Catalunya/ Clase, hegemonía e independentismo catalán [Marc Casanovas y Braís Fernández]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Sep 28 21:01:54 UYT 2017


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Correspondencia de Prensa

28 de setiembre 2017

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Catalunya

Referéndum del 1-O

Clase, hegemonía e independentismo catalán

Marc Casanovas y Braís Fernández *

Viento Sur, 28-9-2017

http://www.vientosur.info/

Este texto pretende participar en un debate estratégico abierto en las
izquierdas en torno al referéndum catalán del 1 de octubre, pero que
pensamos que va más allá. No entraremos a relatar la historia de la
formación del proceso independentista catalán. Delimitaremos la discusión a
proponer una caracterización de lo que se ha llamado el procés y tratar de
aportar argumentos de por qué las izquierdas no independentistas deberían
impulsar activamente el 1-O como un momento de ruptura.

Uno de los argumentos típicos de “sentido común” de la izquierda tradicional
para no apoyar el referéndum catalán del 1 de octubre es que el procés está
liderado por la burguesía. Dicho así, esto es rotundamente falso y solo
puede basarse en dos malentendidos, uno malicioso y otro que sólo puede ser
producto de la ignorancia o de un desplazamiento de categorías tan absurdo
que se invalida por sí mismo. La falsedad de este argumento es empíricamente
verificable. La gran burguesía catalana se ha manifestado una y otra vez
contra el procés por irresponsable y por generar inestabilidad en sus
negocios, como puede comprobar cualquiera que se moleste en buscar en Google
las declaraciones de la patronal catalana Foment del Treball. La ignorancia
viene a la hora de definir qué significa burguesía, concepto que la
izquierda española solo ha empleado en los últimos 40 años para referirse a
Catalunya o, en el caso del PCE, para justificar su política de alianzas con
la burguesía progresista y nacional (sic) que representaba Suárez en el 78.

“Burguesía” es un concepto de la economía clásica rescatado por el marxismo,
que define a la clase dominante en relación a la propiedad de los medios de
producción. Como ya hemos remarcado, las élites de este sector social están
en contra del procés: Foro Puente Aéreo, la patronal Foment del Treball, la
elitista Círculo Ecuestre, el Círculo de Economía o la internacional
Comisión Trilateral han manifestado reiteradamente su oposición a la
independencia, así como José Manuel Lara (Planeta), Isidre Fainé
(CaixaBank), Josep Lluís Bonet (Freixenet) o Josep Oliu (Banco Sabadell),
aunque algunos sectores de Foment del Treball sí que han dado, ante los
hechos consumados, apoyo al procés con la esperanza de mejorar su posición y
sus prebendas frente a la burguesía del resto del Estado y a nivel
internacional. También ante la dinámica de movilización popular el procés ha
ido encontrando el aval de la mayoría del empresariado de las pequeñas y
medianas empresas, organizados en entidades como la PIMEC, la Cecot o la
Cámara de Comercio.

Pero en ningún caso estos actores han impulsado el procés, sino que fieles a
su proverbial pragmatismo han ido reposicionando sus intereses según
avanzaba el proceso. Como reconoció con lampedusiana melancolía el mismo
Artur Mas ante el Colegi d’economistes de Catalunya antes del 9N: "Las
élites del país no deben pretender cambiar el curso de la historia, sino que
han de canalizar este movimiento de base. No se trata de frenar ni de parar,
sino de hacer que salga bien”.

Hacer que las cosas no “salgan bien” para estos sectores de la clase
dominante, incidir sobre sus contradicciones e intentar que no puedan
“canalizar” la crisis de régimen, para cerrarla por arriba con un nuevo
pacto y reparto del pastel entre élites, es la primera tarea para cualquier
organización o espacio que aspire al cambio político y social.

