Brasil/ Clamor de justicia. ¿Quién ordenó matar a Marielle? ¿Y por qué? [Eliane Brum - Rute Pina]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Mar 15 12:05:32 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

15 de marzo 2019

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Brasil

 

¿Quién ordenó matar a Marielle? ¿Y por qué?

 

Bolsonaro, que gobierna Brasil administrando odio, debería ser el mayor
interesado en que se resolviera el crimen

 

Eliane Brum *

El País, 15-3-2019 

https://elpais.com/internacional/

Traducción de Meritxell Almarza

              

Cuando supe que Marielle Franco había sido asesinada, acababa de llegar de
Anapu, la ciudad que recibió la sangre de Dorothy Stang. Cuatro tiros habían
destrozado la bonita cabeza de Marielle y también aquella sonrisa que hacía
que incluso yo, que nunca la conocí, tuviera ganas de reír con ella. Todavía
las tengo cuando veo su fotografía. Y me río con Marielle. Y entonces me
acuerdo del horror de la destrucción literal de su sonrisa. Y no lloro.
Escribo.

 

Cuando me llegó la noticia, todavía estaba en la Amazonia, pero me preparaba
para coger un avión hacia São Paulo. Cargaba en mi cuerpo el horror de haber
constatado que la violencia contra los pequeños agricultores en el estado de
Pará era, en aquel momento, peor que en 2005, año del asesinato de Dorothy.
En Anapu, había un sendero rojo sangre de 16 ejecuciones de trabajadores
rurales desde 2015, personas que no tenían la nacionalidad estadounidense
para llamar la atención de la prensa.

 

Dos días antes, en la carretera de Anapu, me había alcanzado la noticia del
asesinato de Paulo Sérgio Almeida Nascimento, director de la Asociación de
los Caboclos, Indígenas y Quilombolas de la Amazonia. Paulo recibía amenazas
por su actuación y varias veces pidió protección policial. Pedía que el
gobierno federal y el del estado de Pará, además del ayuntamiento de
Barcarena, tomaran alguna actitud con relación a la empresa minera noruega
Hydro Alunorte, de la que existían pruebas que había contaminado el agua de
los ríos de la región, amenazando la vida de la población y el medio
ambiente. Paulo fue asesinado dos días antes que Marielle.

 

En Anapu, había escuchado al padre Amaro Lopes afirmar que sabía que estaban
tramando algo contra él, que se inventarían algo para interrumpir su lucha.
Lo consideraban el sucesor de Dorothy Stang en la protección de los derechos
de los trabajadores rurales y de la selva amazónica en la región. Para mí,
estaba claro que las reales sucesoras de Dorothy eran las monjas con quien
compartía casa y que seguían su trabajo sin derrapar en vanidades
personales. Sin embargo, el trabajo de Amaro Lopes era lo suficientemente
importante como para que lo interrumpieran con violencia. Dos semanas más
tarde, como había previsto el padre, la policía de Pará lo detuvo en una
operación cinematográfica y lo acusaron de casi todo. El objetivo era
asesinar su reputación y neutralizarlo. Y lo consiguieron.

 

Cuando me enteré de la muerte de Marielle, este era el mapa de muertes a mi
alrededor, solo en el pequeño círculo que era yo. Esas muertes, aunque no
directamente, estaban conectadas. Expresaban un nuevo momento del país, uno
en que la vida valía todavía menos y la justicia estaba todavía más ausente,
cuando no en connivencia con los crímenes.

 

Desde 2015, la tensión en el campo y en las periferias urbanas crecía en
Brasil. Era el resultado directo del debilitamiento de la democracia por el
proceso de impeachment, que siempre se siente primero en los espacios más
distantes de los centros de poder. Incluso antes de que la destituyeran,
Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT), estaba concediendo lo
que no se puede conceder, en su desesperación de impedir el proceso que la
arrancaría del cargo para el que fue elegida. En la Amazonia, estos mensajes
se interpretan con literalidad. Y autorización.

 

Esas muertes expresaban también que el Brasil arcaico, el que consiguió una
imagen elocuente en el retrato oficial del primer ministerio del
expresidente Michel Temer —blanco, masculino y reproductor de las
oligarquías políticas—, aplastaba al Brasil insurgente que había avanzado
los últimos años, el que desplazaba los lugares de centro y periferia,
confrontaba el apartheid racial no oficial, rompía con los binarismos de
género, enfrentaba al patriarcado con carteles y pechos desnudos.

