Argentina/ Las chicas de Nordelta. Rabia y lucha en un megabarrio privado [Ana Fornaro - Reportaje]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Abr 11 10:11:10 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

11 de abril 2019

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Argentina

 

Reportaje

 

Las chicas de Nordelta 

 

La chispa la encendió el destrato por un lugar en el bus, pero no ocurrió
hace 60 años ni se trata de Rosa Parks y el histórico movimiento por los
derechos civiles en Estados Unidos, sino de un grupo de trabajadoras
domésticas de un megabarrio privado en Buenos Aires. Ana Fornaro estuvo con
ellas para entender una lucha que estaba asordinada, y que ahora tal vez
haya encontrado condiciones favorables para avanzar.

 

Ana Fornaro 

Revista Lento, abril 2019

https://lento.ladiaria.com.uy/

 

Le vino de adentro. La rabia le salió de golpe y se convirtió en arenga.
Hacía una hora que Flora veía cómo las combis pasaban de largo. El sol ya
pegaba a las nueve y media de la mañana del 7 de noviembre de 2018, y la
parada estaba desbordaba de empleadas domésticas, como ella. La compañía de
transporte encargada de trasladarlas desde allí hasta el complejo de barrios
cerrados Nordelta las ignoraba desde hacía semanas, haciéndolas llegar tarde
a sus trabajos, obligándolas a bajarse o a viajar paradas y al fondo, lo más
lejos posible de los propietarios, quienes también usan ese servicio para
entrar a la ciudad-pueblo enrejada.

 

La parada de Pacheco, en el municipio de Tigre, está en un descampado,
frente a un puente, en el cruce de la ruta 197, a varios kilómetros del
primer barrio cerrado. Tiene vista a un cartel gigante con una chica en una
playa paradisíaca. “Costa Mujeres: la nueva joya del caribe mexicano”. Pero
el mar está lejos de Pacheco y los micros pasan de largo. Entonces a Flora,
que hace ocho años trabaja de empleada doméstica en Nordelta, que antes fue
operaria en fábricas, que tiene ocho hijos, que cobra 10.000 pesos por mes
trabajando siete horas diarias en una casa con seis baños, eso la quemó
adentro y gritó:

 

—¡Nos están discriminando! ¡Chicas, hay que hacer algo! 

 

A los pocos minutos, decenas de mujeres habían cortado la ruta. Los coches
se fueron acumulando entre bocinas. La mayoría era de propietarios que
buscaban entrar a sus barrios. Una conductora amenazó con pasarles por
encima si no se movían. No se movieron. Algunas documentaban todo con sus
celulares mientras se daban ánimo. Los videos se hicieron virales y los días
siguientes todos los medios de comunicación de Argentina hablaron de
Nordelta y de los countries, de discriminación y de la empresa de transporte
Mary Go.

 

Las empleadas domésticas tomaban la palabra. Algunas salieron en la radio,
otras en la tele de espaldas. Un mes antes del estreno de Roma, la película
que haría hablar al mundo entero sobre empleo doméstico, en Argentina se
destapaba una olla de explotación laboral y malos tratos. Se habló de
apartheid en el transporte, de trabajos en negro, de jornadas de 16 horas en
casas de ricos y poderosos, de patronas que escondían la comida a sus
empleadas, que encadenaban la alacena y las vigilaban con cámaras. Ese cruce
de datos e historias también circulaba en la parada de Pacheco, el único
lugar de encuentro posible de las trabajadoras de los barrios privados.
Aprovecharon esas horas de espera para pasarse los teléfonos. Armaron un
grupo de chat con más de 40 empleadas. Empezaba la organización.

 

* * *

 

Nordelta fue una idea del empresario italiano Julián Astolfoni, que, mirando
a París, quiso importar a Argentina el modelo de ciudad satélite
autosuficiente. Eran los años 70 y el “master plan” —así llaman al plano y
documento fundador que sirve como una suerte de constitución del complejo—
preveía un espacio para 140.000 personas. Hubo que esperar al liberalismo de
los 90 para su aprobación, de la mano del entonces gobernador de la
provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde. Para terminar de impulsarlo, se
sumó el magnate inmobiliario Eduardo Costantini.

