Venezuela/ La guerra no solo es de minitecas [Keyner Ávila]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Mar 12 20:57:38 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

12 de marzo 2019

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Venezuela

 

La guerra no solo es de minitecas 

 

En la ausencia de «pueblo» como actor protagónico coinciden actualmente en
Venezuela tanto la dirigencia opositora como la cúpula gobernante: ambos
polos están invisibilizando a los sectores populares. Ahí reside parte de la
debilidad opositora, que espera que los militares, venezolanos o
extranjeros, vengan al rescate. Pero incluso en momentos como estos es
necesario mantener la cordura.

 

Keymer Ávila *

Nueva Sociedad, febrero 2019

http://nuso.org/

 

La miniteca es un venezolanismo con el que se denomina, según el Diccionario
de la Real Academia, al «grupo de personas cuyo trabajo consiste en amenizar
una fiesta con música grabada» o el «conjunto de aparatos de sonido,
casetes, discos y luces que utilizan los integrantes de la miniteca». Sería
algo como una discoteca itinerante, una especie de versión venezolana de los
sound system jamaiquinos. En la Venezuela de los años 80 y 90, las guerras
de minitecas fueron muy populares y en las fiestas callejeras los DJ se
desafiaban y competían entre sí por las preferencias musicales del público.
Ganaba el que tenía los equipos de sonido más potentes y hacía bailar más a
la gente con los éxitos del momento.

 

Si algo caracteriza la política venezolana del siglo XXI, es la propaganda y
el espectáculo. Hugo Chávez era un gran comunicador; uno de sus legados para
toda la clase política venezolana es que política sin espectáculo no es
política. Esta lógica ha llegado a unos niveles en los que el qué se dice y
el cómo se dice son mucho más importantes que las acciones políticas en sí
mismas. El discurso y las puestas en escena lo son todo, el espectáculo se
convierte así en la política misma; la sustituye. Pero la vida real
continúa, la precariedad cotidiana, el ejercicio ilimitado de la fuerza y el
control institucional se mantienen intactos. 

 

Así se van construyendo grandes sucesos, días en los que se llevarán a cabo
las madres de todas las batallas: 10 de enero, 23 de enero, 23 de febrero,
etc. La última fecha mágica, el 23F, se desarrolló en el marco de un gran
despliegue publicitario, un apoteósico concierto en la frontera entre
Colombia y Venezuela con reconocidos artistas. El gobierno respondió al show
con otro show y propaganda oficial, aunque no logró las mismas magnitudes,
alcance y calidad. Algunos llegaron a calificar esta competencia por el
rating como «guerra de minitecas». Todo esto sirve para poner un velo a una
gran cantidad de cosas que no se ven en las pantallas de la televisión ni en
las redes sociales.

 

Mientras tanto la guerra que las fuerzas de seguridad del Estado llevan
contra los barrios pobres de Venezuela sigue su curso. La oposición, por su
parte, no encuentra cómo quebrar el apoyo militar que aún posee el gobierno
y celebra la deserción de cada soldado y policía humilde que se pasa de
bando. Y así terminó el «Venezuela Aid Live»: se incendiaron camiones con
comida y medicinas, hubo entre cuatro y 14 muertos en el sur del país, donde
las cámaras no llegaron, decenas de heridos de bala y todo pareció una
puesta en escena requerida para solicitar la intervención militar del país,
como lo confirmaría el propio Juan Guaidó poco después. El pedido de
intervención se hizo tendencia en Twitter, la propaganda bélica alimentada
por ambos bandos extremos ha triunfado. Así, como para el amor, para la
guerra hacen falta dos.

 

Para refrescar la memoria

 

Las discusiones jurídicas en este tiempo también forman parte de la
propaganda. Durante los últimos tres años, la precaria institucionalidad
venezolana parece haberse esfumado. El país está inmerso en una
superposición de crisis: económica, política, social e institucional, que
son anteriores a las sanciones del gobierno de Estados Unidos. 

