América Latina/ Peligro de muerte: militantes sociales asesinados (Brecha - Dossier)

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Mar 28 13:19:55 UYT 2018


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Correspondencia de Prensa

28 de marzo 2018

Boletín informativo

https://correspondenciadeprensa.wordpress.com/

redacción y suscripciones

germain5 en chasque.net

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América Latina

 

Militantes sociales asesinados en América Latina

 

Peligro de muerte

 

El asesinato de la hondureña Berta Cáceres es uno de los más emblemáticos de
los últimos años en América Latina. Su militancia contra una represa le
costó la vida. Un reciente informe de expertos indica que fue asesinada a
pedido de la empresa titular de la hidroeléctrica  Tal vez haya sido porque
ocurrió en una urbe, una de las más populosas de América Latina, que el
asesinato de Marielle Franco conmovió y movilizó a tanta gente, dentro y
fuera de Brasil. Tal vez haya sido porque la víctima había logrado salir del
anonimato que supone la pobreza. Lo cierto es que cientos de militantes y
dirigentes sociales son asesinados cada año en América Latina, pero en casi
total silencio y cada vez son más. En 2017, 212 militantes sociales y de
derechos humanos fueron asesinados en Latinoamérica, un 68 por ciento del
total mundial, según la ONG Front Line Defenders. Quienes mueren defendiendo
el derecho a la tierra, al agua limpia, a la protección de la naturaleza, a
su cultura, al trabajo, a existir sin ser violentado o discriminado, no
pueden esperar que se haga justicia. La mayoría de las veces sus asesinos
permanecen impunes.

 

Brecha, 28-3-2018 

https://brecha.com.uy/

 

Marielle Franco

 

Un blanco perfecto

 

Daniel Gatti

 

“Negra, feminista e hija de la favela Maré.” Así se definía a sí misma
Marielle Franco, asesinada a balazos el miércoles 14 en Rio junto a su
chofer Anderson Gomes. Marielle era, además, madre soltera, y lesbiana. Y
militaba en el Partido Socialismo y Libertad. Y se decía también ecologista.
Condensaba todos los “males”: casi por cualquiera de ellos podría haber sido
asesinada en el Brasil de Michel Temer, uno de los países en que más
asesinatos se producen de dirigentes sociales, de militantes ecologistas, de
personas LGBT… Pero seguramente la mataron por ser una de las caras más
visibles de la lucha contra la militarización de la seguridad en Rio, por
denunciar la represión a los jóvenes en las favelas, por insistir en
destacar las complicidades entre uniformados y narcos. Dos días después de
que la asesinaran se cumplía un mes del comienzo de la aplicación de la ley
que entrega la seguridad de Rio a las fuerzas armadas y la noche anterior
Marielle Franco había estado en una actividad pública sobre el tema. No se
sabe a ciencia cierta quiénes son los autores del asesinato –tal vez nunca
se sepa, como sucede tan habitualmente–, pero sí que actuaron como
profesionales, que usaron balas 9 milímetros, de uso exclusivo de los
militares, y que no hubo intento de robo alguno.

 

Marielle Franco era concejala. A la semana de su asesinato, otro edil fue
acribillado. Se llamaba Paulino Dourado Teixeira y había sido electo en el
municipio de Magé, en la zona metropolitana de Rio, por el Partido
Laborista. En 2017, 15 concejales murieron a balazos en Brasil, y otros 11
el año anterior.

 

Marielle era considerada una “dirigente social”. Su país está en la lista de
los más mortíferos del mundo para los “dirigentes sociales”, tanto en el
campo como en las ciudades, y en las más diversas áreas. La Comisión
Pastoral de la Tierra, un organismo vinculado al episcopado que lleva
estadísticas sobre la violencia en el campo en Brasil desde 1985, recordó en
su último informe que entre 1985 y 2017 unas mil novecientas personas fueron
asesinadas en conflictos por la tierra en el país, en especial en los
estados del norte y del nordeste. La violencia social en el campo ha ido in
crescendo, al igual que los conflictos (1.217 en 2015, 1.563 en 2016, cerca
de mil seiscientas el año pasado). La impunidad no ha variado: es tremenda,
ahora como hace 35 años. Por los 1.834 homicidios registrados hasta 2016,
sólo 31 personas fueron condenadas en apenas 112 procesos abiertos. Las
víctimas son en su mayor parte dirigentes campesinos (del Movimiento de los
Sin Tierra y otros), indígenas, defensores de los derechos humanos,
militantes ecologistas y también puros y simples ocupantes de tierras. Según
otro informe, “Vidas en lucha: criminalización y violencia contra defensoras
y defensores de derechos humanos en Brasil”, de la Universidad Federal Sur y
Sudeste do Pará (UNIFESSPA), de los 66 activistas muertos en todo Brasil en
2016 por distintos motivos, la mayoría estaban vinculados a conflictos por
la tierra. El año pasado hubo incluso matanzas colectivas: en Recife, por
ejemplo, donde nueve integrantes del MST fueron masacrados en mayo. “Después
del golpe parlamentario que llevó a la presidencia a Michel Temer, creció el
sentimiento de impunidad que ya tenían los terratenientes y promotores de
proyectos extractivistas”, considera Layza Queiroz, abogada en la
organización Terra de Direitos (Tierra de Derechos).

 

Una cincuentena de los 66 activistas asesinados en Brasil en 2016 eran
considerados o se decían ecologistas, lo que hace afirmar a la asociación
Global Witness que, en términos absolutos, Brasil es el país más peligroso
del mundo “para los defensores de la tierra”. De los 200 ecologistas
asesinados en el mundo en 2016, según esta organización, 49 lo fueron en
Brasil.

