Arabia Saudita/ Un régimen criminal [Thomas Cantaloube]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Oct 28 00:08:42 UYT 2018


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Correspondencia de Prensa

28 de octubre 2018

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Arabia Saudita

 

Un régimen criminal

 

El príncipe heredero Mohammed ben Salmane y el Reino que dirige de facto
hace mucho tiempo que se benefician de la indulgencia de las democracias
occidentales. Sin embargo, asesinato del periodista Jamal Khashoggi hace
imposible ignorar la verdadera naturaleza del régimen de Riad.

 

Thomas Cantaloube

Mediapart, versión española, 25-10-2018

https://www.mediapart.fr/es/

 

En química, se habla de precipitado. Se produce cuando la modificación de la
concentración de diferentes líquidos o la agregación de un elemento extraño
« precipita » la formación de elementos sólidos. El caso Khashoggi, que
probablemente debería llamarse más exactamente el asesinato de Jamal
Khashoggi, es un precipitado que revela al mundo entero la verdadera
naturaleza de la monarquía saudí, liderada por el príncipe heredero Mohammed
ben Salmane y que ya no puede ser ignorada por sus clientes y socios
occidentales: la de un régimen criminal.

 

La desaparición de un periodista saudí de 60 años, conocido únicamente por
especialistas en Oriente Medio, no debería haberse convertido en un
escándalo internacional. Nadie lo había previsto y, por supuesto, no el
hombre fuerte de Arabia Saudí, Mohammed ben Salmane, conocido como MBS.
Desde su irrupción en el panorama saudí en 2015 como ministro de Defensa, a
los 29 años, y su posterior ascenso a príncipe heredero en 2017, es decir,
el primer sucesor de su padre el rey, ha acumulado tropiezos y errores de
juicio, algunos ellos mucho más mortíferos que la eliminación de Jamal
Khashoggi. Pero las consecuencias de sus acciones nunca le habían salpicado
hasta el punto de ponerlo en peligro. Hasta la fecha.

 

La guerra en Yemen, los miles de muertos civiles que ha causado, es obra
suya. La quiso, la dirige y la pierde. A pesar de la indignación de las ONG
humanitarias y de los intentos de Naciones Unidas por detener el conflicto
apuntando a la responsabilidad de Riad en el bombardeo de civiles, MBS
prosigue sus operaciones, con el apoyo indirecto de sus aliados
occidentales, encabezados por Estados Unidos, Francia y Reino Unido, que le
proporcionan servicios de inteligencia, armas y protección diplomática. Pero
Yemen está lejos, los reporteros apenas pueden llegar allí y las guerras en
Oriente Medio terminan por cansar. Además, en el reino saudí, nadie está
autorizado a hablar de esta guerra, excepto para promoverla, a menos que
quiera pudrirse en una cárcel.

 

Cuando MBS y su padre cortocircuitaron el orden de sucesión al trono, una
maniobra inédita en Arabia Saudí, condenando a su primo y rival a permanecer
en arresto domiciliario, y más tarde repatriando por la fuerza al país a
miembros de la familia real para mantenerlos callados, todo el mundo lo
interpretó como un ajuste interno de cuentas, a pesar de los métodos
utilizados, a menudo brutales, como el hecho de redirigir aviones en pleno
vuelo a Riad.

 

Cuando el príncipe heredero secuestró durante varias semanas a más de un
centenar de notables saudíes (empresarios, inversores, miembros de la
familia real, exministros…), antes de acceder a liberarlos a cambio del pago
de una parte de su fortuna, obtenida no siempre de forma honesta, a veces
arrancaba una sonrisa al recordar la justicia expeditiva, más propia del
lejano oeste, donde nadie es realmente inocente.

 

Cuando, por esas mismas fechas, MBS secuestró al primer ministro libanés
–que había acudido a la llamada de Riad– y le obligaba a dimitir en directo
en televisión, en un vídeo que recordaba a las confesiones filmadas de
rehenes, causó cierto malestar, pese a todo. Pero Emmanuel Macron dio un
rodeo para hablar con él, logró la liberación de Saad Hariri, que de regreso
a Beirut volvió a tomar posesión de su cargo y, meses después, se divertía
haciéndose selfies con el príncipe, dando la impresión de que todo era una
broma entre viejos amigos.

 

Tampoco será fácil de olvidar el encarcelamiento y las amenazas de ejecución
de decenas de defensores de los derechos humanos; el embargo a Qatar para
asfixiar al pequeño emirato –demasiado independiente, para su gusto–; la
ruptura de las relaciones con Canadá a raíz de un tuit...