 

El proyecto, que prometía la vida de Miami a media hora de Capital, vendió
su primer lote en el año 2000. Era un país en la miseria y al borde del caos
social, donde proliferaban el miedo a la inseguridad y las noticias sobre
entraderas y secuestros express; las clases medias-altas y altas querían
salvarse, y un complejo de barrios cerrados era una solución para exiliarse
sin tener que irse del país. Durante esa década, proliferaron los countries
al norte del Gran Buenos Aires.

 

Pero Nordelta es más que un country: es una suerte de isla con 25 barrios
terminados y dos en construcción, cinco colegios, un centro médico con dos
sanatorios, clubes de golf y de deportes náuticos, un centro comercial,
oficinas de la Asociación Vecinal Nordelta —AVN, el ente administrador que
nuclea a desarrolladores y propietarios— y unos 8.000 trabajadores que
circulan a diario. Las empleadas domésticas son mayoría, pero también hay
jardineros, pileteros y empleados de comercio, que tienen que viajar a
diario para entrar a ese corredor de casas y edificios color pastel que dan
a lagos artificiales, con una flora diseñada especialmente, donde cada árbol
está inventariado.

 

Los barrios están unidos por la avenida Nordelta, una troncal que, a pesar
de ser una calle municipal, no es de libre acceso: los propietarios pagan
desde hace años al Municipio de Tigre para su uso exclusivo. Eso quiere
decir que allí sólo ingresan vehículos autorizados, como autos de
residentes, remises con un permiso especial y una sola compañía de
transporte colectivo: Mary Go, la misma que en los últimos meses les pasaba
de largo a las empleadas domésticas, o no las dejaba subir cuando adentro
venían propietarios, o no les permitía sentarse porque los asientos estaban
ya reservados.

 

Mary Go enfrenta, junto a la AVN, una denuncia por discriminación. Tras el
escándalo, la AVN se puso de acuerdo con la empresa y transporta de forma
gratuita a las trabajadoras, que antes pagaban boleto. Al menos será así
hasta que empiece a circular una línea de transporte público en Nordelta, un
hecho inédito que desató una batalla entre propietarios y desarrolladores
(que van a construir un centro cívico) y el propio municipio, encabezado por
el peronista Julio Zamora, quien en diciembre apoyó públicamente la decisión
del Concejo Deliberante de abrir la avenida troncal, en medio de cacerolazos
de residentes enfurecidos.

 

“Ni siquiera creo que sean empleadas domésticas. Demostrame que son
empleadas. Cortaron la calle porque les pagaron”, dice Gabriel Sanders, un
residente de Nordelta que se ha convertido en la voz de la indignación
vecinal. Sanders se presenta como abogado, pero no quiere dar más detalles
de su actividad profesional ni del barrio en que vive para conservar su
privacidad (una palabra que emplea mucho, igual que “seguridad”). Sanders ha
salido en varios medios y es el autor de la frase que se convertiría en
titular de muchos portales: “Nos discriminan por chetos”.

 

* * *

 

—Yo quiero contarles que estamos siendo discriminadas. Ahora nos dejan subir
a la combi, pero porque están los medios. Pedimos que los sindicatos se
pronuncien. Nos queremos organizar, formar una agrupación para defender
nuestros derechos. Que estos chetos que nos maltratan sepan que no estamos
desamparadas.

 

Flora empezó titubeando, pero en un momento se encendió. Enseguida vinieron
los aplausos y los cantos: “Unidad de las trabajadoras, al que no le gusta,
se joda”. Estaba hablando frente a 500 personas en una asamblea feminista de
Ni Una Menos.

 

A pocas semanas del corte en Nordelta, la Justicia de Mar del Plata dejó
libres a los acusados del femicidio de Lucía Pérez, una chica de 16 años
violada y asesinada en octubre de 2016. En ese momento, la brutalidad del
crimen y el tratamiento mediático —que acusó a Lucía de promiscua— hicieron
que el feminismo se volcara a las calles. Tres años después, una nueva
asamblea preparaba un paro de urgencia para repudiar el fallo judicial.
Entre las asistentes estaban Flora y Silvia. Las invitaron a tomar la
palabra. Se pararon junto a Marta Montero, la madre de Lucía, y se
presentaron como “las chicas de Nordelta”.

 

—Donde trabajamos está la gente más importante del país. Hay banqueros,
ministros y jueces como estos que largaron a los asesinos. Hay actores y
periodistas. Y ahí adentro estamos solas. Necesitamos su apoyo. Si saben que
estamos acá, nos echan. Y muchas están en negro —dijo Silvia.

