Memoria/1968/ México: contra el país de pies de barro [Carlos Fazio]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Mayo 26 18:00:16 UYT 2018


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Correspondencia de Prensa

26 de mayo 2018

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Memoria/1968



De París a Tlatelolco



Contra el país de pies de barro



Carlos Fazio, desde Ciudad de México

Brecha, 25-5-2018

https://brecha.com.uy/



Todo empezó con un pleito a pedradas. El origen de los acontecimientos que
sacudieron a México fue un zafarrancho entre alumnos de las escuelas
vocacionales 2 y 5 y de la preparatoria popular Isaac Ochoterena, ocurrido
el 23 de julio de 1968. El enfrentamiento fue aprovechado por la policía
para agredir a los estudiantes. Tres días después se conectaron los sucesos
puramente escolares con los políticos, cuando una manifestación
conmemorativa de la revolución cubana –que seguía resistiendo a la bête
noire del nacionalismo mexicano: Estados Unidos– intentó entrar al Zócalo,
frente al Palacio Nacional, espacio entonces vedado a las protestas, y fue
atacada por el cuerpo de granaderos. Saldo: 50 heridos.



El 29 de julio se decretó el cierre indefinido de la Universidad Nacional
Autónoma de México (Unam) y del Instituto Politécnico Nacional (Ipn). La
intervención del Ejército causó estupor en la opinión pública. En la
madrugada del 30, dos secciones de paracaidistas y un batallón de
infantería, con tanques ligeros, jeeps con cañones de 101 milímetros y
bazucas tomaron dos preparatorias y la Vocacional 5. Los soldados hicieron
volar de un bazucazo la puerta de madera del Colegio de San Ildefonso. Hubo
400 heridos.



Estudiantes de la Unam y el Ipn –de tendencias ideológicas opuestas y
escuelas irreconciliables–, y muchos profesores, se unieron ante la
agresión: formaron un Consejo Nacional de Huelga. El 1 de agosto una
manifestación de 50 mil estudiantes, encabezados por el rector de la Unam,
Javier Barros Sierra, protestó por la violación de la autonomía
universitaria y contra la represión. En un gesto simbólico que representó un
desafío al todopoderoso sistema presidencialista mexicano, el rector puso la
bandera nacional a media asta. Todo un país agraviado de luto.



Poco a poco el movimiento tomó un cariz sociopolítico. Creció la
politización del estudiantado, la conciencia de su fuerza y la
participación, y el activismo por la reforma de las estructuras. Los
estudiantes asumieron una relación de iguales frente al poder; exigieron ser
tratados como adultos. Y dos lenguajes diferentes, incomprensibles
mutuamente, quedaron enfrentados: el del gobierno y el de la juventud.



Como en Berlín, Rio, Berkeley, París, Praga y Montevideo, el afán de
democracia, de respeto a los derechos individuales, de rechazo a las
autoridades establecidas, estuvo presente también en México. Fue un
movimiento nacional y universal a la vez.



Alimentados por la labor de las agencias de noticias internacionales,
ejemplos, valores y esperanzas dieron la vuelta al mundo, reproduciendo
lemas, modas y patrones de conducta con una velocidad y una eficiencia sin
precedentes. Más sensibles a ese tráfico de ideas e imágenes que otras capas
de la población, los estudiantes se movieron inspirados no sólo por las
verdaderas o imaginarias del país, sino también por las de otras latitudes.



En los primeros días de agosto el movimiento estudiantil mexicano estableció
una plataforma reivindicativa de seis puntos que surgió como síntesis
obligada de las demandas de los jóvenes agredidos: libertad para los presos
políticos; derogación del artículo 145 del Código Penal Federal; destitución
del jefe y subjefe de la Policía Preventiva así como del jefe de granaderos;
indemnización a las víctimas de las agresiones de la fuerza pública;
deslindamiento de responsabilidades de los funcionarios públicos que
intervinieron en el conflicto.



