Venezuela/ "Hacemos milagros". La lenta agonía de los servicios públicos [Francesco Manetto]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Jul 29 10:26:11 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

29 de julio 2019

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Venezuela

 

La lenta agonía de los servicios públicos 

 

El sector estatal impulsado por el chavismo bordea el derrumbe con cortes
eléctricos, universidades deterioradas y clínicas sin apenas medicamentos.

 

Francesco Manetto, desde Caracas

El País, 28-7-2019  

https://elpais.com/internacional/

 

En Caracas el metro circula, en los hospitales venezolanos hay pacientes,
los estudiantes se gradúan en las universidades y las oficinas están
abiertas, al menos hasta las dos de la tarde. Todo esto ocurre, pero es
también una ilusión óptica. El subterráneo de la capital funciona cuando no
hay cortes eléctricos, sin apenas empleados ni controles. Las clínicas están
asfixiadas por la falta de personal y medicamentos. Los centros educativos
luchan por sobrevivir y la Administración está atravesada por miles de
grietas que anticipan un colapso inminente.

 

Acercar la lupa al sector público de Venezuela después de dos décadas de
gestión del chavismo y, sobre todo, tras seis años de deterioro acelerado
bajo el mando de Nicolás Maduro, supone observar un mastodonte que todavía
no se ha derrumbado del todo gracias a las infraestructuras heredadas y a la
implicación de sus trabajadores. Cuando Iraida Ramírez comenzó en el
hospital Doctor José Ignacio Baldó de Caracas, conocido como El Algodonal,
era poco más que una adolescente. Han pasado 34 años y desde entonces ha
sido testigo de los cambios del país desde el departamento de gerencia de un
centro que fue referencia en el tratamiento de afecciones respiratorias en
Venezuela. “Lo teníamos todo, ahora no tenemos casi nada”. Es el resumen de
su rutina y la de los demás empleados. Hoy su lucha se inicia cada mañana,
todavía de madrugada, con el traslado a su despacho, un cuarto sin ordenador
ni alardes tecnológicos y asediado por los mosquitos en una caseta a unos
metros del servicio de tuberculosis. Para acceder a esa planta hay que pasar
un control de seguridad.

 

Ramírez habla delante de un cartel que reza Sin sindicatos no hay
democracia. Recuerda que su poder adquisitivo ha ido mermando hasta percibir
80.000 bolívares mensuales, menos de siete dólares al cambio real en la
calle. Pero no se rinde. Igual que Mónica Romero, de 42 años, 15 como
enfermera de cirugía, con el mismo salario. “Esto no tiene ningún futuro,
pero no me quiero ir. Estuve en Perú, me ofrecieron trabajo y no quise,
después de todo lo que luché”, asegura.

 

“Hacemos milagros”

 

Esta trabajadora explicaba el pasado lunes que esta semana no hay muchas
personas ingresadas. “Las operan hoy, duran dos días, se dan de alta porque
no hay solución ni medicamentos”. Tiene que costearse los uniformes y
consume su sueldo en transporte. “A veces le pido a una persona que me
lleve, si no, me tengo que parar [levantar] a las cuatro de la mañana,
caminar cinco kilómetros hasta la avenida para ver si hay algún carro. Te
cobran 2.000 bolívares para venir”, continúa. La mayoría del personal ya se
fue, del hospital o del país. “Hay tres, cuatro enfermeros por turno, nada
más. Debería haber 15. Hacemos milagros”. Según la ONU, desde 2015 más de
cuatro millones de personas han abandonado Venezuela.

 

Ese es el año en que el Instituto Nacional de Estadística publicó el último
informe completo sobre la población activa: 7,7 millones de trabajadores
formales, de los que una tercera parte son empleados públicos, y 5,4
millones de ciudadanos dedicados a actividades informales. Más allá de los
datos, la decadencia de los servicios impulsados por la llamada revolución
bolivariana, golpeados por una emergencia económica sin precedentes, la
corrupción y una hiperinflación sin freno, es otra instantánea de las graves
disfunciones de Venezuela.

 

El Gobierno ha atribuido en repetidas ocasiones el deterioro a la “guerra
económica” que, asegura, EE UU libra contra el chavismo. Maduro llegó a
hablar de “guerra contra los servicios públicos para hacer ingobernable a un
país”. El pasado mayo, en el primer reconocimiento explícito del régimen del
inmenso deterioro, el Banco Central reveló una caída del PIB del 52,3% desde
2013 —cuando Maduro fue elegido presidente— y un aumento de la inflación del
180,9% en 2015 al 130.060% en 2018. “La crisis es estructural, llegó para
quedarse”. Esta es la advertencia que hizo el economista Asdrúbal Oliveros,
director de Ecoanalítica. La firma realizó recientemente, tras la primera
oleada de apagones, un foro sobre el reto de sobrevivir ante ese colapso.
“No vamos a salir de eso, en medio de este modelo, en medio de esta
restricción financiera que tiene el Gobierno. Vamos a suponer que Maduro
quisiera arreglar la electricidad, ¿con qué plata lo hace?”, se preguntó.

 

Por eso, el rival de Maduro, Juan Guaidó, jefe del Parlamento reconocido
como mandatario interino por la mayoría de los países americanos y europeos,
trató de capitalizar el descontento de los trabajadores públicos, de momento
con éxito desigual. “Están completamente conscientes, pero permanecen
callados, no pueden hacer absolutamente nada. Es una pelea de David contra
Goliat, y en este caso es posible que gane Goliat. Con toda la situación de
violación de derechos humanos que ocurre en el país las personas están en
silencio, prefieren ver, oír y callar”, afirma un administrador
internacional de una gerencia general de PDVSA con 16 años de antigüedad.

