Historia/ El invierno no pudo con la revolución bolchevique [John Reed]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Oct 25 13:01:30 UYT 2017


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Correspondencia de Prensa

25 de octubre 2017

Boletín Informativo

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Historia

Centenario de la Revolución Rusa 

El invierno no pudo con la revolución 

La lucha entre el proletariado y la burguesía, entre los sóviets y el
Gobierno, iniciada en marzo, en octubre de 1917 estaban en su apogeo.
“Rusia, que había salvado en un salto la distancia entre el Medievo y el
siglo XX, ofrecía a un mundo asombrado dos revoluciones políticas y sociales
en mortal combate”, escribió John Reed (*) en su célebre libro “Los 10 días
que estremecieron al mundo”, editado por Marea (Buenos Aires, 2017). A 100
años de aquellas jornadas, un fragmento de la mejor crónica que se escribió
sobre la revolución.

Revista Anfibia, octubre 2017

http://www.revistaanfibia.com/

A finales de septiembre de 1917, vino a verme a Petrogrado un profesor
extranjero de Sociología que se encontraba en Rusia. En los círculos
intelectuales y de negocios había oído decir que la Revolución había
empezado a ralentizarse. El profesor escribió un artículo sobre este tema y
emprendió un viaje por el país, visitó ciudades fabriles y aldeas donde,
para su sorpresa, la Revolución estaba claramente en ascenso. Oía hablar
continuamente a los obreros y campesinos de lo mismo: “la tierra para los
campesinos, las fábricas para los obreros”. Si el profesor hubiera estado en
el frente, habría oído a todo el Ejército hablando de la paz.

El profesor se sentía intrigado, aunque no existían motivos para ello: ambas
observaciones eran totalmente correctas. Las clases pudientes se hacían cada
vez más conservadoras, y las masas iban radicalizándose más y más. Desde el
punto de vista de los círculos rusos intelectuales y de negocios, la
Revolución había llegado ya bastante lejos y estaba alargándose demasiado;
era hora de poner orden. Este sentimiento predominaba también en los
principales grupos socialistas “moderados”: los oborontsi, los mencheviques
defensistas y los social-revolucionarios, que apoyaban al Gobierno
Provisional de Kérenski.

El 27 (14) de octubre, el órgano oficial de los socialistas “moderados”
dijo: 

La revolución consta de dos actos: la destrucción del antiguo régimen y la
construcción del nuevo. El primer acto se ha prolongado bastante. Es hora de
pasar al segundo, y hay que efectuarlo lo más rápido posible, pues un gran
revolucionario decía: “apresurémonos, amigos míos, a poner fin a la
Revolución. Cuando se alarga demasiado, no se saborean sus frutos…”. 

Sin embargo, las masas de obreros, soldados y campesinos estaban muy
convencidas de que el primer acto distaba mucho de haber terminado. En el
frente, los comités militares tenían choques constantes con los oficiales,
que no podían acostumbrarse de ninguna manera a tratar a los soldados como a
seres humanos; en la retaguardia, los miembros de los comités agrícolas,
elegidos por los campesinos, eran encarcelados por sus tentativas de llevar
a la práctica las disposiciones del Gobierno concernientes a la tierra; en
las fábricas, los obreros tenían que luchar contra las listas negras y los
lockout patronales. Es más, a los exiliados políticos que regresaban no se
les permitía la entrada en el país al ser considerados ciudadanos
“indeseables”; se daban casos incluso en que los que habían vuelto del
extranjero a sus aldeas eran detenidos y encarcelados por actos
revolucionarios cometidos en 1905. 

Los socialistas “moderados” solo tenían una respuesta para el multiforme
descontento del pueblo: “Esperad a la Asamblea Constituyente, será convocada
en diciembre”. Pero eso no los dejaba satisfechos. La Asamblea Constituyente
estaba bien, pero había varios objetivos concretos por los que se había
consumado la Revolución rusa, por los que los mártires revolucionarios
yacían en las fosas comunes del Campo de Marte, y que debían cumplirse a
toda costa, independientemente de que se convocase o no la Asamblea
Constituyente: la paz, la tierra para los campesinos, el control obrero en
la industria. La Asamblea Constituyente se posponía una y otra vez, quizá de
nuevo hasta que el pueblo se tranquilizara y moderase sus demandas. De todas
formas, ya habían pasado ocho meses desde el estallido de la Revolución y
los resultados parecían poco visibles… 

Mientras tanto, los propios soldados empezaron a resolver el asunto de la
paz simplemente mediante deserciones, los campesinos incendiaban fincas
señoriales y se apoderaban de las grandes haciendas, los obreros se
rebelaban y abandonaban el trabajo… De ahí que los industriales,
terratenientes y oficiales del Ejército ejercieran toda su influencia para
impedir cualquier concesión democrática al pueblo. 

