Literatura/ Susan Sontag, cuentos reunidos [Soledad Platero - JG Lagos]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Sep 16 11:42:30 UYT 2018


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Correspondencia de Prensa

16 de setiembre 2018

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Literatura



Cuentos reunidos de Susan Sontag



Editados en castellano 15 relatos de una de las más grandes ensayistas del
siglo XX.



Soledad Platero

La Diaria, 17-8-2018

https://ladiaria.com.uy/



“Ciertas féminas de carácter enérgico son célebres por la estela de glamour
que dejan a su paso. Sin embargo, la formidable figura de Sontag representa
un baluarte de su colosal intelecto. En persona es como una diosa (al verla,
acude a la mente Atenea): es, sencillamente, titánica”. Así describen Carl
Rollyson y Lisa Paddock, sus biógrafos, a Susan Sontag, a quien conocieron
en Polonia en 1980. Dicen saber que a ella no le interesaban las biografías
(no le interesaba el género; no era ni siquiera uno de los que despertaban
su curiosidad literaria), pero insisten en que su reconstrucción de Sontag
no es el repaso de las circunstancias que la llevaron a ser la escritora que
fue, sino el análisis de lo que la transformó en “una institución
norteamericana y aun internacional”. En un ícono, símbolo y síntesis del
intelectual estadounidense de fines del siglo XX. Y para dar cuenta de la
medida de su importancia en la cultura occidental remiten a una cita de la
película Gremlins 2 (Joe Dante, 1990) en la que la escritora es parte de la
lista de cosas que definen a la civilización: “la Convención de Ginebra, la
música de cámara, Susan Sontag”. Que su confirmación como estrella del
firmamento de lo civilizado ocurra en una comedia de terror producida en
Hollywood es justo con Sontag, una inquieta navegante de universos
culturales limítrofes y lúcida analista de sus manifestaciones genuinas
(ingenuas) o simuladas (irónicas).



Nacida en Nueva York el 16 de enero de 1933 (y muerta en la misma ciudad
casi 72 años después, en diciembre de 2004), creció en el desierto, en
Tucson (Arizona). Tenía seis años cuando empezó la escuela primaria, y una
semana después de haber ingresado la habían puesto en tercer año. Era una
niña extraordinariamente inteligente y con cierta vocación solitaria, pero
no tenía problemas con sus compañeros. Una obsesión, sin embargo, la
atormentaba: sentía la fascinación de los lugares remotos y las historias
dramáticas. Les mentía a sus compañeros de clase para hacerles creer que
había nacido en China (que era, en realidad, el país en el que sus padres se
habían conocido, en el que, posiblemente, había sido concebida, y en donde
su padre murió de tuberculosis en 1938, durante uno de los tantos viajes
para atender el negocio de compraventa de pieles), porque pensaba que era,
sin dudas, el lugar más lejano al que se podía llegar.



Hace unos meses, la editorial Penguin Random House publicó una colección de
relatos de Susan Sontag reunidos bajo el nombre de Declaración. El primero,
cuyo título es “Peregrinación”, es posiblemente el más convencional en su
estilo y, al mismo tiempo, el más ajustado a los hechos de su vida tal como
se conocen. Narra el encuentro de una Sontag de 14 años con uno de los
hombres que más admiraba en aquella época: Thomas Mann.



Es noviembre de 1947; es el sur de California. Susan está a punto de
terminar el bachillerato y tiene un par de amigos con los que comparte el
amor por la música y la literatura (la alta música, la alta literatura). El
milagro de vivir en una casa en la que tenía su propio cuarto le permitía
leer, si tenía ganas, durante toda la noche. Estuvo un mes leyendo La
montaña mágica, sintiendo que le costaba respirar, imaginando las conexiones
espirituales, físicas y estéticas entre aquellos personajes devastados por
la tuberculosis (la enfermedad que mató a su padre) en un hospital de
montaña en la vieja Europa, y ella, una adolescente asmática que había
pasado la infancia en Tucson porque alguien le había dicho a su madre que el
áspero clima del desierto iba a hacerle bien.



