América Latina/ Ver a la gente pasar. Los sin techo en la región [Tania Ferreira/Betania Núñez]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Oct 19 15:42:09 UYT 2018


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Correspondencia de Prensa

19 de octubre 2018

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redacción y suscripciones

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América Latina

 

La situación de calle en seis países

 

Ver a la gente pasar 

 

Un seminario realizado en Montevideo esta semana obligó a trazar un mapa de
los sin techo en la región. Invisibles e ignorados por algunos gobiernos,
perseguidos y asesinados por otros o, en el mejor de los casos, empoderados
e involucrados en la toma de decisiones. Desde esas perspectivas tan
distintas surgen políticas a imitar y repudiar.

 

Tania Ferreira/Betania Núñez]

Brecha, 19-10-2018

https://brecha.com.uy/

 

En Colombia, a los habitantes de la calle los matan de madrugada, la mayoría
de las veces, la policía. Según el Ministerio de Derechos Humanos de Brasil,
en tres años hubo 2.700 violaciones a los derechos humanos contra “os
moradores de rua”. Hasta no hace tanto, en Paraguay, los niños de la calle o
“pirañitas” eran detenidos con autorización judicial por la policía,
torturados y hasta desaparecidos. Los relatos surgen de militantes y
técnicos que trabajan en los seis países que integran la Red Calle
Latinoamericana –Costa Rica, Colombia, Brasil, Paraguay, Chile y Uruguay–
reunidos el martes y miércoles en un seminario internacional.

 

Pedro Cabrera –doctor en sociología y uno de los consultores contratado por
la red para evaluar las políticas públicas destinadas a esta población–,
arrancó diciendo que los seis países son “enormemente distintos. Mientras
que en Uruguay son poco más de 3 millones y las personas en situación de
calle unas 2 mil, en Brasil son alrededor de 215 millones, y sin techo, no
sabemos”. En Paraguay, por otra parte, “distinguir a personas en situación
de calle de las decenas de miles que se encuentran viviendo bajo chapa de
zinc y cartón es un ejercicio verdaderamente complicado, y cuando digo bajo
chapa de zinc y cartón, hablo del centro de Asunción, enfrente al Congreso,
acampando en la Plaza de Armas”.

 

En todos los países de la red, la Iglesia fue el primer actor que trabajó
con esta población, “y en la década del 90 el Estado, gradualmente, empezó a
asumir sus responsabilidades, sobre todo en las grandes ciudades, en general
capitales”, cuenta el doctor en antropología, también consultor de la red,
Santiago Bachiller. Y en los seis países los programas para personas en
situación de calle partieron de los ministerios de Salud y sólo en algunos
casos viraron hacia enfoques más estructurales a través de los ministerios
de Desarrollo Social. Pero en todos los casos, y pese a que los ministerios
de Salud sean de los más presentes, “los programas sanitarios, en general, y
los de salud mental y de adicciones, en particular, brillan por su ausencia
o son insuficientes”, plantea Bachiller.

 

Techo y trabajo

 

Sin embargo, los ministerios de Trabajo estuvieron directamente “ausentes en
las reuniones que hicimos en los seis países; eso ya es muy sintomático de
los problemas de interinstitucionalidad y de que ciertas dependencias no se
terminan de hacer responsables de sus funciones”, señala Bachiller, algo que
ocurre en cierta medida también con los ministerios de Vivienda.

 

“En el caso uruguayo, el Mides actúa en aislamiento y no logra que otras
dependencias estatales asuman sus responsabilidades. Lo que se escucha en el
Mides es que si se trata de un asunto de pobres, automáticamente se lo
cargan a ellos”, plantea el antropólogo.

 

Para Natalia Pintado –encargada del equipo móvil de la División de
Coordinación de Programas para Personas en Situación de Calle–, es “un
retroceso” que tanto las diferentes instituciones del Estado como la
sociedad vean al Mides como el único responsable de velar por los derechos
de las personas en situación de calle. Pero además, a su equipo le preocupa
que esa misma lógica se esté reproduciendo a la interna del ministerio. “El
manto ‘calle’ impide que otros servicios actúen”, por ejemplo cuando alguien
que está en situación de calle llega al ministerio y automáticamente es
derivado al equipo móvil, “como si no pudieran hacer una consulta como
cualquier otro ciudadano”.