 

Es evidente la poca claridad y cohesión en los liderazgos políticos, en
especial a partir de la muerte del presidente Chávez en 2013, que trajo como
consecuencia una disminución de la hegemonía del Partido Socialista
Unificado de Venezuela (PSUV), cuya expresión más evidente fue su derrota
electoral del 6 de diciembre de 2015, cuando, después de 18 años, la
oposición retomó el dominio del Poder Legislativo. Antes del triunfo
electoral de la oposición, la Asamblea Nacional (AN) saliente –controlada
por el Poder Ejecutivo–, designó a nuevos magistrados en el Tribunal Supremo
de Justicia (TSJ) a través de un procedimiento que ha sido cuestionado tanto
en su forma como en su fondo. Estos últimos dos hechos han traído una serie
de desconocimientos recíprocos entre los poderes Ejecutivo y Legislativo que
han profundizado la crisis política e institucional del país. Entre los
sucesos más relevantes se encuentran: la desincorporación de diputados de la
AN, la declaración del desacato de la AN por parte del TSJ y la declaratoria
de «abandono del cargo» del presidente de la república por parte de la AN. 

 

El gobierno aprovechó este escenario convulso para llevar a cabo acuerdos
comerciales que comprometen la biodiversidad de casi 12% del territorio
nacional y colocó la explotación minera en manos de industrias militares y
extranjeras. Por su parte, el Poder Electoral hizo prácticamente inviable el
referendo revocatorio presidencial habilitado por la Constitución y
postergó, sin fechas, las elecciones de gobernadores que correspondían en
diciembre de 2016.

 

Así se llegó a marzo de 2017, cuando el TSJ dictó las sentencias 155 y 156,
en las que se desconoce a la AN y se otorga al Ejecutivo parte de sus
competencias, lo cual fue cuestionado por diversos sectores del país. La
entonces fiscal general Luisa Ortega rechazó públicamente la
constitucionalidad de esas sentencias y señaló que constituían una «ruptura
del orden constitucional», posiciones críticas que más adelante la obligarán
a salir del país para no ser detenida. 

 

Toda esta situación generó una serie de protestas y manifestaciones entre
abril y julio de 2017, en las que murieron 124 personas; en al menos 21% de
estos casos hubo responsabilidad de las fuerzas de seguridad del Estado.
Posteriormente se impuso una ilegítima e inconstitucional Asamblea Nacional
Constituyente (ANC). Fue este ente –autoproclamado por encima de todos los
poderes constituidos– el que convocó y organizó las cuestionadas elecciones
presidenciales del 20 de mayo de 2018, fuera de los lapsos y en las que no
hubo participación real de la oposición por carecer de garantías
institucionales para ello (ilegalización de partidos políticos, opositores
inhabilitados o presos, detenciones arbitrarias). Incluso el contrincante de
Maduro en ese simulacro electoral, Henri Falcón, denunció como fraudulento
el proceso. ¿Y para qué hacer todo este recuento?

 

Para comprender que el periodo presidencial que se inició en 2014 legalmente
se venció el 10 de enero de 2019, que con la ANC se dio una especie de
autogolpe con el que el gobierno se apropió sin límite alguno de todas las
instituciones del Estado, excepto de la AN. No obstante, esta última se
mantiene sitiada nacionalmente desde todo punto de vista. El autogolpe se
extendió con el simulacro de las elecciones presidenciales del 20 de mayo. A
este ejercicio de facto por parte del gobierno, que cerró las vías
institucionales y electorales para dirimir los conflictos, respondió un
sector de la oposición con la autoproclamación del presidente de la AN, el
hasta entonces poco conocido Guaidó, como presidente encargado de la
República el 23 de enero de 2019. Desde el punto de vista legal, esta
investidura es tan irregular como la otra. En cuanto a la legitimidad como
órganos del Poder Público, la del Poder Ejecutivo es la que se encuentra
bajo mayor cuestionamiento.

 

Un gobierno autoritario e ilegítimo

 

El gobierno ha dilapidado el capital político que había heredado de Chávez,
ha llevado al país a una de sus más severas crisis y a la escasez general de
alimentos y medicinas, lo que tiene como correlato la aparición de
enfermedades que se consideraban erradicadas como malaria, difteria,
sarampión, dengue, mal de Chagas, meningitis, tétanos y tuberculosis. Una
inflación estimada en más de 1.000.000%, semejante a la de Alemania en 1923
o la de Zimbabue de la década de 2000; durante los últimos 12 años la moneda
ha perdido 100.000.000 veces su valor. Entre 2014 y 2017 se pasó de un
porcentaje de pobreza por ingreso de 48,4% a 87%, la pobreza extrema creció
de 23,6% a 61,2% y los no pobres pasaron de 51,6% a 13%. 