No es una alternativa quedarse mirando desde la barrera, a esperar que se
estrelle el mayor movimiento de masas que hay en estos momentos en toda
Europa con la excusa de que sectores de la burguesía catalana pretenden
“canalizarla” hacia sus propios intereses. Al contrario, es precisamente por
esto por lo que hay que apoyar el movimiento y disputar su dirección
política con la activación y agregación de sus sectores más populares. En el
contexto del “155 de facto” en Catalunya y de involución democrática en todo
el Estado, no entender que si se estrella el proceso soberanista nos
estrellamos todas y todos tiene su mérito hermenéutico: no dejar que la
realidad te estropee una buena historia.

En el contexto del “155 de facto” en Catalunya y de involución democrática
en todo el Estado, no entender que si se estrella el proceso soberanista nos
estrellamos todas y todos

Entonces, ¿quién lidera? o, más bien, ¿quién surfea el movimiento
soberanista catalán? Es claro que un sector de la clase política catalana
(sin duda, llena de elementos poco deseables y poco sospechosos de querer
una transformación radical de la sociedad) ha dejado de representar los
intereses políticos de la gran burguesía catalana (aunque siguen defendiendo
su programa económico) y mantiene su aspiración a jugar un papel dirigente
mediante su control sobre una parte del aparato del Estado y su capacidad de
irse adaptando a un proceso de masas independentista. Nuevamente aquí de lo
que se trata es de no dejar alegremente que el proceso de movilización
social que se está dando sirva como relato heroico para justificar su
proyecto social y económico austeritario. El desafío aquí no estriba en
quién es capaz de describir con más saña un sector dirigente del proceso,
sino de cómo somos capaces de articular un terreno común entre la izquierda
independentista y soberanista de Catalunya y del resto del Estado que
permita una nueva hegemonía: República catalana y procesos constituyentes es
un futuro no cotejado que el 1 de Octubre podría activar si hubiera la
voluntad política suficiente.

Frente a la tendencia a ver el proceso independentista catalán como algo
homogéneo, es interesante explorar sus contradicciones internas y verlo como
un campo de luchas y un final sin determinar. En un proceso
nacional-popular, la homogeneidad es una ficción previa a la lucha real o
conquistada a través del monopolio del Estado: es decir, lo “nacional”
tiende a suturar todas las contradicciones de clase que hay en lo “popular”.
Sin embargo, cuando ese proceso nacional-popular se pone en movimiento y
entra en conflicto con los aparatos de dominación del Estado, aparecen las
primeras grietas, repertorios de lucha que van más allá de los de las élites
dirigentes del proceso nacional-popular. Esto nos lleva a la cuestión de
tratar de definir las bases sociales del procés. Suponemos que a nadie se le
ocurrirá decir que hay más de 2 millones de burgueses o de políticos en
Catalunya. Es cierto que la matriz dominante son las llamadas “clases
medias” (un concepto que prima en su propia definición la heterogeneidad de
sus componentes y su relación con determinadas expectativas de clase antes
que una definición estrictamente marxista, es decir, relacionada con la
propiedad de los medios de producción) y que la “clase obrera” en un sentido
clásico está ausente. Es decir, estamos ante un movimiento policlasista, en
el cual hay obreros, pequeños propietarios, funcionarios, políticos,
profesionales, pequeños y medianos empresarios, etc., pero cuya relación con
el movimiento independentista no está determinada por la relación económica
que ocupan, sino más bien por la adhesión nacional-popular al proyecto de
una Catalunya independiente.

Esto implica un programa lleno de contradicciones: un sector del procés
parece tener como modelo de Catalunya independiente una especie de Suiza del
sur. Para la mayoría de las bases (sueño, por cierto, compartido por la
mayoría de la base social del progresismo español) su ejemplo es una Suecia
mediterránea, donde el mercado esté controlado por un Estado eficiente y
sensato. Un sector minoritario pero significativo (más significativo por lo
menos que en el resto del Estado español y que en cualquier otro lugar de
Europa) apuesta por una salida nítidamente anticapitalista del procés. Por
lo tanto, el pegamento del horizonte de una Catalunya independiente esconde
diferentes proyectos. ¿Es eso tan extraño? ¿Acaso los movimientos políticos
y sociales de masas que han surgido desde la derrota del movimiento obrero
por el neoliberalismo no han tenido debilidades semejantes? ¿No es la
ausencia de una clase obrera “formada” y con un proyecto transformador
hegemónico la principal ausencia que marca los límites de nuestro tiempo?
Sin duda, estas limitaciones evidentes impiden hablar del movimiento
independentista como un movimiento socialmente revolucionario porque no
cuestiona los fundamentos materiales del capitalismo: la subordinación del
interés colectivo a la propiedad privada, y las relaciones de producción y
de reproducción basadas en la explotación y la opresión.

