Uruguay/ Claves conservadoras: la "pérdida de valores" y la violencia en la educación [Nilia Viscardi]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Mayo 13 14:35:19 UYT 2017


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Correspondencia de Prensa

13 de mayo 2017

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Uruguay

La “pérdida de valores” y la violencia en la educación: acerca de la
necesidad de cuestionar algunas claves interpretativas 

Nilia viscardi *

La Diaria, 12-5-2017

https://educacion.ladiaria.com.uy/

La idea de que “se han perdido los valores” es uno de los recursos
explicativos que circula con mayor fuerza cuando emergen violencias
asociadas al contexto educativo. Esta expresión parece idealizar un pasado
generoso frente un presente que poco ofrece en comparación con aquella
sociedad integrada y pacífica del Uruguay de mediados del siglo XX. La
“pérdida de valores” de la sociedad (y de los jóvenes) en el mundo de la
educación es repetida no solamente por las generaciones que vivieron ese
mundo, sino por los adultos que lo conocieron por relato ya no de sus
padres, sino de sus abuelos. Los padres y docentes de hoy —cada vez que un
conflicto estalla— ven allí un mundo en decadencia. Se afirma así que no se
perpetúan aquellos valores y que no se han generado nuevos. Habría que
pensar que no hay nuevos horizontes y que nada de los “antiguos valores”
—que no vale la pena cuestionar— ha subsistido. Y tan debilitados están los
lazos entre docentes, estudiantes y padres en las instituciones educativas,
que la única forma de hablar de lo que pasa en una escuela, en un liceo, es,
en apariencia, apelar a la violencia. La única certeza es la de que existe
violencia en los centros educativos —junto a la de que no existen logros
educativos en Uruguay—, y cada vez que un hecho de violencia ocurre y toma
difusión, se reedita la sensación de que los valores se han perdido.

Tal vez la cuestión de fondo no sea la pérdida, sino la dificultad de vivir
sin un conjunto de valores propios de una sociedad en la cual las
jerarquías, la violencia institucional y el patriarcado eran aceptados en el
mundo valorativo propio de la modernidad de inicios del siglo XX. Pues lo
que se lamenta muchas veces es la pérdida de vigencia de un conjunto de
visiones que carecen de validez a los ojos de las nuevas generaciones como
fruto, en parte, de diversas conquistas. Creo que en este lamento no se
observa tanto la dialéctica de las diversas concepciones en torno a los
nuevos logros y conquistas, sino más bien el reclamo de un orden conservador
que confunde jerarquía, orden y silencio con paz, limitando el proceso de
transformación de instituciones que acompañaron tempranamente el desarrollo
nacional del país y cuyas prácticas cotidianas, tradiciones y normativas
expresaban una cultura política en gran parte hoy perimida.

Por lo pronto, no parece acertado afirmar que la vida cotidiana de un centro
educativo se resume a los hechos de violencia que puntual y
circunstancialmente ocurren, ni que todo lo que se denomina “violencia en la
educación” lo es. La indagación más sistemática muestra que parte de
nuestros conflictos, incluso aquellos que devienen en violencias, siguen una
secuencia clara: la sensación que resulta del hecho de que un alumno, un
trabajador, un padre, siente que no son respetados sus derechos. ¿De qué
respeto se habla? En los estudiantes y los jóvenes, de la herida que supone
vulnerar su identidad personal, sus elecciones, sus vínculos familiares y su
lugar de pertenencia. Sobre todo si ello es realizado en clave de
humillación de clase. En los adultos, de la falta de reconocimiento de los
lugares adquiridos en la institución: el cargo y el saber que conlleva ese
cargo. En los padres, el exceso de poder de la institución frente a los
hijos, la humillación de su imagen de adulto frente a sus hijos o el rechazo
a la nota escolar como anticipo del fracaso social.

En contexto

El contexto es conocido. Lejos del progreso, la llegada al siglo XXI nos
encontró luchando contra los efectos devastadores del neoliberalismo y la
pobreza, la carencia de trabajo, el aumento de la violencia delictiva, la
difusión incontrolada de mensajes violentos en algunos medios masivos de
comunicación, la vulnerabilidad de los niños, de los adolescentes y de los
jóvenes, y la desigualdad. Pero si estos datos nos han quitado ilusión,
también debe tenerse en cuenta el modo en que el triunfo de los nuevos
gobiernos conservadores de la región han agravado estas dinámicas. En esta
trama es central revertir las dinámicas de una educación excluyente,
identificando sus prácticas. Y una de sus prácticas consiste en la
sistemática criminalización de las conductas disruptivas de los alumnos en
la escuela o en el liceo, criminalización que se legitima en la falla
normativa y valorativa de estos. 

