EEUU/ La purga de Nueva York: capitalismo del desastre urbano [Meagan
Day]
Ernesto Herrera
germain5 en chasque.net
Mie Ene 17 15:06:56 UYT 2018
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Correspondencia de Prensa
17 de enero 2018
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Estados Unidos
La purga de Nueva York
Meagan Day
Jacobin, 10-1-2017
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Traducción de Viento Sur
http://www.vientosur.info/
Las calles del este de Nueva York están bordeadas de peluquerías y tiendas
de frutas y verduras y, dentro de poco, de un gran complejo de oficinas. La
autoridad municipal neoyorquina planea una intensa remodelación de la zona
que rodea la estación de metro de Broadway Junction en Brooklyn, y el
espacio de oficinas es un elemento central del plan de revitalización.
“Traer espacios de oficinas modernos al este de Nueva York ayudará a
impulsar su desarrollo como plataforma de creación de empleo y atraerá
cientos de nuevos puestos de trabajo del sector privado al barrio”, he
declarado el presidente de la Corporación de Desarrollo Económico, James
Patchett. Es una canción que los neoyorquinos se saben de memoria.
Hace 25 años, los orígenes ocultos de la adicción neoyorquina por los
edificios de oficinas fueron destapados por el periodista de izquierda
Robert Fitch en su clásico libro The Assassination of New York. Fitch
denunció que Nueva York tuvo en su tiempo una economía industrial
diversificada y era por tanto un lugar en el que gente de todas las clases
sociales podían permitirse vivir y trabajar. Sin embargo, a lo largo de
siglo XX, las élites de la ciudad la desdiversificaron… a propósito. Las
industrias fueron sustituidas por oficinas y comercios con el objetivo de
revalorizar el suelo. ¿Por qué? Porque las élites de la ciudad eran las
propietarias de los terrenos.
Nueva York era un lugar en que vivían pescaderas, costureras y estibadores a
tiro de piedra de los Rockefeller. Los ricos custodiaban celosamente sus
instituciones patricias para evitar a los intrusos proletarios, pero seguían
prefiriendo vivir en Nueva York, dice Fitch, porque era un lugar lleno de
energía y culturalmente vibrante.
Aun así, las élites de la ciudad se pusieron de acuerdo en la década de 1920
para urdir un plan de expulsión de la clase obrera. El factor determinante
no fue tanto el puro prejuicio o la discriminación como el afán de lucro: el
suelo ocupado por la gente trabajadora tenía un valor potencial enorme,
siempre que lo dejaran libre. Un economista que por aquel entonces hablaba
en nombre de los Rockefeller, Roosevelt, Morgan, Pratt y varios magnates del
ferrocarril y de la banca, lo expresó de esta manera:
Algunas de las personas más pobres viven en barrios bajos ubicados en
terrenos muy apreciados. En la patricia Quinta Avenida, Tiffany y Woolworth,
una al lado de otra, venden joyas y baratijas de lugares básicamente
idénticos… Semejante situación ofende nuestro sentido del orden. Todo parece
fuera de lugar. Uno anhela reordenar este batiburrillo y poner las cosas en
el sitio que les corresponde.
El plan de 1929 ideado por estos poderosos intereses, encarnados en un
organismo denominado Regional Planning Association (RPA), implicó una
profunda redistribución de las actividades en Manhattan: el distrito textil,
fuera; los mataderos, fuera; incluso el puerto –uno de los mejores del mundo
en la época–, fuera. En su lugar iban a ponerse edificios de oficinas y
viviendas de alto standing para los profesionales que trabajarían en ellas,
que conjuntamente generarían rentas exponencialmente más elevadas para los
capitalistas propietarios de los inmuebles, que podrían luego venderlos a
precios cada vez mayores.
Este plan no se materializó de buenas a primeras. En efecto, durante más de
medio siglo –de 1899 a 1956–, Nueva York hospedó al 15 % de los obreros y
obreras fabriles de todo el país. “Entonces, mucho antes de que el país en
su conjunto comenzara a verse afectado por la desindustrialización”, escribe
Fitch, “Nueva York sufrió una grave hemorragia.” En el transcurso de las
siguientes dos décadas, la ciudad perdió un cuarto de millón de puestos de
trabajo industriales. Mientras tanto, paralelamente a esta expulsión de la
clase trabajadora, el valor del suelo en la ciudad aumentó de 20 000
millones a 400 000 millones de dólares.