 

Yo bajaba las escaleras de la casa que alquilaba. Al llegar al último
escalón, tuve la sensación de que Brasil se había desgarrado. Empecé a bajar
las escaleras en un país y terminé en otro. En medio, la noticia del
asesinato de Marielle Franco. El cuerpo flagelado de Marielle era el
desgarro.

 

Durante el viaje a São Paulo, un trayecto largo de tres vuelos, en el que
solo podía tener acceso a la información en las escalas, me di cuenta de que
ese sentimiento no era solo mío. Una parte de Brasil se levantaba, ocupaba
las calles, se retorcía y gritaba.

 

Matar a tiros a una concejala electa era dar un paso más en la violencia
extrema de un país que convive con el genocidio de los jóvenes negros, que
convive con el genocidio de los indígenas, como si fuera posible convivir
con genocidios sin corromper lo que llamamos alma más allá de lo posible. El
asesinato de Marielle era un paso más, un paso ya sobre el vacío del abismo,
incluso para Brasil.

 

En 2014 empecé a escribir una palabra en varios de mis textos. Deshilachado,
deshilachar... Tardé en reconocer el patrón. A veces una palabra se impone
por los caminos del inconsciente, que percibe el mundo a partir de otros
recorridos. Deshilachada, la carne del país ahora se desgarraba, como si los
cuerpos agujereados por las balas, los cuerpos negros, los cuerpos
indígenas, al volverse demasiado numerosos, hubieran hecho imposible
cualquier remiendo. Hasta una costurera aficionada sabe que no se puede
zurcir una tela demasiado desgarrada, donde la piel que se junta con la
aguja y el hilo se abre de inmediato. Ya no había integridad posible en el
tejido social de Brasil porque se había matado demasiado. Marielle Franco
era ir más allá del demasiado.

 

Entendí entonces que con Marielle también moría un Brasil. Y que a partir de
ese día entraríamos en otra fase de nuestras ruinas continentales.

 

Creo que tenía razón. Pero también creo que me equivocaba.

 

Tenía razón porque Marielle Franco acogía en su cuerpo a todas las minorías
aplastadas durante 500 años de Brasil. Su cuerpo era un mostrador, una
instalación viva, de la emergencia de los Brasiles históricamente
silenciados.

 

Marielle cargaba múltiples identidades: negra, como la mayoría de los que
mueren; de la favela (Maré, en Río de Janeiro), de donde vienen los que
tienen menos de todo; mujer de piel oscura, la parte más frágil y sujeta a
la violencia de la población brasileña; lesbiana, que la lanza a otro grupo
flagelado por la homofobia.

 

Cargando todo lo que era —y será siempre—, Marielle salió elegida concejala
en Río de Janeiro por el Partido Socialismo y Libertad (PSOL). E hizo de sus
identidades criminalizadas una explosión de potencia. Era la encarnación de
un movimiento que provenía tanto de los interiores como de los estertores de
Brasil. Marielle encarnaba un levantamiento que no ha muerto con ella, pero
que ha sido masacrado en los últimos años. Un levantamiento creador y
creativo que soñaba con otro Brasil, que anhelaba atravesar las oligarquías
alegremente con sus pies descalzos, como lo ha hecho en el Carnaval de este
año, rumbo a otra manera de ser Brasiles, en plural.

 

Marielle tenía todo ese descaro en su cuerpo y todavía osaba reír, y reía
mucho, como hacen las mujeres que saben que reír es un acto de transgresión,
ya que llorar es lo que se espera de nosotras.

 

A la vez, me equivocaba. El Brasil posredemocratización, el país donde había
vivido mi vida adulta, no había muerto el 14 de marzo de 2018. Sino casi dos
años antes, el 17 de abril de 2016.

 

Una parte de los brasileños supo que algo terriblemente definitivo había
ocurrido aquel domingo en que los diputados votaron a favor del proceso de
destitución de Dilma Rousseff. Incluso los que estaban a favor del
impeachment se sorprendieron con las entrañas a la vista de los
parlamentarios, al votar en nombre de Dios y de la familia contra una
presidenta que no había cometido un crimen de responsabilidad. La vergüenza
casi nos alcanzó a todos. O, por lo menos, a muchos. Muchos por la ética, la
mayoría quizá solo por la estética.

