Vidas sincronizadas/ La tentación del confinamiento [Santiago Alba Rico]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Abr 27 16:41:28 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

27 de abril 2020

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Vidas sincronizadas

 

La tentación del confinamiento

 

El capitalismo, que no piensa, es una estructura que nos obliga a pegarnos
voluntariamente un tiro en la nuca para mantener con vida una estructura de
la que dependemos para podernos pegar un tiro en la nuca unos días más

 

Santiago Alba Rico *

ctxt, 27-4-2020

https://ctxt.es/es/

 

Real, escribía hace unas semanas, es la independencia del mundo.

 

El ejemplo más banal es el hijo. Un hijo es real porque no se puede escapar
de él, porque no tiene final; porque no podemos querer –ni siquiera
imaginar– su final, aún más real que su existencia misma precisamente porque
su existencia es lo más real que existe. No se puede escapar de él; no
podemos desprendernos del hijo como de una tablet o de un coche viejo.
Nadie, que yo sepa, ha huido de un hijo que llora; es imposible, en efecto,
imaginar a una madre de cualquier sexo que, al oír llorar a su bebé, suelta
el pañal y huye escaleras abajo. Esa barbaridad pusilánime ni se nos pasa
por la cabeza. Si el niño llora en su cuna, acudimos a tranquilizarlo o a
alimentarlo o a cubrirlo con una manta. Es completamente real: sabemos que
no hay escapatoria.

 

Tampoco podemos escapar de los brazos del amado o de la amada. Y mientras
estamos ahí, “cual vid que entre el jazmín se va enredando”, nos decimos y
hasta lo decimos en voz alta: me pareces un sueño. Todas aquellas cosas de
las que no podemos escapar y de las que nos decimos que “parecen soñadas”
son reales. La realidad, cuando aparece, parece irreal, lo que no deja de
ser ilógico y extravagante. Porque al hijo lo hemos esperado durante nueve
meses, sabíamos de su inminente llegada, y, sin embargo, su nacimiento, su
existencia, su estancia repentina en el mundo nos parece completamente
inesperada. No nos lo esperábamos. Eso ocurre también, sí, con el amor, pero
asimismo, a escala colectiva, con la revolución, la guerra o la catástrofe.
Por eso mismo la realidad, cuando se presenta, lo hace al modo de un déjà
vu. Es inesperado el hijo que esperamos nueve meses; y también al revés, lo
inesperado, si comparece, revela hasta qué punto lo estábamos esperando.
Creo que todos tenemos la sensación de que estábamos esperando, sin saberlo,
esta crisis: nos sorprende justamente porque nos había sido anunciada. Y eso
explica en parte, más que el miedo o junto al miedo, la mansedumbre y el
sentido de la responsabilidad con que hemos aceptado el confinamiento.

 

La realidad, cuando aparece, parece irreal. ¿Pero qué ha aparecido en este
caso? ¿Y por qué nos parece irreal? 

 

Por primera vez nuestras vidas, todas las vidas, en Roma, Madrid, Túnez,
París, están sincronizadas por el virus. No ha ocurrido nunca antes. La
pandemia de coronavirus no es –ni mucho menos– lo peor que le ha ocurrido a
la humanidad, pero sí lo primero que le ocurre a la humanidad como
sujeto-especie consciente. La amenaza nuclear desde 1945 y el cambio
climático, anunciado desde los años 70 del siglo pasado, definía ya una
temblorosa Humanidad común, pero inalcanzable para la experiencia cotidiana.
Todas las catástrofes, hasta ahora, han sido “locales” o livianamente
ignoradas desde lejos. Lo mismo puede decirse de las revoluciones y de los
placeres. Por muchos millones de espectadores que vieran una final olímpica
o un Madrid-Barça, esa sincronización no era universal y además duraba, como
máximo, un par de horas. Por muchos millones de personas que murieran –y
mueran– en guerras y tsunamis esa experiencia era –y es– invivible fuera del
lugar de la tragedia, donde la realidad común se ciñe a un espacio limitado.
La sincronización entre las vidas que produce el virus es por primera vez,
precisamente, la vida. Nuestra vida. Nuestra nueva vida, volteada por el
virus y regulada por las medidas tomadas contra él. ¿Qué vida es ésta?