Pero, ¿acaso el 15M lo hacía? ¿Eran la clase trabajadora y sus intereses los
que tenían el protagonismo central, ocupando los centros de trabajo e
irradiando desde el corazón del capital un proyecto de sociedad alternativa?
Es cierto que el 15M portaba un programa socialmente más avanzado, pero eso
sólo apareció como algo real tiempo después para ese sector de la izquierda
que hoy mira con recelo a Catalunya y que también miró en aquel momento con
recelo el movimiento 15M, por no autodefinirse de izquierdas y por la
ausencia de la “clase obrera”. ¿Acaso todos los movimientos que se apoyan
desde la izquierda transformadora cumplen necesariamente a priori estas
características tan delimitativamente revolucionarias? Esta concepción del
rol la clase obrera recuerda a la justa crítica que le hacía Laclau a
Kautsky y a la Segunda Internacional en Hegemonía y estrategia socialista:

“El pretendido radicalismo de su posición era, sin embargo, la pieza
esencial de una estrategia fundamentalmente conservadora; estando fundado en
el rechazo de todo compromiso o alianza y en el desarrollo de un proceso
cuyo desenlace no dependía de iniciativas políticas, dicho radicalismo
conducía al quietismo y a la espera. Propaganda y organización eran las dos
tareas esenciales —en realidad únicas— del partido. La propaganda no tendía
a la formación de una «voluntad popular» más amplia sobre la base de ganar
nuevos sectores a la causa socialista, sino, esencialmente, a un
reforzamiento de la identidad obrera; en cuanto a la organización, su
expansión no significaba una participación política creciente en una
variedad de frentes, sino la construcción de un gueto en el que la clase
obrera llevara una existencia segregada y centrada en sí misma. Esta
progresiva institucionalización del movimiento correspondía bien a una
concepción según la cual la crisis final del sistema capitalista vendría del
propio trabajo que la burguesía llevaba a cabo en la dirección de su ruina,
en tanto que a la clase obrera sólo le correspondía prepararse para
intervenir en el momento apropiado. Desde 1881 Kautsky había afirmado:
«Nuestra tarea no es organizar la revolución, sino organizamos para la
revolución; no hacer la revolución, sino aprovecharnos de ella”.

Es cierto que la ausencia de una clase obrera como vector central en el
proceso independentista es un límite evidente. Negarlo sería hacer apología
del policlasismo populista que a día de hoy es el aglutinador fundamental
del procés. Pero si queremos llevar el debate a un plano estratégico, más
que postular un “socialismo fuera del tiempo” y unas consignas de
autoconsumo, debemos desplazar la discusión y empezar a pensar que la
política está constituida no sólo por factores estructurales, sino también
por agentes políticos. La actitud de una parte importante de la izquierda
ante el movimiento independentista es, por así decirlo, pre-hegemónica en
dos sentidos. Por una parte, la mayoría de la izquierda catalana, o al menos
su parte fundamental con funciones dirigentes, el grupo de Ada Colau y los
Comunes, asumen el movimiento como algo estático, incapaz de desarrollos
distintos y abiertos, de mutaciones a través de conflictos internos. La
izquierda que en Catalunya se mantiene en estos momentos críticos al margen
del movimiento soberanista (a pesar de formar parte de éste) asume una
posición pasiva que ni disputa la dirección del propio movimiento ni
incorpora a sectores sociales nuevos generando una delimitación de clase
dentro del propio proceso. Mantiene una actitud ambigua, de espera,
confiando en que la apuesta independentista pierda su fuerza y su empuje,
con una estrategia basada en recoger las cenizas como bisagra de una más que
posible negociación neoconstitucional con las élites que gobiernan el Estado
Español.

