Oriente Medio/ El imperio en la era de Trump [Gilbert Achcar - entrevista]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Dic 25 14:20:06 UYT 2017


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Correspondencia de Prensa

25 de diciembre 2017

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Oriente Medio

Entrevista a Gilbert Achcar

El imperio y Oriente Medio en la edad de Trump

El anuncio por Donald Trump de que EE UU va a reconocer a Jerusalén como
capital de Israel y trasladar la embajada estadounidense a esta ciudad ha
provocado una oleada de protestas en todo Oriente Medio y más allá. Pero la
influencia de Washington en la región está en declive desde hace algún
tiempo debido a una serie de reveses.

Alan Maass

Socialist Worker, 11-12-2017

https://socialistworker.org/

Traducción de Viento Sur

http://www.vientosur.info/

-EE UU se ha concentrado principalmente en derrotar al Estado Islámico (EI)
en Irak y Siria, objetivo que parece haberse alcanzado en gran parte con las
ofensivas encaminadas a expulsar al EI de sus principales bastiones en ambos
países. Primera pregunta: ¿Qué va a ocurrir ahora con el EI?

Está claro que el EI ha sido derrotado, esto no tiene vuelta de hoja.
Pensaba que había construido un Estado, un califato que duraría mucho tiempo
en una franja muy amplia del territorio de Siria e Irak, y básicamente ha
perdido todo esto. Ha durado unos tres años hasta el hundimiento. Se podría
decir que ya ha sido todo un logro para el EI haber controlado un territorio
tan vasto durante tanto tiempo contra prácticamente todo el mundo, no en
vano es el único grupo contra el que se ha formado cierta unanimidad entre
todas las demás fuerzas involucradas en la región.

El EI ha sufrido una grave derrota, pero esto no significa que vaya a
desaparecer. Muchos de sus combatientes han logrado pasar a la
clandestinidad en Irak y Siria, y cuentan con secciones en otros países. Y
como vemos en el caso de Al Qaeda, el terrorismo puede seguir activo durante
mucho tiempo a través de redes clandestinas. Estoy seguro de que veremos
muchas de estas acciones terroristas en el próximo periodo, pues no existe
ninguna vía real para acabar con este flagelo sin cambiar las condiciones
que lo producen.

Hoy en día, estas condiciones son bastante complejas. Incluyen, en primer
lugar, el terrorismo de Estado, empezando por el de Israel y el perpetrado
por la dominación imperialista occidental en la región. Muchas de las cosas
que han ocurrido en todo el mundo desde 1990 tienen sus raíces en las
guerras desatadas por EE UU contra Irak en 1991 y 2003 y la subsiguiente
ocupación de este país. Pero también hay muchos regímenes despóticos en la
región que practican el terrorismo de Estado y generan un odio similar,
creando de este modo un terreno fértil para grupos como el EI.

Globalmente estamos asistiendo a lo que califiqué, en un libro que escribí
después del 11 de Septiembre, de “choque de barbaries”. La barbarie del
fuerte crea las condiciones para la contrabarbarie del débil. Esto es lo que
hemos estado viendo –y que seguiremos viendo, me temo–, tanto si la barbarie
del fuerte es la de EE UU, la más mortífera de todas, como la de Rusia o de
regímenes despóticos de la región como la tiranía de Asad en Siria, el más
bárbaro de los gobiernos regionales, o la dictadura de Sisi en Egipto, por
solo señalar a dos.

-La otra cara de la cuestión que se deriva de la conquista de los bastiones
del EI en Irak y Siria es dónde queda ahora el imperialismo estadounidense.
¿Cuál es la situación de EE UU en relación con los poderes regionales en
Oriente Medio y sus rivales imperialistas internacionales?

No cabe duda de que EE UU se halla en el punto más bajo de su influencia en
la región desde 1990. Entonces fue cuando EE UU intervino, desplegando un
contingente masivo de fuerzas en la región en los prolegómenos de la primera
guerra contra Irak. EE UU alcanzó entonces el punto culminante en la
historia de su hegemonía regional. Esto ocurría en un momento en que la
Unión Soviética estaba agonizando, de modo que Washington se hizo con el
control total de la situación en Oriente Medio. Si comparamos la situación
actual con aquel punto álgido, veremos qué bajo ha caído EE UU.