 

Marielle era defensora de los derechos de la comunidad LGBT. Ser gay,
transexual, lesbiana, travesti también es muy peligroso en Brasil: en 2017,
hasta fines de setiembre habían muerto asesinados 227 integrantes de la
comunidad LGBT, prácticamente uno por día, y a menudo en condiciones
atroces. En 2016, el total había llegado a 343. Las iglesias evangélicas, de
creciente peso social y político en el país, predican casi abiertamente su
exterminio, y el gobierno de Temer ha reducido a menos de la mitad el
presupuesto de los programas destinados a combatir la homofobia.

 

En el entierro de Marielle Franco había flores rojas, y carteles de su
partido, de los Sin Tierra, de grupos feministas, de asociaciones de
lesbianas, mensajes mal escritos de favelados. “Ejecutan a quien levanta la
voz”, “Ese tiro fue para el pueblo, pero la lucha sigue”, “Vidas negras,
Marielle presente”, se podía leer en algunas de las pancartas.

 

“Por su actuación en la cámara municipal y por su trabajo de base junto a
las comunidades oprimidas y humilladas de las favelas, por las contundentes
denuncias a la violencia policial selectiva y desmedida y por su respaldo a
movimientos sociales, Marielle Franco tenía el perfil justo para ser blanco
de la furia de milicianos o de integrantes de la llamada ‘banda podrida’ de
la Policía Militar”, escribió desde Rio el periodista Eric Nepomuceno.

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Alberto Costa

 

Un peludo colombiano

 

Daniel Gatti

 

En 2017, 312 dirigentes sociales y militantes por los derechos humanos
fueron asesinados en el mundo. Mucho más de la mitad, 212, fueron ejecutados
en América Latina, y Colombia y Brasil fueron los dos países que
concentraron el mayor número de muertes. En Colombia, según un informe de la
asociación Front Line Defenders que cita cifras de Naciones Unidas, 105
dirigentes sociales y defensores de los derechos humanos fueron asesinados
el año pasado. El 59 por ciento de los homicidios fue cometido por
“sicarios” y en su enorme mayoría no hay detenido ni acusado alguno por los
crímenes, atribuidos a “bandas criminales” y organizaciones paramilitares.

 

Entre los dirigentes sociales acribillados en Colombia hay muchos
sindicalistas, buena parte de ellos pertenecientes a gremios rurales, como
el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Industria Agropecuaria
(SINTRAINAGRO), que agrupa a los cortadores de caña de azúcar, a los
bananeros, a los trabajadores de las haciendas en que se cultiva la palma de
aceite.

 

Alberto Román Acosta era presidente de la seccional de Guacarí del
SINTRAINAGRO, en la zona azucarera del Valle del Cauca. El 1 de julio pasado
estaba mirando un partido de fútbol en el que jugaba su hijo cuando se le
acercaron dos sicarios por detrás en una moto y le dispararon varios
balazos. Acosta venía denunciando desde hacía meses la indefensión en que se
encuentran los sindicalistas rurales en Colombia. Alrededor de 750
integrantes del SINTRAINAGRO fueron asesinados en las últimas décadas. “Nos
masacran y nadie nos defiende”, decía Acosta. Durante un tiempo, a algunos
de los líderes sindicales se les asignó una guardia especial, pero el
gobierno de Juan Manuel Santos se las quitó cuando comenzó a consolidarse el
proceso de paz con las FARC. “Ya no corren peligro”, aseguraron integrantes
del gobierno. Pero poco antes del asesinato de Acosta, la Defensoría del
Pueblo había publicado un informe que desmentía esas informaciones: entre el
1 de enero de 2016 y el 1 de marzo de 2017, decía el documento, 156
defensores de los derechos humanos y dirigentes sociales fueron ejecutados
en Colombia, especialmente en la zona del Valle del Cauca.

 

Acosta estaba “muy preocupado” por las políticas de liberalización comercial
del gobierno de Santos. “Están entregando la producción nacional a las
trasnacionales”, decía, denunciando los tratados de libre comercio que los
gobiernos colombianos (este y los precedentes) han multiplicado en los
últimos años. “Desde los campos donde se corta la caña para procesar y así
producir el azúcar con el que endulzamos el café, hoy estamos preocupados
por la rebaja de los aranceles y las multas impuestas a los ingenios por la
Superintendencia de Industria y Comercio. Por eso, hablando con los
compañeros en el campo vemos con preocupación que se puedan cerrar ingenios
y quedarnos sin empleo. Nuestra seccional está atenta para hacer lo que sea
necesario en la defensa de nuestro trabajo y nuestras familias”, escribió en
la página web de su sindicato poco antes de que lo mataran.

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Massar Ba, defensor de los derechos de los inmigrantes

 

Un africano en Buenos Aires

 

Fabian Kovacik, desde Buenos Aires

 

El lunes 7 de marzo de 2016 a las 5 de la mañana, Massar Ba fue encontrado
por el Servicio de Asistencia Médica de la ciudad de Buenos Aires tirado
sobre la calle México, desangrándose. Unas horas más tarde, después de dos
operaciones para intentar salvar su vida, falleció en el hospital.

 

Massar era senegalés. Llegó a Buenos Aires en 1995 –entre los primeros
nacionales de aquel país africano– en busca de una vida mejor. Había
obtenido una visa en Dakar y se había largado un poco desorientado, hacia
Argentina. En Buenos Aires trabajó en diversos oficios que le permitieron
conectarse con el mundo de los inmigrantes y especialmente con sus
coterráneos, cuyos derechos casi nunca eran respetados. Se adelantó 12 años
a la gran oleada de paisanos que convirtió a la senegalesa en la minoría
africana más numerosa de la capital argentina.

 

Dirigió la Casa de África en Argentina, una organización no gubernamental
dedicada a contener a los inmigrantes africanos llegados al país. A falta de
una representación consular o embajada de Senegal, Massar ofició de cónsul
informal por su conocimiento de las leyes argentinas y por sus contactos y
presencia permanente en todo lo que tuviera que ver con la situación de
africanos en general en el país durante los 21 años que vivió en la ciudad.

