Colombia/Venezuela/ La Guajira. El hambre cruza la frontera [Eugenia Rodríguez Cattaneo]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Mar 7 17:02:09 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

7 de marzo 2019

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Colombia/Venezuela

 

Un tramo olvidado de la divisoria entre Colombia y Venezuela

 

El hambre cruza la frontera

 

La Guajira, uno de los departamentos más pobres de Colombia, ha recibido más
de 100 mil inmigrantes venezolanos. En este departamento, han muerto de
hambre 4.770 niños en los últimos ocho años.

 

Eugenia Rodríguez Cattaneo, desde La Guajira

Brecha, 22-2-2019

https://brecha.com.uy/

 

Las trochas arrancan justo al lado de la oficina de migración colombiana en
el paso fronterizo de Paraguachón, en La Guajira. Las más conocidas son “la
ochenta” y “la cortica”, pero se estima que hay alrededor de ciento ochenta
trochas a lo largo de la frontera entre el departamento colombiano y el
estado de Zulia, en Venezuela.

 

Una gigantografía de Hugo Chávez y Nicolás Maduro da la bienvenida a
Venezuela. Unos doscientos metros separan la valla colombiana de la
venezolana en Paraguachón. Decenas de personas cargadas de bolsos y niños,
vendedores de zumo y de plátanos, cambistas, maleteros, policías y militares
van y vienen de una valla a otra.

 

El paso fronterizo, cerrado para vehículos, está abierto para peatones,
pero, aun así, la mayoría de las personas no tiene los documentos necesarios
para cruzar la frontera. Nunca han tenido, no pueden pagarlos, se los han
robado o se los secuestra la propia policía fronteriza para pedirles coima.
Tal es la corrupción entre los oficiales a cargo que se hace imposible
cruzar sin dejar allí todo el dinero. La única opción para los migrantes es
“cruzar por trocha”.

 

Los cientos o tal vez miles de personas que cruzan cada día de manera ilegal
por las trochas, los senderos que serpentean entre los arbustos y los cactus
del desierto de La Guajira, son guiados por indígenas wayús. La zona, árida
y polvorienta, en la que el cambio climático ha hecho desaparecer las
reservas de agua, es tan inhóspita que nadie se arriesga a cruzar sin guía:
el calor seco y el sol inclemente son una barrera impenetrable.

 

Decenas de vehículos llegan y salen a toda hora. Motos, autos o camiones, en
los que se amontonan los migrantes, muchas veces de pie, entre bolsos de
equipaje, bidones de combustible y cajas de todo tipo de mercancía. Un
negocio multimillonario que tal vez escape al control de las autoridades,
pero no al de las mafias.

 

“La trocha no debería existir, no debería la gente tener que pasar por una
trocha”, repiten todos. “Allí es tierra de nadie.” Las mafias se pelean por
el control de los caminos, un negocio de miles de dólares. Cada migrante
paga por pasar y por el cargamento que lleve. Los precios varían cada día
según el tipo de transporte y el cambio de la moneda. Se pagan “peajes” por
todas partes y, aunque se paguen, las bandas de criminales que pululan en la
zona asaltan a los migrantes. A los que se defienden, los matan. A las
mujeres que quieren, las violan. A los que las defienden, los matan. El
desierto es un cementerio en el que no se marcan las tumbas y, dicen todos
en voz baja, hay decenas de fosas comunes.

 

Debería ser tierra wayú, porque este territorio es habitado mayoritariamente
por indígenas de esa etnia y para ellos la circulación es libre entre ambos
países. Pero es tierra de nadie. Allí manda el más fuerte, que es uno hoy y
puede ser otro mañana. El contrabando de ingentes cantidades de combustible
barato desde Venezuela motivó el cierre de fronteras. Hoy, el negocio
florece sin grandes restricciones, como puede comprobar cualquiera que
recorra la zona: a lo largo de las rutas de La Guajira, pequeños puestos
polvorientos ofrecen combustible en botellas, o “pipinas”. En la ruta de
acceso a Uribia, decenas de camionetas despachan combustible a 20 mil pesos
colombianos (200 pesos uruguayos) “el grande”, un bidón de cinco galones (19
litros, unos diez pesos uruguayos el litro).

 

“No somos mercenarios” 

 

Dice entre risas, y a modo de saludo, un muchacho de 20 años, vestido con
jeans rotos y remera de marca italiana. Somos seis desconocidos apretados en
un “carrito”, un taxi compartido, que va desde la ciudad de Maicao hasta
Paraguachón, el paso fronterizo con Venezuela. “¿Estamos bien?”, pregunta el
chofer sin esperar ninguna respuesta, y arranca a toda velocidad por la
carretera calcinante.

