Venezuela/ Esa herida absurda. ¿Qué tipo de régimen es el venezolano? [José Natanson]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Ene 26 22:16:55 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

26 de enero 2019

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Venezuela



¿Qué tipo de régimen es el venezolano?



Venezuela, esa herida absurda



Como ningún otro país de la región, Venezuela es un régimen híbrido que
combina elementos democráticos y autoritarios y que va mutando de acuerdo al
contexto internacional, los precios del petróleo, el ánimo del gobierno y la
correlación de fuerzas con la oposición.



José Natanson *

Revista Anfibia, enero 2019

http://revistaanfibia.com/



Hasta diciembre de 2017 Venezuela arrastraba una serie de déficits
institucionales y republicanos gigantescos. Sin embargo, seguía celebrando
elecciones razonablemente libres y competitivas, en las que el gobierno no
se privaba de inclinar la cancha mediante la descarada utilización de todos
los recursos estatales a su alcance pero en las que existía presencia real
de la oposición y cuyos resultados eran verificados por instituciones como
el Centro Carter y las Naciones Unidas. Si la democracia puede definirse
como un tipo de régimen en el que no sólo hay elecciones sino que además no
se sabe de antemano quién las va a ganar, si la democracia comporta en
definitiva un cierto grado de incertidumbre, Venezuela era todavía una
democracia; en el límite, pero democracia al fin (de hecho, al chavismo se
lo podía acusar de muchas cosas salvo de no realizar elecciones y de no
reconocer sus derrotas en los pocos casos en los que ocurrían, cosa que por
otra parte no hacía la oposición, acostumbrada a denunciar fraude cuando
pierde pero no cuando gana, y siempre con el mismo Consejo Nacional
Electoral, las mismas urnas electrónicas y el mismo tribunal).



Pero en los últimos años esto cambió. En diciembre de 2015 la oposición
triunfó inesperadamente en las elecciones para la Asamblea Nacional.
Consiguió una mayoría de dos tercios, suficiente para reformar la
Constitución y bloquear al gobierno, y anunció que su plan consistía en
forzar una salida anticipada de Nicolás Maduro. El chavismo, que había
denunciado irregularidades en la elección a pesar de que controló todo el
proceso, presentó una serie de impugnaciones. El Tribunal Supremo de
Justicia (TSJ), que le responde, aceptó una, y ordenó, con argumentos
dudosos, repetir la elección en el estado de Amazonas y no juramentar a sus
tres diputados. La oposición, que de este modo perdía los dos tercios, se
negó a acatar la sentencia. El TSJ, ante un pedido del Ejecutivo, declaró a
la Asamblea en desacato, y al poco tiempo anunció que absorbía sus
funciones, un autogolpe tan ostensible –y aparentemente implementado sin el
aval de Maduro- que al final tuvo que retroceder.



Al impasse institucional provocado por el conflicto de poderes se sumaron
una serie de marchas y movilizaciones que entre abril y julio de 2016
causaron más de 100 muertos. La represión del gobierno, según cualquier
parámetro que se utilice, fue feroz, tanto la oficial como la paraoficial de
los “colectivos” armados, pero también se registraron muertos chavistas en
manos de multitudes embravecidas que llegaron a quemar viva a una persona.



La salida que encontró Maduro, más política que democrática, fueron las
elecciones para la Asamblea Constituyente anunciadas el 1 de mayo de 2017.
Se realizaron bajo un curioso sistema sectorial-representativo, no
contemplado en la Constitución vigente, según el cual una parte de los 564
constituyentes fueron elegidos por sector (campesinos, obreros,
discapacitados, empresarios, etc) y otra por municipios, en un diseño tal
que otorgaba al chavismo una ventaja indescontable: ganaba aún perdiendo. La
oposición no se presentó y las elecciones se concretaron, por primera vez,
sin veedores independientes. Según el Consejo Nacional Electoral, la
participación fue del 40 por ciento, aunque la empresa responsable de las
máquinas de votación objetó este dato. Pero lo central es que Maduro se negó
a convalidar los resultados en un plebiscito en el que la población se
expidiera por el Sí o por el No a la nueva Constitución, como había hecho
Chávez en 1999. Después, la Constituyente sencillamente se declaró
“originaria” y, en lugar de dedicarse a escribir una nueva Constitución, se
instaló como una especie de órgano suprapoder que absorbió las funciones de
la Asamblea Legislativa.