 

Era la primera vez que tanto Silvia como Flora participaban en una asamblea
del movimiento Ni Una Menos. Nunca habían hablado frente a tantas personas.
Salieron del barrio de Constitución mandando mensajes a sus compañeras del
grupo de Whatsapp. Silvia le preguntó a su compañera: “¿Se notaba que estaba
temblando?”.

 

* * *

 

En algún momento de su vida, antes de limpiar casonas del suburbio
bonaerense, antes de casarse y tener hijos, Silvia quiso ser abogada. La
idea se le metió en la cabeza mientras atravesaba un juicio en la década de
1990 y tuvo que enfrentarse a policías, fiscales y médicos que, mientras la
revisaban o interrogaban, la responsabilizaban por su abuso. A Silvia la
violó su padre entre los cuatro y los 14 años. Era un oficial retirado de
las Fuerzas Armadas que la amenazaba con matar a su madre o hermanos si
decía algo. Lo contó en la iglesia evangélica a la que iba. No
intervinieron. Tampoco lo hizo su madre, ni la dejó terminar la escuela. Le
decía que si estudiaba iba a quedar embarazada. Un día, se escapó.

 

—Tuve que volver esa noche. Después pasaron mis 15, con fiesta y vals con mi
papá y todo. Si vieras la foto: ni una sonrisa ni nada. Y después, casada,
lo peor de todo: mis hermanos me dijeron que mamá y papá se habían separado
por mi culpa y que yo tenía que llevarme a mi padre a vivir conmigo. Mi ex
aceptó, a cambio de un terreno, y terminé cambiándole los pañales a mi
abusador. Yo hice muchos esfuerzos para no matarme.

 

Silvia sonríe mucho, pero su mirada dice otra cosa. Está sentada a la mesa
en la cocina-comedor de la casa de Flora, en un barrio popular que queda a
media hora de Nordelta. Entre mate y mate, atropella las palabras. Dice que
ahora puede contar así las cosas porque hablar la salvó.

 

Los abusos sexuales ocupan horas en la televisión y las redes, y es difícil
escaparle al tema. Dos días antes de este encuentro en lo de Flora se hizo
pública la denuncia de la actriz Thelma Fardin contra el actor Juan Darthés,
a quien acusa de haberla violado cuando ella tenía 16 años y él 45. Fue una
bomba mediática. A Silvia, obviamente, esto le remueve todo.

 

—Acá lo tenés a Juan Darthés —dice Flora, y abre una revista del country
Nordelta en la que el actor aparece en una publicidad de página entera.

 

Silvia larga una carcajada: Flora es picante. Y tiene la costumbre de
guardar las revistas de Nordelta, donde también vivía Juan Darthés con su
familia, hasta que se escapó a Brasil. La publicación de distribución
gratuita en los barrios privados se llama Locally y se nutre de novedades
vecinales, planes inmobiliarios, reportajes a las celebridades locales y
noticias de la fundación Nordelta, el ala caritativa del emprendimiento.

 

Flora lee todo lo que le pasa por las manos. Y escribe. Tenía cuadernos
enteros con anécdotas de su experiencia en el trabajo doméstico, pero se
arruinaron cuando se inundó su casa. Desde que existe Nordelta, los barrios
aledaños al Miami argentino se inundan cada vez que llueve mucho; los
humedales sobre los que está construido el emprendimiento antes absorbían el
remanente de agua.

 

* * *

 

El grupo de Whatsapp de las chicas de Nordelta se fue convirtiendo en un
espacio de recopilación de testimonios y de denuncias internas, y para hacer
catarsis. Silvia no deja de estremecerse con las historias. Ella se
considera una privilegiada. Está en blanco y gana 13.000 pesos por trabajar
seis días a la semana, ocho horas. En los últimos años pudo terminar el
secundario en un nocturno. Dice que no es por ella que quiere organizarse
para reclamar. Es por las demás, las que están en negro, ganando miserias,
en condiciones casi de esclavitud.

 

—Nuestro sueldo muchas veces es menos de lo que las familias gastan en un
pedido semanal de supermercado. Ves los tickets, porque los dejan ahí,
arriba de la mesada. Los sindicatos no están para nosotras.

 

—Yo aprendí a no reaccionar, porque si no, directamente te echan. Piensan
que somos unas analfabetas. Para las que vienen de afuera es peor. Una chica
paraguaya le pidió un colchón a su patrona, porque casi dormía en el piso, y
la señora agarró unos almohadones viejos, los rompió y le hizo un colchón.
¡Le armó una cucha! —dice Flora.