 

A partir de 2007 era frecuente la presencia de Massar en las calles
manifestando junto a sus compatriotas vendedores ambulantes. Ese año
Mauricio Macri asumió la jefatura de gobierno porteño, y la violencia
institucional contra los inmigrantes aumentó: desalojos de familias de los
conventillos en horas de la madrugada, detención de vendedores ambulantes en
la noche con la confiscación arbitraria de toda su mercadería eran prácticas
habituales de la Unidad de Control del Espacio Público (UCEP), una especie
de policía creada en la ciudad de Buenos Aires en 2008 que se dedicaba
exclusivamente a desalojos violentos durante la noche. Por estos operativos
fueron procesados tanto 32 miembros de la UCEP como el propio jefe de
gobierno, Mauricio Macri, en 2010. Sin embargo, el caso fue archivado y
todos sobreseídos pocos meses después.

 

Los vendedores callejeros de origen peruano, boliviano, paraguayo, senegalés
y marfileño fueron los más perjudicados tanto por la UCEP como por la
Policía Metropolitana, también creada a fines de 2008. “Me preocupa la saña
con que la policía ataca a mis compatriotas y les impide el derecho a
trabajar”, señalaba Massar en los ajetreados días de 2010 cuando el gobierno
municipal macrista presumía de liberar la capital de vendedores ambulantes y
vagabundos. Para ese entonces, Massar Ba se había casado, tenía una hija
argentina y ya estaba divorciado. Nunca perdió su hiperactividad en la
defensa de sus compatriotas. Trabajaba con la Defensoría del Pueblo, los
organismos de derechos humanos y las asociaciones defensoras de los derechos
de los inmigrantes.

 

Su asesinato no mereció ni el repudio ni la atención del gobierno de la
ciudad. Pasó desapercibido para el poder. El fiscal que intervino en el caso
fue Justo Rovira, un abogado que revistaba como personal civil de
inteligencia en los años de la dictadura militar y nada menos que en el
temible Batallón 601. El juez a cargo, Osvaldo Rappa, caratuló el caso como
“muerte dudosa”, pese a que las curaciones, la operación y la autopsia
posterior revelaron más de 140 golpes sobre el cuerpo de Massar, lo que le
provocó hemorragias internas y finalmente la muerte. La Asociación de
Residentes Senegaleses en Argentina (ARSA) afirma que la muerte de Massar Ba
es un caso de violencia institucional con participación directa de la
Policía. Pero la causa todavía duerme en el juzgado.

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Diana Sacayán, apuñalada el 11 de octubre de 2015

 

Abrir camino

 

Fabian Kovacic, desde Buenos Aires

 

Fue asesinada en su apartamento el 11 de octubre de 2015, sin haber cumplido
los 40 años. Diana Sacayán era una militante transgénero defensora de los
derechos humanos más básicos, como el derecho a determinar la identidad
sexual y al trabajo digno.

 

En estos días su caso está siendo juzgado en el Tribunal Oral 4 de la ciudad
de Buenos Aires. Se trata de la primera causa en Argentina por
“transfemicidio” y “crimen de odio” por ser una mujer trans.

Al momento de su muerte Sacayán trabajaba en el Instituto Nacional contra la
Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) en el Programa de
Diversidad Sexual. Y la historia de Diana representa un interesante cruce
entre género y etnia, ya que, además de ser una mujer trans, era
descendiente del pueblo diaguita. Nació en la norteña provincia de Tucumán y
a los 17 años asumió su identidad trans cuando con su familia se trasladó al
partido de La Matanza, en el corazón del Gran Buenos Aires.

 

INICIA SU MILITANCIA

 

Su vida junto a sus 15 hermanos en la jungla de cemento no fue sencilla. Se
inició en la prostitución para sobrevivir y por su identidad de género fue a
parar a la cárcel varias veces. Esa experiencia carcelaria la acercó al
Partido Comunista (PC), donde empezó una militancia activa en la defensa de
los derechos humanos a fines de los años noventa. Del PC se alejó en 2001
para fundar el Movimiento Antidiscriminatorio de Liberación (MAL), donde se
proyectó como defensora de los derechos del movimiento trans y de los
pueblos originarios en Argentina y el resto de la región. En 2014 fue
elegida secretaria alterna de la Asociación Internacional de Lesbianas,
Gays, Bisexuales, Trans e Intersex (ILGA) en la conferencia mundial de esa
organización realizada en Ciudad de México entre el 27 y 31 de octubre de
ese año.

La militancia la fue absorbiendo hasta convertirla en periodista en 2007
para editar El Teje, la primera revista de América Latina escrita por
personas trans, además de participar como columnista en el suplemento “Soy”,
del diario Página 12. La suya fue una de las primeras voces trans que
enriquecieron a la prensa argentina cuando pocos se comprometían con la
diversidad y la inclusión de la mirada de las minorías en los temas de
debate social.

 

A ella se deben leyes como la de matrimonio igualitario, identidad de género
y cupo laboral para personas trans, todas sancionadas entre 2010 y 2015. La
ley de matrimonio igualitario sancionada en 2010 tuvo en Néstor Kirchner ya
como diputado a uno de sus más fervientes apoyos, y fue el primer gran logro
nacional de Diana. Cuando fue sancionada la ley de identidad de género, en
2012, Diana obtuvo su documento nacional de identidad de manos de la
presidenta Cristina Fernández. La sanción de la ley de cupo laboral trans en
la provincia de Buenos Aires, en setiembre de 2015, hizo llorar a Sacayán:
“Es una dignificación de género; la prostitución no puede ser la salida
laboral de nuestro colectivo y esta visibilización es un paso importante
para todas”, sostuvo ante la legislatura bonaerense.

