guzmán, el Chapo, cuya extradición ya ha sido
aprobada por México.

Después de la vista judicial de marzo, Altholz llamó a las hijas de
Henríquez a un aparte fuera del edificio de los tribunales. “Ganamos”, dijo.
“Ganamos”.

A la familia Henríquez no le gusta hablar de los avances en el caso porque
despierta de nuevo una sensación de dolor. “Somos como esos muñequitos de
goma de un botoncito y se desbaratan”, dijo Bela Henríquez. “Pero fui
contenta”. Nadiezhda fue más cauta.

“Los derechos son meramente procesales”, dijo. “Tiene su sentido pero
también es bastante limitado en lo que está internacionalmente reconocido a
las víctimas como su derecho: verdad, justicia y reparación”.

Dijo que durante la persecución de estos paramilitares, el gobierno de
Estados Unidos se implicó en “negociaciones sobre justicia, y eso no es
justicia”. Se centraron en el daño causado a Estados Unidos y no “en lo que
nos hicieron”.

¿Qué tipo de sentencia quieren los Henríquez para Giraldo? “Queremos el
tiempo suficiente para que esto se desmantele, para que en mi tierra haya
paz”, dijo Nadiezhda.

Si se desmanteló en realidad a los paramilitares y qué papel jugaron las
extradiciones, es un asunto a debate en Colombia. Pero las bandas criminales
—bacrim, en la abreviatura que se usa habitualmente, que nacieron después de
que los paramilitares se diluyesen— son consideradas sucesoras formales de
los paramilitares en el acuerdo de paz actual.

Cerca de Santa Marta, el estallido más reciente de violencia neoparamilitar
sucedió a finales de 2013. Cientos de civiles tuvieron que dejar sus pueblos
durante un enfrentamiento entre el Clan Giraldo y un grupo rival que duró
cuatro meses y dejó cientos de muertos. Desde entonces, los parientes de
Giraldo luchan entre ellos por el control.

“Si Giraldo estuviera en la cárcel aquí y no en Virginia, no veríamos esta
disputa territorial”, dijo Zúñiga. Y añadió: “No creo que Santa Marta esté
preparada para su regreso”.

Bela Henríquez, que espera su visa para ir a Estados Unidos, espera poder
mirar a la cara en una sala de audiencias al hombre condenado en rebeldía
por la desaparición de su padre.

“Yo no sé qué estará pensando Hernán Giraldo, pero por lo menos que tenga
que ver con los crímenes que cometió en Colombia, que no quede en el
olvido”, dijo. “Que tenga que reconocer que su negocio cobró vidas y no
solamente una vida de un líder o una vida de una comunidad, sino que
influencia la vida de todo el país. Afectará no solo a las familias que
tenían que cargar con el peso de la violencia, sino que influencia la vida
de todo el país, la historia de todo el país, de generaciones en adelante”.

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