 

A mi lado va Yanelis. Viene de Bogotá, donde visitó a sus hijos. Uno está
trabajando y la más chica, de 15, estudiando. El gobierno colombiano
facilita los trámites para que los venezolanos puedan seguir sus estudios en
el país. En Maracaibo está su esposo, profesor, igual que ella. Resistirán
todo lo posible, porque tienen allí su casa y empezar de cero en otro país,
a su edad, ya no es una opción. Yanelis sellará su pasaporte en migración
como si hubiera salido de Colombia y luego seguirá hasta la valla
venezolana, donde sellará su pasaporte como si hubiera entrado en Venezuela.
Después, desandará el camino y entrará, con su carga, por una trocha. Dice
que el viaje es difícil, por la cantidad de peajes que debe pagar en el
trayecto, pero es preferible a pasar por la frontera legal. Son diez o
veinte cuerdas –una simple piola que corta el paso, sostenida por niños o
mujeres la mayoría de las veces–, en las que hay que pagar cinco o diez mil
pesos (cincuenta o cien pesos uruguayos). También hay bandas armadas, con
las cabezas tapadas por pañuelos y pasamontañas.

 

­—¿Son colombianos o venezolanos?

 

­—No lo sabemos. Sólo pagamos y nos quedamos quietos en el camión.

 

Paraguachón 

 

Vendedores ambulantes, viajeros y migrantes se mueven como una marea bajo el
sol enceguecedor. Al costado del paso fronterizo funciona un comedor
comunitario del Programa Mundial de Alimentos (Pma) de Naciones Unidas. Para
“población venezolana y colombianos retornados”, dice el cartel.

 

En un rincón, a la sombra de un árbol reseco, esperan, sentados, mujeres y
niños wayú. Se los reconoce por los rasgos y las “mantas”, la vestimenta
típica, que consiste en una túnica entera, casi hasta los tobillos, bordada
de colores.

 

­—¿Esperan para comer? –preguntamos.

 

El hombre, raquítico, apoyado en una carretilla hecha de hierros y tablones
de madera, nos mira en silencio. Las mujeres empiezan a hablar. Sí. Esperan
para comer. Están allí desde las siete de la mañana, y son pasadas las doce
del mediodía. Vienen todos los días desde Potrerito, una localidad del
estado de Zulia, en Venezuela. Desayunan a las siete, se quedan toda la
mañana allí, esperando el almuerzo, y regresan. El hombre, animado por la
conversación, agrega: “También vienen de Moina, Paraguaipoa y muchas otras
comunidades”. Con su carretilla hace changas, cuando salen, cargando los
bolsos de los viajeros de una valla a otra. Cinco niños –el más grande, de 3
años, y la más pequeña, una bebé– se recuestan agotados en las piernas de
sus madres. Una de ellas tiene siete hijos, la otra, nueve, pero los más
grandes no vinieron hoy, porque empezaron la escuela.

 

­—¿Comen en la escuela?

 

­—No, ya no. Antes sí les daban la comida, ahora ya no hay.

 

Cada día viajan tres horas, por lo menos, para llegar al comedor. En lo que
haya: a dedo, en camión, en moto y otras veces a pie.

 

Una portezuela metálica da a un patio semitechado, donde funciona el
comedor. En las mesas de plástico, muy prolijas y limpias, se empiezan a
acumular los comensales. Niños y mujeres, casi todos indígenas. Hoy sirven
frijol rojo, arroz, jugo de guayaba y tortilla. Algunos comen con avidez,
otros vuelcan sus platos en táperes, latas o bolsas. El encargado nos dice
que se reparten 2 mil raciones por día, que de momento alcanzan, pero nunca
sobran. Explica que se reparten 2 mil porciones de desayuno y 2 mil de
almuerzo cada día. El comedor, que funciona desde hace cuatro meses, está
destinado a los inmigrantes, que, previo registro con un documento, pueden
comer allí durante dos semanas.

 

Una mujer nos interrumpe: dice que una amiga suya no puede venir, pero que
está pasando muy mal, que si le puede llevar una ración. No tiene ningún
documento, dice. El encargado solucionará el problema. Nadie se queda sin
comer. Sí, el objetivo es que coman allí los migrantes de paso, pero la
pobreza en la zona es tal que la mayoría de los comensales son de los
pueblos vecinos.

 

Maicao

 

El centro de Maicao, caótico y polvoriento, está lleno de vendedores de
herramientas y candados. “Es lo que toca estos días”, me dicen. Son todos
venezolanos. Meses atrás tenían productos de limpieza, antes
electrodomésticos de segunda mano. Maicao está saturada de venezolanos. En
las calles, en los comercios, vendiendo, pidiendo limosna, o simplemente
sentados allí, esperando que algo pase.

