Debates/ Trabajar 6 horas, ¿una utopía? [Esteban Mercatante]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Mayo 4 22:29:55 UYT 2017


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de mayo 2017

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Debates

Trabajar 6 horas, ¿una utopía?

Esteban Mercatante

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Los avances de la robotización y la inteligencia artificial dieron nuevo
vigor al planteo del “fin de trabajo” en los últimos años. Casi todas las
semanas vemos en los medios notas sobre los millones (o hasta decenas de
millones) de empleos que desaparecerán en los próximos años como
consecuencia de su avance. Por eso, si bien los fantasmas sobre el fin del
trabajo vienen desde antes –en 1995 salió el libro de Jeremy Rifkin El fin
del trabajo y ya en los años ‘80 el teórico crítico André Gorz señaló las
mutaciones en el mundo de la producción que ponían en crisis el rol del
trabajo– ahora se ha vuelto una perspectiva más cercana, o al menos así lo
parecería según los pronósticos más alarmistas. El año pasado, el Foro
Económico Mundial que se reúne todos los eneros en Davos presentó
estimaciones que proyectan una caída dramática de la cantidad de asalariados
por introducción de nuevas tecnologías. Todos estos estudios tienen mucho de
alarmista; como muestra Paula Bach en este dossier, la amenaza de la
robotización resulta exagerada a la luz de las tendencias actuales de la
acumulación de capital. Similares conclusiones expone Michel Husson en “El
gran bluff de la robotización”. Sin embargo, por otra parte, la crisis
mundial desatada por la quiebra de Lehman Brothers, que tuvo sus efectos más
perdurables en las economías más ricas de Europa y los EE.UU., complicó aún
más el panorama del empleo. Aún en EE. UU., el país imperialista en el que
el empleo se recuperó más desde el crack de 2008, los trabajos creados son
mayormente en los servicios y el comercio mal remunerados.

En este contexto, poner en discusión la reducción de la jornada de trabajo a
6 horas, parecería más que razonable. Si es cierto que disminuye el volumen
de trabajo a realizar, tanto por factores estructurales de largo plazo
–porque la automatización creciente de los procesos productivos hace que se
pueda producir lo mismo con menos tiempo de trabajo humano– como por razones
más coyunturales pero igual de poderosas –el crecimiento débil que parecería
haber llegado para quedarse en las economías más ricas– ¿por qué no repartir
el trabajo social entre todas las manos disponibles?

A contramano del “fin del trabajo”

Un planteo como este no es del agrado del ejército de especialistas abocados
a la  modernización” de las relaciones laborales para favorecer las
ganancias empresarias. Su rechazo es lógico: la cuestión del tiempo de
trabajo en la sociedad capitalista no es algo que pueda ser tomado a la
ligera. Por mucho empeño que la economía mainstream haya puesto en los
últimos 150 años en tratar de refutar a Karl Marx y a economistas clásicos
como David Ricardo y Adam Smith que reconocían en el trabajo la fuente única
del valor –y por lo tanto de la ganancia– a la hora de la verdad los dueños
de los medios de producción y sus gerentes saben que cada segundo cuenta.
Obtener más trabajo por el salario que se paga es una de las claves para
incrementar la tasa de rentabilidad.

No sorprende entonces que a pesar de las posibilidades técnicas planteadas
por el  incremento de la productividad, en el siglo XXI se trabaje tanto –o
más– que en el siglo XX. Por tomar un ejemplo, en los EE. UU. la
productividad se duplicó entre 1979 y 2016 según el U.S. Bureau of Labor
Statistics (y se triplicó desde 1957). Sin embargo, si al comienzo de este
período las horas trabajadas a la semana en la ocupación principal en los
EE. UU. eran de 37,8, en 2016 fueron de 38,6. Se trabaja más, y no menos,
que hace 40 años.

La situación no es muy distinta en otros países imperialistas. En Francia,
que en el 2000 introdujo la semana corta de 35 horas laborales, estas ya
casi no se aplican, entre horas extras y días de vacaciones. El ataque
comenzó tempranamente, en 2003 con la ley Fillon (por el entonces ministro
François Fillon, hoy candidato de la derecha para las elecciones
presidenciales), que cambió las horas extraordinarias aceptadas desde 130 a
200 al año, y mantuvo la posibilidad de que las empresas impongan horas
extras. En 2015-2016 la ley Macron (también ahora candidato “independiente”
para estas elecciones) estableció la obligación de trabajar el domingo en el
comercio, igualó el trabajo nocturno con el trabajo por la tarde y extendió
el tiempo de la jornada laboral hasta 12 horas diarias y 60 semanales. La
decisión posterior del Senado para reintroducir las 39 horas en lugar de 35,
fue un paso más en el camino de avalar la eliminación de todas las barreras
legales a la libertad de los empresarios para explotar el trabajo. Según
Eurostat en Francia trabajan 40,5 horas a la semana. El hoy alicaído
candidato Fillon quiere pasar a 39 horas semanales, pero pagar solo 37,
“para ganar competitividad” (planteo que parece salido de la boca de algún
CEOcrata argentino).

