Venezuela/ Maracaibo: una crónica del ocaso venezolano [Giovanny Jaramillo Rojas]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Dic 20 16:57:20 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

20 de diciembre 2019

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Venezuela

 

Una crónica del ocaso venezolano 

 

Aguafuertes maracuchas 

 

Maracaibo, la capital petrolera de Venezuela, escenifica la decadencia de un
modelo. A la vieja contaminación de las aguas de su lago por la industria
extractiva se suman hoy las brutales consecuencias del colapso económico.
Entre los apagones y el racionamiento de combustible, sus habitantes viven
del recuerdo de un pasado desaparecido.

 

Giovanny Jaramillo Rojas, desde Maracaibo

Brecha, 20-12-2019

https://brecha.com.uy/

 

Háblame de Maracaibo

 

tierra bendita, tierra del viejo golpe pasmero

 

mi patria chica, tierra del sol cuna de gaiteros

 

por ella canto, por ella vivo, por ella muero.

 

Junior Veladiago

 

I.

 

28 de septiembre. Es mediodía en Maracaibo, la ciudad caída.

 

Doña Dioselina Ospina me trata como a un hijo. Me abrió las puertas de su
casa para alimentarme. Vive en el sector La Lago, un barrio acomodado de
Maracaibo, con su esposo y su ex nuera. Sus manos blancas son un embeleso,
un extraordinario embrujo de comida venezolana: arroz con pollo, mandioca
frita, pabellón criollo, muchacho guisado, bollos pelones, pasteles, quesos
madurados, arepas rellenas y empanadas de carne y papa hacen parte de su
exquisito y casero repertorio gastronómico.

 

Para ella, cada plato, indefectiblemente, contiene una historia. Por
ejemplo, el arroz con pollo supuso la reconstrucción de la vida de su madre
colombiana, que había migrado a Barinas a principios del siglo XX. El
pabellón criollo la llevó a hablar de sus épocas juveniles en Barquisimeto,
Caracas y Valencia, mientras que los quesos madurados la sumergieron en la
memoria de la tierra que le secuestró su identidad, según ella, para
siempre: Maracaibo.

 

Los sabores y los olores son la razón de su vida. Doña Dioselina lo remarca
una y otra vez. Su corpulencia expone una gran debilidad por la comida. Sus
maneras, aunque muy propias de los 67 años que arrastra con inusitada
dignidad, denotan un desgarbo muy propio de una aristocracia que, aunque
disminuida, se niega a la evaporación rotunda.

 

Rubor para todo el rostro, cejas perfectamente delineadas, aroma a Jean Paul
Gaultier y cabello intacto, prolijo, mantas de seda largas multicolores y
collares y pendientes de diseño. Su postura, invariablemente recta, parece
proporcionada por la precisión de una ecuación matemática. En todos nuestros
encuentros nunca se le escurrió una sola gota de sudor, ni siquiera cuando
la temperatura amenazaba con calcinarlo todo.

 

Lo primero que dijo cuando la conocí fue que, si bien podría parecer
increíble o incluso mentira, Maracaibo había sido, alguna vez, la Miami de
Suramérica y que por eso ella y su esposo habían decidido instalar su
matrimonio, a finales de la década del 70, en la futurista capital del
estado Zulia, el estado más rico y próspero de la Venezuela de entonces.
Doña Dioselina relata, con macilenta voz, que hasta los primeros años de
este acelerado siglo la ciudad de Maracaibo contaba con vuelos directos a
muchas ciudades de Estados Unidos y Europa. Que el desfile de turistas e
inversores era incesante y que toda la ciudad permanecía coloreada por un
cosmopolitismo indefinible. Sus anchas avenidas ostentaban los mejores y más
costosos autos, hoteles y restaurantes prestigiosos, el comercio era una
fiesta que no tenía nada que envidiar al primer mundo y su arquitectura
exhibía el eclecticismo de una migración que aparentemente había llegado
para quedarse.