 

Flora tuvo que ver varias veces cómo tiraban comida delante de ella antes de
ofrecérsela. O escuchar que le dijeran que tomara agua de la canilla porque
“la soda es para los chicos”, o que le pusieran cámaras para vigilarla. El
anecdotario es larguísimo y la necesidad de trabajar, urgente y constante.
Entonces sí, se aceptan condiciones que no deberían.

 

—En el fondo, el problema también es de ellos. Muchos fueron a Nordelta para
escapar de gente como nosotros. De los pobres, de los negros, como dicen
ellos. Pero nos necesitan. Necesitan que limpiemos sus casas, cuidemos a sus
hijos, mantengamos sus jardines y piletas. No sé si son todos iguales. Debe
haber gente bien. Pero no son la mayoría.

 

Flora habla de conciencia de clase. Una de las primeras lecturas que le
abrieron la cabeza fue El origen de la familia, propiedad y el Estado, de
Friedrich Engels. Le pasaron el libro en un grupo feminista de izquierda que
la ayudó a cortar con el círculo de violencia de su familia.

 

—Yo quería estudiar, avanzar, porque sólo terminé la primaria. Y los maridos
no quieren saber nada de eso. Sentía que yo tenía la culpa de separarme y
estuve depresiva, pasé por iglesias evangelistas, por todo. No quería
terminar como mi madre, que me decía: “Cuando tus hijos sean grandes tu
marido no te va a pegar más”. Mi hija más chica ya sabe defenderse.

 

—Nos inculcan lo que tiene que ser una familia, y nosotras para cumplir con
ese mandato hacemos cualquier cosa. No sabés lo que fue en mi iglesia
evangélica cuando me separé. Hasta mis hijos me decían que era una pecadora.
Yo sigo yendo a la iglesia, porque la fe no la perdés, pero encarás las
cosas de otra manera —agrega Silvia.

 

—Ahora hay que convencerla del aborto legal —dice Flora con suavidad.

 

—Eso me cuesta. Yo estuve con los pañuelos celestes en el Congreso el día de
la vigilia. A veces pienso qué hubiera pasado si quedaba embarazada de mi
papá. Yo respeto mucho la vida. Hice mucho esfuerzo para seguir viva.

 

A pesar de las diferencias de orígenes, recorridos y hasta simpatías
partidarias (Flora vota a la izquierda desde 2001; Silvia votó a Mauricio
Macri porque quería un cambio, aunque se arrepiente), ambas están
convencidas de que la organización colectiva es la única manera de hacerles
frente a las injusticias que viven las empleadas domésticas en Nordelta.
Antes del corte de calle de noviembre no se conocían. Esta mañana de sábado
bostezan porque la noche anterior, después de trabajar en el día más arduo
de la semana —“hay que dejar todo listo para el fin de semana, limpiar los
quinchos, las piletas, todo”—, se reunieron con otras compañeras a pintar
una bandera que reflejara su lucha. Muestran la foto, orgullosas. La bandera
es blanca y dice, en letras violetas y rojas: “Trabajadoras de Nordelta en
contra de la discriminación y precarización”. Dibujado hay un puño en alto.
“El puñito feminista”, aclara Flora.

 

Tras las denuncias de discriminación, los residentes de Nordelta y la
empresa Mary Go salieron a negar todo de plano. Desacreditaron la palabra de
las empleadas, endilgándoles oscuros intereses políticos. Hablaban de que
eran instrumentos de una trama entre los desarrolladores inmobiliarios y el
municipio, que quieren hacer ingresar el transporte público por cuestiones
de rédito económico.

 

Roxana López fue jefa de bloque por el partido Unidad Ciudadana en el
Concejo Deliberante y ahora trabaja en el municipio. Conoce bien el
territorio y todos los daños que causó el emprendimiento Nordelta a los
barrios vecinos. Cuenta que la denuncia por discriminación en el transporte
llegó al Concejo en agosto de 2018, pero que todo se agilizó tras el corte y
la mediatización de la protesta.