A finales de la década de 1920, los artífices del plan de la RPA comenzaron
a construir bloques de oficinas en el centro de Manhattan a una velocidad
vertiginosa. Se vieron obligados a echar el freno durante la Gran Depresión,
pero prepararon el terreno desde muy temprano. Por ejemplo, procedieron a la
creación de una Comisión de Planificación Urbana, que no sería elegida
democráticamente y por tanto no debía tener miedo a contravenir los deseos
del público. “El verdadero significado de la Comisión”, escribe Fitch, “es
que se anticipa a la planificación pública de cualquier organismo electivo
responsable… [y] permite a agencias de planificación privadas, como la RPA,
e incluso a promotores privados y sus publicistas, fijar el calendario de
planificación y condicionar el debate público.”
Esta labor preparatoria vino bien en la década de 1950, cuando capitalistas
locales intensificaron sus esfuerzos por desplazar las industrias fuera de
la ciudad. Por ejemplo, señala Fitch, los Rockefeller habían amasado un
pequeño imperio alrededor del Rockefeller Center cuando se declararon en
contra de la presencia de bolsas industriales. Así que respaldaron un
estudio de la RPA –realizado con la ayuda de Harvard– que concluía que las
condiciones económicas eran favorables a un gran alarde de edificios de
oficinas.
Con esta información se formaron nuevos grupos de presión y asociaciones que
representaban los intereses de promotores y grandes propietarios
inmobiliarios, incluidos los principales bancos. La recién creada Downtown
Lower Manhattan Association, por ejemplo, era un “dream team del capital
financiero estadounidense”, en el que había representantes de Metropolitan
Life, Lehman Brothers y Morgan Stanley. El grupo lo presidía el propio David
Rockefeller. Poderosas asociaciones como esta también hicieron incursiones
en la política, pugnando por “poner las cosas en el sitio que les
corresponde”, como habían planeado decenios antes.
A mediados de la década de 1950, Nueva York tenía “la cultura industrial más
rica y diversa del mundo”, afirma Fitch. Su diversidad industrial le
proporcionaba flexibilidad y estabilidad, haciendo de ella una ciudad rica
que mantenía “todo un abanico de servicios públicos que envidiaba el resto
del país y hoy en día nos resulta inimaginable”, inclusive una red de
universidades con matrícula gratuita y un prestigioso sistema hospitalario.
La urbanista Jane Jacobs, quien vivía por entonces en el centro de
Manhattan, rindió homenaje a lo que llamó el “ballet de Hudson Street”, es
decir, la manera en que el barrio bullía de vida a todas horas gracias a la
proximidad de las industrias y las viviendas. Las confiterías, lavanderías y
“la desconcertante variedad de pequeños talleres” conferían a la ciudad una
vitalidad sin parangón. “Tenemos más comodidad, vivacidad, diversidad y
posibilidades de elección que las que nos ‘merecemos’ por derecho propio”,
escribió.
Jacobs se opuso con fuerza al plan, impulsado por Rockefeller, de eliminar
el puerto, los mercadillos y los comedores populares, así como todas las
industrias locales desde Canal Street hasta Battery. Predijo correctamente
que la locura especulativa prevista de construcción de bloques de oficinas
significaría el fin del “ballet de Hudson Street” y del Manhattan obrero.
Por su parte, Rockefeller prometió que su visión de “grandeza catalítica”
dinamizaría el barrio de una manera que los detractores ni siquiera podían
imaginar.
Entonces comenzó la reordenación. El puerto fue clausurado y trasladado a
Elizabeth, en Nueva Jersey. Las industrias se fueron y con ellas la gente de
clase obrera de Nueva York. Quienes se quedaron pasaron de ser trabajadores
a pobres. Surgieron edificios de oficinas y empezaron a llegar los
profesionales de clase media que residían a las afueras a trabajar en una
ciudad en parte ocupada por gente pobre desempleada. En la década de 1970,
la ciudad de Nueva York se había transformado.
Capitalismo del desastre urbano
A mediados de la década de 1970, la ciudad se vio sacudida por una crisis
financiera, y los promotores vieron otra oportunidad para expulsar a los
neoyorquinos de clase obrera. Como documenta Fitch, las élites culparon a la
clase trabajadora de la crisis, atribuyendo las penurias financieras de la
ciudad a la población dependiente de las prestaciones sociales,
especialmente los residentes negros y latinos, a quienes acusaron de agotar
supuestamente los recursos del municipio sin aportar nada a cambio. Surgió
un nuevo cuento popular: Nueva York estaba desindustrializada y ya no
quedaban puestos de trabajo para los obreros. ¿Por qué esa gente no
recapacita, reconoce que ya no hay sitio para ella y se va?