 

En el último informe anual del Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo (PNUD) sobre el índice de desarrollo humano (IDH), solo Siria,
Libia y Yemen, tres países con guerras prolongadas, han perdido más puestos
en el IDH que Venezuela, que ha retrocedido 16 puestos en el ranking mundial
durante el periodo 2012-2017. El deterioro de los servicios públicos básicos
como agua, electricidad, salud, transporte e internet es cada vez más
grande. Aproximadamente 9% de la población ha decidido migrar. Venezuela
padece una tasa de homicidios de 62 por cada 100.00 habitantes; 26% de estas
muertes son consecuencia de la intervención de las fuerzas de seguridad del
Estado. Se estima que al menos 350.000 millones de dólares han sido sacados
del país por actos de corrupción.

 

Estos son algunos de los saldos que caracterizan al actual gobierno, pero
que lejos de debilitarlo lo fortalecen, porque este opera con una lógica
necropolítica: en la medida en que se deterioran las condiciones materiales
de vida, la vida misma parece también perder su valor y se ejercen mayores y
más efectivos controles sobre la población. Cuanto más se lo acusa de
autoritario y dictatorial, como generador de terror, más se envilece, pero
ese es su principal capital político: su legitimidad no se encuentra en los
votos ni en la voluntad popular, sino en el ejercicio ilimitado del poder y
de la fuerza. El miedo es una de sus principales herramientas.

 

Una oposición que solo mira hacia afuera

 

Del otro lado tenemos una oposición elitista, clasista, que durante las
últimas décadas ha sido, en los hechos, funcional al gobierno y ha
contribuido torpemente a su empoderamiento progresivo. En 2002 participó en
el golpe de Estado contra Chávez, en 2003 en el paro petrolero, y con estas
acciones le puso en bandeja de plata al gobierno el control total sobre las
Fuerzas Armadas y sobre la principal empresa estatal del país: Petróleos de
Venezuela (PDVSA). Posteriormente, en 2005, la oposición decidió no
participar en las elecciones legislativas y de esta manera le regaló el
Poder Legislativo a Chávez. Entre 1998 y 2005 podría hablarse de un gobierno
asediado, con una lógica de estado de excepción, que luego se extendería
gradualmente hasta la actualidad. En este proceso, la oposición tiene su
cuota de responsabilidad. Luego de esa fecha, el gobierno ha tenido plenos
poderes y la oposición ha sido prácticamente desmantelada, perseguida y
mermada hasta su casi inexistencia. Pero a partir de 2015 la táctica de la
oposición cambió: aprovechó el descontento contra el gobierno y obtuvo la
victoria electoral más importante en las dos décadas de chavismo. 

 

A comienzos de 2019, tras varios golpes, la oposición tomó la iniciativa y
logró movilizar y generar esperanza en sus filas y en parte también en la
mayoría del país que rechaza de manera cada vez más generalizada al
gobierno. Algo que no han hecho los sectores más progresistas, que se han
ido quedando inmóviles, chantajeados por la lógica de la Guerra Fría e
incapacitados para oponerse efectivamente al gobierno para que no los acusen
de ser funcionales a la derecha, lo que los ha dejado fuera del juego
político. 

 

El discurso opositor en 2019 tiene dos núcleos principales: Estados Unidos y
los militares. Para la oposición, estos dos actores son el sujeto político
para promover los cambios en el país, en detrimento de los sectores
populares, la sociedad civil, los gremios, los sindicatos o las ONG. En todo
caso, estos sectores son tomados en cuenta para una foto eventual o para el
relleno en actividades o concentraciones, pero nada más. La oposición no
promueve una rebelión de carácter popular, que en estos momentos sería más
que legítima; y hay de hecho muchas expresiones de descontento y protesta en
los barrios populares. Tampoco parecen estar interesados en un trabajo
político de más largo aliento, que trascienda la coyuntura actual. Esta
parece ser, hasta ahora, una de las grandes fallas de la oposición para
acumular poder internamente y explica su dependencia del exterior.

 

Llama la atención que, en esta ausencia de «pueblo» como actor protagónico,
coinciden actualmente tanto la dirigencia opositora como la cúpula
gobernante; ambos polos están invisibilizando a los sectores populares.
Podría afirmarse que los partidos políticos no están realmente en el juego y
que la sociedad civil organizada ni siquiera existe.

 

¿Qué hacer?

 

El primer ejercicio que debe hacerse es comprender que el mundo no es
binario y que lo que ocurre en Venezuela forma parte de intereses
geoestratégicos de Estados Unidos, Rusia y China. Que no hay imperialismos
buenos e imperialismos malos y que el ejercicio de gobierno de las últimas
dos décadas en Venezuela ha expuesto cada vez más al país a estos intereses,
en detrimento de la capacidad política e institucional de los venezolanos
para forjar su propio destino.