Ese petitorio, que se hizo famoso, fue la bandera del movimiento
estudiantil. Una bandera que clamaba justicia y rechazaba la represión. Fue
un movimiento antirrepresivo en su origen, que apoyado por la población del
Distrito Federal creció y se transformó en político. Los estudiantes
levantaron la limpia bandera de la Constitución. Y así, el rechazo
estudiantil a la impunidad, la corrupción y el autoritarismo congénitos del
Estado mexicano de los sesenta los hizo hermanarse con el Che Guevara
hombre. No precisamente con sus ideas políticas, que la mayoría desconocía.
Querían, para decirlo con las palabras del Che, graduarse de hombres. Por
eso mismo fue que los estudiantes utilizaron también con profusión las
imágenes de Emiliano Zapata, Benito Juárez, José María Morelos y Miguel
Hidalgo, por su calidad de hombres. De hombres graduados.



No obstante el abismal y desproporcionado nivel de información al que tenían
acceso los capitalinos en relación con la población del resto del país,
donde debido al bombardeo de la propaganda oficial ser «chilango» era
sinónimo de comunista, la inmensa mayoría de los habitantes del Distrito
Federal no conocían las luchas de los dirigentes obreros Demetrio Vallejo,
Valentín Campa y los otros presos políticos. Ni siquiera las conocía la
mayoría de los estudiantes movilizados. Tampoco conocían la Constitución ni
el texto del artículo 145. Pero rápido concluyeron que eran mexicanos
injustamente presos. Por eso pidieron su libertad y la derogación del
artículo en cuestión, la llamada «ley de disolución social», promulgada de
emergencia en tiempos de guerra.



Defendieron sus demandas en forma tan entusiasta y tumultuosa que llenaron
en tres ocasiones la Plaza de la Constitución (los días 5, 13 y 27 de
agosto). Fueron manifestaciones populares espontáneas tan importantes como
la de 1938, cuando el general Lázaro Cárdenas expropió el petróleo y el
pueblo lo apoyó en las calles. La del 27 de agosto reunió a 250 mil personas
en el Zócalo. Los estudiantes izaron la bandera rojinegra en una de las
torres de la catedral. En la madrugada fueron desalojados por el Ejército.



Instigados por sectores ultraconservadores, el consorcio Televisa y su
«comunicador» estrella, Jacobo Zabludovsky, manipularon el sentimiento
religioso al amplificar la noticia de que la catedral había sido
«profanada». Pero la campaña de «desagravio» auspiciada por la ultraderecha,
que buscaba enfrentar a los católicos con los estudiantes, pronto quedó
desactivada. Siguiendo instrucciones del arzobispo Miguel Darío Miranda, el
encargado de comunicación social del Episcopado, Francisco Orozco Lomelín,
declaró que «no hubo profanación alguna de la catedral». Por su parte, la
Acción Católica Mexicana aclaró que ninguna de sus organizaciones había
promovido actos de desagravio.



Siguieron tres días de desórdenes, con tanques en las calles, manifestantes
golpeados, tiros y aprehensiones. El DF fue patrullado por tropas. El 1 de
setiembre, al rendir su informe a la nación, el presidente Díaz Ordaz
«tendió su mano» a los estudiantes. Con la mejor sonrisa en su cara de momia
viviente, pronunció un discurso de «aquí no pasó nada». De las tres horas
que habló, dedicó 40 minutos al tema del movimiento estudiantil. No aceptó
ninguna demanda y exhortó a los estudiantes a volver a la normalidad.
Advirtió que en caso contrario serían reprimidos. No podía imaginar que con
ese discurso estaba dando paso a un nuevo período de violencia política en
México.



Para octubre el régimen presidencialista, con 40 años ininterrumpidos en el
poder, había preparado un magno evento destinado a servir de número central
del exhibicionismo mexicano. La nueva edición de los Juegos Olímpicos
catapultaría al mundo la idílica visión del ex asesor de la Oficina de
Seguridad Nacional de Kennedy Walt Rostow –cuyo libro Las etapas del
crecimiento económico era la biblia del momento–: un México apacible y
próspero, alegre, de charros cantores con guitarra y pistola al cinto, con
una arquitectura colonial envidiable y maravillas como las pirámides de
Teotihuacán y las playas de Acapulco, Vallarta o Cancún. La imagen de una
gran campaña publicitaria que en esos días tenía como eje a Estados Unidos
(«Visit Mexico Now») se complementaba con el socorrido «Como México no hay
dos», orgulloso cliché de una revolución institucionalizada y precursora, a
la que miraban con respeto otros autócratas del subcontinente
latinoamericano.



