Uruguay/ Pobreza. Como es vivir sin agua potable [Natalia Uval - Testimonios]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Nov 6 11:24:37 UYT 2018


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Correspondencia de Prensa

5 de noviembre 2018

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Uruguay



Con el agua como horizonte



40 familias de un asentamiento viven sin agua potable en el Cerro; aquí
contamos la historia de tres.



Natalia Uval

La Diaria, 3-11-2018

https://ladiaria.com.uy/



La fortaleza del Cerro, su bandera de Artigas algo deshilachada por el
viento, están a unos pasos y sin embargo parecen distantes. Tan lejos y tan
cerca del asentamiento como los turistas que suben el repecho en ómnibus
contratados y descienden de la misma manera. Virginia, Estela y Nancy no los
culpan: “Hay gente que se asusta”, dicen. Es preferible mirar a la derecha:
la vista de la bahía deslumbra, la Torre de las Telecomunicaciones parece de
algún otro mundo que no es el de ellas. Hasta Natalia Oreiro fue a filmar un
video ahí. Pero lo único bueno del lugar, dice Estela, es cuando llegan las
fiestas. Con la ciudad a sus pies, el cielo se ilumina con todos los
colores. “No sé cómo es ver desde un avión”, dice Estela, “debe ser algo
parecido”.



Pero las fiestas duran poco. En enero, el calor asfixia y la única canilla
que abastece el asentamiento a veces se queda sin agua. Las mujeres
peregrinan con recipientes de diez litros, con bidones de cinco, con baldes,
y esperan en fila para recargar ante el tanque de OSE. Ellas o sus hijos.
Ellas, y también sus hijos, tienen problemas de columna por el trajín
constante desde sus casas hasta allí.



El agua de esa canilla tiene tanto cloro que enferma a los niños, aseguran.
Las infecciones urinarias, las diarreas y los vómitos son comunes. Algunos
de los niños pasan internados. Las mujeres juntan lo que pueden para pagarle
a un sodero. Son 110 pesos por seis botellas de litro y medio. Esa es el
agua que toman, cuando tienen dinero. Para cocinar y lavar, la misma agua de
la canilla se usa una y otra vez: primero para bañarse, después para lavar
la ropa y finalmente para el wáter. “La ropa te la deja blanquísima, por el
cloro”, dice Estela. “Cuanto más la hervís, más se siente el olor a cloro”,
contrarresta Nancy. La efectividad en el reciclaje implica menos viajes
hasta la canilla cargando bidones, subiendo piedras que con la lluvia quedan
resbaladizas.



El agua, tan escasa en el asentamiento, se desliza en torrentes, con una
abundancia que es casi una burla, cuando llueve. Juntarla no sirve de mucho,
porque deja sucia la ropa y hace bastante daño. Vuelve los caminos
intransitables, humedece por días las alfombras improvisadas que en algunas
casas hacen de piso, estropea los muebles. Los baños en el asentamiento son
baldes que luego se vacían en pozos, pero cuando llueve, el agua arrastra la
mierda y la orina por los caminos, por los lugares donde juegan los niños.
Por eso, dicen las mujeres, los niños tienen tantos parásitos, por eso les
cuesta subir de peso y en la repisa de Nancy hay cuatro medicamentos
distintos. La lluvia es triste. “Llueve un día y ya te venís abajo, porque
decís: ‘Mirá cómo vivo’”, murmura Estela, que hace 20 años llegó al
asentamiento. El frío del invierno congela las chapas y te sentís “como
adentro de un freezer”, dicen las mujeres. Esos días, lavan a los niños por
partes: primero la cabeza, y la secan, luego el pecho y finalmente las
piernas. Y la ropa se acumula sin remedio. Estela a veces lleva a sus hijos
a casa de su hermana, que vive en el Cerro, para bañarlos.



A su hija más grande se le incendió su casa hace poco. “Agarra fuego una y
te agarran todas, ¿y cómo lo parás?”, pregunta Virginia, señalando la
sucesión de madera, bloques y chapas que baja el Cerro, y los cables que
cuelgan a la altura del pecho de una persona adulta. Pidieron contenedores
para pasar el invierno, pero no hubo caso. “La cuestión es que estamos, y
hay que vivir”, resume Estela.



Virginia



En Santa Catalina estaba mejor, hasta que su pareja empezó a pegarle y
amenazó con quemar su casa. Entonces Virginia se mudó a los pies de la
fortaleza. Tiene seis hijos, y tres de ellos tienen anemia. En el piso de su
casa hay cajones de plástico dados vuelta, y tablas que casi no dejan ver
los cientos de gusanos que se acumulan debajo. “Es por el agua que corre”,
explica. Pegado en la pared, hay un gran emoji con ojos de corazón.



Virginia cuenta que un día llegaron al asentamiento para pedirles firmas
para mejorar la seguridad. “No sé por qué se preocupan por estas cosas, yo
no firmo nada”, asegura. Otro día, el intendente de Montevideo, Daniel
Martínez, fue al Cerro y los vecinos del asentamiento lo encararon. Le
preguntaron por qué pensaba gastar 90 millones de pesos en la rambla del
Cerro, cuando ese dinero podría destinarse a realojar a las familias.
Martínez los mandó a hablar con Andrés Passadore, director de Tierras y
Hábitat de la intendencia, que les prometió un realojo sin fecha (ver
recuadro). Nancy sugiere que el dinero que hay que invertir para el realojo
se puede recuperar con la llegada de más turistas cuando el asentamiento ya
no esté.