 

He dicho que hasta hoy la humanidad no había compartido nada. No es verdad.
Hay una cosa que  compartimos todos los humanos al mismo tiempo mientras
estamos vivos: la mortalidad. Ahora bien, de la mortalidad, como de la
miseria, sí podemos huir por procedimientos antropológicos, estupefacientes
o imaginarios; y eso es normal y casi bueno. Las sociedades humanas serían
inviables si estuviesen presididas por la conciencia inmediata de la muerte
individual; si escuchásemos sin parar el tic-tac de la degradación de los
órganos en nuestros cuerpos. Pero una cosa es no vivir ininterrumpidamente
la mortalidad, condición de la supervivencia, y otra muy distinta no tomarla
en cuenta ni siquiera delante de un cadáver. De hecho, si algo caracterizaba
a nuestras sociedades occidentales es que sus habitantes, más que compartir
la realidad de la mortalidad, compartían la ilusión de la inmortalidad, y
con tanta más seguridad cuanta más gente de otras razas u otras geografías
moría a nuestro alrededor. Y de pronto el virus y las medidas tomadas contra
él hacen que nuestras vidas sincronizadas se vean sincronizadas por la
realidad irreal de la mortalidad, así como por unas rutinas de confinamiento
que alteran de manera simultánea el tiempo individual y el tiempo del
capitalismo.

 

La cuestión es que esa realidad –como el sexo en la conocida película
japonesa El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima– se ha vuelto
completamente dominante, y ello hasta el punto de que no sólo ha desterrado
las ilusiones de la normalidad fantasiosa en la que vivíamos sino que ha
puesto fuera de juego, cautelarmente, todas las otras realidades. El 27 de
marzo, pocos días después del establecimiento del estado de alerta, en el
pueblo donde paso el confinamiento murió un hombre. Murió a sesenta metros
de mi casa, a dos calles de distancia. La sacudida de la noticia quedó
enseguida sumergida en una indiferencia fría y casi desdeñosa al enterarnos,
pocos segundos después, de que no había muerto a causa del coronavirus.
¡Había muerto asesinado a hachazos! Una noticia que en cualquier otro
momento habría conmovido y excitado a todos los habitantes del pueblo, y
habría generado habladurías febriles y estremecimientos numinosos, y
abundante amarillismo periodístico, nos dejó a todos indiferentes y –por qué
no decirlo– aliviados. Frente a la sincronía de la pandemia, esa muerte –tan
espantosamente real– era una muerte acrónica, a destiempo, que no
sincronizaba nuestras vidas sino que más bien las desajustaba de un modo
casi inoportuno y, por eso mismo, inatendible e irrelevante. Si no había
muerto por el virus, ¡es que no había ocurrido nada! Me acordé de las
primeras páginas de La montaña mágica, cuando Hans Castorp empieza a
“aclimatarse” al tiempo enfermizo del sanatorio, presidido por la sombra de
la Tuberculosis, que va deslizándose en todos los pulmones y que “distingue”
–pero como una distinción nobiliaria– a los residentes en tratamiento en la
Montaña de los banales hombres sanos del valle (“allá abajo”), donde se
muere siempre de otra cosa. Hasta tal punto el bacilo de Koch ha
sincronizado esas vidas descritas por Thomas Mann que, cuando uno de los
huéspedes acude a la consulta médica aquejado de una enfermedad fulminante
que lo matará sin remedio en pocos días, el dr. Behren le dice,
tranquilizador, tras examinarlo: “No tiene de qué preocuparse. No es
tuberculosis”. Cuando pase la pandemia, me temo, va a quedar un gran vacío
en nuestras vidas. Tendremos mono, por así decirlo, de realidad. Nos
encontraremos en un mundo vacío de acontecimientos que habrá que llenar de
nuevo en una sociedad inevitablemente transformada. ¿Lo haremos mejor que
antes? ¿Dejaremos entrar las otras realidades –desigualdades sociales,
guerras, catástrofes climáticas– que la ilusión de inmortalidad llamada
“normalidad” excluía o buscaremos y nos chutaremos dosis intensas de
irrealidad elitista o –del otro lado– de realidad salvaje, instantánea y
feroz? ¿Tantearemos una nueva sincronía plural o nos entregaremos al
“sálvese quien pueda” de las acronías paralelas y los destiempos sin nexo
(época neovieja de solitarios con mascarilla y comunidades enmascaradas y
autoconfinadas en identidades de grupo sin ventanas y con troneras)? 

 

