Bolivia/ ¿Cómo derrocaron a Evo? [Pablo Stefanoni/Fernando Molina]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Nov 11 23:01:06 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

11 de noviembre 2019

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Bolivia

 

Bolivia y la contrarrevolución 

 

¿Cómo derrocaron a Evo? 

 

El gobierno de Evo Morales fue una revolución política antielitista. La
situación actual no estaba en el horizonte de nadie y habla de un movimiento
contrarrevolucionario. El líder visible es Luis Fernando Camacho, un
empresario de 40 años que no participó en el proceso electoral y llegó al
Palacio Quemado con una biblia y una escolta policial. Mientras festejaba en
La Paz el derrocamiento del presidente, en la calle quemaban Whipalas y
gritaban “echamos al comunismo”.

 

Pablo Stefanoni/Fernando Molina *

Revista Anfibia, 11-11-2019

http://revistaanfibia.com/

 

Empecemos por el final (o por el final provisorio de esta historia): el
domingo en las últimas horas de la noche, el líder cruceño Luis Fernando
Camacho desfiló arriba de un carro policial por las calles de La Paz,
escoltado por policías amotinados y vivado por sectores de la población
opositores a Evo Morales. Se escenificaba así una contrarrevolución
cívica-policial que sacó del poder al presidente boliviano. Morales se
parapetó en su territorio, la región cocalera de El Chapare que lo vio nacer
a la vida política y donde se refugió de los riesgos revanchistas. Es una
parábola –al menos transitoria– en su vida política. De este modo, lo que
comenzó como un movimiento en demanda de una segunda vuelta electoral tras
la polémica y confusa elección del 20 de octubre terminó con el jefe de las
Fuerzas Armadas “sugiriendo” la renuncia del presidente.

 

Una sublevación contra Evo Morales no estaba en el horizonte de nadie. Pero
en tres semanas, la oposición se movilizó con más firmeza que las bases
“evistas”, que tras casi 14 años en el poder fueron perdiendo potencia
movilizadora mientras el Estado iba reemplazando a las organizaciones
sociales como fuente de poder y burocratizando el apoyo al “proceso de
cambio”. Y en pocas horas, lo que fue el gobierno más fuerte del siglo XX en
Bolivia pareció desmoronarse (hay varios ex funcionarios refugiados en
embajadas). Ministros renunciaron denunciando que sus casas eran quemadas y
los opositores mostraban a los tres muertos de los enfrentamientos entre
grupos civiles como prenda de indignación frente a lo que llaman la
“dictadura”. Finalmente, el domingo Evo Morales y Álvaro García Linera
renunciaron y denunciaron un golpe en marcha. 

 

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El Movimiento al Socialismo (MAS), formado en los años 90, fue siempre un
partido profundamente campesino –más que indígena– y eso se trasladó en
muchos sentidos al gobierno de Evo Morales. El apoyo urbano fue siempre
condicionado –en 2005 una apuesta a un nuevo liderazgo “indígena” frente a
la profunda crisis que vivía en país; luego porque Evo mantuvo muy buena
performance económica–, pero los intentos de Morales de permanecer en la
presidencia –sumado a sustratos racistas de vieja data y la sensación de
exclusión del poder– alentaron a las clases medias urbanas a salir a la
calle contra Morales. Objetivamente hablando, el llamado “proceso de cambio”
no favoreció a la clase media tradicional ni al estamento “blancoide” –como
se suele denominar a los “blancos” en Bolivia–, y, en cambio, les quitó
poder. La de Morales fue revolución política antielitista. Por esto chocó
contra las élites políticas anteriores y las sustituyó por otras, más
plebeyas e indígenas. Este hecho desvalorizó hasta hacer desaparecer el
capital simbólico y educativo con que contaba la “clase burocrática” que
existía antes del MAS. Entretanto, sus victorias electorales con más del 60
por ciento le permitieron copar todo el poder el Estado.

 

Morales pareció sellar una victoria de la política sobre la técnica. Si el
neoliberalismo creía en el derecho de los “más capaces” a imponer sus
visiones al conjunto, el “proceso de cambio” creía en el derecho de la
Bolivia popular de imponerse sobre los “más capaces”. Para actuar recurrió a
la política (igualitarismo) y al reparto corporativo de cargos entre
diversos movimientos sociales antes que a la técnica (elitismo). Por esta
razón no llenó de manera meritocrática las vacantes dejadas por el repliegue
de la burocracia neoliberal. Y tampoco recurrió sistemática y ampliamente a
las universidades para proveerse de un capital cultural que, en cambio,
consideraba prescindible. Esto agrió a la clase media, especialmente a su
segmento académico-profesional, cuya expectativa máxima era lograr un claro
reconocimiento social y económico de los saberes que posee.