Esta maniobra propagandística permitió a las élites matar dos pájaros de un
tiro: pretender que no habían generado intencionadamente una crisis de
desindustrialización, sino esta había sido simplemente el resultado de
procesos económicos naturales, a los que toda persona de clase obrera
sensata y digna tenía que adaptarse, y por tanto dejar de subvencionar a las
comunidades más duramente golpeadas por la pérdida de empleo industrial.
Esto último constituyó la llamada política de “contracción planeada” de
mediados de los años setenta, que recortó los servicios públicos
(transporte, saneamiento, policía y bomberos) a las comunidades pobres y de
clase obrera con el fin de empujarlas fuera de la ciudad. La actitud
subyacente a la contracción planeada está muy bien resumida en estas
observaciones del entonces jefe de la Administración de Viviendas y
Urbanización, Roger Starr:
No deberíamos animar a la gente a quedarse aquí, donde cada día hay menos
posibilidades de encontrar trabajo. Evitar que los portorriqueños y los
negros del campo sigan viviendo en la ciudad…, revertir la función de la
ciudad…, ya no puede ser un lugar de oportunidades… Nuestro sistema urbano
se basa en la teoría de tomar al campesino y convertirlo en obrero
industrial. Ahora no hay puestos de trabajo industriales. ¿Por qué no hacer
que siga siendo campesino?
En aquel entonces, la desindustrialización se había extendido también al
cinturón industrial y a otras regiones, de manera que se echó mano de un
lenguaje específico para ello. Apareció una nueva narrativa para explicar
qué había ocurrido con la vitalidad y diversidad de la ciudad de Nueva York.
La culpa la tenían las “fuerzas ineluctables” del mercado: la globalización,
la subcontratación, el cambio tecnológico y el “crecimiento” en abstracto,
como si el crecimiento fuera tan inevitable e impersonal como la salida del
sol.
En realidad, la crisis presupuestaria de la ciudad se debió en parte a las
arriesgadas prácticas especulativas del boom inmobiliario y a la total
dependencia de un único sector económico. Como explica Fitch, el monocultivo
sectorial hace que las ciudades sean lucrativas para los barones de
cualquier sector que las domine, pero también las sitúa a merced de los
altibajos de tal sector. Fue el caso de Detroit, una ciudad monosectorial,
construida alrededor de la industria del automóvil, y cuando esta industria
tuvo problemas, la ciudad entera se hundió con ella. Al igual que Detroit,
“Nueva York creó una urbe en torno a un único sector económico y pasó de
depender peligrosamente de un único producto sumamente cíclico: los
edificios de oficinas especulativos”.
Las élites neoyorquinas, por tanto, no solo expulsaron a la clase obrera,
sino que sometieron a la ciudad a un estado de dependencia permanente de los
sectores financiero, inmobiliario y de seguros. “Claro que existen las
fuerzas del mercado”, escribió Fitch. “La descentralización y la competencia
mundial no son mitos. Sin embargo, la súbita destrucción de la prometedora
cultura industrial de la diversidad de Nueva York a partir de mediados de la
década de 1950, después de medio siglo de estabilidad, no puede explicarse
como un proceso objetivo e impersonal.” Las personas que elaboraron los
planes urbanísticos que provocaron la expulsión de la industria no eran
agentes indiferentes, sino individuos con intereses materiales y una visión
específica para proteger y ampliar esos intereses a expensas de los demás
habitantes de la ciudad.
A medida que la gentrificación avanza en una ciudad tras otra y sigue
descubriendo nuevas expresiones en Nueva York, la imaginamos cada vez más
como una secuencia de acontecimientos inevitables. Con ello, asumimos el
cuento de la “contracción planeada” que dice que la clase obrera debe hacer
de oráculo del mercado, detectando tendencias si es lista o por lo menos
siguiendo a los puestos de trabajo a dondequiera que vayan. Olvidamos que
las tendencias económicas no son simples abstracciones; son acciones,
también, puestas de manifiesto por personas reales con planes concretos.
Pero del mismo modo que los planes de las élites pueden ser imaginados,
también pueden ser detenidos en seco.
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