 

CON SAÑA

 

El cuerpo de Diana Sacayán fue encontrado maniatado, amordazado, con 13
puñaladas y otras 14 lesiones cortantes que la desangraron, en su
apartamento del barrio porteño de Flores. Gracias a su documento, el crimen
pudo ser caratulado como femicidio por el juez instructor, Gustavo
Pierretti, y apoyado por los fiscales Matías di Lello y Mariela Labozetta.
“Se trata de un crimen de odio, ejecutado mediante violencia de género, con
alevosía y por odio a la identidad sexual”, sostuvieron. Con estos tres
calificativos el imputado Gabriel Marino podría ser condenado a cadena
perpetua. Características similares a este caso fueron identificadas en
otros 16 asesinatos de personas trans a manos de sus parejas o proxenetas en
la capital y el Gran Buenos Aires, cuyas causas judiciales todavía están en
período de debate sobre cómo caratularlas.

 

Tres años después de su muerte, el trabajo de Diana Sacayán sigue abriendo
caminos en la inserción de las minorías sociales. En el juicio por su
asesinato, el INADI es querellante, de modo que el Estado se ha hecho parte
–ya es ineludible– de este debate.

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Antonio María Vargas Madrid, víctima de la guerra por la coca

 

En tierra de nadie

 

Rafael Alonso Maya, desde Medellin 

 

A Antonio María Vargas Madrid lo mataron porque firmó el acuerdo de
sustitución colectiva de hoja de coca en el sur del departamento colombiano
de Córdoba, en el norte del país. Nadie en San José de Uré, el pueblo donde
vivía, se atreve a afirmarlo públicamente pero todos lo saben. No lo dicen
porque temen correr su misma suerte y la de Plinio Pulgarín, quien también
había suscrito el acuerdo y fue asesinado dos semanas antes en un paraje
cercano. No lo dicen porque saben que toda esta región está a merced de las
bandas criminales, y que allí no se puede mover un dedo sin su
consentimiento.

 

Allí el silencio también manda.

 

La muerte de Antonio ocurrió la noche del 31 de enero pasado en la vereda
(el barrio) Nueva Ilusión del pequeño San José de Uré, en Córdoba, epicentro
del conflicto armado que ha padecido esa región y el país en las últimas
décadas. Antonio fue sacado de su casa por hombres armados a las 8 de la
noche y ultimado a tiros en la vía pública, al frente de sus vecinos y de
algunos de sus familiares.

 

Era el tesorero de la Junta de Acción Comunal, una organización de base
social que agrupa a las familias de la comunidad para mejorar sus
condiciones de vida –existen en toda Colombia en las áreas rurales y
urbanas–, es decir: reparar las carreteras, tener mejor acceso a servicios
de salud, servicios públicos, educación, etcétera. Así como siete mil
familias de la región, él había firmado el acta de sustitución de cultivos
de coca, proyecto que se inscribe en la implementación del acuerdo de paz
entre el gobierno y las FARC, la cual busca arrasar del suelo y del corazón
de los campesinos esa planta que ha servido de combustible para perpetuar la
guerra interna en Colombia.

 

Doce días antes, el 18 de enero, había sido asesinado en ese mismo municipio
Plinio Pulgarín, quien ejercía como presidente de la Junta de Acción Comunal
de la vereda San Pedrito, y también había firmado el acuerdo con el
gobierno. En lo que va de 2018 en San José de Uré han sido asesinados cuatro
líderes sociales, según ha denunciado la Defensoría del Pueblo, el órgano de
control que vela por la protección de los derechos humanos en el país. Este
organismo informó la semana pasada que en la región que rodea San José de
Uré entre el 18 de enero y el 9 de marzo han sido desplazadas 732 familias
–2.192 personas–, lo que ha hecho evidente “la magnitud de la emergencia
humanitaria” que padece su población. Se refirió a una zona que se extiende
del sur de Córdoba hasta el norte y noreste del departamento de Antioquia y
que es una tierra de nadie.

 

En esta región, indicó la Defensoría, la causa de estas atrocidades “han
sido los combates entre grupos armados ilegales posdesmovilización de las
AUC”, dijo la Defensoría en un comunicado a mediados de marzo. Con ello hace
referencia a las organizaciones paramilitares de extrema derecha
Autodefensas Gaitanistas de Colombia y Frente Virgilio Peralta de las
Autodefensas Campesinas que buscan tener el control absoluto de este
territorio para apoderarse de las rentas dejadas por el cultivo y el
comercio de la droga.

 

Y es que, pese a los esfuerzos que ha realizado el gobierno nacional para
erradicar los cultivos de coca y para que más familias se inserten en la
legalidad con cultivos como el cacao o el caucho, lo cierto es que las
cifras han aumentado en los últimos años, cuando pasaron de 96 mil
hectáreas, en 2015, a 146 mil en 2016, según las Naciones Unidas.

 

A juicio de defensores de derechos humanos, esto es lo que ha disparado la
violencia en varias regiones del país. “Podemos decir con plena autoridad
que el negocio de la coca, al menos en el sur de Córdoba, ha crecido y tiene
un poder mucho más grande, más devastador que cuando estaban las FARC”,
señaló a Brecha Andrés Chica, director de la Fundación Cordobexia. Esta
amalgama de grupos criminales, enfatizó, “está llevando a los campesinos a
ser las víctimas directas porque se han puesto a la tarea de decirle sí a la
implementación (del acuerdo de paz)”.

 

A inicios de este año el gobierno colombiano expresó su preocupación por el
aumento de los asesinatos de líderes sociales en el país. Eso, luego del
paso en falso que dio el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, cuando
en diciembre de 2017 aseguró que la muerte violenta de estos líderes se
debía principalmente a “líos de faldas”.