Sintiéndose fortalecido, Maduro convocó para el 15 de octubre de 2017 a
elecciones regionales (gobernadores), que venía posponiendo desde hacía un
año sin más argumentos institucionales que la posibilidad de una derrota. La
oposición presentó candidatos, los comicios se realizaron normalmente y el
chavismo… arrasó (contra todo pronóstico, se impuso en 18 de los 23 estados
e incluso derrotó a figuras opositoras como Henri Falcón en Lara y al
sucesor de Henrique Capriles en Miranda). La oposición denunció fraude,
aunque nunca pudo exhibir las famosas papeletas que lo demostraban.



La correlación de fuerzas había cambiado. El gobierno, que antes había
postergado las elecciones regionales, esta vez decidió adelantar las
presidenciales. Aduciendo que el Consejo Nacional Electoral había impuesto
una serie de restricciones infranqueables, como la necesidad de revalidar
nuevamente las boletas de todos los partidos y la prohibición a la Mesa de
Unidad Democrática, histórica denominación del anti-chavismo, a utilizar ese
nombre, una parte de la oposición decidió no presentarse. Pero un sector,
liderado por Falcón, sí se presentó, y fue ampliamente derrotado. La
participación fue baja. El 10 de enero, Maduro juró nuevamente como
presidente.



Así, con una Asamblea Legislativa legalmente constituida pero desprovista de
funciones reales, una Asamblea Constituyente manifiestamente ilegal y un
presidente dañado en su legitimidad de origen, llegamos a la situación
actual. La insólita decisión de Juan Guaidó de declararse “presidente
encargado” y la aún más insólita decisión de Estados Unidos y buena parte de
los países latinoamericanos de “reconocerlo” agudizan la tensión y
profundizan la polarización. Pero, ¿hasta dónde llega realmente la mano
siniestra del imperio? En realidad, salvo que decida una invasión armada
desde el Caribe o desde Colombia, lo que crearía un Vietnam a la enésima
difícil de imaginar bajo una administración Trump que se acaba de retirar de
Siria, la capacidad de injerencia de Washington se limita a las sanciones
financieras y el apoyo a la oposición. Por eso, más allá de las intenciones,
el efecto es limitado: Venezuela no es una isla, no se la puede bloquear
como a Cuba, y sobrevive básicamente de sus menguadas exportaciones de
petróleo, un bien que siempre encuentra quien lo compre (incluyendo sobre
todo a Estados Unidos, el principal comprador de crudo venezolano). La
injerencia existe, pero resulta insuficiente para derrocar al chavismo.