 

El Brasil que había existido durante 31 años, desde el fin de la dictadura
hasta el voto del impeachment de Dilma Rousseff, de 1985 a 2016, murió con
el voto de Jair Bolsonaro. Durante más de tres décadas, Brasil avanzó y
retrocedió, se convulsionó, se reveló, se pobló de esperanzas, convivió con
lo imposible de sus genocidios y protegió a agentes del Estado que
cometieron crímenes contra la humanidad durante el régimen de excepción.

 

De la gestión de esta democracia deformada nace el Brasil en el que vivimos
hoy, como ya he escrito en este espacio, más de una vez. Pero hasta 2016
tuvimos un país en ebullición, donde el presente se lo disputaban ferozmente
diferentes grupos. En aquel país, el levantamiento del que Marielle es uno
de los símbolos avanzaba por las brechas, y avanzaba rápido, porque tenía
siglos de atraso a sus espaldas.

 

El voto de Jair Bolsonaro interrumpió ese proceso y finalizó una de las
fases más ricas de posibilidades de Brasil. No solo el impeachment, que
parte de la izquierda denomina “golpe”, sino la perversión del impeachment
explicitada por el voto de Bolsonaro. Si el voto del capitán retirado era
una expresión de la anatomía del impeachment, y lo era, el voto era eso y
también algo más. Un algo más que quizás solo Jean Wyllys (PSOL), con su
escupitajo, haya percibido. No es solo coincidencia que él sea el primer
político exiliado del Brasil del bolsonarismo.

 

En ese momento, Bolsonaro cometió un crimen de apología a la tortura y al
torturador. “Por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el
pavor de Dilma Rousseff, por el ejército de Caxias, por las Fuerzas Armadas,
por Brasil por encima de todo y por Dios por encima de todo, mi voto es sí”.
El entonces diputado violó el artículo 287 del Código Penal: “Hacer,
públicamente, apología de un crimen o del autor del crimen. Pena: detención
de tres a seis meses, o multa”.

 

Ustra fue el único torturador reconocido como torturador por la justicia
brasileña. Bajo el comando de Ustra, por lo menos 50 personas fueron
asesinadas y cientos, torturadas. Había todavía el sadismo explícito de la
aposición que añadió Bolsonaro: “el pavor de Dilma Rousseff”. La presidenta
fue torturada por agentes del Estado en la dictadura.

 

Bolsonaro consumaba allí el vínculo entre los dos momentos del país,
saltando sobre el período democrático. Al invocar al torturador y señalar el
pavor de la torturada, Bolsonaro transformó el impeachment sin base legal en
un nuevo acto de tortura contra Dilma Rousseff.

 

Aquel, en mi opinión, fue el momento más grave del país desde la
redemocratización. El día siguiente decidiría el futuro de Brasil. Si se
cumplía la ley y se denunciaba, juzgaba y encerraba a Bolsonaro, las
instituciones demostrarían que eran capaces no solo de hacer valer la ley,
sino también de proteger la democracia y los principios democráticos.

 

Al servicio de fuerzas que van mucho más allá de su familia, Bolsonaro era
aquel soldado raso que envían al frente de batalla para descubrir si explota
o si la tropa más valiosa puede avanzar en relativa seguridad. Como él
amenazó a una presidenta y homenajeó a un torturador y siguió adelante con
su vida porque la ley eran palabras muertas, Brasil se hundió allí. Menos de
un mes después, el 12 de mayo de 2016, día de la destitución de Dilma
Rousseff de la presidencia del país, Bolsonaro se sumergió en las aguas del
río Jordán, en Israel, para que lo bautizara el pastor Everaldo, líder del
Partido Social Cristiano (PSC).

 

En ese voto, Bolsonaro también se convirtió en presidente de la República, o
en alguien con muchos números de convertirse en presidente de la República.
De bufón del bajo clero del Congreso, lo promovieron a representante de las
fuerzas más arcaicas: tanto las que querían garantizar la ampliación de su
poder en el Planalto —como los ruralistas—, como las que querían alcanzar el
poder central —como los evangélicos—.