 

—Ellas tienen mucho miedo, vienen recibiendo estos abusos desde siempre. Fue
importante que saliera el proyecto para dejar entrar al transporte público,
aunque sea sólo en dos franjas horarias. Muchos propietarios “invitaron” a
concejales a que no lo votaran. Ojalá esto mejore las condiciones. Igual
está el tema del trabajo en negro y los malos tratos, que en Nordelta es
terrible. Si no hay voluntad del Ministerio de Trabajo va a ser difícil que
eso cambie.

 

En medio de las acusaciones cruzadas apareció en el debate público un
testigo inesperado —y calificado—, que vino a respaldar la palabra de las
chicas de Nordelta. Ricardo Greene es un sociólogo chileno que pasó más de
diez años investigando las particularidades del trabajo doméstico en las
lógicas de esta ciudad-pueblo y dedica un capítulo de su tesis de doctorado
al transporte que “entra y saca” a los trabajadores. Para su investigación,
Greene entrevistó a más de 100 empleadas domésticas, así como a decenas de
residentes de Nordelta; esperó con ellas en la parada de Pacheco y viajó en
las combis, donde escuchó a propietarios pedirles a los choferes que no les
pararan y quejarse de que tenían mal olor o de que hablaban mucho. Vio cómo
muchos ponían bolsos en asientos vacíos para que ellas no se sentaran a su
lado. Por eso, apenas leyó en los medios lo que estaba pasando, abrió un
hilo en su cuenta de Twitter, donde contó que todo lo que denunciaban las
empleadas era real. Lo que sigue son notas de su trabajo de campo, que
compartió con Lento:

 

Ricardo: ¿Qué pasa con la combi?

 

Marcos: Que hablan entre ellas.

 

Constanza: La combi es mortal, porque están esperando media hora y se juntan
seis empleadas.

 

Silvia: Y ahí empiezan.

 

Constanza: Primero, son mujeres, con lo cual ya tienen un alto porcentaje de
habla. Entonces, hablan todo [ríe].

 

Silvia: No, y aparte, es verdad…

 

Constanza: No, que es mortal porque la combi produce un tiempo de ocio.

 

Silvia: ¡Mi esclavo no está trabajando! [Ríe].

 

Marcos: ¡Se está trasladando! [Ríe]. ¡Se lleva la plancha!

 

Tomás: ¡El esclavo tiene tiempo ocioso! [Ríen].

 

Marcos: Tendría que ir cosiendo botones y planchando… [Ríe muy fuerte].

 

Silvia: Disculpas para nosotros, esclavos…

 

Marcos: ¡Y hasta arman sindicatos!_

 

—Nordelta es un espacio de mucha vigilancia. Los countries buscan
purificarse, controlar lo que entra. Confort, buena vida. Y las empleadas
domésticas vienen del otro extremo, y no solamente vienen de esos lugares,
sino que entran a sus casas y cuidan a sus hijos. Por eso me parece un
contraste radical. El tema del racismo es permanente, aunque haya
propietarios que las defiendan. En Latinoamérica hay una tradición de
diferenciar entre “mis chicas” y “las otras chicas” que viene desde la época
de las haciendas. Porque, por ahí, si a mi empleada yo la voy a buscar a la
parada, ¿qué me importa si el bus se atrasa dos horas para las demás? Y eso
tiene que ver con una tercera cosa: ese discurso de falsa familiaridad y
paternal, que es constitutivo del empleo doméstico en Latinoamérica, algo
que no pasa en Hong Kong o en Inglaterra —dice Greene a Lento desde Santiago
de Chile.

 

El sociólogo siguió al detalle la explosión mediática de fin de año. No es
la primera vez que hay un corte en la parada de Pacheco: él ya vivió otros
reclamos que quedaron en la nada. Se entusiasma con la organización de
trabajadoras, pero no tiene grandes esperanzas: están muy solas.

 

* * *

 

Se estima que en Argentina hay un millón de mujeres que trabajan como
empleadas domésticas, según datos oficiales. Desde 2013, gracias a una ley
promulgada durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, están
amparadas bajo el “régimen especial de contrato de trabajo para el personal
de casas particulares”. Esto quiere decir que les corresponde vacaciones,
aguinaldo, licencia de maternidad y seguridad social. El problema es que más
del 70% aún no fueron regularizadas, por lo que están a la merced de sus
empleadores.