 

Y finalmente, el MAS fue crecientemente estatista. El enfoque siempre
estatista con que el gobierno abordaba los problemas y necesidades que iban
surgiendo en el país lo llevó a ignorar y a menudo a chocar con los pequeños
emprendimientos privados, esto es, con los emprendimientos de la clase
media. Por esta razón había roces entre el “proceso de cambio” y los
sectores emprendedores no indígenas y no corporativos (los que sí se
beneficiaban de los aspectos políticos del cambio e indignaban a los
“clasemedieros”). Es cierto que existía un pacto de no agresión y de apoyo
táctico entre el “proceso de cambio” y la alta burguesía o clase alta, pero
este se fundada en razones políticas antes que empresariales o económicas.

 

Por otra parte, varias medidas adoptadas por Evo Morales desestabilizaron la
dotación de capitales étnicos, perjudicando a los blancos: si bien no hizo
una reforma agraria, benefició a los pobres con la dotación de tierras
fiscales; hubo una redistribución del capital económico –mediante
infraestructuras y políticas sociales– en favor de sectores más cholos y
populares; la política educativa implementada por el gobierno mejoró la
dotación de capital simbólico a los indígenas y los mestizos, mediante la
revaloración de su historia y su cultura pero, al mismo tiempo, el gobierno
hizo muy poco para elevar el nivel de la educación pública y, por tanto,
para arrebatar el actual monopolio blanco de la educación (privada) de alta
calidad. Así, las élites anteriores perdieron espacios en el Estado, vieron
debilitados de sus capitales simbólicos y sus vías de influencia en el
poder. En síntesis: el Club de Golf perdió cualquier relevancia como espacio
de reproducción de poder y estatus.

 

Diversas encuestas ya mostraban la desconfianza de los sectores medios
respecto al presidente. No por la gestión, que aprobaban, sino por la
duración del dominio de la élite que Evo dirigía. Tal era la cuestión que
importaba a la clase media, una cuestión que la persistencia en la meta
reeleccionista de Morales hicieron imposible de resolver, precipitando a la
clase media a la sedición. Y a esto se sumó que el “proceso de cambio” no
debilitó los microdespotismos presentes en toda la estructura estatal
boliviana. El uso de los empleados públicos en las campañas electorales y,
más en general, en la política partidaria del MAS debilitó el pluralismo
ideológico entre los funcionarios incluso de menor rango.

 

***

 

Bolivia es un país casi genéticamente antirreeleccionista: ni Víctor Paz
Estenssoro, conductor de la Revolución Nacional de 1952, logró dos periodos
consecutivos. En parte esta tendencia parece una suerte de reflejo
republicano desde abajo y en parte la necesidad de una mayor rotación del
personal político. Y cuando alguien no se va limita el acceso de los
“aspirantes”.  Todos los partidos populares que llegan al poder tienen el
mismo problema: hay más militantes que cargos para repartir. El Estado es
débil pero es una de las pocas vías de ascenso social.

 

Bolivia es también el paraíso de la lógica de las equivalencias de Laclau:
apenas la situación se sale del carril y se ve débil al Estado todos se
suman con sus demandas, indignaciones y frustraciones, que son siempre
muchas dado que es un país pobre y con muchas carencias. Así también fue
esta vez. Los motines policiales expresan enconos de viejo cuño de sectores
bajos con los mandos más altos, por temas de desigualdad económica y abusos
de poder entre las “clases”: sucedió en 2003, en el motín de 2012 y en el
del fin de semana pasado. Potosí, enfrentado con Evo desde hace años por
sentir que desde la Colonia sus riquezas –ahora el litio– se esfuman y ellos
siguen siendo siempre pobres, también se sumó a la rebelión. Y lo mismo pasó
con sectores disidentes de todas las organizaciones sociales (cocaleros
Yungas, ponchos rojos, mineros, transportistas). Esto se suma a una cultura
corporativa que hace que las demandas de región o sector pesen más que las
posiciones más universalistas, lo que habilita posibles alianzas
inesperadas: en esta última asonada se aliaron Potosí y Santa Cruz,
impensable durante las crisis de 2008, cuando Potosí fue un bastión
“evista”.

 

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Luego de varios años de impotencia política y electoral de la oposición
tradicional –los viejos políticos como Tuto Quiroga, Samuel Doria Medina o
el propio Carlos Mesa– aparece un “liderazgo carismático” nuevo: el de
Fernando Camacho. Este personaje desconocido hasta hace pocas semanas fuera
de Santa Cruz se proyectó primero ocupando un vacío en la dirigencia
cruceña, que desde su derrota frente a Evo en 2008 había pactado cierta pax.
Aupado en una nueva fase de radicalización juvenil el “macho Camacho”, un
empresario de 40 años, se erigió como líder del Comité Cívico de la región
que agrupa a las fuerzas vivas con hegemonía empresaria y defiende los
intereses regionalistas. Y más recientemente, frente a la debilidad de la
oposición, Camacho esgrimió una mezcla de Biblia y “pelotas” para enfrentar
“al dictador”. Primero escribió una carta de renuncia “para que Evo la
firme”; luego fue a llevarla a La Paz y fue repelido por las movilizaciones
oficialistas; pero volvió al día siguiente para finalmente entrar el domingo
a un desierto Palacio Quemado –el viejo edificio del poder hoy trasladado a
la Casa Grande del Pueblo– con su Biblia y su carta; allí se arrodilló en el
piso para que “Dios vuelva al Palacio”. 