Ciertamente, a la pasividad de la izquierda “común” en Catalunya hay que
sumar las limitaciones de las CUP, que a pesar de su honesta radicalidad, no
se han esforzado por jugar un papel de enlace entre esa izquierda y el
movimiento independentista, prefiriendo, en sitios claves como el
Ayuntamiento de Barcelona, adoptar una actitud sectaria que asegurase el
atrincheramiento de su espacio a una política de alianzas arriesgada que
arrastrase a los Comunes a una pelea conjunta contra la dirección
convergente-republicana del proceso soberanista.

Por parte de la izquierda española, existe una tendencia a considerar al
movimiento soberanista una “farsa”, como si no fuese algo serio, sino un
simple juego entre élites, lo cual revela una total incomprensión de aquella
vieja idea del archicitado Lenin (que en realidad está presente en toda la
“política del conflicto”) de que la división entre las clases dominantes es
una precondición para cualquier transformación social. Una “precondición”
significa que es algo que en sí mismo no es suficiente, pero que es una
contingencia necesaria, que abre una fisura por la que pueden irrumpir las
políticas emancipatorias, sus subjetividades partidarias y sus intereses de
clase. Es cierto que el movimiento soberanista puede terminar en una farsa
lampedusiana, pero como todo. Nada nace siendo verdad, se hace verdad en la
lucha activa y en el conflicto. Es la pasividad la que crea las mentiras, el
falso y eterno veredicto de los hechos consumados: los de arriba siempre
ganan. Aunque frente a esto una posición activa tampoco garantice la verdad,
es nuevamente precondición de toda política emancipatoria.

Por parte de la izquierda española, existe una tendencia a considerar al
movimiento soberanista una “farsa”, como si no fuese algo serio, sino un
simple juego entre élites

Los de abajo siempre se mueven en conflictos sociales y políticos
históricamente concretos, donde las cartas siempre están marcadas por los de
arriba y donde los grados de conciencia son diversos y contradictorios.
Quien busque un terreno de lucha social puro, depurado de sus
contradicciones políticas, culturales, nacionales etc., busca un terreno de
lucha que no es de este mundo, que solo existe en el imaginario icónica de
las peores pesadillas del realismo socialista. La añorada y ausente clase
trabajadora sólo se formará en la lucha política, en y más allá del centro
de trabajo, en contacto con otras clases, delimitando sus intereses en
procesos reales de lucha política y postulando a partir de ahí la hegemonía
de sus intereses como la mejor solución al conjunto de una sociedad en
crisis. Porque la clase trabajadora como sujeto político no existe como tal,
se forma: lo que existe es una masa multiforme a la que llamamos fuerza de
trabajo y que está presente en todos los poros de la sociedad, aunque no
tenga conciencia de si misma como fuerza política emancipadora.

Es cierto que la actitud de ciertos sectores de IU como Garzón y de Podemos
es diferente: hay que reconocer que Podemos ha defendido en su discurso un
referéndum mientras que IU no ha sido capaz de proponer nada diferente a un
abstracto “Estado Federal”. Sin embargo, el arreglo propuesto para el tema
catalán por Podemos parte de una premisa que ahora no se cumple: que Podemos
gane las elecciones por mayoría absoluta, puesto que un co-gobierno con el
PSOE, siendo realistas, estaría totalmente vinculado a negar ese referéndum.


No es imposible que esto ocurra en algún momento, pero sí es difícil creer
que este escenario se vaya a producir a corto plazo. Porque esa es la gran
tragedia de las estrategias “gradualistas”: pensar los tiempos políticos de
forma lineal y monocorde, sin discordancias, como si el proceso catalán y el
1 de Octubre fuera un molesto paréntesis dentro de una estrategia pasiva de
acumulación de fuerzas electoral, en lugar de articular las distintas
temporalidades que estructuran el campo político del Estado y pensar el 1 de
octubre como el catalizador que podría precipitar la caída del gobierno del
PP y abrir una aceleración del tiempo político que propiciara una primavera
de procesos constituyentes por todo el territorio del Estado que enterrará,
por fin, el régimen del 78 bajo las ruinas del valle de los caídos.