La política del Gobierno Provisional oscilaba entre las pequeñas reformas y
unas severas medidas de represión. Un decreto del ministro socialista de
Trabajo ordenó a los comités obreros reunirse a partir de entonces fuera del
horario laboral. En el frente, los “agitadores” de los partidos políticos de
la oposición fueron detenidos, se cerraron los periódicos radicales y se
empezó a aplicar la pena capital a aquellos que hacían propaganda
revolucionaria. Se intentó desarmar a la Guardia Roja y los cosacos fueron
enviados a las provincias para mantener el orden. 

Estas medidas fueron respaldadas por los socialistas “moderados” y sus
líderes en el Ministerio, que consideraban necesario cooperar con las clases
privilegiadas. Las masas populares les dieron la espalda y se pasaron al
bando bolchevique, que luchaba firmemente por la paz, la entrega de la
tierra a los campesinos, la implantación del control obrero en la industria
y la formación de un Gobierno obrero. La crisis estalló en septiembre de
1917. Kérenski y los socialistas «moderados», en contra de la voluntad de la
inmensa mayoría de la población, formaron un Gobierno de coalición junto con
las clases privilegiadas. Como resultado, los mencheviques y los
social-revolucionarios perdieron para siempre la confianza del pueblo.

La opinión de las masas populares respecto a los socialistas “moderados”
está reflejada en un artículo publicado a mediados de octubre
aproximadamente (finales de septiembre) en el periódico Rabochi Put (Camino
Obrero) y titulado «Los ministros socialistas»: 

[…] He aquí la lista de sus servicios: 

Tsereteli: desarmó a los obreros con la ayuda del general Polovtsev,
«apaciguó» a los soldados revolucionarios y aprobó la pena de muerte en el
Ejército. 

Skóbelev: comenzó intentando gravar con impuestos el 100% de los beneficios
de los capitalistas y acabó tratando de disolver los comités de empresa de
los obreros. 

Avxentiev: encarceló a varios centenares de campesinos, miembros de los
comités agrarios, y suspendió varias decenas de periódicos de los obreros y
soldados. 

Chernov: firmó el manifiesto del zar que ordenaba la disolución de la Dieta
finlandesa. 

Sávinkov: se alió con el general Kornílov y no entregó Petrogrado a este
«salvador» de la patria solamente por razones que no dependían de Sávinkov. 

Zarudni: con el visto bueno de Alexinski y Kérenski, encarceló a miles de
obreros, marinos y soldados revolucionarios, y ayudó a poner en marcha el
calumnioso «proceso» contra los bolcheviques, un insulto para el tribunal
ruso igual que el proceso de Beilis.

Nikitin: se comportó como un vulgar policía con los trabajadores
ferroviarios. 

Kérenski: de este no diremos nada. Su lista de servicios es demasiado larga…


El Congreso de Delegados de la Flota del Báltico en Helsinki aprobó una
resolución que comenzaba así: 

[…] Exigimos el  traslado inmediato del aventurero político Kérenski de las
filas del Gobierno Provisional de los «socialistas», ya que se trata de un
individuo que nos cubre de oprobio y echa a perder la Gran Revolución, y con
ella a todas las masas revolucionarias, con su desvergonzado chantaje
político a favor de la burguesía… 

Resultado directo de todo esto fue la creciente popularidad de los
bolcheviques… 

A partir de marzo de 1917, los bulliciosos aluviones de obreros y soldados
que golpeaban las puertas del Palacio Táuride obligaron a la vacilante Duma
Imperial a tomar en sus manos el poder supremo en Rusia, fueron precisamente
las masas populares –obreros, soldados y campesinos– quienes determinaron
cada viraje en el curso de la revolución. Derrocaron el Ministerio de
Miliukov, y el sóviet de estos grupos proclamó ante todo el mundo las
condiciones de paz rusas: “Ninguna anexión, ninguna compensación, y el
derecho a la autodeterminación de los pueblos”. De nuevo, en julio, las
masas proletarias aún sin organizar y alzadas espontáneamente volvieron a
asaltar el Palacio Táuride para exigir que los sóviets tomaran el poder del
Gobierno de Rusia. 