 

La compañía estatal de petróleo era la joya de la corona de Venezuela, país
con reservas de crudo por encima de Arabia Saudí, y ahora, tras años de mala
gestión y el expolio multimillonario de sus responsables, no logra cubrir ni
el mercado nacional. Este funcionario de rango medio-alto, que cita a EL
PAÍS con la condición de anonimato, explica que “todo el mundo gana casi
igual”. “No importa que tengas una maestría, dos carreras, que hables tres
idiomas. Igual a lo mejor no pasas de 120.000 bolívares (diez dólares)
mensuales y cobras en una quincena (bono que forma parte del sueldo) 46, 47,
49.000 bolívares”. Los empleados reciben cada dos meses una bolsa de comida
“bien equipada”, con “productos de primera”. No es la caja de los Comités
Locales de Abastecimiento y Producción, que apenas alcanza para una familia
y que periódicamente se reparte en los barrios y entre los trabajadores
públicos. Aun así, el incentivo es insuficiente. Y, ante el temor a las
represalias, prefieren irse antes que expresar su hartazgo. “Lo manifiestan
con su renuncia, se van de vacaciones y no regresan. Un grupo grande se va
de vacaciones y no regresa. Ni siquiera cobran utilidades ni nada. Se van.
El que logra sacar su jubilación, la saca y se va. En promedio diría que se
van 600 personas mensualmente. Ahora quedan unos 95.000”.

 

Ese dilema entre resistir y quedarse o huir en busca de oportunidades es el
que se respiraba hace diez días en la ceremonia de graduación en la
Universidad Simón Bolívar (USB), uno de los centros públicos
tradicionalmente más prestigiosos del país. La sensación de abandono del
campus es total. Más de 200 hectáreas en silencio. La sede queda en una
esquina del municipio de Baruta, algo alejada del centro urbano, y ya no hay
servicio de transporte para llegar. Ni recursos. Cada día, menos estudiantes
y profesores.

 

El rector, el matemático Enrique Planchart, habla del esfuerzo por
sobreponerse ante la adversidad. Lamenta el deterioro del sistema, la
situación económica, la inseguridad, la separación de familias, la
desinversión. “Esto se ha visto reflejado en la USB”, afirma tras hilar un
alegato por la educación como motor del “pensamiento crítico”.

 

Alberto Armengol, director de la sede del centro en el litoral, lleva 38
años en la universidad. Nació en Barcelona y migró muy pequeño a Venezuela
con su familia. “Aquí habíamos vivido en una burbuja. Pero se reventó. De
105 autobuses que teníamos para transporte de profesores y estudiantes, ya
no hay ninguno. Es paradójico. Ahora estamos viviendo una universidad
elitista”, comenta a propósito de la falta de recursos de los jóvenes para
permitirse estudiar. Sobre la misión de los docentes que resisten, opina que
“hay un componente de mística”. “El profesor que más gana, gana unos 25
dólares (22,5 euros) mensuales”, asegura.

 

Vocación

 

Probablemente esa vocación hace que estos profesionales tengan menos
inconvenientes en expresarse. No es así en el metro de Caracas, donde Maduro
empezó a trabajar como inspector en 1990. En la estación de Antímano, que
sirve a la Universidad Católica Andrés Bello, no hay billetes. Los empleados
prefieren no hablar —“hay cámaras”—, los tornos están abiertos y los andenes
están semivacíos. El aspecto es fantasmal. En hora punta, la escena en la
estación de Los Cortijos, repleta de trabajadores, es distinta. El pasado
lunes, los viajeros debían comprar unos pedacitos de cartón sin banda
magnética por 40 bolívares (0,002 euros) mientras dos milicianos se
encargaban de los controles. Eran casi las cuatro y media de la tarde.
Minutos después, comenzó un apagón masivo que obligó a suspender el servicio
y sumió al país en la oscuridad hasta la madrugada del martes.

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Apoyo al Gobierno y fuerza militar

 

El Gobierno de Nicolás Maduro se sirve habitualmente de los empleados
públicos (sobre todo del personal de los ministerios) para sus exhibiciones
de fuerza en las movilizaciones. Todos están invitados, cuando no
abiertamente forzados, a participar en un sistema que sostiene al chavismo y
en el que tienen un papel de peso las bonificaciones del Estado y la red de
distribución de alimentos básicos de los Comité Locales de Abastecimiento y
Producción (CLAP).

 

Esa dependencia emana de forma casi exclusiva del Gobierno central, ya que
las Administraciones locales apenas cuentan con presupuesto. Su máxima
expresión es el sector militar. Las fuerzas armadas y policiales superan, en
su conjunto, los 250.000 uniformados. Y a esas cifras se suman alrededor de
un millón de milicianos. El estamento militar, el más impenetrable de todas
las ramas del sector público, también atraviesa un momento de penuria y
dificultades. Más allá del dinero que los soldados rasos puedan lograr con
pago de sobornos —como por ejemplo en las gasolineras de Maracaibo—, su
salario también asciende a un puñado de dólares.

 

Por esta razón, Juan Guaidó lleva seis meses tratando de aprovechar su
descontento para provocar una ruptura de su cadena de mando. Sus
llamamientos han producido miles de deserciones. Sin embargo, esos números
no han sido suficientes para forzar una renuncia de Maduro. El último
movimiento opositor de impulsar el Tratado Internacional de Asistencia
Recíproca, un acuerdo regional que incluye una cláusula de defensa
colectiva, fue declarado nulo ayer por el Tribunal Supremo, controlado
también por el chavismo.

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