Toda crisis es coyuntural: la crisis de régimen provocada por el flanco
catalán no durará eternamente y el movimiento independentista, si no va
hasta el final en este momento de auge, es posible que no tenga otra
oportunidad en bastante tiempo. Parece difícil que con la dirección actual
del procés, el asunto vaya hasta el final: la desobediencia destituyente
implica un grado de cohesión y determinación que ni la clase política
catalana parece estar en condiciones de asumir ni la izquierda catalana y
española dispuestas a alimentar y aprovechar desde una óptica de la
democracia constituyente. Quizás la tragedia sea que el hipotético “fracaso”
del proceso soberanista sea potencialmente funcional tanto a la izquierda
que representa Ada Colau en Catalunya como a la que representa Podemos en
España. En palabras de Josep María Antentas, el escenario pos-proceso
soberanista catalán no augura una situación de radicalización democrática,
sino que más bien la pasividad “ante el envite independentista dibujan unas
organizaciones más insertadas en la gobernabilidad convencional y la
normalización institucional. Delinean unas fuerzas políticas más favorables
a un cierre de la crisis institucional por arriba en forma de una positiva,
pero limitada, mutación del sistema tradicional de partidos en favor de uno
nuevo donde la izquierda posneoliberal tenga mayor peso que en la fase
anterior”.

Aún quedan unos momentos decisivos en las que pueden ocurrir algunas cosas.
Quizás la represión del PP y de los aparatos del Estado pos-franquistas
despierten a la izquierda mayoritaria de su pasividad. Porque las
oportunidades pasan y luego lo único que nos queda es la profecía
autocumplida del “no se puede”.

En las últimas semanas se ha producido un salto cualitativo en el nivel de
conflicto con el Estado y en la respuesta masiva y espontánea de la
población, con elementos de autoorganización y con un repertorio de lucha
que va más allá del habitual al que la sociedad civil institucionalizada del
procés nos tiene acostumbrados: la entrada en escena del mundo del trabajo
convocando a una huelga general y social para el 3 de octubre si no se puede
votar, la decisión de los estibadores negando asistencia a los barcos de las
fuerzas militares atracadas en el puerto, el movimiento estudiantil cortando
el tráfico y ocupando facultades, distintas plataformas promoviendo actos de
solidaridad en todo el Estado y una carta de derechos sociales en Cataluña
que culmine en una asamblea de movimientos sociales catalana, muestras de
solidaridad y manifestaciones en todo el Estado.

En la medida en que esto ocurra, en la medida en que al frente de la defensa
del derecho a decidir del pueblo catalán se ponga el mundo del trabajo y los
movimientos sociales, la agenda social de dichos movimientos y de amplios
sectores populares hasta ahora ausentes comenzará a tener fuerza
"constituyente". Esto es fundamental para empezar a construir y visualizar
una nueva correlación de fuerzas, un nuevo campo político de alianzas
estratégicas, que impugne la agenda "constituyente" neoliberal de Junts Pel
Sí por un lado y que obligue a la izquierda estatal a ponerse las pilas y
apostar por la fuerza destituyente del régimen del 78 que representa el
proceso independentista por el otro. El problema de España y la cuestión
catalana solo se desbloquearán si las clases trabajadoras y populares
proponen soluciones y son las protagonistas de lo que Gramsci llamaba “gran
política”, es decir, aquellos hechos que afectan a la “configuración de los
Estados”, los temas históricamente irresueltos por las clases dominantes.

* Marc Casanovas  y Brais Fernández forman parte del Secretariado de
Redacción de viento sur y son militantes de Anticapitalistas en Barcelona y
en Madrid, respectivamente.

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