América Latina/ Involución y resistencias. La nueva disputa por la hegemonía geopolítica [Decio Machado]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Jul 6 16:38:19 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

6 de julio 2019

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América Latina

 

Involución y resistencias

 

La nueva disputa por la hegemonía geopolítica

 

Terminado el ciclo progresista, se ha abierto una nueva disputa por la
hegemonía geopolítica en América Latina. Entender esta nueva realidad de
manera adecuada requiere un análisis que aborde tanto la vertiente
geoeconómica como lo que tiene que ver con la gobernanza nacional, regional
y global, con sus respectivos impactos en el subcontinente.

 

Decio Machado *

Revista Viento Sur N° 164, junio 2019 

https://www.vientosur.info/

 

Antecedentes

 

El ciclo progresista se caracterizó por: a) el
fortalecimiento/reposicionamiento de los Estados nación anteriormente
reducidos a su mínima expresión durante el periodo neoliberal y en crisis,
fruto del fenómeno de la globalización; b) el modelo extractivo de
producción y exportación de commodities como base de la acumulación estatal,
lo que se da en un periodo coincidente con los más altos precios de los que
estos gozaron en el mercado internacional, lo que significó los mayores
ingresos recibidos por la región en su historia republicana; c) la
aplicación de políticas sociales compensatorias con base en los excedentes
estatales producidos por la exportación de materias primas como eje de las
nuevas gobernabilidades; d) la realización de grandes obras de
infraestructura como pilar de la modernización de los Estados; e) la
articulación de un discurso soberanista enmarcado en la construcción de un
bloque regional que significó un notable impulso de organismos de
integración tales como ALBA, UNASUR o CELAC.

 

En ese contexto cada uno de los elementos anteriores requiere de un somero
análisis que permita explicar el fracaso del laboratorio político
progresista latinoamericano.

 

En primer lugar, la nueva centralidad de los Estados frente a la sociedad
devino en el debilitamiento de los movimientos sociales que habían sido los
protagonistas de un periodo de convulsiones políticas y que entre 1989 y
2005 derribó a una docena de presidentes en diferentes países de la región.
En la actualidad, la implementación de políticas agresivas contra los
derechos adquiridos por las y los trabajadores por parte de lo que se ha
venido en denominar como un nuevo periodo de reinstauración conservadora
carece del nivel de resistencia y organización expresados por los sectores
populares durante los momentos previos al ciclo progresista.

 

En segundo lugar, el modelo extractivo anclado en los hidrocarburos, la
minería a cielo abierto y monocultivos como la soja fueron la clave del
éxito económico y lo que permitió políticas sociales ancladas en
transferencias monetarias hacia los sectores históricamente olvidados,
convirtiéndose en el eje de la legitimidad progresista durante sus momentos
de gloria. Sin embargo, lo anterior implicó que se haya agudizado la
dependiente inserción internacional de la región como proveedores de
materias primas. Las economías latinoamericanas se reprimarizaron, lo que
significa mayor vulnerabilidad, subordinándolas a las fluctuaciones
erráticas de los mercados globales. La temporalidad del boom de los
commodities hizo que dichos gobiernos nacieran en los momentos de bonanza
económica latinoamericana y entraran en crisis con el fin de esta.

 