Los bolcheviques, una pequeña secta política por aquel entonces, encabezaron
el movimiento. Tras el desastroso fracaso de la insurrección, la opinión
pública les dio la espalda y las multitudes que los seguían, privadas de sus
líderes, retrocedieron al barrio de Viborg, una suerte de arrabal de Saint
Antoine de Petrogrado. A continuación, se produjo una salvaje persecución de
los bolcheviques: centenares de ellos, entre los cuales se encontraban
Trotsky, Kollontái y Kámenev, fueron encarcelados; Lenin y Zinóviev tuvieron
que ocultarse para no ser detenidos; los periódicos bolcheviques fueron
cerrados. Los provocadores y los reaccionarios hicieron correr el rumor de
que los bolcheviques eran agentes de los alemanes, y gente de todo el mundo
llegó a creérselo.

Sin embargo, el Gobierno Provisional fue incapaz de corroborar estas
acusaciones; los documentos que pretendían demostrar la existencia de un
complot alemán resultaron falsos y los bolcheviques fueron puestos en
libertad uno tras otro sin comparecer ante los tribunales, con una fianza
nominal o sin ella, de modo que solo quedaron recluidas seis personas. La
impotencia e indecisión del Gobierno Provisional, cuya composición cambiaba
sin cesar, era demasiado evidente para todos. Los bolcheviques proclamaron
de nuevo la tan querida consigna de las masas: 

“¡Todo el poder a los sóviets!”, y no se limitaron a guiarse por los
intereses de su propio partido, ya que en aquel momento la mayoría de los
sóviets era de corte socialista “moderado”, sus enemigos mortales. 

Lo que resultó más potente fue que adoptaron los deseos más simples e
inmediatos de los obreros, soldados y campesinos, y estructuraron su
programa en base a ellos. Mientras los mencheviques defensistas y los
social-revolucionarios llegaban a acuerdos con la burguesía, los
bolcheviques se ganaron rápidamente a las masas. En julio fueron perseguidos
y despreciados; en septiembre, los obreros de la capital, los marinos de la
Flota del Báltico y los soldados habían abrazado ya su causa casi por
completo. Las elecciones municipales de septiembre  en las grandes ciudades
fueron reveladoras: solo un 18 % de los elegidos eran mencheviques y
social-revolucionarios frente al 70 % en junio…

Existía un fenómeno inexplicable que intrigaba al observador extranjero: el
Comité Ejecutivo Central de los Sóviets, los comités centrales del Ejército
y la Marina y los comités centrales de varios sindicatos –especialmente los
de los trabajadores ferroviarios y de Correos y Telégrafos– eran francamente
hostiles a los bolcheviques. Todos estos comités centrales habían sido
elegidos a mediados del verano e incluso antes, cuando los mencheviques y
los eseristas contaban con un enorme número de partidarios, y ahora, en
cambio, demoraban y torpedeaban las nuevas elecciones por todos los medios.
Por ejemplo, según el estatuto de los Sóviets de Diputados de Obreros y
Soldados, el Congreso de toda Rusia debía celebrarse en septiembre, pero el
comité ejecutivo central (cec) no quería convocarlo, alegando que faltaban
dos meses nada más para la apertura de la Asamblea Constituyente y, para
entonces, como insinuaban, los sóviets tendrían que abdicar. Mientras tanto,
en todo el país los bolcheviques conquistaban un sóviet local tras otro, así
como las secciones de los sindicatos, y su influencia iba fortaleciéndose en
las filas de los soldados y marinos. Los sóviets campesinos seguían siendo
conservadores, ya que en los distritos rurales atrasados la conciencia
política se desarrollaba lentamente y el Partido Social-Revolucionario había
sembrado agitación entre los campesinos durante toda una generación… Pero
incluso entre los campesinos comenzó a formarse un núcleo revolucionario.
Esto se hizo patente en octubre, cuando se escindió el ala izquierda de los
social-revolucionarios y se formó una nueva tendencia política: el partido
de los social-revolucionarios de izquierda. 