La ilustración más clara de ello fueron las revueltas de 2011. Fue el año en
que EE UU tuvo que salir de Irak sin haber logrado ninguno de los objetivos
de la ocupación, dejando atrás un país que había pasado a estar controlado
por el archienemigo regional de Washington, Irán. Teherán ejerce ahora una
influencia mucho más decisiva sobre el gobierno iraquí que Washington. 2011
fue también el año en que los principales aliados de Washington se
enfrentaron a revueltas masivas. Fue el caso de Hosni Mubarak en Egipto,
después del dictador tunecino Zine El Abidine Ben Alí. Les siguió el libio
Muamar el Gadafi, que se había pasado al bando de Washington en 2003, y
Baréin conoció una rebelión popular que asustó a todas las monarquías del
Golfo.

La intervención militar en Libia en apoyo del levantamiento contra Gadafi
fue la ocasión para aplicar la famosa fórmula de Obama de “dirigir desde la
retaguardia”, fiel reflejo del hecho de que EE UU tuvo un perfil más bajo en
esta intervención que sus aliados europeos de la OTAN, que encabezaron la
operación. Pero esa intervención acabó en un fiasco. El intento de controlar
a la insurgencia libia y canalizarla hacia un desenlace que preservara el
Estado libio fracasó estrepitosamente, y el Estado libio colapsó por
completo. De este modo, Libia se convirtió en el único país árabe en el que
la revolución consiguió tumbar el régimen gobernante, aunque sin que hubiera
ninguna alternativa, y mucho menos una alternativa progresista. El caos fue
la consecuencia.

La “solución yemení” –un compromiso entre el grupo dirigente de este país y
la oposición, fraguado por las monarquías petroleras del Golfo con el apoyo
de EE UU y tan elogiado por Obama que lo puso como modelo a aplicar en
Siria– fracasó trágicamente al cabo de menos de tres años.

Por tanto, EE UU ha acumulado toda una serie de reveses en la región desde
la invasión de Irak. La guerra de Irak será recordada en la historia del
imperio estadounidense como un error importante: una ocupación inviable
emprendida por el gobierno de Bush en contra del consejo incluso de íntimos
amigos de la familia Bush que sabían con qué problemas se toparía EE UU. A
resultas de ello, Washington se halla en un punto muy bajo en comparación
con unas pocas décadas antes. Aprovechó la oportunidad de la expansión del
EI a Irak en 2014 para escenificar un retorno limitado. Organizó una
coalición para lanzar una campaña de bombardeos contra el EI, recuperó
cierta presencia en Irak e hizo lo mismo en Siria.

La principal intervención de Washington sobre el terreno en Siria se produjo
al lado de las fuerzas kurdas. Esto es en sí mismo una paradoja, ya que
dichas fuerzas provienen de una tradición de izquierda radical; pese a ello,
fueron la principal aliada de EE UU en la lucha contra el EI en Siria.
Donald Trump ha calificado esto de “ridículo”, declarando que va a ponerle
coto. Todo esto demuestra una vez más la debilidad general de Washington,
mientras Irán expande su poder, influencia e intervención directa en la
región. Y Rusia, desde luego, aparece como el caballo ganador en toda esta
situación, desde Siria hasta Libia.

Moscú comenzó a intervenir directamente en Siria con su fuerza aérea en
2015. En aquel entonces, el gobierno de Obama aplaudió la intervención de
Rusia con el pretexto de que Rusia participaría en la guerra contra el EI.
Sin embargo, todo el mundo sabía que el principal objetivo de Moscú iba a
ser la oposición siria al régimen de Asad, no el EI. En realidad, Washington
dio a Rusia libertad para ayudar el régimen sirio as aplastar a la
oposición. Tras la elección de Trump, pero antes de que este accediera a la
presidencia, Rusia comenzó a prepararse para asumir el papel de
solucionadora en Siria, haciendo de pronto de árbitro entre el régimen y la
oposición, y contando con la colaboración de Turquía e Irán.