 

En aquel momento, también los sectores de las Fuerzas Armadas que estaban
molestos con la Comisión de la Verdad y la presión para que se revisara la
Ley de Amnistía vieron una oportunidad. Arriesgada, pero una oportunidad al
fin y al cabo. El capitán retirado, conocido como oportunista e
insubordinado, podría ser útil para impedir la producción de memoria sobre
el régimen de excepción y reescribir la historia. También podría ser útil
para garantizar el retorno de los generales al Planalto sin el trauma de un
golpe clásico, como sucedió en 1964.

 

Creyeron que podrían controlarlo. Deberían haber escuchado a un general con
más experiencia antes de meterse en la peligrosa aventura bolsonarista. En
1993, en una entrevista a los investigadores Maria Celina D´Araújo y Celso
Castro, el general Ernesto Geisel, el cuarto militar que presidió Brasil
durante la dictadura, afirmó: “No contemos a Bolsonaro, porque Bolsonaro es
un caso completamente fuera de lo normal, incluso un mal militar”.

 

A Marielle Franco la mataron en este nuevo Brasil, la mató este nuevo Brasil
que el crimen de Bolsonaro al votar a favor del impeachment puso en
evidencia. Este nuevo Brasil es viejo, pero también es nuevo. Porque nuevo
no es sinónimo de bueno. Y viejo no es sinónimo de malo. Al servicio de lo
más arcaico y falseado que hay en la historia de Brasil, Bolsonaro es nuevo.
Al servicio de lo más cínico que hay en la historia de Brasil, el
fundaoportunismo evangélico de los líderes neopentecostales es nuevo.

 

Y lo nuevo que viene de las raíces, representado por Marielle, lo que viene
de la insurrección de los negros rebeldes, de la resistencia casi
trascendental de los pueblos indígenas, de las mujeres que aman su coño, de
los que no encajan en la normalización de los cuerpos, está siendo
aplastado.

 

A Marielle la mataron por cargar en su cuerpo el levantamiento de los
Brasiles periféricos que reivindican el lugar de centro

 

Sea cual sea la respuesta objetiva, concreta, que ya tarda un año, a
Marielle la mataron por cargar en su cuerpo el levantamiento de los Brasiles
periféricos que en los últimos años han reivindicado el lugar de centro.
Ella era la expresión llena de curvas de todo lo que los que solo pueden
convivir con ángulos rectos sienten la compulsión de exterminar. No solo
porque son incapaces de lidiar con otras formas geométricas, sino porque
cuando los excluidos de Brasil ocupan las tribunas por medio del voto, los
que creen que el poder es parte de su destino hereditario temen por sus
privilegios.

 

Desde que arrancaron a la primera mujer presidenta del Palacio del Planalto
por medio de un impeachment descabezado, la violencia en las periferias de
la selva, del campo y de las ciudades se ha recrudecido. La percepción era
que algo represado, contenido con mucho esfuerzo, se liberaba. Y de hecho se
liberaba. Todo el deseo de destrucción reprimido por lo que llaman
“políticamente correcto”, pero que es otra cosa, emergió. Y de forma
violenta, como irrumpe lo que se controla con esfuerzo, lo que se empuja
hacia el fondo, sin el trabajo de elaboración tanto en la esfera pública
como en la privada. Aun así, las Marielles siguieron.

 

Hablamos de deseo de destrucción. Mi interpretación es que,
mayoritariamente, es un deseo de destrucción de los cuerpos de las mujeres y
la comunidad LGBTI, de los cuerpos que se niegan a ser normalizados, como
Jair Bolsonaro y sus seguidores dejaron claro en la campaña de 2018. Todavía
añadiría a esta lista los cuerpos de los que practican religiones de origen
africano, una barrera al crecimiento de las evangélicas neopentecostales,
que por eso tienen que demonizarse.

 

Cuando Bolsonaro invoca la tortura del cuerpo de la presidenta al votar a
favor del impeachment, reafirma las ganas de destruir el cuerpo de Rousseff.
Como antes ya había hecho con la apología a la violación al agredir a la
diputada federal Maria do Rosário (PT).