Un tercer factor reseñable es que, pese a la transferencia de excedentes
estatales a los sectores vulnerables –políticas de subsidios– durante el
ciclo progresista, América Latina sigue siendo el continente más desigual
del planeta dado que no se redistribuyó la riqueza acumulada por sus élites
históricamente dominantes. Aquí cabe una primera aclaración: la reducción de
la pobreza en América Latina durante el período de boom de los commodities
no es un proceso exclusivo de los regímenes progresistas y basta comparar
para ello un par de datos: siguiendo indicadores oficiales, entre 2007 y
2014 –momento de la caída de los precios de las materias primas y comienzo
de la parálisis económica en diversos países del Sur global–, la pobreza
medida por ingresos en el Ecuador correísta se redujo del 36,7% al 22,5%,
mientras que en la Colombia de Uribe y Santos se pasó del 45,06% al 28,05%,
es decir, la Colombia neoliberal redujo su tasa de pobreza en 3,25 puntos
porcentuales más que el Ecuador del socialismo del siglo XXI. En términos
globales podríamos decir que la combinación de lo que fue una creciente
demanda global de recursos naturales por parte de las economías emergentes,
especialmente de China, y una serie de sucesivas reducciones de los tipos de
interés estadounidenses –en aras a mantener su recuperación económica tras
la burbuja tecnológica de 2001– determinó que ingentes cantidades de dinero
aterrizasen en los países del Sur haciendo crecer mercados emergentes a
partir de 2003. De hecho, a nivel global se asistió a la racha de
crecimiento económico más extendida que ha vivido el mundo en el transcurso
de su historia. Entre los años 2003 y 2007, la tasa de crecimiento promedio
del PIB de los países del Sur pasó del 3,6% en las dos décadas anteriores al
7,2%, quedando muy pocos países en desarrollo fuera de ese fenómeno.

 

En lo que respecta a los países con gobiernos denominados progresistas,
durante este periodo y pese a las óptimas condiciones para hacerlo, no se
actuó sobre los pilares estructurales de la desigualdad, lo que implica que
en la actualidad el 10% más rico de la población del subcontinente concentre
el 71% de la riqueza regional. El propio Banco Mundial ha elaborado informes
recientes en los cuales se indica que si esta tendencia continúa, en menos
de una década el 1% más rico de la región tendrá más riqueza que el 99%
restante. Desde que la riqueza derivada del auge de los precios de los
commodities desapareciera, allá por el año 2015, los indicadores de pobreza
latinoamericanos se han vuelto a incrementar de forma paulatina. Pero más
allá de que durante el ciclo progresista no se transformase la matriz de
acumulación económica heredada de la era neoliberal anterior, tampoco se
superó la matriz cultural colonial pese a grandilocuentes discursos de corte
popular nacionalista. Un estudio realizado por Oxfam hace apenas tres años
demostró que la carga impositiva para las empresas nacionales
latinoamericanas seguía equivaliendo al doble de la carga efectiva soportada
por las compañías transnacionales en la región.

 

En cuarto lugar, y más allá de la enorme corrupción destapada en la
asignación de contratos para la realización de megaproyectos por los
gobiernos latinoamericanos en la última década y media (Club de los
Contratistas en Perú, caso Odebrecht en múltiples países, descomposición al
interior de Petrobras y PDVSA o sobreprecios de constructoras chinas
involucradas en la realización de megaobras en prácticamente todos los
países de la región), la canalización de gran parte de estas
infraestructuras estuvo vinculada de una u otra forma a lo que fue la
Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional (IIRSA), hoy
redenominada Cosiplan dentro de la moribunda UNASUR. El desarrollo de las
infraestructuras latinoamericanas en este período de insólita expansión se
articuló en torno a lógicas vinculadas a la acumulación por desposesión, la
nueva fase de acumulación capitalista en la región, en beneficio final del
capital global centralizado, fundamentalmente en el hemisferio norte y el
Asia emergente. Carreteras, ferrovías, represas, puertos, aeropuertos,
hidrovías y líneas de transmisión formaron parte de una amplia cartera de
megaproyectos destinados a profundizar el extractivismo a escala
interamericana con sus correspondientes impactos sociales y ambientales en
los territorios explotados.

 

Por último hay que significar que el discurso soberanista quedó supeditado a
una mayor dependencia respecto a los mercados globales y la tan aireada
refundación de –en términos bolivarianos– la Patria Grande se enmarcó en una
lógica de integración regional que quedó paralizada incluso antes del cambio
hacia la nueva hegemonía política conservadora. La última cumbre con cierto
dinamismo de la CELAC tuvo lugar en La Habana el 28 y 29 de enero de 2014,
las comisiones de trabajo de la UNASUR prácticamente se paralizaron en el
transcurrir del año 2015 y el ALBA –especialmente Petrocaribe– dejó de ser
útil para los países implicados a partir de la agudización del deterioro
económico de Venezuela en el año 2016. Todo ello coincidente con el impacto
en las economías latinoamericanas de la caída de los precios de los
commodities en los mercados internacionales.