Al mismo tiempo, empezaron a dejarse sentir en todas partes síntomas de la
reanimación de las fuerzas reaccionarias. Por ejemplo, en el Teatro Troitsky
de Petrogrado, la representación de la comedia Los pecados del zar fue
interrumpida por un grupo de monárquicos que amenazaban con linchar a los
actores por «el ultraje al emperador». Determinados periódicos comenzaron a
suspirar por el “Napoleón ruso”. En los medios de la intelectualidad
burguesa nació la costumbre de llamar al Sóviet de Diputados de Obreros
“sóviet de diputados perros”.

El 15 de octubre tuve una conversación con un gran capitalista ruso, Stepan
Gueorgevich Lianozov, “el Rockefeller ruso”, kadete por sus convicciones
políticas.

La Revolución –dijo– es una enfermedad. Tarde o temprano las potencias
extranjeras tendrán que intervenir en nuestros asuntos como intervienen los
médicos para curar a un niño enfermo y ponerlo en pie. Claro, esto sería más
o menos impropio, pero todas las naciones deben comprender hasta qué punto
son peligrosos para sus propios países el bolchevismo e ideas tan
contagiosas como la «dictadura del proletariado» y la «revolución social
mundial»… Por otro lado, es probable que no sea necesaria tal intervención.
El transporte se ha venido abajo, se cierran las fábricas y los alemanes
avanzan. Tal vez el hambre y la derrota despierten el sentido común en el
pueblo ruso…

Kianozov afirmaba con énfasis que los comerciantes e industriales no podían
tolerar de ningún modo la existencia de los comités de empresa ni resignarse
con cualquier participación de los obreros en la dirección de la industria.

En lo que a los bolcheviques se refiere, habrá que deshacerse de ellos por
uno de los dos métodos. El Gobierno puede evacuar Petrogrado, declarando
entonces el estado de sitio y el comandante militar de la circunscripción se
ocupará de estos señores prescindiendo de formalidades legales… O si, por
ejemplo, la Asamblea Constituyente manifestase, tendencias utópicas, podría
ser disuelta por la fuerza de las armas…

Se acercaba el invierno, el terrible invierno ruso. En los círculos
industriales y comerciales me decían: «El invierno fue siempre el mejor
amigo de Rusia; tal vez ahora nos libre de la revolución». En las frías
trincheras, los desdichados ejércitos sufrían hambre y morían sin ningún
entusiasmo. Los ferrocarriles se paralizaban, escaseaban los víveres los
víveres y se cerraban las fábricas. Las masas desesperadas gritaban bien
alto que la burguesía atentaba contra la vida del pueblo y provocaba la
derrota en el frente. Riga fue entregada inmediatamente después de que el
general Kornílov declarase públicamente: «¿No deberemos sacrificar Riga para
restituir el sentido del deber de nuestro país?». 

A los estadounidenses les habría parecido increíble que la lucha de clases
pudiera alcanzar tal punto. Pero yo personalmente tropecé en el Frente Norte
con oficiales que preferían la derrota militar a la colaboración con los
comités de soldados. El secretario de la sección de Petrogrado del Partido
Kadete me decía que la ruina económica formaba parte de una campaña de
descrédito de la Revolución. Un diplomático aliado, cuyo nombre prometí no
revelar, lo confirmó a partir de sus propios datos. Conozco varias minas de
carbón cerca de Járkov que fueron incendiadas o anegadas por los
propietarios, fábricas textiles moscovitas donde los ingenieros abandonaron
el trabajo e inutilizaron las máquinas, oficiales de ferrocarriles
capturados por los obreros en el momento en que estropeaban las locomotoras…

Una parte considerable de las clases pudientes prefería los alemanes a la
Revolución –e incluso al Gobierno Provisional– y no vacilaba en decirlo.
Vivía en casa de una familia rusa y el tema casi constante de las
conversaciones en torno a la mesa era la llegada de los alemanes, portadores
de «la legalidad y el orden». Una vez tuve que pasar la tarde en casa de un
comerciante moscovita; mientras tomábamos el té, preguntamos a las once
personas sentadas a la mesa a quién preferían: «a Guillermo o a los
bolcheviques». La proporción fue de diez contra uno a favor de Guillermo… 

Los especuladores se aprovechaban de la ruina general, amasaban fabulosas
fortunas y las dilapidaban en fantásticas bacanales o corrompiendo a los
funcionarios del Gobierno. Escondían los víveres y el combustible o los
enviaban secretamente a Suecia. Durante los primeros cuatro meses de la
Revolución, por ejemplo, se robaba casi abiertamente de la reserva de
víveres de los depósitos municipales de Petrogrado, de modo que la provisión
de grano para dos años se redujo hasta el punto de no alcanzar para
alimentar a la ciudad durante un mes… Según el comunicado oficial del último
ministro de Abastecimientos del Gobierno Provisional, el café se compraba en
Vladivostok al por mayor a dos rublos la libra y el consumidor lo pagaba en
Petrogrado a 13 rublos. En todos los comercios de las grandes ciudades había
toneladas enteras de víveres y de ropa, pero solo los ricos podían
adquirirlos. 