 

Ahora, todo esto parece un cuento triste, un relato melancólico cuya
inverosimilitud lo situaría en el género de la ciencia ficción. Hoy
Maracaibo es todo lo opuesto a esa urbe que recuerda Doña Dioselina: una
ciudad que respira herida a la vera de una ruta infecunda, una ciudad que se
extravió en su patrimonio hasta la resequedad y la ofuscación.

 

Basta con dar un paseo para evidenciar que es el escenario perfecto donde se
compendia la declinación social y económica de Venezuela. Al caminar por el
centro se puede verificar aquel imaginario que han venido construyendo por
todo el planeta los varios millones de personas que decidieron abandonar el
país. Una ciudad insociable, descuidada, sin sistema formal de transporte,
con edificios abandonados y enormes complejos industriales al punto del
colapso, ya no económico, sino directamente material. Una ciudad fantasma
que se recluye temprano, en total silencio, a ejercer el derecho de soñar
imposibles.

 

En cada almuerzo, en cada cena, hasta consejos de vida y clases informales e
inconscientes de sociología se animó a darme Doña Dioselina: los hijos son
lo más importante, sólo el estudio libera al ser humano de la pobreza, lo
único que mantiene en pie a las sociedades actuales es el consumo, los
militares son buenos si están del lado de los valores morales y no de
ideologías políticas y, como para chuparse los dedos: los indios son un
problema porque ni dejan de tener hijos, ni se mueren rápido. “Son vagos y
no son confiables”, terminó diciendo, para después, en silencio, como
dándose cuenta de su racismo, pasar a servirme un delicioso jugo de guayaba.

 

Doña Dioselina tiene tres hijos y todos, con sus siete nietos, viven fuera
de Venezuela. Dos en Estados Unidos y uno en las Islas Caimán. Cada vez que
la invitan sale del país a visitar a su descendencia y vuelve a Maracaibo
con la valija llena de comida, ropa y tecnología. No se va definitivamente
porque duda mucho que pueda conseguir un mejor lugar para vivir. Para ella
Venezuela es el mejor país del planeta, el más bello, y por eso dice,
continuamente, que la esperanza es lo último que se pierde y que el día del
cambio, aquel en el que pueda volver a caminar tranquila por la calle, ir de
compras sin ser molestada por la miseria circundante y ver a su familia
reunida, empapada por la felicidad patria, llegará más temprano que tarde.

 

II.

 

29 de septiembre. Amanece en Maracaibo, la ciudad sin fuerzas.

 

De tanto ir y venir vaciamos el tanque del auto y decidimos ir a llenarlo.
En Venezuela no debería representar ningún problema, ya que la gasolina es
prácticamente gratis, gracias al fuerte subsidio estatal. De hecho, el
procedimiento se parece a una broma. La transacción es simbólica y, aunque
hay precios definidos en los tableros de las estaciones de servicio (0,0025
dólares por litro), el asunto se puede zanjar con la cantidad de bolívares
que el comprador disponga. Un monto que difícilmente puede llegar a superar
los 20 centavos de dólar y que el funcionario de la estación de servicio ni
siquiera se toma el tiempo de contar. Hacerlo significaría perder varias
horas diarias: un dólar pueden ser, depende de la denominación, hasta 400
billetes.

 

Pues bien, al llegar nos encontramos con una fila compuesta por cientos de
autos. Unas 15 cuadras mal contadas. A simple ojo se podría improvisar una
cifra: en Maracaibo, tres de cada cinco estaciones de servicio de Petróleos
de Venezuela (Pdvsa) se encuentran cerradas. La buena noticia es que casi
todos los despojos gasolineros sirven de habitación a la infinidad de
indigentes que circulan, como sombras desterradas, por la ciudad. La mala
noticia es que cuando se consigue entrar en alguna de las estaciones que
tiene combustible disponible, la Guardia Nacional Bolivariana decide a qué
cantidad de gasolina puedes acceder.