 

El posicionamiento de China en América Latina

 

La República Popular China se ha posicionado como un global player desde
comienzos del presente siglo, fruto del proceso de reformas y apertura
iniciado en diciembre de 1978 por Deng Xiaoping. En estas cuatro décadas, y
mediante la estrategia definida como “cruzar el río sintiendo las piedras”,
el gigante asiático ha ido liberalizando de manera escalonada su economía
sin privatizar masivamente sus empresas estatales.

 

A inicios del siglo XXI, China impulsó la estrategia go out mediante la cual
rompió sus barreras tradicionales con respecto a la política económica
externa, reafirmando su posicionamiento en el sistema económico
internacional y colocando montos crecientes de capitales propios en
inversiones en el exterior. Esto implicó un drástico reforzamiento de los
vínculos comerciales de China con las economías emergentes y en desarrollo,
entre ellas las de América Latina.

 

Así es que entidades como China Development Bank y Export-Import Bank of
China han financiado iniciativas de infraestructura, energía, transporte y
logística en el subcontinente, si bien la mayoría de estos créditos han sido
condicionados a la intervención de empresas chinas en su desarrollo y al
interés estratégico del nuevo imperio asiático (creación de corredores para
el suministro de petróleo, minerales y soja hacia Asia y la modernización de
instalaciones portuarias en la costa latinoamericana del Pacífico). China se
ha convertido en un proveedor de capital clave para la región en los últimos
años, proceso que tiene su origen en el arranque del ciclo político
progresista y justificado políticamente bajo un discurso de ruptura con las
instituciones de Bretton Woods. En paralelo, las necesidades de materias
primas para el desarrollo industrial chino hicieron que desde 2003 las
economías de América Latina y Caribe, especialmente las de América de Sur,
hayan considerado al gigante asiático como su principal cliente en el ámbito
de la exportación de commodities.

 

Sin embargo, y fruto de un proceso de reformas propugnadas por Beijing que
tuvo su arranque a partir de 2010 –con la meta de cambiar su modelo
productivo y enfocada a que el motor de la economía sea el consumo interno y
no las exportaciones–, en los últimos cinco años la demanda de materias
primas de China ha disminuido, motivo por el cual los asiáticos pusieron el
foco en los proyectos de infraestructura latinoamericanos. Sea por inversión
extranjera directa o a través de la entrega de créditos por parte de bancos
chinos, la presencia del país asiático en América Latina ha ido cambiando de
forma en los últimos años.

 

Pero si algo distingue a la diplomacia china de la occidental es que siempre
han sido hábiles practicantes de la realpolitik y estudiosos de una doctrina
estratégica claramente diferente de la estadounidense. El ideal chino hace
hincapié en la sutileza, la acción indirecta y la paciente acumulación de
ventajas relativas. Es por algo que frente al ajedrez (un juego de
estrategia que surgió en Europa durante el siglo XV como evolución del juego
persa shatranj y donde existen 32 piezas móviles en un tablero dividido por
64 casillas que buscan la batalla decisiva para matar al rey), los chinos
juegan a Wei Qi –conocido en Occidente con el nombre japonés go–, donde lo
que se mueven son 360 piezas en 361 posiciones bajo una lógica de la batalla
prolongada que busca rodear al enemigo.

 

Consciente de las ingentes necesidades de recursos por parte del
subcontinente, Beijing se ha asegurado que los cambios políticos de
tendencia conservadora desarrollados en los últimos años en la región no
afecten a sus flujos comerciales e inversiones en los diferentes países
latinoamericanos. Es más, en el segundo foro de ministros de la República
Popular China, América Latina y el Caribe, que se celebró en enero de 2018
en Chile, el gigante asiático se comprometió a incrementar notablemente su
inserción económica en una región ya hegemonizada por gobiernos de perfil
conservador.