 

En Venezuela existen condiciones objetivas para una rebelión popular, pero
lamentablemente la dirigencia opositora no maneja esos códigos ni tiene
interés en ella. Más bien, parece girar exclusivamente en torno de la agenda
internacional, en desmedro de la organización y cohesión de fuerzas internas
que claman por un cambio en el país. El tablero internacional es sin duda
importante, pero hay que jugar ambas partidas.

 

Es fundamental presionar y exigir un acuerdo político para la elección de un
órgano electoral (CNE) de consenso, confiable para todas las partes, para
unas posteriores elecciones presidenciales competitivas, en condiciones de
igualdad y transparencia. Todo lo demás son intereses grupales,
crematísticos, potes de humo, propaganda y estrategias bélicas.

 

Los halcones quieren guerra y, paradójicamente, el gobierno también. Para
este último, sería su gran cierre con broche de oro, los líderes
bolivarianos se convertirían en una especie de mártires, podrían compararse
errónea y forzadamente con Salvador Allende, dejarían una estela de balas y
sangre mientras huyen a alguna isla o país remoto para disfrutar de sus
riquezas mal habidas, mientras el pueblo traga humo con fondo musical de
metralla. Sería su gran victoria política desde el punto de vista simbólico.

 

La mayoría de los venezolanos están angustiados con este escenario. De
hecho, hablar de la posibilidad de un acuerdo político no significa
ennoblecer al gobierno, ni adjudicarle una racionalidad política formal
convencional, acorde con lo que debe ser un Estado signado por la lógica de
las promesas de la modernidad. Evidentemente, para que haya negociación hay
que tener con qué, y hasta ahora el gobierno, desde su racionalidad
«malandra», no ha tenido, ni tiene, motivos para aceptarla. 

 

Las oposiciones tendrán que hacer lo suyo para crear esas condiciones,
constituirse en fuerza para ello, hacer presión, no mirar solo hacia afuera,
tener al pueblo como objeto y sujeto de su política y no sólo esperar a que
los militares vengan al rescate (sean extranjeros o nacionales). En algún
momento hay que pactar; esto puede hacerse con muchos más muertos de los que
hay hasta ahora o con los que ya tiene el país encima. Hay que hacer
esfuerzos para reducir daños y evitar más muertes, pedir una intervención
militar extranjera con la ligereza con la que se hizo al finalizar la
jornada del 23F no parece ser es el mejor camino; parece más bien un acto
desesperado, y en este contexto la desesperación y las emociones no son
buenas consejeras. Esos remedios suelen ser peores que las enfermedades que
pretenden curar. 

 

Por otro lado, existe una oposición progresista que promueve un referéndum
(1) pero a esta altura, como señalan varios analistas, el tiempo opera a
favor del gobierno, y por lo tanto la propuesta no sería más que un tubo de
oxígeno para el madurismo.

 

En momentos de locura y arrebatos pasionales, no está de más tratar de
mantener la cordura. Hay dos escenarios posibles: muchos más muertos o los
que ya se tienen hasta ahora, que son también muchos. Aun con una
intervención militar o una guerra, en ese nefasto escenario, la petición
debería ser exactamente la misma: nueva institucionalidad electoral y
elecciones limpias. Se puede mantener la presión y la crítica al gobierno
sin legitimar una intervención militar extranjera; estar en contra de la
guerra no significa estar a favor del gobierno. La realidad no se presenta
en formas tan sencillas y binarias. Lo que está en juego en Venezuela es
mucho más serio que una guerra de minitecas. 

 

* Es investigador del Instituto de Ciencias Penales y Profesor de
Criminología en Pre y Posgrado en la Universidad Central de Venezuela (UCV).
Es colaborador del Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos de
la Universidad de Barcelona. Entre sus líneas de investigación se incluyen
sistemas penales, dimensión dinámica (seguridad, policía, investigación
penal, legislación, medios de comunicación) y estática (teorías, ideologías
y racionalidades punitivas).

 

Nota de Correspondencia de Prensa

 

1) Ver Plataforma Ciudadana en Defensa de la Constitución: de
https://correspondenciadeprensa.com/2019/01/18/venezuela-en-el-foco-de-la-cr
isis-referendum-para-renovar-todos-los-poderes-dossier/

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