En Alemania, apelando al chantaje de la deslocalización del trabajo hacia el
Este, Siemens impuso en abril de 2004 a los trabajadores de la fábrica en
Bocholt un acuerdo que se consideró “una ruptura de época en la historia
económica de la República Federal”: el regreso de 35 a 40 horas sin ningún
tipo de aumento de los salarios. En el mismo año Opel obligó a los
trabajadores y al sindicato a acordar una semana de trabajo de 47 horas a
cambio de una promesa –incumplida– de no despedir. Las estadísticas hablan
por sí solas: en Alemania la proporción de trabajadores de sexo masculino
que trabajan entre 35 y 39 horas ha caído de 55 % en 1995 al 24,5 % en 2015;
la proporción de los que trabajan 40 horas o más aumentó en el mismo período
del 41 % a 64 %. Tomando el total de trabajadores, hombres y mujeres, el
primer rango cayó de 45 % a 20,8 %, mientras el segundo ascendió de 32,7 % a
46 %.

Cambiar… para peor

Sin embargo, las relaciones laborales actuales no se ajustan a las
necesidades de las empresas que apuntan hacia una mayor flexibilidad,
entendida esta siempre como menos derechos para los trabajadores y menos
obligaciones para los empleadores. Hoy, una de las principales impugnaciones
a la tradicional jornada de 8 horas viene por parte de las propias empresas.
Y no precisamente porque busquen liberar a los asalariados de la  pesada
carga del trabajo.

Más aún, es la propia relación salarial lo que se reformula: empresas como
Uber construyen grandes emporios contando con una plantilla laboral mínima,
mientras el servicio que define a la empresa es llevado a cabo por
trabajadores “independientes”. Esto, que ha dado en llamarse la “economía
gig”, viene acompañado de nuevas técnicas de persuasión o coerción para
arrancar más trabajo de estos trabajadores independientes. “Les mostramos a
los conductores áreas de alta demanda o los incentivamos para que conduzcan
más”, admite un portavoz de Uber1. En el caso de Amazon, una investigación
de la BBC mostró que los conductores encargados de su reparto, en Gran
Bretaña, estaban forzados a trabajar 11 horas o más, e incluso hacer sus
necesidades dentro de sus vehículos para poder cumplir con las exigentes
metas de entregas de la compañía, que podían llegar hasta 200 paquetes
diarios. Incluso así, a pesar de lograrlo, en muchos casos apenas cubrían el
equivalente a un salario mínimo, ya que debían hacerse cargo de los costos
de alquiler del vehículo (o mantenimiento si era propio) y seguro2. Sí, es
la misma Amazon que inauguró un local sin cajeros en Seattle, mostrando acá
un rostro bastante menos amable y vanguardista: el de la economía “gig” como
un salto más en la extensión del “precariado”. ¿Qué tienen en común un caso
y el otro, y los de muchísimas empresas similares en todo el mundo? Que sus
“colaboradores” son contratistas independientes, que carecen por tanto de la
mayoría de las protecciones asociadas con el empleo.

Hay también otras propuestas de cambios en la jornada. Carlos Slim, el
magnate mexicano de las telecomunicaciones, ha planteado que su método para
“repartir” el trabajo: jornadas de 3 días a la semana… ¡11 horas por día! A
cambio, “la gente se jubilaría a los 75”. Trabajar menos días, aunque en
jornadas interminables… y por mucho más tiempo de la vida. Una propuesta
que, al menos en este último aspecto, puede resultar del agrado del gobierno
de Macri, que tiene en carpeta el aumento de la edad jubilatoria, plan que
empezará –de lograr sus objetivos– por igualar la edad de retiro de los
hombres y las mujeres, extendiendo la de estas últimas a 65 años.