 

Bachiller plantea que “está la idea de que el sujeto se desenganchó de la
estructura social”, y sin embargo no hay una política de reinserción: “Se
los toma como sujetos pasivos, pero la gente se gana la vida por sus propios
medios. Empecemos por reconocer las estrategias de subsistencia cotidiana,
porque si fuera por el Estado, se morirían. En el mejor de los casos hay un
dispositivo que los saca temporalmente de la situación de calle, pero que no
propone soluciones a una vida, en general, precaria”.

 

Más tarde, en diálogo con Brecha, Cabrera se preguntará y se responderá:
“¿Por qué sale la gente de la calle? Porque consigue ingresos regulares.
Pero si la red de atención no tiene claro cómo reconectarla con el mundo del
trabajo, la gente se va a quedar ahí embolsada, en una especie de complejo
burocrático-asistencial. No digo que sea lo que pasa en los países de la
red, que están muy lejos de crear un aparato con centros, instituciones y
recursos, porque en algunos lados directamente no hay nada”.

 

Represión y movilización

 

Si desde Colombia las organizaciones sociales denuncian que la policía
ejecuta una operación “limpieza”, que no es otra cosa que una masacre con un
saldo de 4.176 muertos en los últimos diez años (véase “Los ‘ñeros’ que
faltan”), Costa Rica “ha sido el único sitio donde hemos tenido uniformados
de la policía que trabajaban con personas en situación de calle y sabían
cómo hacer un trabajo policial de corte mediador de conflictos”, plantea
Cabrera.

 

Pero en Paraguay –“el país con menos políticas para gente en situación de
calle”, dice Cabrera–, la represión estuvo dirigida incluso a los niños.
Aunque la cosa haya empezado a cambiar en la última década, Jorge Luis
Amarilla –funcionario del Ministerio de Niñez y Adolescencia de Paraguay–
cuenta que “en 2008 la solución que tenía el Estado para los niños en
situación de calle era la tortura: picana eléctrica, la cabeza en el
inodoro, asfixia. Cuando empezamos a intervenir en las comisarías, la cosa
empezó a mermar, pero en algunos casos nosotros fuimos también detenidos”.

 

De vuelta en Costa Rica, donde “la existencia de redes a nivel local es muy
intensa y muy real”, este país aparece como ejemplo o excepción: “Entienden
que la gente que hoy está en la gestión se va a ir y si se quiere que las
políticas perduren, es necesario que se les dé lugar a los movimientos
sociales”, alega Bachiller, algo similar a lo que ocurre en Brasil, donde
existen organizaciones integradas por personas en situación de calle que
presionan y promueven un enfoque de derechos, además de tener voz en la
discusión pública sobre su propia realidad. En los términos de Samuel
Rodrigues –del Movimento Nacional da População de Rua–, “nosotros tenemos
una activa participación en este tipo de encuentros”, desliza, a diferencia
de lo que ocurrió el martes y el miércoles dentro de las paredes del salón
Rojo del Edificio Mercosur, frente a la rambla del Parque Rodó (véase
recuadro “Con las personas, no para las personas”).

 

Para Cabrera es complicado pensar en la “experiencia de internacionalidad
que supone una organización de varios países para poner este tema en la
agenda política”, porque “la historia de cada país y los impactos más
recientes a nivel económico, la demografía, el nivel social” dejaron una
huella que marca una impronta. Sin embargo, también indica que “las vidas
sin techo han sido históricamente vidas sin derechos. Y lo siguen siendo. Lo
que hemos visto en los países de la red no es muy diferente a lo que se
puede ver en Bruselas, Roma, Madrid o Nueva York”.

 

Ausentes y migrantes 

 

Argentina es uno de los grandes ausentes, dicen los consultores del
proyecto. Bachiller –argentino–, aclara que su país “se negó a participar de
la red”, y es además un ejemplo de los diferentes criterios que se usan para
definir lo que se entiende por “situación de calle” y por lo tanto construir
una cifra o establecer su dimensión: el conteo “les viene dando mil
personas, más allá de las coyunturas. Ni siquiera incluyen a los que están
en un refugio. La situación es tan absurda que aquellos que duermen en una
parada de colectivo no son contabilizados” porque se interpreta que si hay
un techo, no hay situación de calle. Mientras, “a las organizaciones
sociales que realizan su propio conteo les da que hay más de 5 mil
personas”, apunta el porteño.