 

Es importante recordar a Luana Barbosa dos Reis Santos, negra, periférica y
lesbiana, que fue asesinada por policías en 2017. Al igual que recordar que
fue una mujer, Amélia Teles, torturada por Ustra, a quien agredieron otra
vez los seguidores de Bolsonaro por las redes sociales durante la campaña al
amenazarla de muerte. A Amelinha la torturaron dos veces, la segunda por
atreverse a contar la violencia que sufrió a manos y órdenes del héroe de
Bolsonaro. Como también vale la pena recordar que los agentes del Estado,
además de utilizar los equipos clásicos de tortura, como choques eléctricos,
solían torturar a las mujeres introduciéndoles ratas y cucarachas en la
vagina, aumentando el componente misógino del sadismo.

 

Los actuales dueños del poder han iniciado una guerra por el control de los
cuerpos, lo que Jair Bolsonaro pregonó como el fin de las minorías, que
deben “curvarse ante la mayoría”. La frase “los niños visten de azul, las
niñas, de rosa” de la ministra de la Mujer, Damares Alves, no es una
distracción o un factoide, sino la más exacta traducción de una disputa de
poder muy profunda.

 

Hay que prestar atención a quien se vio obligado —hasta ahora— a dejar el
país para salvar la vida: públicamente, un gay asumido y dos feministas
conocidas. Pero hay más gente. La violencia no se produce sobre cualquier
cuerpo, sino sobre cuerpos específicos. Lo que se disputa, repito, es el
control sobre los cuerpos que se han insurgido: el de las mujeres, de los
negros, de los indígenas y de la comunidad LGBTI. Tampoco fue una imagen
cualquiera la que escogió Bolsonaro para intentar descalificar el Carnaval
de 2019: fue una relación sexual entre dos hombres. Bolsonaro se descontroló
un poco más porque el Carnaval mostró que, a pesar de toda la violencia que
pregona el presidente, el levantamiento sigue vivo. Y muy vivo.

 

Es urgente parar de fingir. No vivimos en una democracia. Desde que fue
investido, Bolsonaro pone su poder de presidente al servicio de su máquina
de producir linchamientos y descalificar a opositores, que trata como
enemigos. La estrategia de su acción en las redes sociales, con la asesoría
de su hijo cero dos, es la de mantener a la población en suspenso. Bolsonaro
y cero dos controlan los días y los espasmos, diseminan mentiras y dirigen
ataques.

 

Seamos claros: Bolsonaro está controlando el día a día del país. No por la
administración pública, sino por la administración de odio. O por la
administración pública de odio. ¿Qué sucederá en este país con un presidente
que utiliza el poder y la máquina del Estado para destruir una parte cada
vez mayor de la población?

 

Parar de fingir que existe una normalidad democrática es una medida urgente
para que las personas mantengan la salud mental. Brasil puede explotar de
odio en cualquier momento. La probabilidad de que Bolsonaro provoque una
tragedia es alta. Está fuera de control, si es que algún día ha tenido. Y
las instituciones no se mueven para proteger a la población y la
Constitución.

 

En Brasil vivimos un día a día de excepción. Desde el voto de Bolsonaro. Y
vamos rumbo a un Estado de Excepción. Desde el voto a Bolsonaro.

 

La destrucción del cuerpo de Marielle Franco, el cuerpo político que se
negaba a ser subyugado, es hasta hoy el ataque más violento. Es por dignidad
que se grita “Marielle Presente”. Es por responsabilidad colectiva. Pero
también es por la convicción de que mantener viva la memoria de Marielle y
hacer pagar su muerte es lo que posiblemente nos haya salvado de que haya
otros cuerpos reventados por las balas en las calles de Brasil. Ese grito
persistente es lo que quizá nos haya salvado del descontrol total.

 

Este Brasil que mató a Marielle ya era el Brasil de Bolsonaro incluso antes
de que saliera elegido. Era el Brasil en que los hijos de Bolsonaro se
ponían una camiseta con la inscripción “Ustra vive” para disputar votos. En
que el actual gobernador de Río de Janeiro aparece junto a dos cafres, que
después se convertirían en diputados electos por el Partido Social Liberal
(PSL). En la imagen, se enorgullecen de romper la placa de la calle con el
nombre de Marielle Franco. Y traspasan su nombre con sus cuerpos, como una
violación simbólica.

 

La investigación del asesinato de Marielle Franco y de Anderson Gomes está
en curso. El hecho de que un año después de su muerte Brasil todavía no sepa
quién ordenó el crimen y por qué es una vergüenza para los responsables, en
todas las instancias. Es una vergüenza para Brasil. Pero no solo una
vergüenza. Lo que expone la tardanza en resolver el crimen es la convulsión
del país en que un cuerpo policial tiene que investigar por qué otro cuerpo
policial no investiga. Un país en que los sospechosos que acaban de ser
detenidos eran policías militares.