En una ciudad de provincias conocí a una familia de comerciantes formada por
especuladores, o marodiori (merodeadores), como los llaman los rusos. Tres
hijos se habían librado del servicio militar pagando grandes sumas de
dinero. Uno de ellos especulaba con víveres. Otro vendía el oro robado en
las minas del Lena a misteriosos compradores de Finlandia. El tercero había
adquirido la mayor parte de las acciones de una fábrica de chocolates y
vendía el chocolate a las cooperativas locales a condición de que estas lo
proveyeran de todo lo necesario. De este modo, mientras el pueblo recibía un
cuarto de libra de pan negro al día por su cartilla de racionamiento, él
tenía en abundancia pan blanco, azúcar, té, caramelos, galletas y
mantequilla… Y, sin embargo, cuando los soldados en el frente no podían
pelear más debido al frío, al hambre y a la extenuación, los componentes de
esta familia clamaban indignados: “¡Cobardes!” y “se avergonzaban de ser
rusos”. Para ellos, los bolcheviques, que acabaron por descubrir y requisar
las grandes reservas de comestibles que ellos habían ocultado, eran meros
“saqueadores”. 

Bajo toda esta podredumbre externa conspiraban secreta y muy activamente las
tenebrosas fuerzas del antiguo régimen, que no habían cambiado desde la
caída de Nicolás II. Los agentes de la famosa Ojranka seguían actuando a
favor y en contra del zar, a favor y en contra de Kérenski y, básicamente, a
favor de cualquiera que les pagase… Organizaciones clandestinas de toda
especie actuaban en la sombra, como, por ejemplo, las Centurias Negras, que
trataban de restaurar la reacción de una u otra forma. 

En este ambiente de corrupción general y de monstruosas verdades a medias,
solo una nota se dejaba oír día tras día, el sonido del creciente coro de
los bolcheviques: “¡Todo el poder para los sóviets! Todo el poder para los
verdaderos representantes de millones de obreros, soldados y campesinos.
Pan, tierra, fin de la insensata guerra, fin de la diplomacia secreta, de la
especulación, de la traición… ¡La Revolución está en peligro y con ella la
causa general del pueblo en todo mundo!”. 

La lucha entre el proletariado y la burguesía, entre los sóviets y el
Gobierno, iniciada ya en los primeros días de marzo, se acercaba a su
apogeo. Rusia, que había salvado en un salto la distancia entre el Medievo y
el siglo xx, ofrecía a un mundo asombrado dos revoluciones políticas y
sociales en mortal combate. 

¡Qué sorprendente vitalidad revelaba la Revolución rusa después de tantos
meses de hambre y desilusiones! La burguesía tenía que haber conocido mejor
su Rusia. Ahora muy pocos días separaban a Rusia del pleno desarrollo de la
«enfermedad» revolucionaria… 

Lanzando una mirada retrospectiva, antes de la Insurrección de Noviembre
Rusia parece un país de otro siglo, casi increíblemente conservador. Hubo
que adaptarse muy rápido al nuevo ritmo acelerado de la vida. Las relaciones
políticas rusas se desplazaron inmediata y totalmente a la izquierda hasta
el punto de que los kadetes fueron puestos al margen de la ley como
«enemigos del pueblo», Kérenksi se convirtió en «contrarrevolucionario», los
líderes socialistas «moderados» Tsereteli, Dan, Liber, Gots y Avxéntiev
resultaron demasiado reaccionarios para sus propios seguidores y hasta
hombres como Víktor Chernov y Maxim Gorki se encontraron en el ala derecha… 

Aproximadamente a mediados de diciembre de 1917, un grupo de líderes
eseristas hizo una visita privada al embajador inglés, Sir George Buchanan,
suplicándole que no hablase a nadie de esta visita porque los consideraban
«demasiado derechistas». 

«¡Hay que ver –dijo Sir George–, hace un año mi Gobierno me dio
instrucciones de no recibir a Miliukov porque tenía fama de izquierdista
peligroso!». 