 

Cuando varios de los académicos y militantes hacen énfasis en que la
solución primera pasa por el acceso a la vivienda –por ejemplo Leonardo
Moreno Núñez, de la Fundación para la Superación de la Pobreza, de Chile,
plantea que el problema es que la vivienda es cada vez más un bien de
cambio, una mercancía más, en lugar de un bien de uso–, Bachiller acota que
en los años del kirchnerismo, en Argentina se construyeron más de 900 mil
viviendas –“no hay precedentes en la historia de mi país de algo similar”–,
y sin embargo el déficit habitacional se incrementó, al igual que los
conflictos por el acceso a la tierra: “Ahí está la diferencia entre
construir viviendas y construir ciudad. Hubo una política que pensó en
construir viviendas sin regular el mercado de suelos, lo que generó mayor
cantidad de desplazados”. En Paraguay “el peso del déficit habitacional es
bestial”, sostiene Cabrera y agrega que esos campamentos informales que se
han instalado en la plaza frente al Congreso son alimentados –entre tantos–
por poblaciones indígenas que han huido de sus tierras desplazados por el
avance del cultivo de soja.

 

Venezuela, el otro ausente, no sólo tiene algunos problemas en su propia
casa, sino que también los tiene puertas afuera. En el mundo, los
extranjeros en situación de calle suelen ser los más vulnerables de esta
expresión de máxima vulneración, y en Colombia y el norte de Brasil la
cantidad de venezolanos en calle es alarmante. “La capacidad de captación y
de retirada de la calle de los dispositivos de albergues operan con mayor
eficacia sobre los nacionales. Y cuando la gente que está en la calle habla
una lengua extranjera, ahí sí que es complicado”, plantea Cabrera.

 

En Uruguay “no es que no haya, pero afortunadamente no tiene ese carácter
masivo y no tenemos por qué lidiar todavía con ese reto”, considera este
sociólogo, a lo que Bachiller agrega: “De los países que conforman la red,
el que tiene mayor tasa de inmigración es Costa Rica, y ahí sí tienen un
problema con los inmigrantes nicaragüenses. Las estadísticas todavía no
muestran que en Uruguay tenga un impacto demasiado importante, pero que en
este momento no tengan este problema no quiere decir que no lo vayan a
tener”. Cuando Bachiller hizo la investigación de su tesis de doctorado
–entre 2004 y 2008 en la plaza Ópera, de Madrid–, los inmigrantes en España
no eran una porción significativa de la población de calle: ahora son más
del 60 por ciento de los que están a la intemperie.

 

Lo cierto es que el fenómeno se viene arrimando. Durante su intervención,
Natalia Pintado advierte que la población con la que trabajan en el equipo
móvil del Mides también la integran “personas que escapan de redes de
tráfico e inmigrantes recién llegados al país”, y que “últimamente esta es
la mayor dificultad que estamos encontrando, porque no estamos preparados
para atender las problemáticas que tiene una persona que recién llega al
país”.

 

Si bien en el Mides no cuentan con datos sistematizados sobre la cantidad de
inmigrantes en situación de calle y su nacionalidad, indican que se percibe
su presencia en los refugios y que, como el tema de la migración en general,
este es un fenómeno relativamente nuevo en Uruguay.

 

Por casa 

 

Si se compara a la población uruguaya que duerme a la intemperie con la que
asiste a los refugios, la primera es más masculina, joven, lleva más tiempo
en la calle, en mayor medida por problemas vinculares y adicciones, mientras
que en los refugios la calle se dio como resultado de problemas de salud
mental. A la intemperie se encuentran personas con menor cantidad de años de
escolarización, pero que trabajan más y reciben más ayuda de los vecinos. A
su vez, 47 por ciento son ex presos, frente a un 24 por ciento de los que
asisten a los refugios.

 

Con base en una encuesta realizada a ex usuarios de los refugios del Mides
–“algunos cientos que pudimos encontrar porque son muy difíciles de ubicar”,
aclara Juan Pablo Labat, director de Evaluación y Monitoreo del Mides–, más
del 75 por ciento se refiere a aspectos positivos, como el aumento de los
ingresos, el logro de un subsidio de alquiler, la recomposición de vínculos,
la finalización de un tratamiento de salud. La mayoría dice, sin embargo,
que logró salir del refugio por su propia cuenta.