Un hastío desbordante



El presidente y el partido de Estado, el Revolucionario Institucional (Pri),
estaban magnetizados por la fiesta deportiva que, a la vez, les serviría
como una pantalla para ocultar la realidad de un país adormecido por la
repetición constante del santo nombre de una revolución que había tenido su
último aire de renovación a comienzos de los años cuarenta. Un país de 45
millones de habitantes, donde más de 20 millones, en su mayoría campesinos
analfabetos, vivían en absoluta miseria, sojuzgados. Peor: sin esperanza
posible de que algunos de los logros de la gesta de Villa y Zapata los
alcanzara algún día.



En 1968 casi el 60 por ciento de la población mexicana era menor de 25 años.
Para esa masa de jóvenes la revolución mexicana sólo existía en la copiosa
propaganda oficial y en las versiones de sus padres. El México real tenía
pies de barro. Estaba signado por la corrupción, el caudillismo y un
corrosivo conformismo. El patrón mandaba en la empresa y en los sindicatos.
Los líderes «charros» se eternizaban y se convertían en diputados y
senadores millonarios. No había canales de representación popular. La
justicia era deficiente y estaba permeada por influencias, compadrazgos, y
la «mordida» (soborno) ya era una institución.



Controlado por los priistas, había un parlamento servil. La «dictadura de
partido» contaba con una maquinaria triturante. La oposición servía de
comparsa al régimen. No había libertad de prensa ni de opinión. Salvo
excepciones, los periodistas cobraban en la nómina del gobierno. Como
corearon los estudiantes, era una «prensa vendida», dócil.



La política mexicana era oscura, secreta e inescrutable. El presidente de
turno designaba a su sucesor; era el reino del «tapadismo» y el «dedazo». Se
vivía en una democracia simulada, sin ciudadanos. Mandaba la «familia
revolucionaria», y los «cachorros» en el poder irradiaban un paternalismo
agobiante. Todos los mexicanos eran tratados como menores de edad.



Muchas expresiones de este estado de cosas las intuían los jóvenes
capitalinos de clase media que ahora protestaban en las calles. El gobierno
los había llenado de un lenguaje revolucionario hueco. Sus mayores habían
renunciado a la lucha política y a la justicia social. Un mundo en crisis
pedía cambios. Era el fin de una época.



Por eso los estudiantes enarbolaron las gastadas demandas de sus cansados
padres. Salieron a las calles a revitalizar una cultura que mostraba signos
de vejez y caducidad. Reclamaron autenticidad y arremetieron contra los
formalismos y los valores tradicionales. En particular rechazaron la imagen
paternalista del presidente, no por ser Díaz Ordaz sino por ser el vértice
de un sistema hegemónico de dominación. Como los jóvenes de las barricadas
de un mundo transformado ya en aldea global, mostraron creatividad,
conciencia de sí mismos, idealismo, espontaneidad, inconformismo radical,
agresividad. Querían la gloria de una revolución de verdad, no pura máscara.
A falta de partidos políticos, las universidades habían terminado por ser
los ámbitos donde los profesores y estudiantes expresaban libremente sus
ideas. En el calor de la revuelta, los estudiantes proclamaban: «Unam,
territorio libre de México».



Lo que reventó en julio del 68 fue el hastío. El hastío de la demagogia, de
la marginación, del enmudecimiento, de la injusticia, del vacío, de la
claudicación. El grito estudiantil sacudió las arcaicas estructuras del
sistema. Todo México cabía en las demandas de los jóvenes sesentayocheros.
Pero el planteo fue demasiado inquietante y peligroso para un régimen
autoritario. La movilización estudiantil llevaba al caos, fue la lectura
desde la cúspide del poder central. Una juventud idealista, ingenua, estaba
siendo manipulada por los profesionales de la agitación y la violencia. Fue
el discurso oficial: la «conjura comunista» como coartada. El gobierno no
podía hablar y menos dialogar; se necesitaba una mano de hierro.