Estela



Hace tres meses, el esposo de Estela murió. Tenía cáncer de colon. La
ambulancia no pudo llegar hasta la casa y lo bajaron sosteniéndolo con
telas, “como una bolsa de papas”. Ahora ella vive con tres de sus cuatro
hijos en el asentamiento. Pilar, su hija de cinco años, quiere sacar fotos,
pregunta todo, salta junto a otros niños en una cama elástica improvisada
con vista a la bahía: dos colchones de dos plazas puestos uno al lado del
otro. Su madre dice que Pilar es inteligente porque todo el tiempo está
preguntando, y esa es su forma de aprender. Un día Pilar vio a su mamá
llorando y le recriminó: “¿Por qué llorás, si papá te está mirando y
nosotros estamos acá contigo y te amamos?”. Pilar piensa que su papá es un
angelito que está en el cielo. Así le dijeron en la iglesia Misión Vida, del
pastor Jorge Márquez, y ella lo cree. Y se siente mejor, dice su madre.
Misión Vida va dos veces por semana a llevar comida al asentamiento, y
reparte leche. “Nos ayudan muchísimo en todo”, dice Estela, que desde que va
a la iglesia no toma más pastillas contra la depresión. “Lo hicieron con la
idea de sumar gente para la iglesia, y lo lograron”, acota.



El cuarto de sus hijos se llena de agua cuando llueve, y Estela duerme con
un palo de amasar al lado de su cama, por la comadreja que anda arriba de la
cocina. En el asentamiento hay también arañas grandes, ratas, “escorpiones
de todos los colores”, y un día apareció una víbora. Cuando llaman al centro
comunal, les sugieren que fumiguen.



Nancy



El temporal derrumbó el techo de su casa, pero Nancy ya había logrado sacar
a sus ocho hijos de ahí. Vivieron seis días en el centro comunal, hasta que
pudieron armar de nuevo el techo con las chapas que les dieron allí.



Nancy tiene una hernia, el médico le dijo que no podía soportar tanto peso.
También le dijo que se operara, pero no puede hacerlo porque no tiene con
quién dejar a sus ocho hijos, y porque si abandona su casa no va a encontrar
nada a la vuelta. Y tampoco quiere mandar siempre a sus hijos a cargar agua.
Además, a Nancy le gustaría trabajar, pero su carné de salud tiene una
vigencia de seis meses por el problema de la hernia, ese problema que no
puede resolver, y cuando las empresas le preguntan por qué, no tiene más
remedio que contarles la verdad, dice. Nunca la toman.



Nancy tiene una hija con diabetes, y algunos de sus hijos tienen anemia y
bajo peso. A su hijo más grande le hicieron un cateterismo. “Es bravo vivir
acá, yo vivo hace nueve años y no aguanto más”, dice. “Uno, como quien dice,
está golpeado en la vida, pero ellos recién empiezan”, explica Nancy, y
señala a su hija, que se para de manos con agilidad en un sillón roto. Su
hijo más chico, Tadeo, de dos años, se acaba de despertar. Es pura mirada y
sonrisa.



Las tres



Virginia, Estela y Nancy viven solas con sus hijos. Pilar le dice a su mamá
que no puede tener novio, pero desde cierto punto de vista, están bien así.
“Si hay un tipo adentro de la casa, seguro es consumidor; no lo podés ni
mandar a arreglar un cable porque te lo vende”, dice Virginia. Aunque a
veces extrañan tener un hombre en la casa, sobre todo algún día de tiroteos
en el asentamiento, cuando zumban las balas y tienen que pedirle a los niños
que se tiren al piso, casi olvidándose de que a sus casas esos disparos
puedan “traspasarlas como si nada”. “Es como una guerra, eso los chiquitos
no se lo olvidan”, dice Nancy.



Virginia asegura que si no les dan pelota van a cortar la calle, a hacer un
“movimiento pacífico” para que las autoridades se pregunten “a ver cuánto
aguantarían haciendo pichí adentro de un balde y viviendo entre la mierda”.
“Queremos vivir dignamente, los chiquilines no saben lo que es tomar agua de
la canilla”, explica, como si fuera necesario hacerlo.



Las tres se imaginan lo que es vivir en una casa con baño, claro que sí. Lo
primero que va a hacer Estela cuando llegue es sentarse en el wáter y tirar
la cadena varias veces, por gusto. Nancy va a abrir la ducha y va a dejar
correr el agua sin parar. Virginia se ríe: “Hay gente que quiere otras
cosas, nosotros lo que queremos es agua. Nos ponemos como nenes chicos
cuando vemos un baño”.

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El realojo prometido



El director de Tierras y Hábitat de la Intendencia de Montevideo, Andrés
Passadore, dijo a la diaria que “es difícil poner fecha” para el realojo del
asentamiento, pero aseguró que será “en el corto plazo” y que la comuna está
trabajando junto al Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio
Ambiente para llevarlo adelante. Afirmó que se está “en proceso de
adquisición” de un predio en la zona para comenzar la construcción de las
viviendas.

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