 

En pleno centro de Maicao, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para
los Refugiados (Acnur) tiene un albergue transitorio para inmigrantes, junto
con la Diócesis de Riohacha y el Secretariado de Pastoral Social. “No te
dejaré ni te desampararé. Hebreos 13:5”, dice en el frente en letras muy
grandes. Adentro, en un local limpio e impoluto, se reciben migrantes por un
máximo de tres días y luego estos deben seguir su camino. Afuera, en una
vereda atiborrada de colchones, atados de ropa, mantas y carros, acampan
todos los demás.

 

Al llegar, una niña se tira sobre mis piernas y me abraza. “Le tiene miedo a
la policía”, me dice otro niño entre risas. “Llora cuando viene la
policía”,dice otro. “No somos la policía”, les respondo. La niña se ríe y de
pronto media docena de pequeños de no más de tres años me tiene rodeada. Son
los que viven “afuera”, los migrantes que han llegado hace más de tres días;
algunos llevan allí más de un año. La policía los desaloja cada noche, pero
vuelven, simplemente, porque no tienen a dónde ir.

 

­—Yo duermo en El Coliseo –bromea Yaribel. Es venezolana. Está embarazada de
siete meses.

 

El Coliseo es un restaurante delante del cual hay una gran explanada.

 

­—Han dicho que abrirán un campo de refugiados –dice, o pregunta, tocándose
la panza.

 

Cuando esté por tener a su hijo, podrá quedarse dentro del refugio unos
meses. La mayoría de los inmigrantes vive en asentamientos precarios, en
edificios abandonados o en las veredas cercanas a los lugares donde piden
comida.

 

“Mañana nos tenemos que ir”, nos dice una chica apenas nos acercamos al
mostrador del refugio. Va camino a Barranquilla, donde está una prima suya
que puede conseguirle trabajo. El problema es que no tiene documentos y en
el Acnur no se los pueden conseguir. Sus hijos quedaron en algún lugar de
los llanos venezolanos, con su madre. Al lado está su cuñada, embarazada de
cinco meses. “Nos robaron todo en la trocha”, dice, “no tenemos más dinero
ni documentos”. Pero, aun así, mañana tendrán que ir a la calle.

 

­—¿Les robaron colombianos o venezolanos?

 

­—No se sabe. En las trochas todos van encapuchados y con armas.

 

Está “muy fuerte”, repiten, refiriéndose a que es muy peligroso.

 

Riohacha 

 

Riohacha, la capital de La Guajira (de donde partieron los Buendía en Cien
años de soledad), tiene una larga rambla sobre el mar Caribe, que me
recuerda a Montevideo. Es una de las ciudades donde más se ha sentido la
llegada de venezolanos en los últimos dos años.

 

­—A la Plaza de la India –le pido al taxi.

 

­—A la plaza de los venezolanos –responde el taximetrista con sorna.

 

Me deja delante de la estación de policía, justo enfrente de la Plaza de la
India. La policía tolera la presencia de decenas de venezolanos que acampan
allí. Colchones, mantas, bolsas de ropa y comida se esparcen por toda la
plaza, arriba de los árboles y en los bancos de cemento. A veces los
desalojan, pero saben que volverán, simplemente porque no tienen a dónde ir.

 

­—Si, vivo aquí –dice casi con despecho Eliza, señalando un atado de ropa,
que es todo lo que tiene.

 

Los primeros días se los pasó llorando. Después se dijo que podría salir
adelante y empezó a pedir. La gente ayuda muchas veces; otras, le cierran la
puerta en la cara. Pero así ha sobrevivido un año. Trabajo no hay.

 

­—Hay demasiados venezolanos. A veces te toman para limpieza o para trabajos
de mostrador, pero al final del día si quieren no te pagan y no hay a quién
reclamar.

 

Vende “tinto” –café negro–, cigarrillos y agua en la plaza. Con eso saca
unos cinco mil colombianos al día (algo así como cincuenta pesos), con los
que se sostiene. Para ir al baño tiene que pagar mil pesos en una casa cerca
de allí. Por dormir en el balcón, otros cinco mil. A veces la dejan dormir
en el patio de una panadería a media cuadra. Come en un comedor comunitario
financiado por el Pma y la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo
Internacional. Otras veces llegan Ong que reparten comida y ropa. No hay
niños allí.