El 2 de febrero pasado, el vicepresidente, Óscar Naranjo, enfatizó que habrá
una mayor coordinación institucional para proteger a estas personas y, que
junto con la Fiscalía, buscarán esclarecer las muertes que se han producido
hasta ahora para que ningún caso quede en la impunidad. Sin embargo, desde
el día de su declaración y hasta el 25 de marzo pasado, habían sido
asesinados ocho líderes más con historias muy similares a la de Antonio.

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Isidro Baldenegro: asesinado el 15 de enero de 2017

 

La maldición del Goldman

 

Eliana Gilet

 

Al igual que la hondureña Berta Cáceres, Isidro Baldenegro fue galardonado
con el “Nobel” del ambiente. Su militancia en defensa del bosque nativo en
la Sierra Madre de México y de los derechos de los pueblos indígenas,
también le valió la vida. A estos remotos compañeros de armas el
internacional premio Goldman no les sirvió de protección.

 

Tal vez fue porque vio cómo su padre, Julio Baldenegro Peña, fue asesinado
en 1986 por oponerse a la tala indiscriminada del bosque nativo que a los 20
años su vida tomó definitivamente el camino de la defensa del lugar donde
había nacido. Isidro Baldenegro López tenía 51 años cuando también fue
asesinado, el 15 de enero de 2017.

 

Los Baldenegro, padre e hijo, nacieron en una comunidad Rarámuri del sur de
Chihuahua, el estado más extenso de México, que linda con Estados Unidos.
Los territorios ancestrales de estas comunidades originarias forman parte de
la Sierra Madre Occidental –la cadena montañosa que ocupa buena parte del
oeste de México y sigue su camino más allá de la frontera norte– y cuenta
con uno de los últimos bosques vírgenes que se conservan en el país. Allí,
en la Sierra Tarahumara, el roble y el pino perfuman y purifican el aire,
mantienen la humedad del ambiente y el agua limpia. Actualmente, el bosque
se ha reducido a menos del 1 por ciento de su superficie original.

 

La explotación indiscriminada de la madera y la lucha que se opone a ella
tienen una larga historia aquí. La primera acción insurreccional guerrillera
de la década del 60 en México ocurrió unos 300 quilómetros al norte de donde
los Baldenegro fueron asesinados. El 23 de setiembre de 1965, una docena de
jóvenes atacaron el cuartel militar en Ciudad Madera y fueron masacrados.
Entre otras reivindicaciones exigían el freno al acaparamiento de la tierra
por las compañías madereras que desolaban la zona y la despojaban de su
riqueza natural.

 

En Coloradas de la Virgen, el pueblo de los Baldenegro, viven 50 personas.
Isidro llevaba 10 años desplazado de allí por las amenazas y los atentados
que recibió durante el comienzo de la década del 2000. Pero bastó una visita
a la casa de un familiar en el pueblo para que fuera acribillado. Ni su
asesinato ni el de su padre han tenido justicia. Continúan en la impunidad.
Es también el caso de los otros tres tarahumaras defensores del bosque que
fueron asesinados en 2016 y cuyas muertes pasaron casi desapercibidas: sólo
contaron con una mención un año más tarde en un comunicado de ACNUR sobre el
asesinato de Isidro, ni siquiera se difundieron sus nombres.

 

Todas las oficinas internacionales con presencia en México vinculadas a la
defensa de los derechos humanos condenaron el asesinato de Isidro
Baldenegro. La Corte Interamericana (CIDH) instó a la Organización de
Estados Americanos (OEA) a que adoptara urgentemente medidas de protección a
los defensores de la tierra del continente, que en esos días de 2017 cayeron
como moscas: Laura Vásquez Pineda, opositora a una explotación minera
canadiense, fue asesinada el 16 de enero en Mataquescuintla en Guatemala; al
día siguiente lo fue Sebastián Alonso Juan, en Yichk’isis, en la zona
Huehuetenango, fronteriza de ese país con México, donde las comunidades de
los pueblos Chuj y Q’anjob se oponen a la construcción de dos
hidroeléctricas. La lista puede volverse aterradoramente interminable. Un
informe de la asociación inglesa Global Witness indicó que el 60 por ciento
de los 200 asesinatos cometidos en el mundo en 2016 contra personas
organizadas para la defensa territorial, ocurrieron en América Latina (véase
“La Grieta” Brecha, 28-VII-17). El de Isidro Baldenegro fue uno de los más
visibles.

 

A tal punto que Google dedicó su doodle (un dibujo que reemplaza
temporalmente el logotipo habitual de la empresa) del día en que se cumplió
el primer aniversario de su asesinato a su icónica imagen. Lo representaron
de perfil, con una vincha roja que le cruzaba la frente.

 

EL CASO DE BERTA

 

Isidro Baldenegro tenía algo en común con la famosa militante ecologista
Berta Cáceres que le dio a su asesinato una relativa notoriedad comparado
con otros casos en América Latina: ambos habían recibido el premio Goldman,
el “Nobel” de la defensa del medioambiente, antes de ser ultimados.

 

Mientras la muerte de Baldenegro nunca fue esclarecida, el asesinato de
Cáceres, el 3 de marzo de 2016 en la localidad La Esperanza, en Honduras,
representó un revés para la impunidad que generalmente rodea este tipo de
muertes violentas. En su caso, la presión de sus hijas y de su organización,
el Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras
(COPINH) –que continuaron su lucha– hizo que un grupo de expertos enviado
por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos accediera a la
información que la justicia local había tenido encajonada durante un año.
Los expertos concluyeron que directivos de la empresa DESA, titular del
proyecto hidroeléctrico Agua Zarca, al que Cáceres y el COPINH se opusieron
durante años, fueron los autores intelectuales del asesinato (véase “La
empresa que la mató”, Brecha, 24-XI-17).