 

El tiempo no nos daba como para pasar algunas horas a la espera de un turno.
Pero la sorpresa fue total cuando nuestra conductora nos dijo que en marzo
pasado estuvo dos días haciendo fila, durmiendo y comiendo dentro del auto
con pequeños intervalos de ausencia para ir al baño y que, incluso, conocía
gente que había completado cinco días en ese trámite.

 

Para la mirada foránea este fenómeno no deja de ser un escándalo, pero para
los maracuchos, que así se llaman los habitantes de Maracaibo, no es más que
otra de las manifestaciones de la insondable hondura de la crisis. Una
palabra, “crisis”, que no logra encerrar el verdadero sentido en el que
avanza la realidad: en una tierra rica en petróleo escasea el combustible.
Aunque Venezuela no es precisamente un país refinador (el 80 por ciento de
la gasolina que consume proviene de Rusia y China), esa paradoja es una
sombra del derrumbe total.

 

Después de esperar tres horas y no avanzar un solo metro en la delirante
fila, decidimos recurrir a la otra opción: la oferta del mercado negro. Para
poder llegar a la zona de la ciudad donde se podía suplir la necesidad
instantáneamente, tuvimos que negociar (cinco dólares) y absorber (por medio
de una manguera) el combustible del tanque de un auto amigo. Después
atravesamos Maracaibo hacia una localidad marginal llamada Ciudad Lossada.

 

Tras dar algunas vueltas, en medio de un barrio desértico, de calles
destapadas a las malas, atiborradas de basura y viviendas construidas con
materiales más que precarios, conseguimos el contacto que nos suministraría
el preciado líquido. Por 40 litros pagamos diez dólares. Más o menos cinco
veces el salario mínimo mensual venezolano a esta fecha. El joven que nos
atiende, de clara ascendencia wayú, además de cobrar, sólo dijo: “Vivir aquí
es un martirio; nos están dejando morir, no se sabe si es más difícil
conseguir agua o gasolina”.

 

La parálisis humana es evidente. En un contexto en el que no hay posibilidad
de movilidad social, la espera es el hambre de cada día y el rebusque, la
incontenible sed. Se estima que, desde 2017, unas 200 mil personas dejaron
su vida en Maracaibo para irse a buscarla en cualquier otro lugar, lejos de
esta zona cero que escenifica el verdadero desmayo venezolano, aquel que en
Caracas aún no pasa de ser una migraña.

 

III.

 

30 de septiembre de 2019. Llueve en Maracaibo, la ciudad ahogada.

 

Maracaibo es una ciudad memoriosa y oscura. El alumbrado público y el
suministro de agua son, desde hace algunos años, un par de milagros en una
urbe que permanece suspendida en la evocación de lo que fue. Maracaibo
también es ermitaña, sobrecogedora. El célebre y floreciente trasfondo
industrial de las últimas tres décadas del siglo XX es, ahora, una hilera de
ruinas, ad portas de cambiar al estatus de mito.

 

El fastuoso lago está contaminado. Echado a perder. Los constantes derrames
de crudo, propiciados por la dejadez gubernamental y el deterioro de los
pozos petroleros (que hoy en día no son más que imponentes tumbas
marítimas), flotan viscosos como una manta negra por encima de las aguas.
Comer frutos del lago, reiteradamente, es una carrera en contra de la
intoxicación inmediata y alguna extraña enfermedad futura.

 

Los semáforos, si sirven, sirven mal. Titilan y titilan sin sentido. Las
exorbitantes avenidas amenazan con quebrarse en cualquier momento. El famoso
mercado de pulgas y su romería se parecen más a un asfixiante rebato de
resistencia, en el que sólo subsiste no el más fuerte, sino el más rápido,
el más informal: tráfico de divisas, venta ilegal de medicamentos, ropas,
accesorios, licores y cigarrillos contrabandeados, alimentos vencidos y
carnes descompuestas. Resignación: todo lo que sea, por un dólar, por un
puñado de pesos colombianos, por algo de comer. Maracaibo no lucha contra
ningún olvido ni contra la decadencia: Maracaibo pelea contra su propia
deriva y, con nebulosa presunción, continúa erguida, dándole coletazos al
concepto de naufragio.