Sean felices y produzcan más

Por si hicieran falta más indicadores de que algo está pasando –y algo tiene
que cambiar– con la duración de la jornada de trabajo, está el hecho de que
hay varios casos de empresas que han comenzado a acortar la jornada, a pesar
de que cada minuto de trabajo que  sacrifican es un “costo de oportunidad”
para los empresarios. Lo hacen, obviamente, no por ninguna vocación
caritativa sino apuntando a lograr a cambio mayor productividad  durante el
tiempo que sus empleados están en el trabajo. Suecia puso a prueba una
iniciativa en el sector público de la asistencia a los ancianos donde se
redujo la jornada a 30 horas semanales (6 horas diarias). Según la
evaluación realizada las enfermeras se declaraban más felices, mejor
remuneradas (es como si la hora de trabajo se pagara un 33 % más) y su
productividad aumentó. Aunque su trabajo le costó más caro a la
administración de las empresas, y esto terminó determinando a comienzos de
este año el abandono de esta experiencia, el cuidado de los pacientes mejoró
ya que las enfermeras se cansaban menos.

La posibilidad de ganar en productividad es lo que impulsa a muchas empresas
a   experimentar también con la reducción de la jornada de trabajo, aunque
se trata de experimentos limitados. Toyota (en su filial sueca) es una de
las firmas que lo ha hecho, así como varias firmas del sector tecnología. En
la mayoría de los casos, siguiendo con la tendencia que analizamos en los
apartados previos, la contracara de la reducción del tiempo pasado en la
oficina es el aprovechamiento de la mayor conectividad para hacer que los
empleados sigan realizando tareas fuera del horario de trabajo.

Estas experiencias, aunque aisladas y sin marcar como vimos ninguna
tendencia hacia la reducción de las horas trabajadas, desmienten la idea de
que sea imposible avanzar hacia la reducción de la jornada. Muestran también
que si del capital depende, esto solo podría ocurrir a cambio de mayor
productividad (intensidad del trabajo) y sin que permita –al menos no del
todo– que los que quedan desempleados puedan volver a obtener un trabajo, ya
que cualquier reducción del tiempo de trabajo buscarán compensarla con mayor
productividad (aunque las 35 horas en Francia generaron un aumento del
empleo como consecuencia de la reducción de la jornada). Que sea de otra
forma, es decir, que la reducción de la jornada vaya acompañada de un
reparto de las horas de trabajo para asegurar que todos los que están en
condiciones de trabajar puedan hacerlo ganando un salario acorde a la
canasta familiar o superior, implica en cambio afectar la ganancia para
asegurar el empleo.

Derecho contra derecho

En 1930, a un año de iniciada la Gran Depresión, el Lord John Maynard Keynes
publicó “Las perspectivas económicas para nuestros nietos”, un texto en el
que a pesar del penoso presente, se mostraba confiado sobre las perspectivas
futuras que ofrecería en el futuro el desarrollo de la productividad.
“Podría predecir que el nivel de vida en los países avanzados dentro de cien
años será entre cuatro y ocho veces más alto de lo que es hoy”. Considerando
esta perspectiva, confiaba en que “turnos de tres horas o semanas laborales
de quince horas” serían más que suficientes para satisfacer las necesidades
económicas. Como ya hemos visto, el aumento de la productividad le dio la
razón a la previsión de Keynes en la mayor parte de los países ricos, pero
no ocurrió lo mismo con las horas trabajadas.

Las posibilidades creadas por el desarrollo de la técnica, en manos del
capital, se convierten en una pesadilla para los trabajadores. El auge de
las comunicaciones y el abaratamiento de los costos de transporte de las
últimas décadas no redujeron las horas de trabajo en los países
industrializados, sino que disminuyeron la cantidad de trabajadores
ocupados; en parte por la automatización de tareas en las actividades
productivas que se siguen haciendo en las economías ricas, y en parte porque
los empleos se relocalizaron en los países donde la fuerza de trabajo es más
barata y donde se la puede hacer trabajar también más horas. La subsecuente
degradación en las condiciones de empleo operó aún más en favor del capital,
que ha podido imponer en todo el mundo un “arbitraje laboral”, haciendo que
los trabajadores de los distintos países compitan cediendo en condiciones de
trabajo y remuneración para asegurar el empleo, en una verdadera “carrera
hacia el abismo”3. Las fuerzas productivas hoy disponibles permitirían
ampliamente ofrecer a toda la humanidad el acceso a los bienes y servicios
fundamentales, al mismo tiempo que reducir para miles de millones de hombres
y mujeres la carga del trabajo. Pero esto choca con las relaciones de
producción capitalistas que dependen de la explotación de la fuerza de
trabajo, arrancándole plustrabajo, para asegurar la ganancia que es el motor
de esta sociedad.

