Camboya/ Mujeres del textil. Las vidas descosidas de la ropa que vestimos [Pablo L. Erosa]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Oct 2 00:09:42 UYT 2018


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Correspondencia de Prensa

2 de octubre 2018

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Camboya

 

Las vidas descosidas de la ropa que vestimos

 

Pablo L. Orosa, desde Phnom Penh

 

Luzes, 26-9-2018

https://luzes.gal/

 

Sorn Nita camina descompasada, casi a golpes, como si su cuerpo, agotado de
tanto arrastrarse arriba y abajo en la máquina de coser, se rebelarse contra
lo que está por venir. Otro día más de trabajo, como todos desde que cumplió
13 años, en las fábricas de Phnom Penh. A ella le tocan los pantalones y los
vaqueros. «Como esos que llevas tú», me dice. Al rematar la jornada, como
tantas otras veces después del atardecer, volverá a casa echando cuentas del
dinero que le queda para la semana. Los 100 euros mensuales no le llegan
para pagar la renta, el transporte y la comida. Es la condena común. Algunas
compañeras de la fábrica ya han comenzado a prescindir de lo único
imprescindible de lo que pueden prescindir: la comida. Así es como las
mujeres del textil de Camboya comienzan a debilitarse. De pura hambre.

 

Son las doce del mediodía y los alrededores de la factoría de Compress
Holding, en la comuna de Chak Angre, son un hervidero de mujeres que atestan
las mesas metálicas del pequeño comedor que a todas horas instalan en la
explanada polvorienta que da acceso a la fábrica. Los platos de habas con
arroz, a 5.000 KRH, algo menos de un euro, pasan de una mano a otra, como
las prendas durante la confección. En la primera de las mesas, la más
próxima a la fábrica, ya han terminado el almuerzo. Algunas mujeres saborean
unas piezas de fruta. Parecen plátanos. Del otro lado de la explanada, un
grupo de chicas rebusca entre la mercancía del puesto de ropa. Son prendas
hechas en Vietnam o en China. Las únicas que pueden comprar. Las que ellas
fabrican jamás las podrán vestir.

 

En la última de las mesas, la del tambaleo armónico a cada movimiento, Sorn
Nita apura una taza de sopa. Antes de apartarla, le da dos buenas
cucharadas. Dentro de la fábrica hace mucha calor. En unos minutos deberá
volver a ponerse manos a la obra: hay que acabar la producción a tiempo para
el envío. En factorías como esta de la periferia de Phnom Penh, la capital
de Camboya, se confecciona la ropa de las principales multinacionales del
sector: Inditex, C&A, H&M, N Brown Group, Tchibo, Next, Primark o New Look.
Cerca de 475.000 personas, un 90% mujeres, trabajan en los 558 centros del
textil registrados legalmente en el país, una cifra a la que habría que
añadir otras 200.000 que lo hacen en los talleres clandestinos —semejantes a
los que proliferaron en la costa de A Coruña en los 80 con el crecimiento de
Zara— y en las industrias auxiliares.

 

La Unión Europea y Hong Kong son los principales mercados de un sector que
le genera 5.000 millones de dólares anuales a la economía de un país en el
que la renta per cápita no supera los 750 euros. «Hay 10 millones de
personas en Camboya—del total de 15 millones de habitantes— que viven en la
pobreza, con menos de 2 dólares al día», remarca Sokny Say, secretaria
general del Free Trade Union of Workers of the Kingdom of Cambodia (Ftuwkc).
Las familias del textil forman parte de este grupo. Con un sueldo de 100
dólares mensuales, muchas mujeres tienen que sacar adelante sus hijos. «Yo
vivo endeudada», reconoce Long Chenda. A sus 36 años, esta mujer de rostro
curtido y discurso latente vive al día, sin más futuro que lo que le permita
el cuerpo. «Mi marido me dejó hace seis meses. Desde entonces nunca tengo
dinero en el bolsillo». Más de la mitad del salario se va en los gastos de
la casa, por lo que tiene que arreglarse con menos de 50 dólares para
alimentar su familia. «Siempre tengo que andar pidiendo dinero para poder
comprar comida», repite buscando con la mirada la complicidad de la media
docena de compañeras que se agrupan tras ella.