 

Todo esto es fruto de una estrategia pensada y conocida tanto por los
autócratas como por los cineastas, consiste en infundir miedo, incluso
terror, desde el principio a través de una secuencia violenta o de un
asesinato impensable. Pero mientras Psicosis, Alfred Hitchcock, o Juego de
Tronos pertenecen al ámbito de la ficción y del miedo de los espectadores,
el reinado de ben Salmane es demasiado real para sus oponentes.

 

Sin embargo, a pesar de esta pesada carga que se habría llevado por delante
a cualquier líder, MBS ha seguido gozando de la indulgencia y del apoyo
abierto de la mayoría de las democracias occidentales. Son bien conocidos
los resortes ocultos (o no tanto) de esta mano siempre tendida: el petróleo
adquirido, las armas vendidas y las jugosas inversiones financieras en ambos
sentidos, a lo que hay que sumar las promesas de reformas que ha realizado
MBS que, aunque suelen posponerse, sirven de moneda de cambio en el panorama
internacional. Y, por supuesto, como los gobiernos occidentales no dejan de
repetir desde el 11 de septiembre de 2001, la colaboración de Arabia Saudí
en la guerra contra el terrorismo tiene un costo que debe pagarse guardando
silencio, como el que traga un medicamento asqueroso...

 

Ante el silencio que rodeaba sus acciones criminales, la impunidad de la que
gozaba hasta la fecha, incluso la admiración que despertaba en el extranjero
(sólo hay que recordar la gira que realizó por Estados Unidos en abril de
2018, cuando se entrevistó con los principales dirigentes y medios de
comunicación entre loas), Mohammed ben Salmane no tenía razón alguna para
pensar que hacer desaparecer a un periodista crítico socavaría su índice de
popularidad. Pero cometió un error de cálculo.

 

A diferencia de la Rusia de Vladimir Putin, que elimina discretamente a sus
opositores en el extranjero, excepción hecha de meteduras de pata como la de
Skripal 3, MBS ha optado por firmar su crimen. ¿De qué otra manera cabe
explicar si no la desaparición de Jamal Khashoggi en su propio consulado
mientras la prometida del periodista lo esperaba afuera? O es una estupidez,
lo que no se puede descartar por completo, o es un mensaje. Pero el error
fue cometerlo en Turquía.

 

El presidente Recep Tayyip Erdogan no es un amante de las libertades
fundamentales, especialmente de la prensa, pero sus relaciones con Arabia
Saudí son tensas y es un buen estratega. En lugar de tapar el crimen,
decidió hacerlo público, revelando todo aquello que los investigadores
pudieron ir descubriendo como prueba. Esta es la paradoja del « mundo
trumpiano » en el que vivimos: un jefe de Estado represivo autoriza la
transparencia y deja que los medios de comunicación trabajen cuando el
presidente de Estados Unidos juega con la cólera y denuncia a los
periodistas como « enemigos del pueblo ».

 

El elemento final del precipitado es la crueldad del asesinato de Jamal
Khashoggi. Se trata de un calco de una acción propagandística del Estado
islámico o de la decapitación de Daniel Pearl a manos de Al Qaeda, mientras
que se supone que Occidente debe luchar contra el oscurantismo y la
violencia islamista de Daech o de los herederos de ben Laden con el apoyo de
Riad. Lo que muchos han señalado desde hace tiempo, a saber, la porosidad
entre el terrorismo de Al Qaeda o Daech y la alianza en el seno del régimen
saudí entre la familia gobernante y el clero wahabí, queda al descubierto.

 

Todo indica que el rey Salmane y su hijo van a buscar un chivo expiatorio
para que asuma la culpa de este asesinato, disfrazando el crimen de
operación fallida de un subordinado tan celoso como incompetente. Quieren
salvar el pellejo: los perros van a ladrar, pero la caravana del business
debe pasar.

 

El mundo de los negocios tardó alrededor de diez días en comprender lo que
estaba en juego, pero finalmente se retiró gradual y masivamente del llamado
« Davos en el desierto », la gran conferencia sobre inversiones prevista
para el 23 de octubre en Riad. Pero, ¿cuánto tiempo pasará antes de volver
por una puerta trasera, cuando haya menguado la atención puesta sobre la
suerte de Jamal Khashoggi? Resulta difícil de creer que vaya a haber una
fuga masiva de businessmen de Arabia Saudí. ¿Quién dice, sin embargo, que no
podrían ser víctimas, a su vez y más discretamente, de un ajuste de cuentas
ordenado por la MBS si vienen a molestarle?