***



El cuento no es el mejor de la selección, pero dice mucho de Sontag y de su
fascinación infantil por la cultura europea, por el pasado y por las vidas
llenas de patetismo. El encuentro con el ídolo es lo que cabría esperar: un
esfuerzo de acercamiento y curiosidad completamente desbalanceado: él habla
de su próxima novela –Doctor Faustus–, de la necesidad de “proteger a la
civilización contra las fuerzas de la barbarie” y de cómo le gusta “hablar
con jóvenes estadounidenses que revelaban el vigor, la salud y,
fundamentalmente, el carácter optimista” de ese gran país. Ella siente la
vergüenza de no estar a la altura de esa demanda, de no ser suficientemente
“estadounidense”, de no haber leído a Ernest Hemingway, que era lo que Mann
habría esperado. “El hombre que estaba frente a mí sólo hablaba con fórmulas
sentenciosas, aunque era el hombre que había escrito los libros de Thomas
Mann. Y yo no pronuncié sino simplezas, aunque estaba llena de sentimientos
complejos. Ninguno de los dos estaba en su mejor momento”.



***



El libro sigue con el monumental “Proyecto para un viaje a China” (ver
recuadro), y luego vienen “Espíritus norteamericanos” –la aventura de la
encantadora señorita Carichata, que, cansada de la vida familiar, emprende
un camino de depravación y lujuria a manos del señor Obscenidad–; “La escena
de la carta” –una sucesión de fragmentos literarios de distintas épocas y
espacios que logran producir el milagro de un edificio puramente escritural,
tentativo pero posible y consistente–; “El muñeco” –un adelanto de los
capítulos de Black Mirror–; “Viaje sin guía” –remedo de cuaderno de viaje en
el que todos los lugares comunes de las bitácoras y diarios se repasan, se
descalifican, se retoman y se desmienten–; y llega finalmente el más largo
de los relatos, “Repaso de antiguas quejas”, en el que una voz en primera
persona cuenta que se propone abandonar una organización a la que pertenece
desde hace ya bastante tiempo. Todos son, de algún modo, relatos de abandono
y reconstrucción de la identidad, de renuncia al yo tanto como a la
pertenencia a una comunidad de roles preestablecidos. Y son, sobre todo,
juegos de escritura. No ensayos (el género por el que Sontag fue más
reconocida) ni escrituras experimentales a la manera de ejercicios de
estilo, sino verdaderas danzas con la escritura y sus posibilidades.
Cualquier fragmento es perfecto, y todos son parte de una construcción
personal y lúdica que se levanta en lo literario, en sus posibilidades
técnicas y estéticas, y que se practica con la seriedad con que en la
infancia se practica el juego.



***



Es habitual, cuando un escritor tiene la cualidad de remitir sin pausa a lo
literario, recordar a Borges. Sin embargo, en Sontag se respira un “aire
Cortázar”. En “El nene” (otro de los textos largos) se alternan los relatos
de (suponemos) el padre y la madre del nene del título, que visitan a un
terapeuta (siempre se dirigen a él como “doctor”, pero está claro que es del
tipo de doctores que se sientan a escuchar, y no de los que, por ejemplo,
operan una apendicitis) todos los días (en algún momento, hasta dos veces al
día), siempre por separado. Los lunes, miércoles y viernes va uno, los
martes, jueves y sábados va el otro. No demoramos en sospechar que el
problema del nene son los padres, y se nos dan pistas suficientes como para
entender que el nene está lejos de ser un niño (en algún momento se menciona
a su esposa) y que, probablemente, es un verdadero psicópata. Tememos por
los padres, aunque deberíamos temer por él. Lo interesante es que la
información más sustantiva es la que se nos oculta, la que surge de las
respuestas a las preguntas (que nunca conocemos) del doctor, la que asoma en
las observaciones que hacen los padres sobre los asuntos más triviales o en
los argumentos que usan para justificar sus decisiones.