 

El presidente de Brasil y su familia deberían ser los primeros en querer que
se resolviera el asesinato de Marielle Franco. E inmediatamente. Deberían
ser los más interesados en demostrar que las coincidencias y los varios
cruces de la familia con sospechosos de haber ejecutado el crimen son solo
eso: coincidencias. No se puede gobernar un país sin aclarar esas
coincidencias. A cada nueva coincidencia, crece en la población el
sentimiento de descontrol.

 

Cuando solo faltaban dos días para que se cumpliera un año de las muertes,
finalmente la Policía Civil de Río de Janeiro y la Fiscalía de Río de
Janeiro detuvo a los ex policías militares Ronie Lessa y Elcio Vieira de
Queiroz. Lessa fue detenido en la casa de 280 metros cuadrados donde vivía
con su familia, en la misma calle y en la misma urbanización que Jair
Bolsonaro. Desde la terraza de casa de Lessa se ve la habitación de la hija
de Bolsonaro. Según el comisario Giniton Lages, la hija de Lessa salió con
uno de los hijos de Bolsonaro. En casa de un amigo de Lessa, la Policía
Civil encontró 117 fusiles incompletos, del tipo M-16: es la mayor
incautación de fusiles de la historia de Río de Janeiro.

 

Nadie es responsable de los actos de sus vecinos ni de los actos de los
suegros de los hijos. Pero, mientras no se descubra quién ordenó el crimen y
se aclaren los motivos, tampoco se puede probar que las coincidencias son
solo coincidencias. Y eso es malo para Brasil. Por eso, el clan Bolsonaro
debería ser el mayor interesado en resolver el asesinato de Marielle. Para
el bien de Brasil.

 

Porque hay otras coincidencias. El gobernador de Río, Wilson Witzel (PSC),
escribió en una red social que uno de los cinco detenidos en la operación
“Los intocables”, en enero de este año, una acción conjunta de la Policía
Civil y la Fiscalía, era sospechoso de estar involucrado en las muertes de
Marielle y Anderson. El excapitán de la Policía Militar Adriano Magalhães
Nóbrega, hoy prófugo, fue señalado como uno de los líderes de la milicia de
la favela Río das Pedras, en Río de Janeiro, que tiene montado un sistema de
robo de tierras públicas, entre otros crímenes y contravenciones. Nóbrega
también sería el jefe del grupo de exterminio Oficina del Crimen, sospechoso
de estar asociado a la ejecución de Marielle y Anderson. A este mismo
Nóbrega lo honró el hoy senador Flávio Bolsonaro, el hijo cero uno, con una
moción de alabanza por su “brillantez y gallardía”, en 2003, y con la
Medalla de Tiradentes, la más alta condecoración de la Asamblea Legislativa
de Río de Janeiro, en 2005.

 

Las coincidencias no terminan ahí. Hasta noviembre de 2018, la madre y la
mujer de Nóbrega trabajaban en el gabinete de Flávio Bolsonaro. El cero uno
atribuyó las contrataciones a su exasesor, Fabrício Queiroz, viejo amigo del
presidente de la República. Queiroz, que fue policía militar, es sospechoso
de malversación de fondos del gabinete de cero uno. Retenía una parte del
sueldo de los empleados de confianza del gabinete. Queiroz también ingresó
un cheque de 24.000 reales (unos 6.500 dólares) en la cuenta de la primera
dama, Michelle Bolsonaro.

 

A finales de 2018, la Policía Federal entró en el caso de Marielle para
descubrir qué estaba bloqueando la investigación. “Una investigación de la
investigación”, como definió el entonces ministro de Seguridad Pública, Raul
Jungmann. Cuando hay que activar a la Policía Federal no para resolver un
caso, sino para descubrir por qué el caso no se resuelve, es comprensible e
incluso esperado que la población empiece a entrar en pánico.