Hay una cuestión más en todo esto. En el otoño de 2016, Turquía, enfurecida
por el apoyo de Washington a las fuerzas kurdas en Siria, decidió aliarse
con Rusia, asestando así un nuevo golpe contundente a la influencia de EE UU
en la región. Hoy, Rusia aparece como el país que está ganando terreno en el
conjunto de la región, mientras que EE UU lo pierde. Moscú es actualmente el
puntal más efectivo del orden represivo regional. Después del papel
sumamente brutal que ha desempeñado en Siria, Sisi le permite utilizar las
instalaciones de una base aérea en Egipto para respaldar la intervención de
este país en Libia, junto con los Emiratos Árabes Unidos, en apoyo del
hombre fuerte local, Jaliha Haftar. Todas las monarquías petroleras,
incluida Arabia Saudí, cortejan a Moscú y compran armas rusas.

Está claro que Donald Trump no va a revertir esta tendencia al declive
regional de EE UU. Al contrario, él es el motivo de un nuevo deterioro
rápido de la influencia estadounidense en Oriente Medio.

-Y ahora Trump ha anunciado que EE UU pretende reconocer a Jerusalén como
capital de Israel. ¿Qué repercusiones tendrá esto?

Se trata de un provocación totalmente gratuita que solo podía llevar a cabo
un hombre irracional como Trump; irracional, quiero decir, desde el punto de
vista de los intereses básicos del imperialismo estadounidense.
Definitivamente no sirve a los intereses de EE UU jugar este juego. Trump lo
hace por ninguna razón aparente que no sea complacer al sector más
reaccionario de sus seguidores y satisfacer su narcisismo enfermizo de haber
“cumplido” cuando sus predecesores no hicieron honor a sus promesas
electorales.

Lo ha hecho sin ofrecer nada para tratar de apaciguar a los palestinos. No
ha intentado obtener nada del gobierno de Netanyahu en Israel a cambio de
esta iniciativa. Simplemente no tiene sentido desde el punto de vista de la
política de EE UU en Oriente Medio. El coste para Washington será elevado,
en un momento en que su imagen, por culpa de Trump, ya es terriblemente
negativa en el mundo árabe, el mundo musulmán y el Sur global. Toda mejora,
aunque limitada, de esta imagen que logró Obama ha quedado completamente
anulada y sustituida por la imagen más fea que jamás ha tenido EE UU en el
mundo. El resultado solo puede ser más odio a EE UU, alimentando el
terrorismo, que es el arma de los débiles. Y una vez más, la población
estadounidense tendrá que pagar el precio de la rapacidad de sus
gobernantes, igual que lo hizo el 11 de Septiembre, que fue un resultado
directo de la política de EE UU en Oriente Medio.

-Quiero preguntar sobre otra parte del cuadro: ¿Puedes hablarnos de los
sucesos en Arabia Saudí con las maniobras del príncipe heredero Mohamed bin
Salman?

Lo que está ocurriendo en el reino saudí es, antes que nada, un asunto
interno, es decir, una lucha por el poder. Se trata de una especie de
“revolución palaciega”, que se produce un poco a cámara lenta en el sentido
de que se ha llevado cabo por etapas, hasta la reciente detención dramática
de varios magnates entre los emires y otros miembros de la aristocracia del
país. Asistimos al intento de Mohamad bin Salman [también conocido por sus
iniciales MBS] de adaptar el régimen a un modelo más tradicional de las
monarquías, donde reina un familia más reducida. En el reino saudí, por el
contrario, reina una familia amplia, formada por los hijos de Abdulasis (Ibn
Saud), un rey que tuvo una prole numerosísima –45 varones de un total de
100–, a raíz del número de esposas que tenía: ¡más de 20!

MBS trata de poner fin a esta tradición de la familia saudí y de concentrar
el poder en sus propias manos, inaugurando una nueva línea dinástica. Lo
hace desde su posición de príncipe heredero, ya que su padre es el rey, y
este respalda todo lo que hace, de modo que tiene carta blanca a este
respecto. Es un joven ambicioso que fue nombrado ministro de Defensa en
enero de 2015 –después de que su padre Salman accediera al trono–, cuando
todavía no había cumplido los 30 años de edad. Lo primero que hizo como
ministro de Defensa fue lanzar la guerra en Yemen, una campaña de bombardeos
devastadora y mortífera por parte de los saudíes y sus aliados. Ha sido un
fracaso en el sentido de que la esperanza de que los saudíes y su coalición
resolverían el problema rápidamente no se ha cumplido.