 

En cuanto a los líderes occidentales, ¿seguirán dejándose ver con Mohammed
ben Salmane? ¿Continuaran cortejando sus petrodólares? Si persisten, será
una nueva desmonetización de la voz política, la que inevitablemente conduce
a la erosión de los valores democráticos. Lo que vendrá a significar: « No
creas en nuestros discursos. Predicamos los derechos humanos, la libertad y
la moralidad en las relaciones internacionales, pero si un defensor de estos
principios resulta asesinado ante nuestros ojos, no moveremos un dedo y
nuestras advertencias sólo se utilizarán para entretener a la galería ».

 

Hace mucho tiempo que periodistas, investigadores y la mayoría de
diplomáticos, con la condición de permanecer en el anonimato, lo dicen:
Arabia Saudí es un Estado criminal que alimenta el terrorismo islamista,
promueve regímenes autoritarios y regresivos (en Egipto, por ejemplo),
tortura a sus mujeres y jóvenes, negándoles cualquier perspectiva de
emancipación, y contribuye más de lo razonable al cambio climático por su
dependencia del petróleo. Ya es hora de que los líderes franceses,
estadounidenses, británicos, alemanes, etc. lo digan públicamente.

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Jamal Khashoggi, un reportero entre dos mundos 

 

El periodista saudí fue asesinado por aquellos que temían las críticas,
aunque mesuradas, de un hombre que seguía siendo un patriota, pero que
defendía un futuro diferente para Arabia Saudí.

 

Thomas Cantaloube

Mediapart, 25-10-2018

 

Si, como sugieren las filtraciones publicadas por la prensa turca en las
últimas dos semanas, Jamal Khashoggi fue asesinado de una manera
particularmente sangrienta, las circunstancias de su muerte reflejan sobre
todo la brutalidad de quienes encargaron el asesinato. Porque el periodista
saudí no había hecho nada para merecer acabar sobre una mesa de amputaciones
improvisada, en su propio consulado de Turquía, donde había acudido a buscar
unos documentos administrativos para poder casarse.

 

Contrariamente a lo que se ha podido escribir en alguna ocasión, Jamal
Khashoggi no era un férreo opositor de la monarquía saudí y mucho menos un
conspirador que intentase derrocar a sus gobernantes. Simplemente era un
periodista crítico que, en los últimos años, después de un largo período de
silencio público, había optado por abrazar plenamente sus principios
exiliándose, viéndose obligado a abandonar a su familia. Para ello, había
cambiado la burbuja de la élite saudí por la élite de Washington, lo que
explica en parte el impacto de su asesinato.

 

Jamal nació en Medina en 1953, en el seno de una de las grandes familias
saudíes que no forman parte del linaje real. Su tío era el famoso y
controvertido traficante de armas Adnan Khashoggi; dos de sus tías, Soheir y
Samira, eran novelistas célebres. Su primo era nada menos que Dodi al-Fayed,
el amante de Lady Di, con quien murió bajo el puente del Almá, en París. Y,
como muchos de los retoños de la élite local, fue enviado a estudiar a
Estados Unidos, a Indiana.

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Cuando regresó a Arabia Saudí en la década de 1980, primero se convirtió en
librero antes de dedicarse al periodismo, donde poco a poco subió peldaños
en la profesión; trabajó como reportero en zonas de conflicto de regiones
como Argelia, Kuwait, Sudán y Afganistán. Fue en este último país donde
conoció a Osama ben Laden, quien, en ese momento, dirigía la yihad contra
las tropas soviéticas, con el apoyo tácito de Riad y el apoyo financiero de
la CIA. Entrevistó varias veces al fundador de Al Qaeda, del que seguirá
siendo un admirador hasta el final, si bien condenaba su cambio al
terrorismo.

 

Como la gran mayoría de saudíes, Jamal Khashoggi es muy piadoso y seguirá
siéndolo durante el resto de su vida. Pero lo que lo distingue de sus
compatriotas es su atracción por el islam político como medio para
reconciliar la religión musulmana y la democracia. Aunque nunca lo
reivindicase oficialmente, fue alguien cercano a los Hermanos Musulmanes,
según varios de sus amigos. En 1992, cuando se invalidaron las elecciones
argelinas y los generales se hicieron con el poder, después de la victoria
del Frente Islámico de Salvación 3, consideró que se trataba de una
oportunidad perdida y de una fuente de decepción.