 

Jungmann dijo más: el proceso de investigación del crimen es “una alianza
satánica entre la corrupción y el crimen organizado”. El entonces ministro
ya había descrito el caso Marielle con las siguientes palabras: “Queda claro
que habría una gran articulación en la que están involucrados agentes
públicos, milicianos, políticos, un sistema muy poderoso que no tendría
interés en aclarar el caso de Marielle, incluso porque estarían implicados
en ese proceso, o en la ejecución o dando las órdenes”. Era el ministro de
Seguridad y todo lo que afirmaba era su impotencia para resolver el crimen.

 

Bolsonaro ha entrado en el tercer mes de gobierno. Ya ha demostrado que
gobierna por medio de la administración de odio. Y que esa administración es
estratégica y calculada para cumplir por lo menos dos objetivos: desviar el
centro de atención de las sospechas que recaen sobre el hijo cero uno, que
pueden involucrar a más miembros de la familia, incluso el propio
presidente, y mantener al país en una guerra civil no declarada en las redes
sociales, para que Bolsonaro pueda escoger al enemigo que haya que linchar
antes de que el odio se vuelva contra él.

 

El presidente dedica gran parte de su tiempo a mantener a sus milicias
digitales ocupadas, destruyendo la reputación de sus críticos, y no tiene
tiempo de prestar atención a cómo se tratan los asuntos urgentes de Brasil.
Como ya se ha visto, la producción de linchamientos continuos tiene como
blanco a periodistas que investigan tanto las milicias de Río como el caso
Queiroz.

 

Jair Bolsonaro ha transformado Brasil en un laboratorio de administración de
odio y sus efectos sobre la población. Es un “estudio de caso”. Y es muy
peligroso. Quien se da cuenta ya ha empezado a enfermar. Otros han dejado el
país para no convertirse en mártires. Lo peor que podemos hacer en este
momento es fingir que eso es normalidad. O que puede haber normalidad con un
presidente que controla los días de Brasil administrando odio en las redes
sociales. La presión está creciendo. Las instituciones tienen que despertar.
Y las coincidencias tienen que aclararse cuanto antes.

 

Cuando finalmente se descubra quién ordenó la muerte de Marielle Franco —y
por qué—, no será solo un crimen lo que se resuelva. Se podrá revelar la
anatomía del Brasil actual en todo su asombroso horror. Pero los que dieron
la orden —y los motivos— solo se descubrirán si seguimos preguntando:
“¿Quién ordenó matar a Marielle? ¿Y por qué?”.

 

¡Marielle Presente! 

 

* Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros
de no ficción Coluna Prestes – o Avesso da Lenda, A Vida Que Ninguém vê, O
Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos, y de la novela Uma
Duas. 

  _____  

 

¿Cómo es eso de que han matado a Marielle?

 

Mujeres negras relatan el duelo y el significado del asesinato de la
concejala y del chofer Anderson Gomes hace un año.

 

Rute Pina

Brasil de Fato, edición en español, 14-3-2019

https://www.brasildefato.com.br/

 

En una panadería en los alrededores de la Playa Vermelha [Roja], en
Salvador, estado de Bahia, pares de ojos llorosos aparecían en el noticiero
en la televisión. Era el 15 de marzo de 2018 y el clima de perplejidad no
era el de una mañana cualquiera. En la orilla de la playa, un cartel
improvisado, en papel pardo, ya anunciaba una pregunta que iba a resonar
incesantemente: “¿Quién mató a Marielle Franco?”

 

Cerca de 12 horas después del asesinato, en la capital de ese estado se
registró uno de los primeros actos en homenaje y en luto por la concejala
del PSOL y su conductor, Anderson Gomes. Y que también se convirtió un
espacio de acogimiento para los activistas de diversos movimientos populares
y organizaciones de todo el país que estaban en la ciudad participando de la
13ª edición del Foro Social Mundial.

 

Allí, muchos eran amigos, conocidos o tuvieron algún tipo de contacto con
Marielle. Este es el caso de la periodista de Rio de Janeiro, Camila Marins,
activista lesbiana y editora de la Revista Brejeiras. Ella supo del
asesinato de la concejala inmediatamente después de ocurrido.

 

También afiliada al PSOL, ella conocía a Marielle de la militancia política.
La periodista participó en la construcción del Proyecto de Ley de
Visibilidad Lésbica, que fue entregado a la Cámara Municipal de Rio de
Janeiro por el gabinete de Marielle, pero que fue derrotado por apenas dos
votos de diferencia.