 

Tanto Isidro como Berta fueron acusados falsamente por sus respectivos
estados de delitos que no habían cometido; una manera de frenar su lucha.
Baldenegro fue detenido arbitrariamente en 2003 junto a otro integrante de
la comunidad, Hermenegildo Rivas Carrillo, y fueron acusados falsamente de
tenencia ilegal de armas exclusivas del Ejército (un delito federal
excarcelable) y de marihuana. Isidro fue detenido dentro de su casa, a la
que los funcionarios judiciales entraron sin orden de allanamiento ni de
detención. Meses antes, tras la organización de reiterados piquetes y
manifestaciones, Baldenegro y su comunidad habían conseguido detener
provisoriamente la tala ilegal del bosque de las tierras comunitarias. En
2002, habían marchado caminando hacia la ciudad de Chihuahua y lograron una
suspensión judicial de la deforestación. El costo de esta conquista popular
fue que Baldenegro se convirtiese durante más de un año en un preso
político, aunque luego se le retiraron los cargos. Su caso causó tal revuelo
que en 2005 le entregaron el premio Goldman.

 

Su discurso de aceptación del premio está pronunciado con las palabras de
quien habla para que cualquiera lo entienda, en un tono pausado y tan suave
como la brisa que recorre los árboles de la Sierra Tarahumara.

 

“En México hay más de sesenta diferentes etnias indígenas y una gran parte
tienen los mismos problemas. No se reconocen nuestros derechos
territoriales, empresarios madereros invaden nuestras tierras cuando quieren
y los involucrados en actividades ilegales controlan nuestras vidas. Con
este reconocimiento se beneficia gran parte de mi comunidad y otras
comunidades Tarahumaras, así como otras etnias indígenas de mi país. La
invitación queda abierta para quienes gusten apoyar la lucha de mi pueblo,
porque el conflicto no ha terminado.”

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El caso de Nilce Magalháes de Souza

 

Lo que la inundación se llevó

 

Marcelo Aguilar

 

Cuando una represa llega a una zona, el agua que retiene inunda y arrastra
todo. Casas y vidas. Pero no es sólo el agua que arrasa. La pobreza también.
Se agudiza a la par de los conflictos y la violencia. La usina de Jirau,
instalada en el río Madeira, a 120 quilómetros de Porto Velho, la capital
del estado brasileño de Rondonia, no fue ninguna excepción. La tercera mayor
hidroeléctrica del país cambió radicalmente la vida de mucha gente. Como la
de Nilce Magalhães de Souza, o “Nicinha” como le decían, que tuvo que
abandonar su casa en Abunã para ir a vivir en una isla junto a otros
pescadores en busca de supervivencia. En esa isla no había ni agua potable,
ni energía eléctrica. Vaya ironía.

 

“Esta isla es el único lugar que tenemos para vivir. Estamos lejos de todo
el mundo, de nuestros padres, madres, hijos y nietos, pero desgraciadamente
es lo único que la hidroeléctrica nos ofreció”, explicaba Nicinha en el
documental Jirau e Santo Antônio: retratos de una guerra amazónica. En ese
momento hacía cinco meses que vivía en la región de Velha Mutum Paraná,
porque en Abunã ya no había donde pescar y arreciaba la creciente. “La usina
vino aquí y nos dijo que esto es de ellos, pero yo no voy a salir hasta que
la empresa tome precauciones con respecto a los pescadores. Porque no
tenemos dónde pescar ni dónde vivir. La hidroeléctrica acabó con nuestra
casa, nos mató ahogándonos, y ahora nos quiere matar de hambre. La usina
mató todo. No sobrevivió un árbol de nada”, denunciaba Nicinha.

 

Nicinha era militante del Movimiento de Afectados por Represas (MAB, su
sigla en portugués), y luchaba para garantizar los derechos de las víctimas
de Jirau. Encabezó varias ocupaciones de las obras de la represa de Jirau y
hablaba con firmeza en reuniones y audiencias públicas. Tenía un carácter
guerrero: “Una vez llegó un camión con canastas básicas y kits de limpieza”,
relató su hija Ivanilce de Souza, en una entrevista todavía inédita. “Mi
madre les dijo que todos los que estaban ahí eran afectados por la
creciente, pero la empresa decía que no, que había sólo para algunos. Ahí mi
madre les dijo que si no había para todos les iba a quemar el camión ahí
mismo. Y la empresa terminó entregando (canastas) para todo el mundo.”

Como activista del MAB Nicinha no bajaba los brazos. Iba de reunión en
reunión “andaba quilómetros y quilómetros, hacía dedo, iba en camión, en
lancha, en medio de la creciente, para llegar a Porto Velho a una reunión”,
recordó su hija.

 

Nicinha sabía que a alguien le tocaría morir por la lucha en la que
participaba. Se lo dijo a su hija un día cuando paseaban por Porto Velho. El
7 de enero de 2016 desapareció. Su cuerpo fue encontrado con las manos y
piernas atadas a una piedra, el 21 de mayo de ese año, en el lago generado
por la represa. Como en tantos otros casos parecidos, el asesinato de
Nicinha se intenta describir como el resultado de una dispu-ta entre
vecinos. El posible rol que pudo jugar la represa y el trabajo de Nicinha
para combatirla es totalmente obviado. Aunque todavía no se tiene claridad
absoluta sobre los motivos del crimen, el asesino confesó y está preso.
Vivía en la misma isla, y Nicinha lo había ayudado mucho. Cuando su hija fue
a ordenar las pocas pertenencias que tenía su madre, encontró ropa que
Nicinha estaba juntando para la hija de su asesino.

 

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos repudió el asesinato en una
nota que condenaba varios homicidios de defensores de derechos humanos en
Brasil. La hija de Nicinha todavía no lo cree: “Para mí ella está viajando,
pescando en algún lugar, y cualquier día de estos vuelve”. Sin embargo, sabe
que su muerte no fue en vano: “La lucha sigue, y muchas personas se inspiran
en su ejemplo con la misma fuerza y la misma garra”.