Es en este estado de cosas que se libra una batalla sistemática en el ámbito
educativo. A nivel de las políticas, se ha continuado con el trabajo de
integración de alumnos, de construcción de escuelas, liceos y centros
educativos terciarios, y se han generado leyes que luchan por plasmar
derechos propios de aquellos valores incuestionables de José Pedro Varela,
pero acordes a las nuevas conquistas. Fundamentalmente la diversidad, la
inclusión, la participación, la no discriminación, los derechos de las
mujeres, la lucha contra la violencia doméstica, los nuevos derechos
sexuales y reproductivos, la protección en materia de salud mediante la
política de la reducción de consumo de tabaco y la regulación de la
producción de cannabis, así como el respeto al medioambiente. Esta
plataforma ha puesto en práctica un programa que amplía los derechos,
integra la voz de los que menos poder tienen en la educación y defiende
nuevas formas de convivencia y participación. Y es una batalla sistemática
aquella que se libra por traspasar los muros de la escuela y articular estas
políticas con los programas escolares y las dinámicas de los centros
educativos. También aquella que se libra para hacer visibles y reconocer un
sinfín de experiencias educativas enriquecedoras que se pierden y
desacumulan. Este trabajo no se hace sin contradicciones, en una
organización estatal vertebrada por un sistema burocrático que se afirma en
tradiciones, normativas y programas de difícil modificación. Muy por el
contrario, se lleva adelante en un contexto aún adverso, que es preciso
continuar desmantelando. Pero es claro que los gobiernos que sostuvieron
esta plataforma en Uruguay fueron aquellos que más aumentaron la inversión
en educación: creció el porcentaje del Producto Interno Bruto destinado a
ella, mejoraron las condiciones salariales de los docentes, y se realizaron
varias inversiones, más allá de que estemos realmente lejos de lo deseable y
necesario.

Asimismo, el avance de la fragmentación educativa, la existencia de
circuitos y opciones en las cuales los diferentes nunca se encuentran,
genera nuevas dinámicas e instala otros problemas: la separación de los
diferentes ha limado la vivencia de las desigualdades de clase más duras en
cada escuela. Pero la experiencia educativa no logrará borrar nunca la
vivencia de las asimetrías, desigualdades y diferencias que existen y
ocasionan sufrimiento escolar. Y esto, sin entrar en valoraciones relativas
a las consecuencias sociales que esta segmentación cultural produce o a las
posibilidades de alterarla en algún sentido. Lo que sí puede la experiencia
educativa es brindar herramientas para resolver el conflicto por vía de la
palabra: manejar la argumentación y generar un espacio de experiencia real
de los derechos y de la participación. Creímos que la igualdad en la forma
(la defensa del uniforme) podría salvarnos de la vivencia de nuestras
asimetrías. Todo muestra que el nuevo programa escolar está enfrentado a
reconocer las diferencias y a enseñar a los alumnos los criterios con los
cuales han de manejarlas democráticamente, comprendiendo su condición y
brindando herramientas para afirmarla o interpelarla de un modo consciente.
Las desigualdades sociales no se resolverán en la escuela. Pero la falta de
educación las radicaliza.

Es en este concierto que el problema de la pérdida de valores como
explicación del aumento de la violencia se hace presente como expresión de
una visión conservadora a la que le cuesta aceptar las nuevas condiciones en
que se produce el intercambio entre las nuevas y viejas generaciones. Pues
la educación ya no es un privilegio que el estado brindaba a los sectores
populares. Es un derecho por el cual deben luchar los responsables de esta,
y eso profundiza la práctica educativa en tanto acto político. La violencia
instituciona,l propia de la vieja y antigua escuela en la que el maltrato
infantil, el castigo, la sanción, eran democráticamente aplicados en todos
los niños, ya no puede ser el sostén del vínculo educativo cuando un
estudiante no muestra interés, cuando desobedece o cuando interpela la
autoridad del docente. Y este es gran parte del dilema: el largo camino que
la institución educativa debe recorrer para educar respetando los derechos
de aquellos sectores vulnerables y cuyo encuentro con el sistema educativo
es muy reciente en la enseñanza media.