Septiembre y octubre son los peores meses del año ruso, y lo son
particularmente en Petrogrado. Del cielo nublado y gris cae sin cesar y
durante todo el día, un día cada vez más corto, una lluvia que cala hasta
los huesos. Hay por todas partes un barro espeso, resbaladizo y pegajoso,
amasado por pesadas botas y más peligroso que nunca tras el total
desmoronamiento de la administración municipal. Desde el golfo de Finlandia
sopla un viento cortante y húmedo y una bruma fría envuelve las calles. De
noche –por motivos de economía o por miedo a los zepelines– solo permanecen
encendidas unas pocas y macilentas farolas; los domicilios particulares solo
tienen electricidad de 6 a 12, las velas cuestan unos 40 centavos la unidad
y es casi imposible conseguir queroseno. Desde las 3 de la tarde hasta las
10 de la mañana se vive a oscuras. Se dan infinitos casos de atracos y
robos. En las casas, los hombres hacen guardias de noche por turnos, armados
con escopetas cargadas. Así se vivía bajo el Gobierno Provisional. 

Los víveres escasean más cada semana que pasa. La ración de pan se redujo de
una libra y media a una libra, luego a tres cuartos de libra, media libra y
un cuarto de libra. Al final, llegó una semana en la que no dieron nada de
pan. De azúcar correspondían dos libras al mes, pero estas dos libras había
que conseguirlas y no era común hacerlo. La tableta de chocolate, o la libra
de unos caramelos insulsos, costaba de siete a diez rublos, o sea, un dólar
por lo menos. La mitad de los niños de Petrogrado no probaba la leche; en
muchos hoteles y casas particulares no la veían durante meses enteros.
Aunque era temporada de fruta, las manzanas y peras se vendían en las calles
casi a un rublo cada una… 

Para conseguir leche, pan, azúcar y tabaco había que hacer largas colas de
horas bajo una lluvia constante. Al volver a casa de un mitín que se había
prolongado toda la noche, vi cómo, en la puerta de una tienda, había
comenzado a formarse una cola, principalmente de mujeres; muchas de ellas
llevaban en brazos niños de pecho… Carlyle dice en su Revolución Francesa
que los franceses se distinguen de todos los demás pueblos del mundo por su
capacidad para permanecer en las colas. Rusia comenzó a adquirir esta
capacidad bajo el reinado de Nicolás el Bienaventurado, ya en 1915, y desde
entonces las colas aparecieron de forma intermitente hasta que en el verano
de 1917 se convirtieron en la cosa más natural. ¡Imaginad lo que suponía
para aquellas personas vestidas de cualquier manera quedarse paradas días
enteros en las calles de Petrogrado, endurecidas y blanqueadas por la helada
del terrible invierno ruso! Yo escuchaba las conversaciones en las colas del
pan. De entre la sorprendente bondad de la gente rusa surgían de vez en
cuando amargas notas de descontento… 

Por supuesto, los teatros estaban abiertos todas las noches, incluyendo los
domingos. Karsávina actuaba en un nuevo ballet en el Mariinski y todos los
rusos amantes de la danza acudían a verla. Shaliapin cantaba. En el
Alexandrinsky, Meyerhold había reestrenado el drama de Alekséi Tolstoi La
muerte de Iván el Terrible. Y de este espectáculo recuerdo especialmente a
un cadete del Cuerpo de Pajes Imperiales con uniforme de gala que, en todos
los entreactos, permanecía de pie de cara al palco imperial vacío, del cual
habían arrancado ya todas las águilas. El Teatro Krivoe Zerkals (Espejo
Torcido) presentaba una suntuosa versión de Reigen, de Schnitzler.

El Hermitage y todas las demás galerías de pintura habían sido evacuadas a
Moscú; pero en Petrogrado seguían celebrándose exposiciones de arte todas
las semanas. Multitudes de mujeres de los medios intelectuales frecuentaban
asiduamente las conferencias de arte, literatura y ensayos filosóficos. Los
teósofos disfrutaron de una temporada particularmente animada. El Ejército
de Salvación, admitido en Rusia por primera vez en la historia, fijaba en
todas las paredes anuncios de reuniones evangélicas que pasmaban y divertían
al mismo tiempo al público ruso… 