 

IV.

 

1 de octubre de 2019. Anochece en Maracaibo, la ciudad que se niega a ser
borrada.

 

La cerrazón es una boca que se abre para tragárselo todo. Hay más oscuridad
que de costumbre en una ciudad radicalmente oscura: los autos bajan la
velocidad, los pocos comercios que funcionan cierran y la gente se
enclaustra, con el último rayo de sol, a sobrellevar la intimidad de un
apagón. Desde la terraza de mi hotel apenas se ve la luna, indómita,
juntando esfuerzos para avivar las calles desoladas. El viento, calmo, patea
el mutismo y trae la fresca respiración del lago. Los edificios parecen
mecerse como palmeras prehistóricas y tristes.

 

Las zonas privilegiadas padecen la oscuridad pocos minutos. Con un chasquido
de dedos encienden sus plantas, y la cerveza sigue fría,y Netflix,
disponible. El gran resto entra en la noche incierta, aquella que soporta el
insoportable zancudero en el que se convierte el sonido de la electricidad
portátil.

 

El apagón dura 16 horas. Entre los maracuchos no sólo es algo pasajero, sino
algo normal. En los últimos meses la ciudad ha experimentado hasta siete
días consecutivos sin luz. Una locura para cualquier ciudad que se ufane de
ser moderna. No obstante, el conserje del hotel dice que algo estalló en
algún lado y que es cuestión de esperar el arreglo, una recepcionista
asegura que, a veces, la gobernación sacrifica la luz local para no
quitársela a Caracas, y un huésped, con furia, señala que es una
conspiración del país del norte, aquel que huele a azufre. La gente dice
cualquier cosa porque lo importante es convencerse de algo, teorizar la
adversidad, justificar el infortunio, todo con el objetivo de burlar la
realidad: especular para darle un sentido a la orfandad.

 

Cada habitante, como si se tratara de una guerra civil, pero sin un enemigo
claramente definido, permanece auspiciado por una suerte de individualismo
ciego y voraz, un ensimismamiento que no le permite ser consciente de los
demás, porque la finalidad es clara: sobrevivir a como dé lugar. Ceder un
poco, en cualquier sentido, podría significar una pequeña muerte que, de
tantas sucesivas, podría convertirse en la muerte final. La gente de
Maracaibo vive sujeta a la espera de que la F de fracaso se convierta en F
de futuro, resiste maniatada, mientras la hirviente luz le tortura los ojos,
mientras la lobreguez ahuyenta la vida y mientras el tiempo, implacable, lo
pudre todo.

 

V.

 

2 de octubre de 2019. Despedirse de Maracaibo, la ciudad fantaseada.

 

Doña Dioselina me muestra fotos de la ciudad. En los años ochenta, ella y su
marido caminan por el malecón y, enseguida, sonríen en la entrada de la
Basílica de Nuestra Señora de Chiquinquirá. En los años noventa, sus hijos
posan frente al teatro Baralt, y después, una panorámica del imponente
puente General Rafael Urdaneta. Pasados los años dos mil, sus dos primeros
nietos en una pileta del parque acuático de la ciudad y un hermoso atardecer
en la laguna de Sinamaica.

 

Doña Dioselina me brinda una última comida. Mi preferida: pabellón criollo.
Me ve comer y me dice: “Extraño a mis hijos, hijo”. Me despido y lo que no
le digo, no sé por qué, es que sí, que tiene razón, que Maracaibo no sólo se
parecía a Miami, sino que quizás llegó a ser mucho más interesante. Más
bonita.

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