 

En ese momento, Jamal conoció a Turki ben Faycal, un miembro de la familia
saudí que ocupó el cargo de director de los Servicios de Inteligencia
saudíes de 1979 a 2001. En otras palabras, un pilar del régimen. Esta
proximidad llevará a muchos de los conocidos de Khashoggi a creer que,
además de trabajar como reportero, a veces trabaja « a la pieza » para su
mentor, en particular en Afganistán con Bin Laden. Pero, una vez más, nunca
se ha podido demostrar nada.

 

En las semanas posteriores a los atentados del 11 de septiembre de 2001
–entre los 19 terroristas figuran 15 súbditos saudíes–, a diferencia de
muchos analistas políticos de Oriente Medio, no dejó de denunciar esos
atentados y de torpedear las teorías de la conspiración que circulan en el
mundo árabe con el fin de exonerar a los autores de su responsabilidad. Para
él, estos atentados son un ataque a los verdaderos valores del Islam.

 

A finales de los 90 pasaría a formar parte de la jerarquía de los periódicos
saudíes, hasta ser nombrado, en 2003, redactor jefe de El Watan, uno de los
principales diarios del país. Pero sólo ocupará el cargo durante 54 días,
cuando fue destituido por permitir que se publicase una columna criticando a
un imán fundador del wahabismo en el siglo XIII. Luego conoció a Turki ben
Faycal, que se convirtió en embajador en Londres y luego en Washington.
Jamal Khashoggi se convirtió en su asesor, especialmente en asuntos de
comunicación. En la capital estadounidense, comenzó a relacionarse con todos
los periodistas y think tanks de la ciudad, siempre deseosos de interpretar
los juegos de poder y las ambiciones saudíes, a menudo oscuros. Eran los
años de George W. Bush, cuya familia es muy cercana a los saudíes y a la
gente que les rodea, en muy buenos términos con la industria petrolera.

 

En 2007, Jamal Khashoggi regresó a su país para volver a tomar las riendas
de El Watan. Esta vez, dura un poco más en el cargo, pero se le vuelve a
invitar a salir en 2010, después de que los líderes saudíes se quejaran del
tono audaz de algunos artículos que se atrevían a cuestionar la aplicación
excesivamente rigurosa de los dogmas religiosos en la esfera pública.

 

Más tarde se convirtió en analista para varios canales de televisión de la
región, donde ofrecía su punto de vista sobre asuntos de actualidad, dentro
de los límites de lo que es aceptable para un residente saudí. Porque, en un
país donde todos los medios de comunicación están controlados por el
Gobierno y donde el ministro del Interior nombra a los jefes de sección, la
libertad de prensa es un concepto puramente teórico. Esto no impidió a
Khashoggi hacer carrera a pesar de sus diversas extravagancias, poniendo de
manifiesto el respeto que siempre ha tenido por las instituciones saudíes.

 

Al mismo tiempo, se convierte en la persona que los periodistas e
investigadores extranjeros buscan cuando escriben sobre Arabia Saudí y no
quieren conformarse con la fachada que se presenta al mundo exterior o con
las palabras de los opositores en el exilio que desde hace mucho tiempo han
cortado sus lazos con la maquinaria política del Reino. En privado, su
palabra es relativamente libre, dicen hoy los que lo conocían: defiende las
« primaveras árabes » y aboga por llevar a cabo reformas en su país.

A principios de 2017, el Gobierno de Riad prohibió a Jamal Khashoggi hablar
en público. Su falta: criticó, en una conferencia pública en un centro de
investigación estadounidense, a Donald Trump, tras la elección de éste.
Mohammed ben Salmane aún no se había convertido en el príncipe heredero
(accederá al trono en junio de 2017), pero ya era el hombre fuerte del
régimen desde que su padre asumió el trono en 2015. Y no quiere ninguna
sombra en las estrechas relaciones que pretende establecer con el nuevo
presidente de Estados Unidos después del interludio de Obama.

 

La posición de Jamal Khashoggi se puso difícil. Ya no puede escribir ni
comentar la actualidad; los notables de su entorno son los perdedores de los
trastornos, a veces brutales, iniciados por Mohammed ben Salmane (conocido
como MBS); su familia está empezando a sufrir por su posicionamiento, en
particular su esposa, que es una funcionaria de alto rango. Esta es la
naturaleza de las dictaduras: no sólo se castiga a un individuo, sino
también a su entorno.