 

En los últimos seis años, el presidente Xi Jinping ha realizado cuatro giras
por América Latina, visitando 12 países; más de las realizadas por Barak
Obama y Donald Trump durante la última década. Mauricio Macri, uno de los
representantes del cambio de ciclo político en la región, ha sido más
visitado por Xi Jinping que Nicolás Maduro, presidente de un país
suministrador de petróleo, coltán y oro a China, que además debe a los
créditos asiáticos el balón de oxígeno financiero gracias al que aún
subsiste el gobierno bolivariano.

 

De esta manera, en el año 2018 el volumen del comercio bilateral entre China
y América Latina alcanzó un récord de 307.400 millones de dólares, lo que
implica un aumento del 18,9% respecto al año anterior. En la actualidad,
China es el principal socio comercial de la región, pese a que la relación
entre ambos lados del Pacífico sea notablemente asimétrica: la mayoría de
los países de la región mantiene déficits comerciales con China, los escasos
superávits existentes se generan gracias a las ventas de productos
primarios, y las manufacturas chinas han desplazado a las latinoamericanas
tanto en sus propios mercados como en terceros mercados. Mientras las
exportaciones de América Latina a China se mueven en ratios de un 70% de
bienes primarios y un 25% de manufacturas basadas en recursos naturales de
bajo valor agregado, el subcontinente importa del país más poblado del mundo
un 41% de manufacturas de alta tecnología y un 27% de manufacturas de
tecnología media.

 

En los últimos años, además del avance en obras de infraestructuras, la
inversión china directa en América Latina se ha expandido también a sectores
como los servicios financieros, comercio, adquisición de bienes raíces para
alquiler y actividades manufactureras. Otra gran parte de esa inversión
reciente se debe a fusiones o compra de empresas latinoamericanas, aunque
esto no ha significado ni el aumento de capital productivo ni generación de
empleo.

 

En el ámbito hidroeléctrico, China invertirá en la segunda etapa de un
programa de modernización de represas hidroeléctricas Jupiá e Ilha Solterira
en Brasil y la compra del 100% de la empresa hidroeléctrica Atiaia Energía.
Ampliando este marco de acción, la China Southern Power ha pasado a
controlar el 28% de las acciones de la compañía chilena de electricidad
Transelec.

 

En materias primas destacan dos recientes grandes inversiones regionales:
Tianqi Lithium –con sede central en Chengdu, capital de la provincia china
de Sichuan– se hizo con el 24% de la chilena Sociedad Química y Minera (SQM)
y Chinalco –rama peruana de la firma de capitales chinos Aluminum Corp of
China Ltd– expandirá su mina de cobre Toromocho en Junín.

 

De igual manera destacan las últimas intervenciones chinas en Panamá, país
convertido en su centro de comercio y logística para América del Norte y del
Sur, con quien ha firmado en menos de año y medio 47 acuerdos comerciales.
En breve, el Banco de China tendrá una sede regional en Ciudad de Panamá.

 

Otro de los ejemplos más recientes de diversificación de inversiones chinas
en la región es la adquisición que hizo Didi Chuxing –una especie de Uber
chino– de la empresa 99, denominada popularmente como el Uber brasileño. El
Business Plan de Didi Chuxing en América Latina apunta a su expansión
regional, combinándola con servicios de asesoramiento en inteligencia
artificial a gobiernos municipales de varias ciudades latinoamericanas. Al
respecto, es destacable indicar que casi todos los gigantes tecnológicos
chinos están entrando en los mercados latinoamericanos: TCL –firma
electrónica china– estableció una empresa conjunta con Radio Victoria, el
mayor fabricante de productos electrónicos de Argentina; Huiyin Bockchain
Venture ha invertido en el servicio argentino de procesamiento de pagos en
bitcoins Ripio, y la empresa Mobike, la más grande red de bicicletas
compartidas sin estaciones de aparcamiento, ha lanzado recientemente sus
servicios en Ciudad de México y Santiago de Chile.