La explicación del drama venezolano es fundamentalmente local: una economía
dislocada (un millón por ciento de inflación el año pasado), un deterioro
social dramático (62 por ciento de pobreza según el índice que elaboran las
universidades), la tasa de homicidios más alta de América Latina (89 cada
cien mil habitantes) y una sociedad en descomposición (unos dos millones de
emigrantes en dos años, incluyendo a prácticamente toda la clase media).
Pese a ello, Maduro ha logrado sostenerse en el poder, básicamente por tres
motivos. El primero es el control vertical de la Fuerza Armada Bolivariana,
que no es un “aliado” del gobierno sino parte esencial del dispositivo de
poder. El segundo son los restos de legitimidad que aún conserva como
resultado de los formidables avances sociales conseguidos durante los
gobiernos de Chávez y el rechazo que genera la oposición política en los
sectores populares, lo que explica que “los pobres no bajen de los cerros”.
Este apoyo social relativo se completa con la desordenada e ineficiente pero
enorme red de provisión de alimentos básicos instrumentada a través del
Carnet de la Patria y el hecho de que, como resultado de la hiperinflación
más que por una decisión deliberada de política económica, buena parte de
los servicios públicos –luz, metro, internet- son prácticamente gratuitos.
El tercer aspecto que explica la sobrevida es el respaldo geopolítico de
grandes potencias como Rusia y China y de poderes emergentes como Irán y
Turquía, que ofrecieron asistencia financiera, energética y militar en los
momentos más críticos y demostraron que el gobierno no está totalmente
aislado, aunque al costo de una deuda monstruosa y la hipoteca de buena
parte de la riqueza minera e hidrocarburífera del país.



En este marco, la única salida posible es una negociación entre ambos
bandos, algo que en algún momento parecía posible y hoy está descartada. En
un contexto de polarización tal que el ganador se lleva todo, una de las
mayores dificultades es la cuestión de inmunidad de los funcionarios
chavistas en caso de su salida del gobierno. Como la oposición tiene un
ánimo mortal de revancha, el chavismo sospecha con razón que dejar el
gobierno no implicaría un paso pacífico a la oposición parlamentaria sino la
cadena perpetua o el exilio; sienten, en suma, que no se juega el poder sino
la vida.



Volvamos a la pregunta del comienzo. Venezuela no es una dictadura en
sentido estricto. No es un régimen estalinista ni un sistema de partido
único: no hay violaciones masivas a los derechos humanos (aunque sí
focalizadas y una política de “zona liberada” para el accionar de los grupos
paraestatales en los barrios). La libertad de expresión persistente, aunque
limitada sobre todo en los medios digitales, a los que no llega el brazo del
gobierno. Maduro no es un autócrata y la sociedad puede expresarse
electoralmente, con los problemas que señalamos. Al mismo tiempo, en
Venezuela hay una evidente proscripción de opositores y una creciente
cantidad de presos polítcos: si en Brasil Lula no pudo presentarse a las
últimas elecciones, en Venezuela las principales figuras opositoras se
encuentran exiliadas (Manuel Rosales), inhabilitadas (Henrique Capriles,
Corina Machado) o presas (Leopoldo López). Si en Argentina Milagro Sala es
una presa política se la mire por donde se la mire, en Venezuela hay decenas
de presos políticos, algunos de ellos encarcelados simplemente por organizar
movilizaciones pacíficas y la mayoría detenidos en condiciones inhumanas en
la prisión que regentean los servicios de inteligencia. El militarismo es,
ya desde tiempos de Chávez, uno de los rasgos del régimen.

Y finalmente, como se vio en estos días, la represión en las calles alcanza
una ferocidad que no se ve en ningún otro país de América Latina salvo en
Nicaragua  (no deja de resultar llamativo el silencio de la izquierda
latinoamericana al respecto).



Como ningún otro país de la región, Venezuela es una democradura, una
especie de autoritarismo-caótico y ultracorrupto, un régimen híbrido que
combina elementos democráticos y autoritarios y que va mutando de acuerdo al
contexto internacional, los precios del petróleo, el ánimo del gobierno y la
correlación de fuerzas con la oposición.



* Periodista y politólogo, trabajó como redactor y columnista del diario
Página/12, para el cual cubrió campañas electorales y diversos
acontecimientos en Argentina y el exterior. Colaborador habitual en diversos
medios en Argentina y América Latina, condujo programas en radio y
televisión y fue jefe de redacción de la revista de ciencias sociales y
debate político Nueva Sociedad. Trabajó como consultor del PNUD (Programa de
las Naciones Unidas para el Desarrollo). Actualmente dirige la edición Cono
Sur de Le Monde Diplomatique.

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