 

Camacho selló pactos con “ponchos rojos” aymaras disidentes, se fotografió
con cholas y cocaleros anti-Evo y juró no ser racista y diferenciarse de la
imagen de una Santa Cruz blanca y separatista (“Los cruceños somos blancos y
hablamos inglés”, había dicho alguna vez una Miss). Y, en una productiva
estrategia, Camacho se alió con Marco Pumari, el presidente del Comité
Cívico de Potosí, un hijo de minero que venía liderando la lucha en esa
región contra el “ninguneo de Evo”. Así, el líder emergente e histriónico
terminó siendo el artífice de la revuelta cívica-policial. Para ello
desplazó al ex presidente Carlos Mesa, segundo en las elecciones del 20 de
octubre, quien al ritmo de la aceleración de los acontecimientos se
radicalizó sin convicción ni grandes chances de ser aceptado en el club más
conservador por ser considerado un “tibio”.

 

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René Zavaleta decía que Bolivia era la Francia de Sudamérica: allí la
política se daba en su sentido clásico, es decir, como revolución y
contrarrevolución. Pero el país vivió más de una década de estabilidad, un
periodo que puso en duda la vigencia del pensamiento de Zavaleta. En 2008
Evo Morales resolvió su pulso con las viejas élites neoliberales y
regionalistas que se habían opuesto a su asunción al poder y comenzó su
ciclo hegemónico: una década de crecimiento económico, de confianza del
público en su porvenir, de aprobación mayoritaria de la gestión
gubernamental; un mercado interno con grandes inversiones financiadas a
partir de ingresos extraordinarios en un tiempo de altos precios de las
exportaciones; y una mejora en el bienestar social.

 

Pero la rebelión volvió y se articuló con un movimiento conservador y
contrarrevolucionario. A diferencia de Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003,
Evo Morales no sacó al ejército a la calle. Movilizó a los militantes del
MAS, al tiempo que se expandió a través de las redes sociales y los medios
la imagen de las “hordas masistas” –ya no se puede decir campesinas o
indígenas–. El informe de la OEA sobre el resultado electoral, alertando
sobre alteraciones, minó la autoconfianza del oficialismo: perdió la calle y
las redes al mismo tiempo. Esta auditoría, que podría haber pacificado la
situación, fue rechazada por la oposición, que consideraba a Luis Almagro un
aliado de Evo Morales por haber avalado su repostulación. La organización
acaba de pronunciarse para rechazar “cualquier salida inconstitucional a la
situación”.

 

Una de las razones del insurreccionalismo es el caudillismo, esto es, la
ausencia de instituciones políticas consolidadas. No existe más que una
lógica inmediatista, de “suma cero”: se gana o se pierde todo, pero nunca se
busca acumular victorias y derrotas parciales con la vista puesta en el
futuro. Evo Morales no superó esa cultura y por eso buscó seguir en su
cargo: pero la oposición hasta ahora tampoco y emerge con otro “caudillo” de
derecha como Camacho. No sabemos qué futuro político le aguarda pero ya
cumplió una “misión histórica”: que las ciudades acaben con la excepción
histórica de un gobierno campesino en el país. No casualmente tras el
derrocamiento de Evo se quemaron Whipalas, bandera indígena transformada en
una segunda bandera nacional bajo el gobierno del MAS. Y adicionalmente,
sacar al nacionalismo de izquierda del poder: “echamos al comunismo”,
repetían los movilizados en las calles, algunos con Cristos y Biblias.

 

Bolivia no es solo el país de las insurrecciones, sino también de las
refundaciones. Solo la idea de una “refundación” permite cohesionar las
fuerzas que requieren las salidas insurreccionales y anular la influencia
social y política de quienes perdieron. Por otro lado, una “refundación”, y
la “destrucción creativa” de instituciones estatales y políticas que le es
consustancial, permiten una movilización de promesas y prebendas con la
dimensión que los nuevos ganadores requieren para “ocupar” (aprovechar)
verdaderamente el poder. Pero la paradoja es que el país cambia poco en cada
refundación. Sobre todo en términos de cultura política.

 

Ahora el péndulo quedó del lado conservador, veremos si la fragmentada
oposición a Evo Morales logra estructurar un nuevo bloque de poder. Pero las
heridas étnicas y sociales del derrocamiento de Evo serán perdurables. 

 

* Pablo Stefanoni, es jefe de Redacción de la revista Nueva Sociedad.  Y
vive entre Buenos Aires y La Paz. Fernando Molina es periodista, escritor y
colaborador del diario español El País.

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