Esa fue la lógica del monólogo presidencial del 1 de setiembre, que exacerbó
los ánimos de los estudiantes. Cuando dijo con esa sutileza de indio cazurro
que «la pluralidad de ideologías» no debería romper «la unidad nacional»,
Díaz Ordaz estaba prácticamente pidiendo más conformismo y años de gobierno
indiscutido para el Pri. Los dueños del sistema se resistían a todo cambio
que viniera de los de abajo. Pero los mexicanos jóvenes habían roto el
silencio y no estaban dispuestos a aceptar la «unidad» quieta diazordacista.
Y se sucedieron los mitines en la ciudad universitaria de la Unam, el Ipn,
Chapingo, la Normal Superior y en la «prepa mártir» de San Ildefonso.



El 13 de setiembre la Marcha del Silencio congregó a más de 300 mil obreros
y estudiantes en el Zócalo. A la cabeza iba el rector Barros Sierra. Muchos
marchaban con los labios sellados con tela adhesiva, mudos, para ratificar
su rechazo a la violencia física y verbal que se les imputaba, y que era
provocada por grupos de choque organizados por el régimen. Desde 1958 no
había quien se atreviera a protestar. Diez años después, como escribió Elena
Poniatowska, «México se levantó de la tumba, despertó de su letargo y su
estallido nos conmovió a todos». El grito de coraje estudiantil terminó con
el «ni modo» mexicano.



La manifestación acabó por exasperar a un gobernante que no admitía disenso
ni réplica. Los medios repetían los dictados de Díaz Ordaz sobre la «conjura
comunista internacional» que se abatía sobre México.



Se intoxicó a la opinión pública. Se preparó el terreno. El 18 de setiembre
el Ejército ocupó la ciudad universitaria. Cinco días después, con apoyo de
400 carros blindados, tropas militares y policías tomaron a balazo limpio
varias escuelas del Politécnico, entre ellas Zacatenco y Santo Tomás. Hubo
operaciones de «limpieza», detenciones, heridos y muertos en varios puntos
de la capital. El 1 de octubre Richard Nixon canceló su viaje a México.



La noche de Tlatelolco



Fue el 2 de octubre de 1968. Plaza de las Tres Culturas. Una multitud de
estudiantes se arremolinaba frente al edificio Chihuahua del complejo
habitacional Nonoalco-Tlatelolco.



El mitin tenía lugar en un sitio histórico, orgullo arquitectónico del
México moderno.



Allí mismo, el 21 de agosto de 1519 había sido una fecha trágica. Ese día,
reza una inscripción en mármol, ahí fue sacrificado Cuauhtémoc, el hijo del
emperador, después de una heroica defensa: «No fue ni triunfo ni derrota.
Fue el doloroso nacimiento del México mestizo de hoy».



Sobre las ruinas del soberbio e imponente mercado indígena, orgullo del
antiguo reino satélite del imperio azteca, los conquistadores españoles
erigieron el templo de Santiago Tlatelolco, primera iglesia y sede episcopal
de México, habitada por fray Juan de Zumárraga. Cuatro siglos después,
enmarcado por el conjunto habitacional, la iglesia, las ruinas y el
rascacielos que albergaba a la cancillería mexicana, el lugar fue bautizado
Plaza de las Tres Culturas: la indígena, la hispánica y la del México
moderno.



Caía la tarde de aquel 2 de octubre. Un helicóptero sobrevoló la plaza. De
pronto, tres, cuatro bengalas verdes salieron del piso 15 de la cancillería
y comenzaron las ráfagas de ametralladoras sobre la multitud. «En Vietnam
lanzan bengalas para identificar el lugar que hay que atacar», recordó la
periodista Oriana Fallaci, que esa tarde estaba en Tlatelolco. Había llegado
a cubrir los Juegos Olímpicos y una bala la alcanzó en una pierna.



Los hombres del Batallón Olimpia, que se identificaban entre sí por un
guante blanco en una mano y que, vestidos de civil, se infiltraron entre los
estudiantes, hicieron su trabajo: más de 300 muertos. Sólo 35 según la
versión oficial. Hubo 700 heridos y 5 mil estudiantes detenidos. La prensa
sólo identificó cifras, nunca nombres. Los cadáveres presentaban heridas de
bayoneta y de balas de calibres oficiales. Cuando los familiares fueron a
recoger a sus muertos se los trató como a traidores a la patria. Se les
obligó a firmar declaraciones de conformidad con una «muerte por accidente»,
sin derecho a investigación ni reclamación alguna.