Como se desprende de acontecimientos recientes –especialmente el asesinato
del ex presidente Alí Abdallah Saleh después de que volviera a cambiar de
chaqueta y anunciara la alianza renovada con los saudíes–, están muy lejos
de lograr la victoria. Lo único que han conseguido es provocar lo que ya es
la peor tragedia humanitaria de nuestro tiempo, con cerca de 7 millones de
personas a punto de morir de hambre y cerca de un millón a causa del cólera.

Así que MBS decidió centrarse más en asuntos internos, y eso fue cuando el
anterior príncipe heredero, que había sido designado conforme a la vieja
tradición, fue simplemente depuesto de este cargo y sustituido por MBS. Este
fue un momento clave de la “revolución palaciega”, la primera ruptura
importante con la tradición. Desde entonces, MBS ha ido consolidando su
poder personal eliminando a potenciales rivales. Todo aquel que pudiera
interponerse en su camino ha sido reprimido, detenido y acosado bajo
diversos pretextos, uno de los cuales es la corrupción.

Está claro que MBS recurre a este pretexto porque es popular, y es innegable
que hay una gran podredumbre en el Estado saudí. Pero también es evidente
que no se trata más que de un pretexto. El propio MBS está metido hasta el
cuello en la corrupción: es un hombre joven que puede utilizar cualquier
suma de dinero como le venga en gana, mientras impone la austeridad de los
súbditos del reino. Así lo demostró el año pasado cuando se encaprichó con
un yate perteneciente a un magnate ruso y lo adquirió por medio millar de
millones de euros, alrededor de ¡550 millones! Esto para dar una idea del
personaje de que estamos hablando.

-¿Qué repercusiones tiene esta lucha por el poder en la región? Por ejemplo,
el régimen saudí parece haber intentado intervenir en Líbano, logrando que
dimita su principal aliado local, el primer ministro Saad Hariri. Todos esto
manejos tienen que ver con su inveterada rivalidad con Irán, ¿no es cierto?

El reino saudí está cada vez más preocupado con el expansionismo iraní,
primero en Irak, después en Siria, y ahora en Líbano. Existe ya un corredor
de dominación iraní que va de Teherán a Beirut y que incluye la presencia
militar de Irán, directa o por delegación. Los saudíes están muy preocupados
con esto porque para ellos Irán es su archienemigo. Esto es así desde la
revolución islámica en Irán, que acabó con la monarquía en 1979, una
auténtica pesadilla para los saudíes, que aquel mismo año asistieron a una
revuelta ultrafundamentalista en La Meca.

Cuando Salman accedió al trono en 2015, lo primero que hizo fue adoptar una
política de unificación de las fuerzas suníes en la región en torno al reino
saudí. Aplicó esta política durante varios años, restableciendo incluso las
relaciones, hasta cierto punto, con los Hermanos Musulmanes. Esto continuó
hasta que Donald Trump se hizo con la presidencia de EE UU. Trump,
aconsejado por el siniestro Stephen Bannon, presionó a favor de un cambio de
política y de una escalada de la tensión con Irán por un lado y los Hermanos
Musulmanes por otro.

Esto condujo, este mismo año, a la ruptura de Arabia Saudí con Catar, que es
el principal patrocinador de los Hermanos Musulmanes. Hasta entonces, Catar
participaba en la coalición que bombardea Yemen, pero fue expulsado de la
misma a raíz de este asunto. Fue una maniobra torpe, y más de un tiro salió
por la culata.

La escalada contra Irán es lo que condujo al reciente episodio con Líbano.
Hariri depende totalmente de los saudíes. La familia Hariri amasó su fortuna
en el reino saudí, gracias a sus conexiones con miembros de la familia
reinante, lo cual es un requisito indispensable para hacer dinero en este
país. El mensaje que enviaban los saudíes es que “no queremos que los
nuestros, es decir, Hariri, participen en un gobierno libanés que está
dominado por los proiraníes, es decir, Hisbolá”.