 

Según las consideraciones preliminares del estudio que dio a conocer Labat,
la gran mayoría reside en una vivienda –aunque dos de cada tres lo hacen en
la casa de alguien más–, pero un 10 por ciento se encuentra en un hospital,
una cárcel, una iglesia o volvió a un refugio o a la calle. Los empleos a
los que han accedido son en gran medida precarios: trabajan como vendedores
ambulantes, cuidacoches o en mantenimiento y limpieza.

 

“Si empezamos a sumar, tenemos medio millón de personas que tienen algún
tipo de riesgo de estar en situación de calle”, aunque “el más alto es para
aquellos que egresan de cárceles, del Inisa y de instituciones
psiquiátricas”, plantea Labat, y agrega: “Estamos planteando la
desinstitucionalización –el cierre de los manicomios, por ejemplo–, pero
vemos que la gente en la práctica se está reinstitucionalizando”, al apelar
a un refugio.

 

“No deberían producirse desinstitucionalizaciones sin saber el destino de
las personas, sí que se garantice que el que sale, sale a algún sitio
razonablemente digno”, plantea Cabrera. Y Bachiller advierte que “ustedes
pueden llegar a tener un problema grave a futuro con toda esta lógica de
desmanicomialización, porque a priori es una política progresista, pero si
no es acompañada con recursos específicos, va a aumentar la población de
calle, y al haber personas con problemas de salud mental, la intervención va
a ser mucho más compleja y escandalosamente mediática”.

 

“Es importante que seamos honestos y asumamos que hay personas que van a
requerir del apoyo de por vida del Estado… o de alguien”, y sin embargo,
“muchas veces pensamos las políticas como transitorias”, plantea Pintado.
Además, concluye que el hecho de que no se haya logrado trabajar con otros
ministerios, desde otros enfoques, generó la saturación de los refugios, o
dicho de otro modo, una falta de espacio para todos los que acuden al
servicio. Eso, a su vez, derivó en el “desarrollo de argumentos
meritocráticos” para asignar un cupo, y que los que no pueden sostener un
proceso pierdan su lugar: “Aparece la idea de que no hicieron un buen uso y
de alguna forma terminamos castigándolos. Por eso hoy dije que intentamos
trabajar desde una perspectiva de derechos, porque si bien logramos
facilitar el acceso de la población a muchas prestaciones, a veces también
terminamos revulnerando”.

 

Pintado cree que “se necesita generar otro tipo de oferta además del centro
nocturno y pensar qué pasa con las personas durante el día”. Comprender que
“si bien reivindicamos el trabajo sobre el vínculo, eso tiene su límite. Es
necesario también mejorar la distribución del gasto” y asegurar aspectos que
tienen que ver con “la materialidad”, como lo es una vivienda.

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Brasil y sus movimientos sociales

 

Con las personas, no para las personas

 

La experiencia de Brasil está marcada por colectivos sociales que luchan
para que los habitantes de la calle participen directamente en los procesos
que los involucran. Es decir, una mirada de las políticas públicas desde un
enfoque de derechos. “Hay que invitarlos a conversar y garantir que esas
personas intervengan como controladores de la política pública, no como
objetos de esa política”, resumió a Brecha Samuel Rodrigues, en
representación del Movimento Nacional da População de Rua. Así es como en
ese país las personas en situación de calle y los clasificadores participan
de comités y reuniones periódicas como observadores, sugieren estrategias y
proponen instrumentos desde sus experiencias personales. También encabezan
movilizaciones de calle con otras poblaciones vulnerables como las
prostitutas o los sin tierra. A algunos, la militancia les ha permitido ser
contratados en proyectos sociales, abriéndoles el camino al mundo del
trabajo y a la superación del estigma de vagabundos o mendigos que les ha
dejado la rua.

 

Desde el Movimento Nacional da População de Rua se definen a sí mismos como
una forma de organización de hombres y mujeres en situación de calle, con un
fuerte trabajo de voluntarios, todos comprometidos con la lucha por una
sociedad justa e igualitaria. Y entre sus tantas banderas, priorizan un
aspecto importante: contribuir a la construcción de una cultura que entienda
la vivienda como la principal puerta de salida de la calle.