Un día antes de la masacre el general Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del
Estado Mayor, había reunido y aleccionado a los elementos del Batallón
Olimpia: había que «salvar a la patria» del enemigo comunista. El país
atravesaba «momentos peligrosos», les dijo.



El 3 de octubre algo había cambiado en el país. El movimiento estudiantil
había durado 68 días, y ahora una paz triste, atemorizante, envolvía a la
ciudad capital. Los tanques seguían en Tlatelolco. Muchos habitantes del
populoso complejo habitacional iniciaron un éxodo, mientras otros recorrían
el Distrito Federal en busca de parientes desaparecidos. El Campo Militar
número 1 se llenó de presos políticos. Oficiales del Ejército mexicano
emularon a los gorilas del Cono Sur en la práctica del sadismo contra los
prisioneros.



El gobierno proclamó la estabilidad del peso y los priistas de la Cámara de
Diputados aplaudieron la «solución final». La nación había triunfado frente
a los «elementos extranjeros». México se había salvado. Lo que en otro país
hubiera desatado una guerra civil, sólo conmocionó a un puñado de mexicanos.
El país regresó al silencio. A su normalidad.



En la ruta de la gran maratón olímpica estaba la calle de San Juan de
Letrán, por la que diez días después pasarían los atletas, ahora manchada
por la sangre de los estudiantes. La masacre y su horror dieron la vuelta al
mundo y exhibieron el paroxismo criminal de Díaz Ordaz, el «padre colérico»
que escindió de un tajo la vida pública de México.



Pero no fue sólo la represión ordenada con autonomía táctica por el general
Marcelino García Barragán, ministro de Defensa del régimen y perseguidor en
el sexenio anterior de huelguistas ferrocarrileros, telegrafistas,
petroleros, maestros y médicos, y promotor del asesinato del líder zapatista
Rubén Jaramillo y su familia. Ni la paranoia de Díaz Ordaz y el oportunismo
ubicuo de su secretario de Gobernación, Luis Echeverría. Ni rojo amanecer.
Fue mucho más. Fue una revolución traicionada.



El 12 de octubre, bajo la consigna orwelliana «Todo es posible en la paz»,
Gustavo Díaz Ordaz inauguró los XIX Juegos Olímpicos en el estadio de la
ciudad universitaria. Muchos de los asistentes eran soldados vestidos de
civil; su corte de pelo los delataba. El gobierno temía un incidente. Los
estudiantes habían pintado manchas rojas de sangre sobre la paloma de la
paz, el símbolo de la justa deportiva.



Un par de días después, los longilíneos Tommie Smith y John Carlos, entonces
los dos hombres más veloces de la Tierra, levantaron en el podio sus puños
cerrados envueltos en guantes negros –al estilo black power, símbolo de los
Panteras Negras–, para escarnio del México 68 y del racista Avery Brundage,
el multimillonario presidente del Comité Olímpico Internacional.



Corría octubre. «El asesinato de los estudiantes fue un sacrificio ritual
(en Tlatelolco estaba el Teocalli, donde se hacían los sacrificios humanos)
(…) se trataba de aterrorizar a la población, usando los mismos métodos de
sacrificio de los aztecas», declaró Octavio Paz a Le Monde, después de
renunciar como embajador mexicano en India.



Desde su imaginaria Santa María, Juan Carlos Onetti escribía «Usted perdone,
Guevara», y arremetía contra los quiméricos periodistas compadritos de Jorge
Luis Borges que, en el lugar común, repetían: «Murió en su ley». Desafiando
los tiempos, Onetti arriesgó: «Pero la porfía del Che, profetizamos, es
inmortal».



Los estudiantes mexicanos crearon su propia consigna: «2 de octubre no se
olvida». La matanza de Tlatelolco fue un parteaguas. El país vitrina hecho
añicos. México también era América Latina. La amenaza al orden establecido
había sido conjurada. Y pronto, de la mano de Pinochet y los Chicago Boys,
irrumpiría el neoliberalismo en toda la región. El capitalismo había
asimilado su crisis y se reestructuraba.

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