 

El círculo de la deuda

 

El caso de Long Chenda no es diferente al de muchas otras mujeres de su
tiempo. En 2013, estudios realizados por diferentes ONG e instituciones
internacionales establecieron el sueldo mínimo que debería percibir un
trabajador del textil para cubrir los costes básicos de la vida en Phnom
Penh entre 157 y 177 dólares mensuales. Es el llamado «minimum wage», que
llenó de protestas las calles de la capital nos últimos años. «Lo que
reclaman es el mínimo para poder vivir», afirma Sokny Say. En diciembre del
pasado año, el Gobierno camboyano, que es quien fija de hecho los salarios a
través del Labour Advisory Committee —en el que también están representados
la patronal y los sindicatos—, decidió incrementar los sueldos en el sector
de 95 a 100 dólares, lo que no contentó a los trabajadores, que mantuvieron
las manifestaciones. La represión gubernamental desembocó en los primeros
días de enero de 2014 en un fuerte enfrentamiento en el que cinco
manifestantes perdieron la vida y otros 40 resultaron heridos. Además, 23
personas, entre ellas importantes líderes sindicales, fueron detenidas en
una campaña de «violencia e intimidación» denunciada por las organizaciones
de derechos humanos. «Pese a todo, nuestras demandas siguen vigentes. Si no
hay protestas, no hay aumentos», insiste Sokny.

 

La marea rosa del textil volvió a recorrer el centro de Phnom Penh en
octubre de 2016 para quejarse por el retraso en la decisión sobre el salario
de 2015. «El Gobierno tiene miedo de que si los sueldos suben demasiado,
muchas empresas decidan llevar la producción a otros países asiáticos como
Laos, Vietnam o Indonesia», explica Phoak Kung, analista del Cambodian
Institute for Cooperation and Peace. A pesar de los incrementos logrados en
los últimos años, las mensualidades en el textil en Camboya son aún más
bajas que las de otros países de la zona como Indonesia o China. «Trabajamos
para conseguir salarios decentes para el textil en toda Asia. Así, las
marcas estarán menos tentadas de buscar mano de obra barata en cualquiera
parte de la región», explica el secretario general de IndustriALL, uno de
los sindicatos más involucrados en el sector, Jyrki Raina.

 

Las organizaciones de trabajadores creen que las multinacionales tienen
margen suficiente para mejorar los jornales, toda vez que sólo en el primero
semestre del 2013 la facturación del textil en Camboya se incrementó en un
32%, hasta los 1.558 millones de dólares. «Preferimos que las compañías que
no puedan pagar un salario mínimo se vayan del país. Nosotros sólo le
daremos la bienvenida a las empresas que vengan a invertir con buenas
intenciones», afirma la responsable del sindicato Ftuwkc.

 

La subida de los sueldos es imprescindible para romper el círculo de las
deudas que atrapa los trabajadores del textil. Con los 250 dólares mensuales
que una familia puede llegar a reunir —150 dólares es el salario medio entre
los empleados de la construcción, por los 100 del textil— muchas se ven
obligadas a recurrir a préstamos que acaban por ahogar sus escasos ingresos.
«Trabajamos sin parar casi hasta morir y ni así podemos hacerle frente a los
gastos. Yo aún le debo parte de la renta de este mes al casero», apunta Sorn
Nita, quien desde hace unos meses vive con su marido en un pequeño piso en
las afueras de Phnom Penh por el que paga 50 dólares. «Me gustaría tener un
hijo, pero no podría mantenerlo».

 

En muchos casos, las mujeres que trabajan en las fábricas de Phnom Penh
proceden de zonas rurales, en las que aún residen sus familias. Son el único
sustento que les queda. Por ello tratan de ahorrar todo lo que pueden para
enviar una remesa mensual que alivie la economía familiar. «Mis dos hijos
viven en la provincia de Prey Veng. Intento enviarles dinero en cuanto
puedo», explica Chem Cahaicin. Ella, de 32 años, lleva ocho en las fábricas
de la capital. Su cuerpo es testigo de la dureza de esta labor, aunque ella
nunca pierde la sonrisa . «Lo hago por los niños». Con todo, lo peor para
estas mujeres es enfermar. «En muchos casos no tenemos dinero para pagar los
tratamientos», señala Long Chenda. Así que tienen que endeudarse de nuevo en
un círculo que se vuelve infinito.