***



En “Doctor Jekyll”, un atlético y exitoso médico sueña con cambiar de vida
con el enclenque y contrahecho Hyde, a quien envidia la vitalidad y el
arrojo, la voluntad ciega que tantas veces lo llevó a la violencia y al
crimen. En esta versión del clásico de Robert Louis Stevenson, el abogado
Utterson no es el amable amigo del doctor Jekyll, sino una especie de gurú
convencido de que, además de poseer el don de la clarividencia, tiene la
capacidad de manejar la energía de las personas, transformándolas en
marionetas que responden a su voluntad. Paradójicamente, Jekyll será libre
cuando esté en la cárcel, condenado por haber tratado de matar a Hyde.



***



En 1975, un chequeo de rutina reveló que Sontag estaba desarrollando un
cáncer de mama. Rechazó, al principio, el diagnóstico, pero luego de
consultar a varios especialistas tuvo que aceptarlo. Padecía una
manifestación bastante invasiva de la enfermedad, por lo que debió ser
operada. La intervención se hizo en Manhattan, pero Sontag sintió que los
pacientes de cáncer no eran tratados como los otros. Sintió que había algo
ominoso en el cáncer, tal como había habido algo ominoso y vergonzante,
tiempo atrás, en la lepra o la tuberculosis. Leyó mucho, se interesó en
publicaciones médicas extranjeras y terminó resolviendo que tomaría un
tratamiento experimental de 30 días en París. De ese proceso doloroso y
agotador nació en 1978 el magistral ensayo La enfermedad y sus metáforas, en
el que reniega de las explicaciones psicológicas que tienden a poner la
culpa de la enfermedad en la conducta del paciente o en los tormentos de su
alma y analiza con cruda lucidez las metáforas militares que caracterizan al
discurso médico. Diez años después, El sida y sus metáforas repasa el
problema y postula el uso discursivo del sida como práctica admonitoria de
penalización de la sexualidad y vuelve a insistir en el peligro de la
metáfora militar como aliada de la salud: “No, no es deseable que la
medicina, no más que la guerra, sea ‘total’. Tampoco la crisis creada por el
sida es un ‘total’ de nada. No se nos está invadiendo. El cuerpo no es un
campo de batalla. Los enfermos no son las inevitables bajas ni el enemigo.
Nosotros –la medicina, la sociedad– no estamos autorizados para defendernos
de cualquier manera que se nos ocurra… Y en cuanto a esa metáfora, la
militar, yo diría, parafraseando a Lucrecio: devolvámosla a los que hacen la
guerra”.



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En el cuento “Así vivimos ahora” (escrito en 1986 y publicado por primera
vez en The New Yorker) que integra Declaración, vuelve a aparecer el modelo
cortazariano de rumores alrededor de alguien que nunca toma la palabra: “Al
principio sólo perdía peso, se sentía un poco enfermo, le dijo Max a Ellen,
y no pidió una cita a su médico, según Greg, porque lograba seguir
trabajando más o menos al mismo ritmo, pero sí dejó de fumar, señaló Tanya,
lo que sugiere que estaba asustado, pero también que quería, aún más de lo
que sabía, estar sano, o más sano, tal vez sólo recuperar algunos kilos de
peso, dijo Orson, porque le dijo a ella, prosiguió Tanya, que suponía que
iba a subirse por las paredes (¿no se dice así?), y, ante su sorpresa,
descubrió que no extrañaba los cigarrillos para nada y que se deleitaba por
primera vez en años”. A medida que el relato avance, siempre en la voz de
los que cotillean, se verá la carga de vergüenza y culpa que la enfermedad
lleva adherida.