Este fue el mensaje. Pero incluso este cayó en saco roto debido a la
intervención de gobiernos occidentales, entre ellos EE UU y Francia. El
presidente francés, Macron, desempeñó un papel activo sacando a Hariri del
reino y haciendo que volviera a Líbano, donde está buscando ahora de nuevo
alguna forma de compromiso, que es a lo que los saudíes querían poner fin.
La situación allí, de todos modos, es sumamente inestable.

-¿Puedes formular algunas conclusiones generales sobre el balance de la
revolución y contrarrevolución ahora, casi siete años después de la
primavera árabe? En el pasado has escrito diciendo que hay que entender la
situación como un proceso en curso, no fragmentado en diferentes episodios,
sino formando un continuo. ¿Puedes desarrollar este punto de vista?

El punto de partida es la comprensión de que lo que se llamó la primavera
árabe no se limitó a las cuestiones de democracia y libertad, como la
presentaron los medios. Fue una explosión social y económica mucho más
profunda, fruto de la acumulación de agravios de carácter social. Tasas de
desempleo récord, especialmente entre la juventud; bajos niveles de vida;
pobreza… todo esto colmó el vaso en 2011. Por esto insistí en la época en
que entonces había comenzado lo que llamé un “proceso revolucionario
prolongado”, un proceso que traería muchos, muchos años de turbulencias, y
hoy podemos decir con certeza: décadas.

Esta parte del mundo no volverá a estabilizarse durante mucho tiempo, en
efecto, porque la condición de la estabilización radica en un cambio
político y social radical, un cambio que encaminara a la región hacia un
tipo de desarrollo económico y social muy distinto. Sin este cambio radical,
la inestabilidad de Oriente Medio no se superará. El problema inmediato
estriba en estos momentos en que las fuerzas progresistas que afloraron en
la primavera árabe se quedaron marginadas en todas partes pocos años después
de 2011. Desde entonces, la región ha quedado desgarrada entre dos fuerzas
reaccionarias.

Por un lado están los regímenes, o lo que queda de ellos en los países en
que fueron derrocados o se vieron debilitados significativamente. Y por otro
están las fuerzas fundamentalistas islámicas, sobre todo los Hermanos
Musulmanes, patrocinados por Catar, y los salafistas, inspirados por los
saudíes; estas fuerzas surgieron en las décadas de 1970 y 1980 sobre las
cenizas a una anterior oleada de actividad de izquierda, en la que
desempeñaron un papel clave partidos nacionalistas y comunistas. Lo cierto
es que el conjunto de la región se ha desplazado a partir de 2013 de la fase
revolucionaria anterior, llamada primavera árabe, a una fase
contrarrevolucionaria. Esta última se caracteriza por el choque entre los
dos polos contrarrevolucionarios, el de los regímenes y el de sus rivales
fundamentalistas islámicos.

Esto es lo que hay detrás de las guerras que han estallado en Libia, Siria y
Yemen; básicamente, encontramos ambos ingredientes en todas partes. Existen
en la situación que se agrava en Egipto: la forma que adoptaron allí fue el
retorno del antiguo régimen con venganza, aplastando a los Hermanos
Musulmanes. Nos hallamos en medio de esta fase contrarrevolucionaria, pero
al mismo tiempo podemos ver, gracias a numerosos indicadores, que las
cuestiones sociales están en plena efervescencia. No solo siguen estando
allí todos los factores económicos y sociales que condujeron a la explosión
en 2011, sino que encima han empeorado mucho.

Esto dará lugar a nuevas explosiones y nuevos desórdenes: esto es seguro.
Solo podemos esperar que el potencial progresista que afloró con fuerza en
2011 sea capaz de reconstituirse y organizarse para aspirar al poder. Esto
es lo que faltó en la primavera árabe: organizaciones que encarnen este
potencial, dotadas de una estrategia clara de construcción de una
alternativa tanto a los antiguos regímenes como a sus rivales
fundamentalistas.

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