 

“Las personas pudieron superar su situación cuando de hecho tuvieron una
vivienda”, coincidió a su turno María Cristina Bove, de la Pastoral Nacional
do Povo da Rua. Este colectivo social brasileño trabaja por la emancipación
y el empoderamiento de la población de calle desde las ideas de la teología
de la liberación, mezcladas con la pedagogía del oprimido del brasileño
Paulo Freire. Persiguen una transformación social estructural, “no desde una
visión de la caridad o la misericordia, sino entendiendo la vida de la gente
de la calle y los clasificadores como actores sociales”.

 

Como movimiento han ido más allá de su eslogan “Chega de omissão! Queremos
habitação!”, y han realizado acciones concretas, sobre todo en la ciudad de
Belo Horizonte. Han trabajado mano a mano con los grupos de personas que
viven bajo los numerosos viaductos que tiene la capital y los han acompañado
durante los desalojos: “Concretamente en 11 lugares pudimos ayudarlos a que
se organizaran durante el proceso y conseguimos vivienda para todos ellos”.
También han construido dos bloques de viviendas y están atentos a los
terrenos baldíos o los inmuebles ociosos, lo que les permitió, entre otras
cosas, conseguir un edificio de 17 pisos –con 160 apartamentos– luego de 13
años de espera. “Hoy están todos en sus casas”, resumió Bove ante los
presentes, no sin antes recordar otra de las principales consignas de su
colectivo social: “Nadie está en la calle porque quiere”.

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Violencia institucional y muerte en Colombia

 

Los “ñeros” que faltan

 

Los homicidios de habitantes de la calle fueron 4.176, cometidos en Colombia
entre los años 2007 y 2017, según una investigación de la Ong Temblores
titulada Los nunca nadie. La cifra –obtenida a partir del registro de la
policía nacional y la fiscalía de ese país–, muestra un crecimiento de los
homicidios al borde de la masacre y sólo en el último año se contabilizaron
582 casos. El 80 por ciento de las muertes ocurrieron en la vía pública
durante los días domingo y sábado, sobre todo por la madrugada. La ciudad
más violenta es Bogotá, con 1.175 homicidios del total de muertes. “Cuando
se dedican a hacer limpieza, más de un loco se desaparece”, opina Ernesto,
uno de los cientos de testimonios recogidos en la calle por los
investigadores de Temblores.

 

“Uno de los grandes perpetradores de los homicidios es la policía”,
sentenció en Montevideo el abogado e integrante de la Ong Alejandro Lanz, y
agregó: “forma parte de una violencia sistemática y selectiva: creemos que a
los habitantes de calle los matan por ser habitantes de calle”. Dedicados a
tres áreas –“sexo, drogas y paz”–, Temblores trabaja por el reconocimiento
de los habitantes de la calle, pero también de la población Lgtbi,
trabajadoras sexuales, usuarios de drogas, víctimas de violencia policial y
personas privadas de libertad.

 

Pero antes de la investigación Los nunca nadie estuvo el informe Destapando
la olla. En mayo de 2016, más de 3 mil agentes de la fuerza pública
intervinieron la zona del Bronx y expulsaron a toda la población que vivía
allí. Conocida como “la olla” más grande de Bogotá, se construyó luego de
haber hecho un desalojo similar en otro famoso vecindario llamado El
Cartucho. “El operativo fue ordenado por la alcaldía de Enrique Peñalosa”,
el actual alcalde de Bogotá, dijo Lanz, el mismo que en agosto de 2016
pronunciara las felices palabras: “Tampoco hay que hacerle fácil la vida a
los habitantes de calle”.

 

Los desalojados del Bronx fueron a parar a la salida de un enorme caño de la
ciudad, en donde en agosto de ese año se presentó una crisis humanitaria:
las compuertas se abrieron y unas 500 personas fueron arrastradas por el
repentino caudal de agua, de nuevo durante la madrugada. Desde Temblores
siguieron el proceso, lo documentaron y a partir de testimonios de los sin
techo reafirmaron que la apertura de las compuertas fue una acción
premeditada por las autoridades del distrito. “No lo hemos podido probar,
pero todavía estamos pidiéndole al Estado que investigue el proceso”. Han
realizado varios pedidos de acceso de información al gobierno, pero aún
continúan sin respuestas.