Los caminos

Si se parte del presupuesto de que las violencias expresan conflictos
sociales y no psicopatías individuales, y que la forma de trabajarlas debe
pasar por el camino de la integración y de la defensa de los derechos, la
perspectiva no puede suscribir que la violencia en la educación, cuando
ocurre, sea el objeto de una política criminal —bullying— o de seguridad.
Debe ser el objeto de una acción educativa. Es en los centros de enseñanza
en que a las conductas violentas de niños, adolescentes y padres debe darse
una respuesta. Y esta respuesta puede tener dos sentidos. El primero,
incriminar a los más vulnerables —pues la violencia de niños y adolescentes
es la violencia de los vulnerables— y reforzar la exclusión. Ni que hablar
de los efectos que estas prácticas tienen cuando estas respuestas se
producen en los niños y adolescentes pobres, que suman a la vulnerabilidad
que la infancia y la adolescencia suponen, la debilidad que la falta de los
soportes sociales y económicos implican. El riesgo es el de reeditar una
versión educativa del Estado como agente punitivo. El segundo sentido pasa
por potenciar los derechos de los niños y adolescentes trabajando la cultura
política de los centros, sus relaciones de convivencia y educando en el
marco de un estado de derecho en el cual la ley no aparece solamente para
restringir y prohibir, sino también para expresarse, ser escuchado y
vincularse con otros. La prevención del malestar se juega en la capacidad
que un centro educativo tiene de impulsar un modelo de resolución del
conflicto que ponga en palabras el desencuentro antes de que este llegue a
manifestarse en la violencia contra el cuerpo. Y esa es la esencia de la
democracia: la constitución de ciudadanía. Por lo tanto, cada director, cada
docente, tiene por misión formar ciudadanos que puedan argumentar,
identificar los desencuentros y resolver el conflicto por la vía democrática
y de la participación. También, el de favorecer la hospitalidad y no la
hostilidad en los vínculos con la comunidad.

Este segundo camino, es claro, continúa a contrapelo de las tendencias que
reclaman rejas, alarmas, funcionarios policiales, asistencialismo y
derivación psicológica y que han brindado cierta tranquilidad a los actores
de la educación sin por ello resolver el problema del conflicto escolar. Se
trata, por tanto, de objetivar la matriz disciplinaria del sistema —el
conjunto de prácticas que regulan los cuerpos y en las cuales las sociedades
modernas forjaron sus instituciones sociales— que se aliaba a una noción
restrictiva de la norma y de las reglas escolares. En este escenario, la
creciente pérdida de eficacia simbólica y material del conjunto de mandatos
morales, normativos y disciplinarios que el sistema intenta refrendar
alimenta la frustración cotidiana de docentes y estudiantes, estimulando el
crecimiento de respuestas de defensa social, de culpabilización, de
estigmatización del otro y de patologización del conflicto escolar.

En estas pugnas por reconfigurar el sentido de la educación, la cuestión de
la cultura y de los jóvenes es clave en relación al debate sobre normas y
valores. Específicamente, la expansión del sistema educativo a amplios
conjuntos de la población que se consolidó a mediados del siglo XX, generó
las bases para la identificación entre integrantes de las generaciones de
jóvenes. Y una vez generadas estas bases, los jóvenes pasaron a ser una
cuestión de sociedad, un cuerpo sobre el que había que producir efectos:
apareció la necesidad de producir jóvenes capacitados que terminó en la
expansión, la larga duración de la formación escolar y la prolongación de la
adolescencia y de la juventud. Asimismo, junto a este proceso de
diferenciación social establecido en función de criterios de edad también
fueron adscriptos a los jóvenes un conjunto de valores que, se entendía,
poseían en función de esta pertenencia generacional, tales como la
autenticidad y la tendencia al cambio o al cuestionamiento del orden social.

Allí se inscribió también la fuente del riesgo. Hasta nuestros días se
reitera que la debilidad normativa de los adolescentes y jóvenes anticipa la
falla social, amenazando la reproducción social y la estabilidad del
sistema. Y el debate entró en un círculo vicioso. Si falla la socialización,
la explicación remite a sus dos fuentes básicas: familia o escuela. Si se
culpa a la familia, se culpa a la sociedad; si se culpa a la escuela, se
culpa al Estado. Otra posibilidad es salvar a la familia, salvar al Estado y
culpar a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes, que, en definitiva,
siempre tienen menos posibilidades de defenderse.

Pero fue también en tal panorama, en que el rol de los jóvenes se comprendía
en el marco de las relaciones entre familia, trabajo y educación, que se
produjeron los cambios que alteraron las relaciones de juego y las
jerarquías que situaban a los jóvenes como receptores pasivos o inadaptados
sociales. La participación política de las nuevas generaciones que irrumpió
en el escenario de los años 60, así como los procesos culturales vinculados
a la difusión de los medios de comunicación, que generaron un código y una
estética juvenil que fueron capitalizados como signos de belleza, colocaron
a los jóvenes en un lugar central, modificando algunas categorías
específicas del poder de los más viejos. Contradictoriamente, hoy, lo
juvenil y sus símbolos son referentes estéticos y valorativos de las
sociedades contemporáneas. Referentes capitalizados sobre todo en una
dinámica de mercado que signa las reglas de los medios masivos de
comunicación pero que tiene diversas brechas. El arte, tal vez, continúe
siendo un espacio de interpelación tanto a los símbolos de esta cultura
dominante, como a sus formas más tradicionales de expresión.