 

Trabajar hasta la muerte

 

Con las primeras luces del día, un ejército de furgonetas oxidadas va
repartiendo a los trabajadores por las fábricas que salpican la periferia de
Phnom Penh. Uno tras otro van entrando en las factorías, muchas de ellas
anónimas —como ya ocurría con los talleres de la Costa da Morte—, para
cumplir con su jornada. Aunque la legislación camboyana establece un máximo
de ocho horas diarias, seis días a la semana, con un máximo de dos horas
extraordinarias por día —lo que hace un total de 60 horas semanales—, la
realidad es que esta nunca baja de las diez horas. «Hay veces que empezamos
a las siete de la mañana y no rematamos hasta las siete y media de la
tarde», explica Sorn Nita. En este tiempo, sólo tienen un descanso de una
hora para comer. Incluso para ir al baño tienen que pedir permiso.
«Levantarse para ir al servicio está mal visto», señala Chem Cahaicin. «Te
hacen sentir culpable», añade Long Chenda. Los sindicatos se quejan del
trato que las empresas le dispensan a los trabajadores, así como del
incumplimiento de las mínimas condiciones laborales. «Es una manera de
presionarlos », denuncia la secretaria general del sindicato Ftuwkc.

 

—Exactamente, ¿cuál es tu labor en el proceso de confección?

 

—Yo llego a mi sitio, me siento en la silla y coso, uno tras otro,
pantalones y vaqueros. Así, como esos que llevas tú— dice Sorn Nita,
señalándome.

 

Eso es lo que Sorn Nita viene haciendo los últimos dos años, desde que entró
en Compress Holding —una de las factorías más grandes, en la que trabajan
alrededor de 1.600 personas—. Durante los diez anteriores pasó por fábricas
más pequeñas como Tack Fat y Tak Son. La situación es similar en todas. Los
dueños tienen que cumplir con los acuerdos firmados con las multinacionales
—siempre con unas exigentes condiciones en tiempos y calidades de las que
depende la renovación del contrato—, lo que se traduce en una fuerte presión
para los empleados. «Si no consigues la producción estimada, el responsable
del grupo —unas 65 personas, habitualmente— te llama a una sala y te pide
explicaciones por lo sucedido. Si no los convences, te dan un aviso. Y se
vuelves a fallar te amenazan con el despido», relata Long Chenda.

 

—¿Hay castigo si no cumplís con la producción?

 

Las tres trabajadoras que aún permanecen sentadas en el improvisado comedor
a las puertas de la factoría se quedan en silencio. Pese a su valentía, aún
hay cuestiones que suscitan los miedos de una sociedad que apenas consiguió
olvidar las barbaridades del régimen de los Jemeres Rojos. «¿Castigos? Por
supuesto que existen», aclara después Sokny Say en su pequeño despacho de la
calle 360 del centro de Phnom Penh. «Les mandan pasar de pie toda la
jornada, con las manos en la espalda; o escribiendo en la pared ‘Lo siento,
no volverá a ocurrir’; y a veces las sacan fuera, al sol, y las obligan a
pasar allí el día para que sientan vergüenza delante de sus compañeros»,
asegura la sindicalista, que no para de gesticular mientras escenifica los
castigos a los que son sometidas las trabajadoras.

 

La inseguridad laboral —alrededor del 90% de los empleados del textil tienen
contratos temporales de corta duración, según un informe de la International
Trade Union Confederation (ITUC)— dificulta la afiliación sindical y, como
consecuencia, también la demanda de avances en las condiciones laborales.
Esta situación es especialmente lastimosa en el caso de las mujeres, el 90%
de la mano de obra, a menudo amenazadas en el caso de quedarse embarazadas,
lo que provoca que muchas de ellas se vean obligadas a abortar. «No podemos
seguir en estas condiciones», insiste Sokny, una de las voces más críticas
con el Gobierno y con las grandes multinacionales. La exigencia de los
capataces se acrecienta cuando llegan los períodos de mayor consumo en los
países desarrollados, especialmente durante las semanas previas a la
Navidad. Ahí se produce lo que algunos expertos llaman «los incentivos de la
muerte»: los empleados del textil necesitan tanto el dinero que trabajan
hasta la extenuación. «En la temporada alta trabajamos todos los días, de
lunes a domingo, durante 14 horas», asegura Sorn Nita, que lleva más de una
década dándole forma a la ropa que ni siquiera sueña con poder vestir.