Como suele suceder en estos casos, la pequeña vida cotidiana de la ciudad
seguía su curso, esforzándose todo lo posible por ignorar la Revolución. Los
poetas escribían versos, pero no sobre la Revolución. Los pintores realistas
pintaban escenas de la historia medieval rusa, de cualquier cosa excepto de
la Revolución. Las señoritas provincianas llegaban a Petrogrado a estudiar
francés y canto. Por los pasillos y vestíbulos de los hoteles se paseaban
jóvenes oficiales, elegantes y alegres, presumiendo de sus bashliki
(capucha) escarlatas con ribetes dorados y de sus elaborados sables
caucásicos. Al mediodía, las damas de los funcionarios de segundo orden
alternaban tomando el té, y llevaban en sus manguitos un pequeño azucarero
de plata, de oro o adornado con joyas y medio panecillo; estas damas soñaban
en voz alta con el regreso del zar, con la llegada de los alemanes o con
cualquier otra cosa que pudiese resolver el acuciante problema de los
siervos… Una vez, la hija de un conocido mío volvió al mediodía a su casa
presa de un ataque de histeria porque ¡la cobradora del tranvía la había
llamado «camarada»! 

A su alrededor, toda Rusia intentaba dar a luz un mundo nuevo. Los siervos,
tratados antes como bestias y con unos salarios míseros, comenzaban a
adquirir cierta independencia. Un par de zapatos costaban más de cien rublos
y, como el sueldo medio no pasaba de treinta y cinco rublos al mes, las
criadas se negaban a estar en las colas y gastar su calzado. Pero eso no era
todo. En la nueva Rusia, todos –tanto hombres como mujeres– tenían derecho a
voto; surgieron periódicos obreros que hablaban de cosas novedosas y
sorprendentes; aparecieron los sóviets y los sindicatos. Hasta los
izvoshtchiki (cocheros) tenían su sindicato y su representante en el Sóviet
de Petrogrado. Los criados y camareros se organizaron y renunciaron a las
propinas. En todos los restaurantes había carteles que decían: «Aquí no se
admiten propinas» o «Si un trabajador tiene que servir la mesa para ganarse
el pan, eso no es motivo para que se lo ofenda con la limosna de una
propina». 

En el frente, los soldados libraban su propia batalla contra sus oficiales y
aprendieron a autogobernarse mediante sus comités. En las fábricas, los
comités de empresa, organizaciones intrínsecamente rusas, adquirían
experiencia y fuerza y comprendían su misión histórica en la lucha contra el
viejo orden. Toda Rusia aprendía a leer y, efectivamente, leía libros de
política, de economía o de historia; la gente leía porque quería saber… En
todas las ciudades, en la mayoría de los municipios y en el frente, cada
facción política publicaba su propio periódico, y a veces varios. Miles de
organizaciones imprimían centenares de miles de folletos políticos,
inundando con ellos las trincheras y las aldeas, las fábricas y las calles
de las ciudades. La sed de educación, reprimida durante tanto tiempo, se
abrió paso al mismo tiempo que la Revolución con una fuerza espontánea.
Durante los primeros seis meses de la Revolución, se enviaban cada día del
Instituto Smolny toneladas, camiones y trenes llenos de publicaciones
dirigidas a todos los confines del país. Rusia absorbía la sustancia de
aquel material con la misma insaciabilidad con que la arena seca absorbe el
agua. Y no se trataba de fábulas, no era historia falsificada ni diluida por
la religión, no era ficción barata y corruptora, sino teorías sociales y
económicas, filosofía, obras de Tolstoi, Gógol y Gorki… 

Luego se conquistó la palabra. Rusia se vio inundada de semejante torrente
de discursos que, en comparación, «la avalancha de locuacidad francesa» de
la que habla Carlyle se queda en un riachuelo. Conferencias, debates,
discursos en los teatros, circos, escuelas, clubs, salas de reuniones,
sóviets, locales sindicales, cuarteles… Mitines en las trincheras del
frente, en las plazas de las aldeas, en los patios de las fábricas. ¡Qué
asombroso espectáculo ofrece la fábrica Putílov cuando de sus muros sale un
compacto torrente de cuarenta mil obreros para oír a los socialdemócratas,
eseristas, anarquistas, a quien sea, hablar de lo que sea, el tiempo que
dure! Durante meses enteros, todas las esquinas de Petrogrado y de otras
ciudades rusas se convirtieron en tribunas públicas constantes. Surgían
debates y mitines espontáneos en los trenes, en los tranvías, en todas
partes…