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Un buen ecologista es un ecologista muerto

 

El caso de Silvino Zapata 

 

Daniel Gatti

 

Silvino Zapata era presidente del Consejo de Ancianos de la comunidad
garífuna de Honduras. Era, también, un reconocido ambientalista y se oponía
a los intentos de apropiación de tierras de los indígenas del Caribe
hondureño llevados a cabo por terratenientes y empresas hidroeléctricas. “En
la defensa de los ríos y de las tierras nos va la vida a los pobres”, decía.

 

El 15 de octubre pasado, dos pistoleros se le acercaron por detrás cuando
estaba cerrando un comercio de su propiedad y lo acribillaron a balazos, en
Omoa, en la zona norte del país. Zapata vivía amenazado, pero decía que en
Honduras llegar vivo a su edad habiendo sido un luchador ya era un
privilegio. “No hay duda alguna de que se trata de uno más de los asesinatos
selectivos que tienen lugar en este país desde hace años”, comentó entonces
Bertha Oliva, presidenta del Comité de Familiares de Detenidos Desaparecidos
en Honduras (COFADEH). Zapata no tenía el ascendente ni la fama de una Berta
Cáceres, la dirigente indígena lenca, feminista, ecologista, fundadora del
Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras,
asesinada a balazos en su casa hace justo dos años, en marzo de 2016, pero
“combatían por las mismas causas”, dijo Oliva. A Cáceres la mataron, todo lo
hace suponer, por su oposición al proyecto Agua Zarca, de construcción de
una represa hidroeléctrica en tierra lenca, que arrasaría con la producción
local. A Zapata, por oponerse a un proyecto similar y por exigir la
aplicación de una sentencia de 2014 de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos que reclamó al Estado hondureño la devolución a los garífunas de
tierras oficialmente reconocidas como ancestrales y que les fueron
arrebatadas para ser entregadas a “desconocidos”, es decir, empresarios. “Si
hemos preservado nuestros bosques, ¿por qué no manejarlos nosotros?”, se
podía leer en una pancarta de la comunidad garífuna el día del entierro de
Zapata.

 

Al parecer, los asesinos de Zapata fueron identificados, pero siguen libres.
Hubo algunos detenidos por el asesinato de Cáceres, pero sus autores
intelectuales no han sido molestados. Hay sospechas de implicancia en el
crimen de ejecutivos de la empresa DESA, a cargo del proyecto Agua Zarca,
que contaba con financiación del Banco Mundial y bancos estadounidenses y
europeos. También de militares. Lo mismo sucede en el caso de Zapata: se
sospecha de militares, de empresarios. “Los escuadrones de la muerte nunca
dejaron de existir en Honduras, pero el golpe contra Manuel Zelaya, en 2009,
y todo lo que siguió después les dio alas”, sostiene Oliva.

 

Desde entonces, la ONG Global Witness lleva contabilizados 120 asesinatos de
“activistas ambientales” hondureños, aunque es consciente de que seguramente
son muchos más. La asociación difundió el año pasado un informe (“Honduras,
el sitio más peligroso para defender el planeta”) que da cuenta de
complicidades cruzadas entre empresarios, militares, gobernantes,
instituciones multilaterales, gobiernos extranjeros (en especial el de
Estados Unidos) en la represión o el combate a los ambientalistas.

 

“La corrupción reinante en el país implica, además, que los activistas
pueden ser asesinados con total impunidad”, dice Global Witness, que cita
decenas de casos de asesinatos de militantes sociales, como el de Francisco
Martínez Márquez, integrante del movimiento indígena lenca MILPAH,
acribillado y desmembrado en enero de 2015 por resistir al proyecto de
represa hidroeléctrica Los Encinos. O los de los jóvenes agricultores Allan
Martínez y Manuel Milla, o el de José Ángel Flores, presidente del
Movimiento Unido Campesino del Aguán (MUCA), muerto a balazos el 18 de
octubre de 2016.

 

Global Witness denuncia, por otro lado, la criminalización de los
resistentes hondureños, acusados de “obstruir el desarrollo” o de “actos
terroristas” y llevados ante los tribunales. También son objeto de amenazas
constantes y de campañas de difamación, sobre todo en las redes sociales,
vinculándolos con narcotraficantes o pandillas. “El mejor ambientalista es
el ambientalista muerto”, decía un escrito sin firma dejado en el lugar en
que fue ejecutado otro militante del MUCA.

 

Con los gobiernos de Estados Unidos, el informe de Global Witness es
particularmente duro. Es estadou-nidense la mayor parte de las empresas
involucradas en la contratación de pistoleros que matan a los dirigentes
sociales, es estadounidense la mayor parte de los bancos que financian esos
proyectos y estadounidense el dinero que asegura el funcionamiento de las
fuerzas armadas hondureñas. En setiembre de 2016, cuando en la Casa Blanca
todavía estaba el demócrata Barack Obama, el Departamento de Estado
certificó que Honduras cumplía con todos “los estándares en derechos
humanos” exigidos para recibir asistencia de Washington. Un año después, ya
bajo la administración del republicano Donald Trump, Estados Unidos dio su
bendición al gobierno de Juan Orlando Hernández, acusado urbi et orbi de
fraude masivo en las elecciones. La represión de la resistencia callejera a
esas maniobras, que condujeron a la reelección de Hernández, arrojó al menos
30 muertes y un mayor apriete del torniquete a los movimientos sociales en
las zonas rurales. “Se han reactivado los escuadrones de la muerte, vivimos
una situación igual o peor a la de los años ochenta”, denunció semanas atrás
el defensor de derechos humanos e integrante de la Coalición contra la
Impunidad Tomás Zambrano.