 

Según la organización Economía Feminista, las empleadas domésticas tienen el
sueldo promedio más bajo de la economía argentina y “pocas expectativas de
crecimiento profesional, atravesado por innumerables maltratos, abusos y una
delimitación poco precisa de sus tareas”. La Unión Personal Auxiliar de
Casas Particulares, sindicato encargado de velar por sus derechos, negoció
el año pasado con el Ministerio de Trabajo un aumento de 13%, cuando en
Argentina hubo una inflación acumulada de 47,6% en 2018. Según publica esta
organización en su página web, el salario mínimo del sector a partir de
marzo de este año es de 89,5 pesos la hora (2,2 dólares), y 95,5 pesos (2,3
dólares) en caso de trabajar con cama adentro. Estos montos descienden
cuando se trata de situaciones irregulares.

 

Muchos empleadores dicen considerar a estas mujeres parte de la familia o
regalarles cosas, y creen que así queda saldado el tema de los derechos. Los
lazos de intimidad que se tejen por compartir la vida cotidiana y el cuidado
de los hijos, el afecto y las desigualdades complejizan un vínculo que ni
siquiera puede nombrarse del todo; “la chica que me ayuda”, “la señora que
limpia” o “la mucama” son algunos eufemismos incómodos que borran la palabra
“trabajadora” y, por lo tanto, el contrato laboral entre dos partes que
distan de tener las mismas herramientas para negociar: 80% de las empleadas
domésticas sólo completó sus estudios primarios.

 

Estas brechas y condiciones de explotación se agudizan en contextos como los
de los barrios cerrados, donde operan lógicas de clase bien explícitas. En
el caso de Nordelta, que cuenta con un sistema de muchísimo control, es
difícil que sus residentes no caigan en generalizaciones y exotismos al
hablar; no obstante, hay marcas y gestos que se mantienen constantes a la
hora de lidiar con el personal doméstico. Es probable que mucho de lo que
denuncian las empleadas de Nordelta —discriminación, racismo, explotación
laboral— también aparezca en hogares urbanos, pero lo que se da en la
ciudad-pueblo de Tigre es un efecto acumulado, algo así como una atomización
o caja de resonancia, en un lugar que busca ser deliberadamente “exclusivo”,
o sea excluyente. Pero el discurso de los comunicados y las declaraciones de
los residentes es ambiguo:

 

“Los nordelteños no discriminamos ni somos chetos. Buscamos proteger nuestra
privacidad y seguridad. El derecho a la propiedad está contemplado en la
Constitución Nacional y la inseguridad es una problemática cada vez más
grave a nivel mundial. Por lo tanto, nuestra defensa consiste en pedir
mayores controles y tener exclusividad en el uso de las tierras que
mantenemos con nuestro dinero y que son del dominio privado”.

 

—¿Se puede publicar eso en la nota? ¿Hay tiempo? —me pregunta Gabriel
Sanders.

 

—Intento agregarlo. Una consulta: ¿vos tenés empleadas domésticas? ¿En
blanco?

 

—...

 

—Entiendo.

 

—…

 

—Era eso nomás.

 

—Pero no menciones eso. Es parte de una intimidad que comparto con vos para
tu contexto. No me interesa que se sepa en Uruguay. Confío mucho en el
trabajo de los periodistas y en su confidencialidad respecto de la fuente en
ciertas noticias o de la preservación de la intimidad. Tengo amigos
periodistas.

 

* * *

 

Imelda se miró al espejo con el uniforme de mucama y se sintió Cenicienta.
La espalda le quedaba grande, la pollera le colgaba por debajo de las
rodillas. Ella, acostumbrada a usar un trajecito, tacos y maquillaje, ahora
andaba como embolsada. Y enrejada. Los primeros tiempos en los que llegó a
Buenos Aires desde Asunción fue derecho a trabajar como empleada doméstica a
una casa de Palermo. Era un puesto con cama, no tenía papeles y casi no la
dejaban salir. Había dejado su trabajo de vendedora en una empresa, se había
venido de apuro, con sus dos hijas chicas y su mamá, escapando de un marido
violento que amenazaba con matarla. De esto hace 30 años. Hoy, aun con la
residencia permanente, no logra que la pongan en blanco. Ni conseguir un
mejor trabajo.