Posiblemente uno de los relatos más conmovedores sea “Declaración”, en el
que Sontag recuerda a su amiga Julia, que se suicidó tirándose a las negras
aguas del río Hudson. Otra vez, la relación es injusta, desbalanceada (desde
la perspectiva de Sontag), pero el amor y la admiración justifican cualquier
esfuerzo. El relato de sus últimas visitas a Julia es también el repaso de
la vida en Nueva York, el recuento de las miserias de los que están locos,
de los que están solos, de las calles en las que los niños se hacen hombres
demasiado pronto. O nunca. Es el retrato de las mujeres negras que se juntan
por azar bajo el mismo techo de una iglesia –la Iglesia Unida e Instituto de
la Ciencia de Vivir del reverendo Ike– una vez por semana. No se conocen,
nunca se vieron, pero entonan el mismo canto y quieren creer que todavía
pueden seguir adelante.

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La señora interesante



JG Lagos



“Proyecto de viaje a China” puede ser un texto desconcertante si uno lo
agarra desprevenido. Atrapante, siempre. Las primeras líneas –casi versos–
parecen fieles al título: Sontag planea ir a China y escribe en tiempo
futuro. ¿Literatura de viaje especulativa? Pronto aparecen digresiones,
comentarios, rectificaciones, juegos de palabras, muchas listas y hasta un
esquema. Una cita que despista: “En la conversación, se prefieren las frases
cortas en las que cada cual se desprende de la precedente, de acuerdo al
método chino de razonar”. El texto hace lo opuesto: las frases son breves,
pero yuxtaponen ideas en principio desconectadas. Con las páginas emerge un
patrón: el viaje a China está por venir, pero se dirige también hacia el
pasado personal. Sontag cree haber sido concebida en China, y vamos
entendiendo que no se trata sólo de una idea infantil: efectivamente, sus
padres vivieron en China antes de que ella naciera.



El texto, sin embargo, dosifica lo biográfico y continúa alternándolo con
preconceptos exploratorios sobre China: el sitio milenario, el Estado más
antiguo, el extremo del refinamiento, el espacio de la revolución de Mao (no
todavía el súper poder actual). Inadvertidamente, aparece el relato sobre el
padre: muerto, muerto joven, en China. También una mujer que se nombra sólo
con la inicial “m”, de madre y/o de Mildred. Y un tal David. A David, como
tantas cosas en este texto, tenemos que investigarlo por afuera: es el hijo
de Sontag (y desde hace décadas, editor de sus diarios). No falta un padre,
entonces, sino dos (esto también lo sabemos de otra parte: Philip Rieff, el
crítico cultural, fue esposo de Sontag hasta 1958).



Hay otras ausencias, además. Uno de los subtemas de “Proyecto de viaje a
China” es el de la función de las citas en la cultura contemporánea. Sontag
se las arregla para crear suspenso con ellas: alude intermitentemente a un
intelectual judío vienés pero no da su nombre (no es el primero en que
pensamos, sino el escritor Hermann Broch). Sí brinda el de otros citados:
Mao, claro, y Scott Fitzgerald, Hannah Arendt.



“Me interesa la sabiduría. Me interesan las murallas. China es famosa por
ambas”, dice Sontag. El viaje, producto de una invitación del gobierno
chino, se hizo, pero el libro que anunciaba en este texto, publicado en The
Atlantic en abril de 1972, no. O sí: “Quizás escriba mi libro sobre China
antes de ir”, dice en el cierre. Como Borges, o como Stanislaw Lem, Sontag
trabajó con una obra por terminar, pero, a diferencia de ellos, no lo
disfrazó de reseña, sino que expuso su esqueleto. Northrop Frye, el crítico,
calificó de “anatomías” a esas obras heterogéneas, de estructura laxa, pero
de órbita en torno a ideas, llenas de distracciones, historias dentro de
historias y elementos dispares. Sontag logró algo así pero no en una novela,
sino en este texto breve, intenso, que todavía resiste a categorías como
cuento, ensayo, autoficción. Parafraseándola, el resultado fue,
inevitablemente, literatura.

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