 

Aunque desde la Ong denuncien incansablemente las violencias institucionales
más comunes hacia los habitantes de la calle (ataques a la vida y la
integridad física, indocumentación, violencia psicológica), y hasta tengan a
algunos policías identificados (dos de los más peligrosos son el Cara de
Papa y el Topo Gigio), el nivel de acceso a la justicia por parte de los
ciudadanos en situación de calle es muy bajo y no denuncian la violencia
policial por miedo a las represalias. Las amenazas son básicamente dos: la
primera es llevarlos a la Unidad Permanente de Justicia (Upj), una suerte de
centro transitorio donde la policía está habilitada para conducir a los
habitantes que se encuentran en “alto grado de exaltación”, parámetro
ambiguo que se convierte en una excusa perfecta para llevar allí a usuarios
de drogas, trabajadoras sexuales y habitantes de calle, relata Lanz. La
segunda amenaza es “cargarlos” con drogas, para luego inculparlos y
detenerlos.

 

“Nosotros no podemos acusar directamente al Estado de la comisión de estos
crímenes que están sucediendo porque no tenemos las pruebas necesarias, no
hay procesos de denuncias efectivos y acceso a la justicia. Pero sí podemos
responsabilizar políticamente a los discursos que ha traído esta alcaldía
(la de Peñalosa) y que ha sido nefasta para los habitantes de calle”, dijo
Lanz el miércoles en el edificio Mercosur.

 

Estas no son sólo cifras, dijo el joven abogado, son historias de violencia,
de discriminación y de negación sistemática de derechos que merecen ser
contadas para hacer memoria, “una memoria que desde las calles ha
transformado a la sociedad colombiana en guerra”. “Sólo a través de esta
memoria y la resistencia colectiva lograremos que algún día ningún ciudadano
sea registrado como un ‘nunca nadie’, que cada historia de violencia sea
denunciada, que quienes matan a los ciudadanos habitantes de calle no queden
impunes y que a los ‘ñeros’ se les reconozca su dignidad. Sólo así
lograremos que ser habitantes de calle no sea una sentencia de muerte”,
concluyó.

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Niños de la calle y drogas

 

Pantalón cortito

 

A partir de los años 2012 y 2013 se comenzó a ver menos niños en las calles
de Montevideo, en gran parte por el impacto de las políticas universales y
focalizadas sobre esa población, resumió Marcelo Rossal, antropólogo de la
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación durante el seminario de
Red Calle.

 

“Comenzaron a estar más cuidados, incluso por sus propias familias”, opinó
Rossal. Hubo un cambio, agregó el antropólogo, y las madres que antes pedían
en las calles con sus hijos, ahora ya no querían ser vistas: “Evidentemente
había un sentir de que cierto apoyo del Estado podía empañarse si las veían.
Era algo malo hacer pedir en la calle a sus niños o pedir ellas mismas”.
Antes, en 2010, “los niños apenas podían caminar y ya estaban pidiendo
monedas para sustentar a sus familias”, explicó el autor del libro De
calles, trancas y botones (2011), que junto al también antropólogo Ricardo
Fraiman recogieron muchas de esas trayectorias.

 

Por otro lado, observaron que los mismos niños que habían iniciado la vida
en la calle a los 8 o 9 años, los encontraron de nuevo ya con 14 o 15 años,
y con “una vida más consolidada” en la ciudad. Utilizaban de manera
pragmática los programas de calle y los instrumentos que instituciones como
el Inau les ofrecían, también el vínculo con los educadores para acercarse a
la institución; “los tomaron como forma de reducir sus propios daños, de
rescatarse, para sobrellevar la violencia del Estado o de particulares,
muchas veces las ganas de bañarse, el hambre o el querer dejar de consumir
ciertas sustancias”. También comenzaron a aparecer otras instituciones
evangélicas como Remar o Beraca, que “si bien se podían ver como que los
explotaban, eran un ámbito de refugio, literal y simbólico”, “estaban
protegidos del castigo posible que les pudieran dar agentes del sistema
penal o por deudas en el mercado de la pasta base”.

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