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Carlos Maaz Coc y la lucha por la protección del agua en Guatemala

 

Un pescador con una bala en el pecho

 

Daniel Gatti

 

Para Carlos Maaz Coc aquella noche de pesca había sido rutinaria y
escasamente provechosa. Esto venía haciéndose algo común pues en la última
década compañías mineras comenzaron a verter contaminantes en los cauces de
agua que luego se trasladaban hasta el Lago de Izábal, ubicado en el
departamento guatemalteco del mismo nombre. Naturalmente, esta acción
repercutía dramáticamente en su faena como pescador artesanal, oficio que a
la vez había abrazado no sólo por necesidad sino también por constituir una
herencia ancestral para aquel descendiente maya-quiché de 27 años. Carlos
Maaz formaba parte de comunidades que históricamente veneraron y crecieron
en el entorno del Lago de Izábal. A él y a muchos otros habitantes del
lugar, la contaminación creciente de la base principal de su sustento les
preocupaba. Por esa razón y muy especialmente desde 2015, comenzaron a
buscar la forma de hacer prevalecer sus derechos.

 

A la mañana siguiente, el 27 de mayo de 2017, y una vez terminada la pesca,
Carlos participó de una reunión junto a otros integrantes de la Gremial de
Pescadores Artesanales de El Estor, uno de los municipios de Izábal. Faena
laboral nocturna y militancia comunitaria no impidieron que pasado el
mediodía llegara a su casa –un conjunto de maderas apiladas en forma
vertical, techo de chapa, piso de tierra, una mesa, una cama y tres sillas–
para almorzar. Allí lo esperaban su joven esposa, Cristina Xol Pop, de 22
años, y el pequeño hijo de ambos, de 8. La instancia no se extendió
demasiado: Carlos, una voz escuchada y destacada de la gremial, debía acudir
a una manifestación que cortaba la ruta para protestar ante la contaminación
cada vez más abusiva de principalmente tres empresas: Proinco, Naturaceites
y la Compañía Guatemalteca de Níquel (CGN). Todas ellas vierten sus desechos
tóxicos sin control estatal y los pescadores conocen mejor que nadie sus
efectos pues se ven obligados a eludir y alejarse diariamente de las
crecientes manchas rojas que perciben en el lago. Los manifestantes buscaban
con su presencia en las calles impedirle el ingreso a estas empresas,
reclamaban insistentemente una mesa de negociación y sobre todo, una
investigación científica independiente que certificara la inmensidad de los
daños ecológicos producidos en el lago que, por otra parte, es el mayor del
país, con casi 600 quilómetros cuadrados de superficie. Entre sus denuncias,
además de la contaminación del agua, estaba la depredación de los cerros,
especialmente la del denominado cerro Las Nubes, cuyo aspecto y tamaño ha
cambiado notoriamente.

 

Lejos habían quedado las promesas del alcalde municipal, del ministro de
Ambiente –hoy prófugo de la justicia– y de representantes de las empresas,
que en su momento aseguraron que la presencia de esas empresas marcaría el
progreso de la comunidad. Las inversiones, expresaron, abatirían el
desempleo y sus aportes en dinero, derivados de las regalías que habrían de
abonar al Estado en pago por la utilización de sus aguas, auguraban un
futuro promisorio para los habitantes.

 

Aquel sábado 27, sobre las 3 de la tarde, y mientras Carlos participaba de
la movilización, llegó al lugar un contingente fuertemente armado del cuerpo
de antimotines de la Policía Nacional Civil. Su desafiante presencia y
ostensible poder de fuego generó tensión en los participantes, que
comenzaron a tomar piedras del suelo. Fue entonces cuando los agentes
iniciaron el estruendo de gases y disparos de armas de fuego para
dispersarlos. Uno de esos disparos abatió a Carlos, que recibió el impacto
en el pecho. Ninguno de sus compañeros pudo asistirlo pues la policía
continuó disparando por varios minutos. Al llegar en su auxilio, rato
después, familiares y compañeros encontraron a Carlos muerto.

 

Lamentablemente, la de Carlos no es una historia excepcional. La Unidad de
Defensoras y Defensores de Derechos Humanos de Guatemala documentó que entre
enero y octubre de 2017 ocurrieron 328 ataques contra defensores de derechos
humanos; 52 asesinatos –45 de esas víctimas eran mujeres–; 72 agresiones
contra defensores de pueblos indígenas; además de 30 ataques a periodistas.
Consultado por Brecha, uno de los representantes más destacados de esta
unidad, Jorge Santos, no pudo responder inmediatamente al pedido de
información del semanario pues él mismo fue víctima de un ataque anónimo que
lo dejó hospitalizado.

 

La muerte de Carlos Maaz Coc, el ataque a Jorge Santos y a tantos otros
guatemaltecos forma parte y a la vez es consecuencia de un prolongado
proceso histórico cuyas raíces pueden ubicarse en el violento legado de la
colonización española, inspirada en la estrategia de su conquistador, Pedro
de Alvarado, llegado para “atemorizar la tierra”. Pero es también uno de los
resultados de la conformación estatal que excluyó sistemáticamente del
acceso a los recursos del Estado a los sectores mayoritarios de la
población, sobre todo indígenas. Se trata de una de las muchas expresiones
de violencia institucionalizada que provienen de una elite
política-militar-judicial que, bajo el amparo político, la asistencia y el
asesoramiento de Estados Unidos desde el golpe de 1954, ha reprimido
sistemáticamente a sus habitantes. Esta elite se sostiene, como indican los
estudiosos, por un patrón global de utilización de países estructuralmente
débiles como fuente de materias primas baratas y depósito de sustancias
contaminantes, proceso en el cual se inscribió la aprobación del Tratado de
Libre Comercio entre Centroamérica, República Dominicana y Estados Unidos en
2006.

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------------ próxima parte ------------
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