 

Al mediodía, los alrededores de la factoría Compress Holding se convierten
en un comedor improvisado para los trabajadores

En 2014, más de 1.000 personas, casi 200 más que en todo el 2013, se
desmayaron mientras trabajaban en las fábricas del textil en Camboya, según
datos del Departamento de Salud Laboral del Gobierno recogidos por el diario
Cambodia Daily. «Los desmayos masivos son comunes en las fábricas», subraya
el responsable de IndustriALL. En un mismo día se llegaron a registrar 140
desvanecimientos en tres factorías diferentes del distrito de Dangkao, de
Phnom Penh. «Es algo que pasa todas las semanas», afirma Long Chenda. «Es
verdad, de media hay cuatro o cinco desmayos cada mes», corrobora Chem
Cahaicin. En 2014 tres trabajadores murieron en las fábricas del textil en
Camboya tras repetidas jornadas extremas de trabajo. Uno de ellos, Vorn Tha,
de 44 años, murió en la factoría New Archid, que confecciona ropa para H&M,
después de trabajar durante días desde las siete de la mañana a las diez de
la noche.

 

Morir de hambre en el trabajo

 

La pobre alimentación de los empleados, unida a la excesiva carga laboral,
el uso de productos químicos y las altas temperaturas que se alcanzan en los
talleres, está detrás de esta cruenta realidad. En su informe de 2014,
Better Factories, un programa de la Organización Internacional del Trabajo
(OIT) creado en el 2001 para mejorar las condiciones laborales en las
factorías del textil en Camboya, señala que sólo el 18% de las fábricas
cumplen con la limitación de dos horas extraordinarias al día; el 35% con
los consejos relativos al calor en el centro de trabajo ; y más de la mitad
no tienen agua y jabón suficientes.

 

Pese a todo, lo que realmente está causando los desmayos y las muertes es el
hambre . Literalmente. «Trabajamos sin parar, hasta casi morir», repite Sorn
Nita. Con 23 años, apenas pesa 46 kilos y ya no mueve con la lozanía de
tiempo atrás. Su cuerpo comienza a enterarse de lo que significa el paso del
tiempo. En Camboya esa es la marca que señala la entrada en la edad adulta.
Un informe de la ONG británica Labour Behind the Label (LBL) afirmaba en
2012 que las mujeres que trabajan en las fábricas de Camboya injerían una
media de 1.598 calorías al día, la mitad de la cantidad recomendada para una
mujer que realice una actividad industrial. Una dieta completa, de alrededor
de 3.000 calorías diarias, supondría un coste mensual de más de 75 dólares,
tres cuartas partes del salario mensual que perciben. «Con los 100 dólares
es muy difícil vivir en Camboya. Por eso es tan importante lograr el salario
mínimo de 177 dólares», repite Sokny una y otra vez.  Al dejar de comer, los
trabajadores van quedando sin fuerzas, «hasta que enferman o caen
desmayados», explica la sindicalista. «Muchos están enfermos, sin fuerza, y
se derrumban mientras trabajan», corrobora Sorn Nita. «Si lo que tienen no
es serio ni siquiera los envían al hospital. Los mandan de vuelta al
trabajo», añade Chem Cahaicin. Para los empleados del textil, enfermar es
casi como una sentencia, una vuelta más en la soga de las deudas.

 

La hora del almuerzo está a punto de finalizar y con ella nuestra charla.
Una cría se afana por recoger los restos de arroz que sobraron de algunos
platos, mientras su hermana limpia las mesas del comedor. Mañana habrá que
montarlo de nuevo. En el mundo del textil en Camboya el tiempo no tiene
estaciones, es más bien una puntada continua que va descosiendo los cuerpos
hasta que los hace desfallecer. En la entrada de la factoría, un grupo de
mujeres apura una botella de agua. La polvareda de unas motos las hace
toser. Unos metros más atrás Sorn Nita se agarra del brazo de su madre, Sun
Samnang. Ella fue quien le enseñó el oficio. Chem Cahaicin y Long Chenda
caminan a un lado .

 

—Una última cosa —les digo antes de despedirme—. ¿Vosotras que le pedirías
al futuro?

 

Silencio.

 

—Que nuestros hijos no tengan que trabajar en estas fábricas.

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