 

A los casi 59 años,  Khashoggi optó por exiliarse y establecerse a orillas
del río Potomac en el verano de 2017, en el corazón de la capital americana,
que ya conoce bien y donde tiene la puerta abierta. The Washington Post,
diario que todos los gobernantes, los lobbyistas, analistas, embajadas y
corresponsales de prensa reciben cada mañana, le ofrece una columna. Y los
canales de televisión están más que contentos de ofrecerle un asiento en sus
platós tan pronto como sea necesario para descifrar los sobresaltos de
Oriente Medio.

 

Jamal Khashoggi, que era un notable saudí, se convirtió en un notable de
Washington: desconocido o casi para la mayoría de los estadounidenses, pero
invitado a todas las mesas de agitación y movimiento shakers and movers) en
el perímetro de la Casa Blanca y del Congreso. Por fin puede expresarse sin
cortapisas. Sin embargo, sus escritos y palabras no son motivo de escándalo.
No es incendiario, sino que se trata de artículos en los que defiende las
reformas económicas propuestas por MBS que parecen querer llevar a su país a
la era post-petrolera y en los que se congratula de los avances sociales que
permiten a las mujeres conducir y a los cines reabrir sus puertas.

 

Sin embargo, no escatima palabras sobre el fortalecimiento del autoritarismo
de su país e incluso lamenta su actitud de antaño en la última columna
publicada durante su vida: « Para mí, fue doloroso ver a mis amigos
arrestados, pero yo no decía nada. No quería perder mi trabajo o mi
libertad. Estaba preocupado por mi familia. Ahora he tomado una decisión
diferente. He dejado mi casa, mi familia y mi trabajo. Lo contrario habría
sido traicionar a los que languidecen en la cárcel. Ahora puedo hablar
cuando otros no pueden ».

 

Lo que podría parecer un destierro dorado no lo es del todo. Se ve obligado
a divorciarse de su esposa y ya no puede comunicarse con su hijo, quienes
siguen en Arabia Saudí. Sin embargo, no ha cortado todos los puentes con los
líderes del Reino que siguen en contacto con él, en primer lugar el
embajador saudí en Estados Unidos, que no es otro que el hermano menor de
MBS.

 

Sin embargo, Khashoggi entiende que se ha convertido en la china en el
zapato del nuevo amo de Riad, que sigue mostrando su impulsividad, al tomar
como rehén al primer ministro libanés, pidiendo rescate para cientos de
personalidades saudíes, encarcelando a críticos con el régimen (hasta ahora
tolerados), declarando un embargo a su pequeño vecino de Qatar y declarando
la guerra sin cuartel y sanguinaria contra Yemen. MBS está actuando cada vez
más como un monarca individualista, mientras que la tradición saudí marcaba,
hasta la fecha, que se debían resolver los problemas internamente, mediante
el consenso y el clientelismo.

 

El embajador saudí en Washington hizo varias propuestas a Khashoggi para que
regresara a Arabia Saudí a cambio de puestos de prestigio, pero se negó.
Desde que MBS se convirtió en príncipe heredero, una decena de miembros de
la familia real han sido puestos bajo arresto domiciliario o han sido
repatriados a su país contra su voluntad antes de desaparecer (no se puede
asegurar que estén muertos, pero han sido silenciados). El periodista no
quiere renunciar a la libertad de expresión que ha terminado conquistando.

 

Además, tiene una nueva prometida, una joven estudiante de doctorado turca
con la que desea casarse. Viaja con frecuencia a Estambul para verla. Una
ventaja significativa de estos viajes es que la ciudad en la costa del
Bósforo se ha convertido en el hogar de opositores saudíes en el exilio
desde hace algunos años y Jamal aprecia el régimen político de Recep Tayyip
Erdogan, inspirado en los preceptos del islam político. Según sus amigos,
incluso planea establecerse en Turquía.

 

Pero antes, quiere casarse y debe obtener de las autoridades de su país la
sentencia de divorcio dictada en Arabia Saudí. No desea ir a la embajada de
Washington, ya que teme por su seguridad. Decide completar los trámites en
el Consulado de Estambul. Allí se dirigió el 1 de octubre de 2018. Le
pidieron que regresase al día siguiente para conseguir los documentos que
solicita. Acude el martes 2 de octubre, a primera hora de la tarde, a la
reunión fijada por el cónsul. Mientras tanto, un comando integrado por 15
saudíes, había llegado a Turquía de madrugada. Su prometida turca le está
esperando fuera del edificio, con el teléfono móvil que le había dejado
Jamal, ya que no quería que se lo hackearan o robaran. Nunca saldría vivo
del consulado.

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