Desafíos

No ha sido sencillo, para el sistema de enseñanza, enfrentar el desafío de
una sociedad joven, de la imagen que interpela la jerarquía de la escritura
y el saber enciclopédico cuando su estructura centraliza su mando en el
poder de los adultos. Tampoco ha sido sencillo reiterar el discurso del
trabajo, cuando a todas luces existe un vínculo entre educación y trabajo,
pero no de un tipo que permita “obligar” a los jóvenes a estudiar. Sí, tal
vez, a realizarse profesional y laboralmente, cuando las reglas del juego
del mercado de trabajo al que se sienten destinados así lo anticipan a sus
ojos. Se recrudece, en este contexto, el discurso sobre la falta de valores
y el problema de la falta de respeto en la experiencia cotidiana de los
centros educativos. Para muchos docentes la falla proviene del hogar: la
familia no transmite valores y eso se observa en el desconocimiento de las
jerarquías y de las obligaciones. Se reclama el respeto a la autoridad
docente fundada en el lugar del cargo y la importancia del “saber”, el
silencio como símbolo de orden y escucha que conlleva al “elogio de la
invisibilidad”, el premio a la quietud del cuerpo, la condena del conflicto
y su mirada desde un enfoque de seguridad. Asimismo, mucho del ritual
escolar busca fundar la primacía de la institución enfatizando los valores
de la primera modernidad: saber, jerarquía, adultocentrismo, igualdad como
unidad de la forma, anulación de la diferencia y poder político de la
centralidad educativa.

Es este legado, pilar de una educación propia de la expansión de un Estado
que hizo de la educación pública uno de sus fundamentos, lo que debe
continuar interpelándose y transformándose a la luz de esta voluntad de
hacer educación hoy, con los niños, adolescentes y jóvenes. Ante la
emergencia de las múltiples violencias que llegan a la vida cotidiana de los
centros educativos, es claro que debe trabajarse con ellos desde las nuevas
claves políticas: el rechazo a la discriminación, la inclusión, el diálogo,
la democracia, la escucha y la participación. De este modo, podrán continuar
apropiándose de la parte más igualitaria, constructiva y democrática del
legado y tendrán herramientas para desechar la violencia, la desigualdad, la
discriminación y los peores aspectos de una herencia que muchas veces
reproducen desde el lugar de los más vulnerables y carentes de diversas
formas de protección social.

El empoderamiento de los sectores más débiles genera siempre amenazas. Su
dificultad en establecer los elementos de su defensa, carentes de colectivos
y obstaculizados por su edad, hace difícil que puedan explicar, dar cuenta y
defenderse de las tensiones que ocasionan conductas y prácticas que no han
generado. La criminalización y destrucción de sus propuestas, prácticas y
acciones es, evidentemente, el mayor de los riesgos en una sociedad que,
frente a la complejidad del conflicto, por momentos reivindica la
simplicidad del castigo y continúa proyectándose en un pasado que idealiza.
Reivindicar la falla socializadora, culpabilizar a las familias carentes,
reclamar por los antiguos valores, ahondar en los psicodiagnósticos que
patologizan a los más vulnerables, medicalizar, derivar y reprimir son
varios de los mecanismos que es preciso desandar para no reproducir una
educación excluyente.

Asumir los desencuentros entre la institución, sus mandatos, sus
tradiciones, acumular sus innovaciones y a la vez aceptar las
transformaciones y los nuevos públicos pueden ser los caminos para aliviar
la sensación de falta de respeto y habilitar al ejercicio de los derechos en
la educación. Reconocer que de la violencia en la educación también es
partícipe la violencia institucional del sistema que se manifiesta en la
exclusión, la violencia simbólica, el ausentismo, la masificación, la falta
de espacio, el exceso de horas de clase frente a la falta de ámbitos de
encuentro y diálogo, las malas cantinas, y esto enumerando apenas algunas de
sus múltiples dimensiones. La participación, la voz, el arte y la cultura
tal vez continúen siendo aliados más sólidos en la construcción común de una
cultura juvenil que traduce los conflictos sociales de un mundo en el cual
la educación es fundamental y su reapropiación valorativa, inevitable. 

* Doctora en Sociología y profesora, Facultad de Ciencias Sociales,
Universidad de la República (Udelar). 

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