 

“No dejé de llorar en momento alguno, estuve mandando mensajes a todas las
personas, intentando, de alguna forma, entender lo que había sucedido y
elaborar el impacto fuerte que nos causó”, relata la periodista.

 

La mañana de luto

 

Aquel día, todas las actividades del Foro Social Mundial fueron suspendidas
y los movimientos organizaron una caminata que salió de la Universidad
Federal de Bahia (UFBA). Se colocó una cruz con el nombre de Marielle en una
instalación artística que denunciaba el feminicidio.

 

“En varios momentos, me paralicé. No conseguía caminar. Pero las mujeres
venían, sosteniéndose unas a otras, para que consiguiéramos hacer la
caminata. Es una noticia que nos paralizó a todas nosotras, mujeres negras”,
rememora.

 

La activista negra Valquíria Rosa, de la Partida Feminista e integrante de
la Fundación Baobá, también estaba presente en el Foro. Ella recuerda que su
primera reacción con la noticia también fue de desaliento: “¿Cómo así
mataron a Marielle?”, cuestionó al instante. “Para mi, fue muy explícito
que, en aquel momento, en aquel día, en aquella coyuntura, todo cambió”,
recuerda Valquíria, un año después.

 

El desfile de mujeres que gritaba “Marielle, Presente” y “Dejen de matarnos”
en los alrededores de la UFBA en la mañana de aquel 14 de marzo se esparció
por el país. Capitales como São Paulo, Rio de Janeiro, Fortaleza, Brasilia y
otras ciudades registraron manifestaciones espontáneas voluminosas. 

 

El luto por Marielle adquiría relieve como un proceso de identificación
entre mujeres negras, militantes, de favelas y periferias, como recuerda la
estudiante de trabajo social Geslaine Oliveira, que vive en Juiz de Fora, en
Minas Gerais.

 

“Como Marielle, yo también militaba en un partido en aquel momento, formaba
parte de la dirección de un colectivo feminista, soy mujer negra,
periférica, soy bisexual. Entonces, para decir la verdad, empecé a sentir
miedo de militar”, comenta la estudiante. Geslaine cuenta que sufrió de
crisis de ansiedad por dos semanas y hasta hoy intenta elaborar ese
sentimiento.

 

Lejos de su país, a 9.000 kilómetros de su ciudad natal, la periodista de
Rio de Janeiro Caroline Cavassa supo de la muerte de la concejala a través
de las redes sociales. Ella vive en Roma, en Italia, desde hace tres años.
“Fue un dolor muy solitario”, cuenta.

 

“Fue muy difícil porque estaba sola. No compartí mi dolor con otras personas
que podrían comprender lo que estaba sintiendo. Y cómo me sentí brutalmente
golpeada, no solo por haber sido un asesinato brutal, sino porque era una
mujer que me representaba”. 

 

La noticia se propagó en los diarios italianos y de otros países. Brasileños
y brasileñas se movilizaron y siguen movilizándose en otros países, en
protestas y homenajes por la pérdida de Marielle.

 

Un porvenir por respuestas

 

Un año después, la pregunta inicial sigue sin respuesta. La periodista
Camila Marins cuenta que se ampara en el legado de Marielle para continuar
actuando con la lucha contra el racismo y el exterminio de la población
negra, pobre y periférica. “Nosotros ya somos blancos en esta sociedad
racista. Se volvió más evidente tras su asesinato. Somos los cuerpos más
vulnerables en esos espacios. Por eso es muy importante que nosotras
apoyemos a las mujeres negras que están en la política, para que puedan
crear un cuerpo colectivo de apoyo, de seguridad, de cuidado para esas
mujeres negras”.

 

Ya Valquíria Rosa analiza que el crimen también hizo explícita una violencia
presente y diaria. “Hemos vivido un agotamiento muy fuerte para restablecer
la energía creativa, de lucha y vida, pero bajo un agotamiento muy grande.
Nosotros, la población negra, LGBT, mujeres y pobres, no podemos acceder al
derecho y a la justicia. Brasil vive explícitamente bajo un Estado de
excepción”.

 

Hoy Valquíria afirma que, para ella, es un deber recordar el imagen de
Marielle en todos los lugares y en todas oportunidades. Para no olvidarse,
en su nombre y por la vida de todas las mujeres negras, lesbianas, pobres y
periféricas que, como ella, esperan desde hace más de 365 días por
respuestas.

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