 

­—Vinieron un día los de Bienes-

tar Familiar y se los llevaron a un refugio –dice Eliza–. Dicen que no
podemos cuidarlos. Nos los entregan los viernes, para que pasen el fin de
semana con nosotros, y se los vuelven a llevar los lunes. Allí les dan
comida y abrigo, y van a la escuela. Están bien allí –dice con tristeza–, y
podemos verlos un rato por la tarde.

 

Comedor

 

Se para con vergüenza lejos de la cola de quienes esperan para recibir su
ración de comida. Tiene cara de niño, los ojos verdes, enormes, remera de
marca y una mochila negra al hombro. Llegó esta mañana de Maracaibo, donde
dejó a su esposa y sus dos hijos. Viene a vender en Colombia lo que tiene en
su casa: esta vez, su computadora. La desarmó y la pasó en un camión por la
trocha. En Colombia compra cosas básicas para su familia: pasta de dientes,
jabón, arroz. Estaba en el sexto semestre de ingeniería, pero ya no podía
pagar ni la universidad, ni la comida de su familia, ni nada. Ahora está
vendiendo en Colombia lo poco que tiene en Venezuela, para irse a Ecuador.
Quisiera ahorrar para llegar a Quito, donde tiene un empleo posible, pero
pasa el tiempo y, si no consigue el dinero para llegar, lo va a perder.

 

­—¿Cómo pasas lo que traes para vender?

 

­—Por trocha. Está muy fuerte, está muy fuerte la trocha –repite–. El dinero
me toca ponerlo no quiero decirte dónde, porque todo te lo roban. A veces te
quitan lo que llevas para comer.

 

Hizo una larga cuenta de lo que gastaría en ir y volver de Venezuela, para
calcular cuánto le quedaría, al cambio de ese día, en soberanos. Y era la
nada misma, siempre y cuando no se lo robaran.

 

Se estima que hay más de un millón de venezolanos en Colombia, la mayoría
llegados en los últimos tres años. El departamento de La Guajira es el
tercero con mayor número de venezolanos, más de 100 mil, pero ese no es su
principal problema. Con cerca de la mitad de la población de la etnia wayú,
La Guajira tiene los peores índices de pobreza del país y la malnutrición
alcanza a 77 por ciento de la población, según un estudio del Pma publicado
en 2018.

 

Tierra wayú

 

Una piola atada a un palo cierra el paso a los vehículos que van hacia Cabo
de la Vela. Cuatro o cinco niños, que no tendrán más de seis años, han
puesto un “peaje” en el camino. Paramos el auto y los niños nos rodean
pidiendo monedas y galletitas por las ventanillas. Cuando han reunido 1.000
pesos, bajan la cuerda.

 

Cruzamos diez o doce de estos “peajes” camino al Cabo de la Vela, una zona
desértica sobre playas paradisíacas, al este de Riohacha. Entre las matas se
adivinan pequeñas casetas de barro y madera. Son las rancherías de las
comunidades wayú. En cada curva del camino, en ranchos que apenas se tienen
en pie bajo el viento inclemente del desierto, hay mujeres sentadas
tejiendo. Las mochilas, las pulseras y los chinchorros, tejidos con
exquisitos diseños multicolores que invaden las plazas y las ferias de la
zona, desde Cartagena de Indias hasta Riohacha, se encuentran aquí a un
precio de ganga. Los niños extienden las manos, pidiendo cualquier cosa que
se les pueda dar.

 

En los últimos ocho años, 4.770 niños wayú murieron de hambre, informó el
magistrado de la Corte Constitucional colombiana Alberto Rojas Ríos en 2018.
Cifras que parecen de una zona de guerra, pero no lo son. En diciembre de
2015, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos interpuso medidas
cautelares al Estado colombiano y le solicitó que tomara acciones a favor de
niñas, niños y jóvenes wayú para preservar la vida y la integridad de sus
comunidades. La solicitud no ha tenido efectos visibles. En las rancherías
más alejadas, hacia el norte, en la Alta Guajira, las mujeres caminan tres
horas hasta los pozos de agua y tres horas de regreso. Simplemente, se
mueren de sed.

 

Casi la mitad de la población de La Guajira es de la etnia wayú, la mayor
comunidad indígena de Colombia. Por un acuerdo entre ambos países, en el
territorio de la península de La Guajira, que comparten Colombia y
Venezuela, los wayú se mueven libremente, porque para ellos no existen
fronteras. Su sistema normativo tiene una figura llamada “pütchipü’ü” o
“palabrero”, que es el encargado de solucionar los conflictos intraét-

nicos. Viven de la cría de chivos, la pesca y la venta de artesanías, sobre
todo en la zona turística de Cabo de la Vela.

 

La ayuda humanitaria, tanto de las organizaciones internacionales y de ONG
como del Estado, no llega a las comunidades más alejadas.

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