 

Desde una perspectiva meramente comercial, los países latinoamericanos son
un gran mercado de consumo donde marcas como Huawei y Xiaomi venden
smartphones baratos y de alta calidad en poderosos mercados como Brasil,
México, Colombia o Argentina. Sin embargo, los países latinoamericanos que
no pueden ofrecer un gran mercado interno también son de interés para las
tecnológicas chinas. Sin ir más lejos, las autoridades venezolanas han
asignado a primeros de año a ZTE Corpora-tion 70 millones de dólares para el
desarrollo de tecnologías aplicables a la creación de un sistema nacional de
identificación electrónica de las ciudadanas y ciudadanos del país.

 

En paralelo, y desde una perspectiva geopolítica más convencional, Beijing
ha conseguido en el marco de su política denominada Una sola China que
países como Costa Rica (2007), Panamá (2017) y República Dominicana (2018)
hayan roto relaciones diplomáticas con Taiwán. En la actualidad, los países
en los que Taiwán mantiene embajadas en el subcontinente son escasos y
carecen de importancia estratégica y económica.

 

Rusia en América Latina: los enemigos de mis enemigos son mis amigos

 

El interés de Rusia por América Latina es relativamente reciente. Tras la
desaparición de la Unión Soviética (1991), los rusos no habían vuelto a
mirar al subcontinente hasta el conflicto armado en Osetia del Sur, cuando
la Nicaragua de Daniel Ortega (2008), e inmediatamente después la Venezuela
de Hugo Chávez (2009), fueron los dos primeros países del planeta –tras el
Kremlin– en reconocer la independencia de Osetia del Sur y Abjasia. Esta
fuerte actividad diplomática rusa en la región volvió a repetirse en 2014
tras la crisis en Crimea y la guerra en el Donbáss (este de Ucrania), como
respuesta a las correspondientes sanciones impulsadas por Washington y la
Unión Europea contra Moscú.

 

A diferencia de China, el comercio ruso de bienes en el subcontinente es
insignificante y apenas representa el 2% de toda su actividad comercial
global. Su principal socio es Brasil, con un comercio bilateral de unos
4.000 millones de dólares, y en segundo lugar Venezuela, a quien compra
alrededor de 1.700 millones de dólares de petróleo. El resto de las
actividades comerciales rusas en la región es marginal y la influencia del
Kremlin es prácticamente nula.

 

Desde una visión clásica de la geopolítica, Vladímir Putin ha buscado en los
últimos años aliados estratégicos en una región cercana a Estados Unidos
buscando emular las acciones realizadas por Washington en la periferia de la
Federación Rusa.

 

Es así como Moscú ha prestado a Venezuela unos 16.000 millones de dólares
desde 2006 hasta la fecha, siendo estos préstamos reembolsados a través de
envío de petróleo. En la actualidad, Venezuela está utilizando al gigante
energético ruso Rosneft para evadir las sanciones comerciales de Estados
Unidos contra el gobierno de Nicolás Maduro. Desde el pasado mes de enero
–momento en el que Juan Guaidó fue parcialmente reconocido por la diplomacia
internacional como presidente encargado de Venezuela–, la petrolera estatal
venezolana PDVSA, bajo una estrategia de triangulación contable, cobra gran
parte de sus facturas de venta de petróleo a través de Rosneft. Este inusual
acuerdo de pago es parte de una serie de esquemas estratégicos puestos en
marcha por el gobierno de Maduro para tener acceso a efectivo en medio de
las sanciones internacionales que sufre el país en la actualidad, incluida
la venta de reservas de oro por parte de su Banco Central. De esta manera,
una parte del flujo económico hacia Venezuela pasa a través del banco
ruso-venezolano Evrofinance Mosnarbank, entidad financiera que desde el
pasado mes de marzo también ha sido colocada bajo sanciones estadounidenses.

 

Estados Unidos y América Latina en el marco de la guerra comercial con China

 

Entre los escasos compromisos electorales de Donald Trump en materia de
política exterior destaca su promesa de contener la emergencia de China a
nivel global y limitar el libre comercio con Asia y América Latina.
Evidentemente, entre ambos existe una contradicción, pues los espacios
dejados por el repliegue estadounidense a nivel global son rápidamente
ocupados por los intereses chinos.