 

El corte de noviembre la despertó. Ella no estuvo ese día, pero enseguida
buscó conectarse con las chicas. En diciembre filmó con su teléfono cómo la
bajaban de una combi con la excusa de que tenía que tomar la siguiente. El
video se hizo viral. A ella no se la ve, pero su voz llegó a canales de
televisión, portales y radios. Imelda trabaja en uno de los barrios más
clase media de Nordelta. Allí hay apartamentos donde suelen vivir personas
solteras o divorciadas que no quieren alejarse mucho de sus familias. Sus
empleadores son una pareja de jubilados que alquilan, y eso ponen como
excusa cuando ella pide un aumento. Va tres veces por semana; aunque la
contrataron para limpiar, cocina y hace las veces de enfermera para la
señora de la casa, que está postrada en una cama. Le cambia los pañales, la
ayuda a bañarse, les deja comida pronta.

 

Para llegar hasta allí tiene que tomarse tres ómnibus. Tarda una hora y
media desde que sale de su casa, una pieza de material que alquila y
comparte con su hijo menor. Tuvo que insistir para que le pagaran el
transporte. Cada vez que pide algo extra, como un aumento o tomarse días
libres, amenazan con echarla.

 

—En Nordelta te explotan. Tengo compañeras que trabajan afuera y otras
adentro, y siempre es peor Nordelta. En los barrios más ricachones como La
Isla, Los Castores o El Golf pagan mejor. En esos vive gente como Mirtha
Legrand, y jueces. Gente con poder. Sé que ahí trabajan bien, porque tienen
varias empleadas. El otro día en el grupo de Whatsapp contaron cómo a una
chica peruana la hacen desvestirse cada vez que se va para ver si se roba
algo. La última vez se fue llorando. No se anima a denunciar por miedo a que
la echen. También nos enteramos de que a otra señora de Perú con cama le
pagan 4.000 pesos por mes por trabajar más de 12 horas. Esa señora no sabe
leer ni escribir.

 

Imelda tiene ganas de hablar. Está teniendo días duros en el trabajo y sale
muy angustiada. La última vez, el empleador le gritó porque hizo el
bizcochuelo con harina cuatro ceros y no con harina leudante. A pesar de la
crisis, le gusta vivir en Argentina. Quiere al país desde su infancia,
cuando de chica recibía la leche en polvo que mandaba a Paraguay Eva Perón y
distribuía el párroco de su pueblo. Evita, la que a los pobres les decía
“mis grasitas”.

 

—Acá en Nordelta a nosotros nos dicen “los negros”. Somos la clase negra.
Como en esa película de empleadas en Estados Unidos que muestra que no las
dejaban usar el mismo baño. Eso fue hace tiempo, y acá estamos igual ahora.

 

* * *

 

Pasaron las fiestas. Pasó el verano. Empezaron las sesiones en el Congreso.
La película mexicana Roma ganó el Óscar y los medios se llenaron de notas de
análisis y crónicas sobre trabajo doméstico y vínculos afectivos con
disparidad de clases. Cada tanto sale una noticia en los medios sobre la
pelea de los vecinos de Nordelta que buscan independizarse de los
desarrolladores y de la asociación vecinal. Quieren alambrar todo antes de
que empiece a circular la línea de transporte público dos veces por día. Lo
plantean como una batalla entre David y Goliat. Las chicas de Nordelta
comparten esos links en su grupo de chat, que ha ido mutando con el paso de
los meses. En enero decayó al punto de que sólo quedaban diez, pero en las
últimas semanas volvió a tener más de 40. Muchas tienen miedo porque algunos
propietarios hacen preguntas sobre el grupo. Están investigando. Quieren
saber si sus empleadas forman parte de las insurrectas.

 

El 8 de marzo las chicas de Nordelta armaron un volante y lo compartieron en
el grupo de chat y en el de Facebook. A la movilización feminista sólo
fueron cuatro. Entre ellas Imelda y Flora, que marcharon junto a las
trabajadoras despedidas de Coca-Cola. Imelda pudo estar porque finalmente
renunció al trabajo donde le gritaban y la tenían en negro. La angustia
superó al miedo a quedarse en la calle en plena crisis económica y social,
cuando una de cada tres personas vive en condiciones de pobreza.

 

A Silvia se le enfermó un hermano y por un tiempo se alejó de las acciones.

 

Flora se quedó sin su ingreso principal. La echaron sin mucha explicación de
la casa de los seis baños. Su empleadora le dijo: “Trabajás bien, pero no
nos entendemos”.

 

El 8 de marzo, al marchar con sus compañeras, levantó bien alta su bandera,
pero se tapó la cara con un pañuelo.

 

Nunca se sabe.

 

Algunos patrones ven televisión.

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