Y los congresos y conferencias de toda Rusia a los que acudían personas de
los dos continentes: congresos de los sóviets, de las cooperativas, de los
zemstvos, de las nacionalidades, del clero, de los campesinos, de los
partidos políticos; la Conferencia Democrática, la Conferencia de Estado de
Moscú, el Consejo de la República Rusa… En Petrogrado se celebraban de forma
constante tres o cuatro congresos a la vez. Las tentativas de limitar el
tiempo de los oradores fracasaban estrepitosamente en todos los mitines y
gozaban de la plena posibilidad de expresar todos sus sentimientos e ideas… 

Viajamos al frente del XII Ejército, cerca de Riga, donde los hombres
descalzos y extenuados se morían de hambre y de enfermedades entre la
inmundicia de las trincheras. Al vernos, se levantaron a nuestro encuentro.
Tenían los rostros demacrados; a través de los agujeros de la ropa azuleaban
las carnes y la primera pregunta fue: «¿Han traído algo para leer?».

Los síntomas externos y visibles del cambio eran numerosos, pero aunque en
las manos de la estatua de Catalina la Grande, frente al Teatro
Alexandrinski, había una bandera roja, aunque en todos los edificios
públicos también ondeaban banderas rojas, a veces desteñidas, y los escudos
y águilas imperiales habían sido arrancados o tapados en todas partes,
aunque en vez de custodiar las calles la feroz gorodovoi (la policía urbana)
ahora lo hacía una milicia civil bondadosa y desarmada, todavía pervivían
muchos anacronismos extraños. 

Por ejemplo, la Tabel o Rangov –tabla de rangos– que Pedro el Grande había
impuesto a toda Rusia con mano férrea conservaba todo su vigor. Casi todo el
mundo, comenzando por los escolares, seguía llevando el uniforme antiguo con
las águilas imperiales en los botones y en el cuello. A eso de las cinco de
la tarde las calles se llenaban de hombres de edad con uniforme y
portafolios. Al volver a casa de su trabajo en los enormes ministerios que
parecían cuarteles y en otras instituciones oficiales, tal vez calculaban la
rapidez con la que la mortalidad entre los jefes los acercaba al ansiado
rango de asesor colegiado o de consejero privado, con la perspectiva de una
jubilación digna con pensión completa y, quizá, con la Orden de Santa Ana al
cuello… 

Al senador Sokolov le sucedió algo curioso cuando, en plena Revolución, se
presentó un día de paisano en la reunión del Senado. ¡No le permitieron
tomar parte en la reunión porque no llevaba la librea obligatoria como parte
del servicio del zar! 

Ante este panorama de efervescencia y disgregación de la nación entera se
desarrolló el levantamiento de las masas populares rusas…

* John Reed (1887-1920) el cronista de la revolución rusa pertenecía a una
familia burguesa estadounidense. Su padre, un hombre de negocios de la
industria de maderera de Oregón. Su madre, descendiente de una familia que
había hecho fortuna en la industria del arrabio, era conservadora. John Reed
estudió en Harvard. En 1913 comenzó a trabajar para el periódico radical The
Masses. En 1911, como corresponsal de guerra del Metropolitan Magazine, fue
enviado a México para registrar la revolución de Pancho Villa. Al estallar
la I Guerra Mundial, volvió a trabajar como corresponsal de guerra, y
escribió en 1916 La guerra en el este de Europa. Así llegó  a Rusia,  en
plena efervescencia revolucionaria. Conoció a Lenin, y estuvo presente en la
capital San Petersburgo durante las jornadas de octubre-noviembre de 1917 en
las que tuvo lugar el II Congreso de los Soviets de Obreros, Soldados y
Campesinos de toda Rusia y durante las semanas posteriores en que el
congreso, liderado por el Partido Socialdemócrata Obrero de Rusia
(bolchevique) acordó la toma del poder bajo el programa básico de conseguir
una paz justa e inmediata, el control obrero de la industria y la reforma
agraria en el campo. Reed, acreditado como periodista, hizo un seguimiento
diario del proceso revolucionario, asistiendo a las multitudinarias
asambleas y a las reuniones de todas las facciones enfrentadas,
entrevistando a los principales dirigentes del momento, e hizo una crónica
diaria de la Revolución de Octubre. Este relato de primera mano con los
detalles y el día a día de la revolución bolchevique quedó plasmado en su
obra más famosa, Diez días que estremecieron el mundo, publicada en 1919.

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