 

La nueva Estrategia de Defensa Nacional de Estados Unidos, presentada en
enero de 2018 por James Mattis –general que ejerció como secretario de
Defensa hasta diciembre del pasado año–, indica que “la competencia
estratégica entre los Estados, no el terrorismo, es ahora la principal
preocupación de seguridad nacional de Estados Unidos”. Lo anterior significa
un cambio respecto al enfoque de la seguridad realizado por Washington tras
los atentados del 11 de septiembre de 2001, e identifica a China y Rusia
como las nuevas principales amenazas, posicionando a Corea del Norte e Irán
en un segundo estadio.

 

Bajo un plan estratégico definido como “competir, impedir y ganar”, se
asevera que “los costos de no implementar esta estrategia están claros e
implicarán una disminución de la influencia global de Estados Unidos, la
erosión de la cohesión entre aliados y socios, así como la reducción del
acceso a mercados, lo que contribuiría al declive en la prosperidad y el
modo de vida estadounidense”.

 

Aterrizando lo anterior a América Latina, vemos cómo desde marzo de 2018
–momento en que comenzara el conflicto comercial entre Estados Unidos y
China– Donald Trump ha ido anunciando el recorte de la ayuda económica a
Centroamérica como respuesta al flujo migratorio, ha retrotraído
parcialmente los niveles de apertura del gobierno Obama respecto a Cuba,
incrementó el volumen de sus amenazas respecto al cierre de la frontera con
México, le espeta a Colombia que “no ha hecho nada” contra el narcotráfico y
en la actualidad aplica duras sanciones económicas contra Venezuela.

 

Pese a que la diplomacia estadounidense ha lanzado una ofensiva en el
subcontinente planteando que Washington es mejor socio comercial que China,
sigue sin ser capaz de proponer una política especialmente atractiva para
los gobiernos latinoamericanos, lo que demuestra la carencia de planes
estratégicos orientados a la región.

 

Con un enfoque que busca priorizar acuerdos comerciales bilaterales país a
país –condición que se ve beneficiada por el actual desmantelamiento de las
herramientas de integración regional impulsadas durante el ciclo
progresista– y la reducción de su déficit comercial, Estados Unidos busca
reposicionarse en la región mediante una variedad creciente de actividades
económicas trasladadas al ámbito digital (online), abarcando varias
tecnologías de información y comunicaciones (TIC) que tienen un impacto
transformador en la manera de hacer negocios, y en la interacción de las
personas entre sí y con el gobierno y las empresas. Las exportaciones de
Estados Unidos relacionadas con el comercio digital están aumentando, junto
con la inversión extranjera directa en esas industrias. Lo anterior indica
una dura competencia frente a China por la hegemonía tecnológica en América
Latina.

 

Sin embargo, la nueva derecha latinoamericana en el poder y la que viene
camino de hacerlo en los escasos gobiernos progresistas que quedan en la
región, es tremendamente pragmática y, salvando el caso brasileño, tiene
escaso conflicto en articular relaciones con el capital, venga este de donde
venga, en aras a implementar sus nuevas políticas neoliberales.

 

Donde sí se atisban cambios estratégicos es en la política de seguridad
regional. La nueva agenda, orientada nuevamente por Estados Unidos, tiene
dos características esenciales: mayor participación de inteligencia
estadounidense en la lucha contra el narcotráfico y la delincuencia
organizada, lo que a la postre tendrá su impacto en los mecanismos de
control sobre la disidencia política, así como la vuelta a las maniobras
militares conjuntas con operativos de apoyo de Estados Unidos, tal y como
fue el caso de Amazon Log17 en territorio amazónico brasileño durante el
gobierno de Michel Temer.

 

Esta condición implica, más temprano que tarde, que habrá una colisión entre
la hegemonía militar estadounidense y la nueva hegemonía comercial china en
la región. Cómo se canalice su desenlace es lo que está por verse…

 

* Decio Machado es director de la Fundación Nómada (Ecuador).

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