Plantear la reducción de la jornada de trabajo mediante el reparto de las
horas de trabajo entre todas las manos disponibles, sin afectar el salario
(garantizando para todos los ocupados un ingreso acorde a la canasta
familiar), apunta a poner sobre el tapete que de ningún modo la única
respuesta ante una crisis del empleo, que adopta diversas formas según los
países, pasa por flexibilizar las condiciones de trabajo y bajar los
salarios, que son las recetas que prescriben los “expertos” al servicio del
empresariado. Respuesta que, además, nunca ha servido para que crezca
significativamente el empleo (ni siquiera en muchos casos para que deje de
caer); lo que logra es solamente degradar la calidad de los empleos
existentes. Tampoco pasa, como ha sido propuesto bajo diversas modalidades,
por ilusionarse con la posibilidad de que el Estado asegure un ingreso
universal tanto para los empleados como para los que no lo están. Se trata
de poner en cuestión cómo se produce y cómo se reparten los frutos de esa
producción.

Llevar adelante esta exigencia, significaría además, poner en cuestión la
naturalidad del “ejército industrial de reserva”, término con el que Marx
caracteriza el rol que juega la fuerza de trabajo desempleada o
semiempleada; su existencia es la que permite que los mecanismos de mercado
operen en lo que respecta a los salarios de forma favorable al capital,
limitando el crecimiento de los salarios en los momentos de auge y
facilitando el descenso de los mismos en tiempos de crisis.

Si están creadas las condiciones para que todos trabajemos menos horas, pero
en manos del capital y para asegurar una ganancia, esto significa que
algunos deben seguir trabajando tantas horas como hace décadas –o incluso
más– mientras una parte creciente de la población es transformada en
“población obrera sobrante”, entonces lo que debe ser cuestionado es ese
monopolio privado sobre los medios de producción, que choca cada vez más
duramente con las necesidades de una mayoría. Vale recordar lo que a este
respecto planteaba León Trotsky en El programa de transición:

Los propietarios y sus abogados demostrarán “la imposibilidad de realizar”
estas  reivindicaciones [de escala móvil de salarios y escala móvil de las
horas de trabajo; NdR]. Los capitalistas de menor cuantía, sobre todo
aquellos que marchan a la ruina, invocarán además sus libros de
contabilidad. Los obreros rechazarán categóricamente esos argumentos y esas
referencias. No se trata aquí del choque “normal” de intereses materiales
opuestos. Se trata de preservar al proletariado de la decadencia, de la
desmoralización y de la ruina. Se trata de la vida y de la muerte de la
única clase creadora y progresiva y, por eso mismo, del porvenir de la
humanidad. Si el capitalismo es incapaz de satisfacer las reivindicaciones
que surgen infaliblemente de los males por él mismo engendrados, no le queda
otra que morir.  La “posibilidad” o la “imposibilidad” de realizar las
reivindicaciones es, en el caso presente, una cuestión de relación de
fuerzas que solo puede ser resuelta por la lucha. Sobre la base de esta
lucha, cualesquiera que sean los éxitos prácticos inmediatos, los obreros
comprenderán, en la mejor forma, la necesidad de liquidar la esclavitud
capitalista.

La propuesta de trabajar menos horas para trabajar todos, sin afectar
negativamente los salarios, pone en cuestión la naturalidad del “derecho”
del empresariado a disponer de la fuerza de trabajo como le plazca en
función de acrecentar sus ganancias, en tanto esta atribución –pilar
fundamental para asentar las relaciones de producción capitalistas– requiere
para perpetuarse un progresivo deterioro para una franja de asalariados. Se
trata de un planteo que solo podría realizarse íntegramente por un gobierno
de trabajadores que se proponga hacer saltar –a nivel internacional– a este
sistema basado en la explotación social. Si el capitalismo ha creado
posibilidades –de reducir el tiempo necesario para asegurar la reproducción
de los bienes socialmente necesarios– que solo pueden llevarse a cabo
cuestionando los mecanismos de explotación que sostienen a este modo de
producción, “no le queda otra que morir”, para abrir paso a una organización
de la producción articulada no en función de la ganancia privada sino de las
necesidades del conjunto social.

Notas  

1) Noam Scheiber, “Los trucos psicológicos de Uber para que sus conductores
trabajen más”, The New Times, edición en español, 6/4/2017.

2) “Amazon drivers ‘work illegal hours’”, BBC, 11/06/16.

3) Esteban Mercatante, “Una carrera hacia el abismo”, IdZ 30, junio 2016.

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