Lo inquietante, en todo caso, es que esta “sincronizacion vital” sin
precedentes es indisociable de nuestra dependencia tecnológica, que el
confinamiento ha agravado, revelando todas sus ventajas y todos sus
peligros. La “conciencia de especie”, digamos, es digital y, por eso mismo,
impura, paradójica, llena de riesgos antropológicos. No sólo porque
económicamente estamos reforzando el capitalismo digital (Amazon y compañía)
sino porque esta dependencia consuma una tendencia o tentación de
confinamiento tecnológico ya presente en nuestras vidas “normales” de “allá
abajo”.  El confinamiento nos ha encerrado en el espacio físico, del que
huimos a través de los intestinos de la red, de cuya existencia sin
interrupciones dependemos para abastecernos no menos que para comunicarnos
con el exterior. Telatrabajamos, tele-estudiamos, telecompramos. Así que el
confinamiento, que entraña la posibilidad de recuperar el cuerpo y su
mortalidad, también induce la tentación de abolirlo definitivamente.
Especialmente las nuevas generaciones, nacidas y moldeadas en la “distancia
social” del móvil y la tablet, ¿sentirán la necesidad de volver a la calle
o, por el contrario, la infinita pereza de tener que afrontar de nuevo el
espacio lento y sin vida de las plazas, los autobuses, los cuerpos, las
montañas? En este sentido aún nos podría ocurrir algo peor que una pandemia:
y es un apagón informático, una catástrofe digital que nos confinara en
nuestros cuerpos y nos obligara, como en el neolítico, a usarlos para pedir
amor y pan. Imagino que en algún momento, antes de eso, cuando se levante el
confinamiento, habrá que hacer campañas de recuperación de la fisicidad; y
hasta montar piquetes revolucionarios –cuando ya no esté prohibido pero sí
mal visto– que agarren manos, roben arrimos y den palmaditas en la espalda a
conocidos y desconocidos. Habrá que ver asimismo cómo cambian las relaciones
sexuales. ¿Se producirá un estallido de sexualidad indiscriminada o, al
contrario, una inhibición onanista a la japonesa? Puede que, tras esta
experiencia, un cuerpo desnudo y cercano nos parezca demasiado “crudo”. Y
vestido demasiado desnudo.

 

¿Y el tiempo? El tiempo del aburrimiento es lento, es tiempo estancado en el
cuerpo, pero en la memoria, retrospectivamente, se percibe como tiempo
uniforme que ha pasado en un solo bloque y de una sola vez. El tiempo de la
aventura, de la variedad, del acontecimiento, es al contrario rápido, pero
en la memoria se presenta diferenciado, rico y denso. En cuanto al tiempo
del confinamiento, es paradójico: porque, encajonado o aprisionado en un
espacio estrecho, él mismo se vuelve espacio, de manera que se recorre la
jornada en los mismos cuatro pasos con que recorremos la habitación: de un
solo paso, sí, ha llegado la noche. ¿Y el tiempo de las nuevas tecnologías?
No es tiempo estancado y no es tiempo variado. Es el discurso mismo del
tiempo desplegado en una ráfaga erosiva, pulverizado en una aceleración de
fotogramas más rápidos que el universo. Hay memoria de la costumbre y hay
memoria de la aventura. No hay memoria del tiempo tecnológico. Internet es
un órgano rumiante que no distingue entre la ingestión y la evacuación. Y
una escupidera que no devuelve la saliva.

 

El capitalismo no es un sujeto y, por lo tanto, no piensa. Es una estructura
que determina los márgenes de intervención de los sujetos –y sus
pensamientos– y que se reproduce a su vez a través de las decisiones
individuales que moldea. Por este motivo se hace presente, de manera
simultánea, como un modo de producción, una civilización y una medida del
tiempo que, por su propia dinámica interna, ha acabado por ceñir los límites
mismos del universo, por fuera y por dentro: un estado del mundo y un estado
del alma, como diría Kafka. Por eso mismo, y al contrario que otros modos de
producción y otros modelos civilizacionales, ya no tiene exterior. No hay
ningún “afuera” en el que cultivar un huerto ni ningún desierto al que huir
de las tentaciones. Todos dependemos de él, los ricos y los pobres, los
veganos y los caníbales, los fachas y los comunistas. No cabe ya en él ni un
Thoreau ni un Unabomber. O mejor dicho, caben perfectamente en él, y con sus
extravagancias reproducen también esa estructura que no piensa ni desea pero
que aquilata nuestros pensamientos y deseos; y que no tiene ningún plan pero
que obliga a sus gestores y beneficiarios  –heterogéneos y pugnaces– a hacer
solo planes a muy corto plazo.

 

Que no piensa –y que sólo hace planes a corto plazo– se demuestra en el
hecho de que ha generado un sistema de dependencias que, como decía alguien
hace poco, no es ni viable ni transformable, y ello precisamente porque
convierte todas las bendiciones en maldiciones y todas las utopías en
distopías. Un ejemplo particularmente paladino es el del petróleo. Ayer leía
en la página The oil crash, de Antonio Turiel, una buena noticia, de la que
ofrezco aquí una versión muy simplificada y narrativa: el consumo del
petróleo ha disminuido en un 30% gracias a la pandemia y es muy probable que
su caída –tanto en consumo como en precio– se precipite en picado todavía
más. Esto debería ser saludable para el planeta y esperanzador para las
economías individuales. Pero resulta que no. Es una maldición. Porque el
capitalismo se ha preparado para producir petróleo, no para dejar de
producirlo, y hay que sacarlo de la tierra sin parar, a riesgo de que los
pozos se petrifiquen sin vuelta atrás; y el ya sacado no se puede almacenar
más de seis meses sin que su putrefacción genere más problemas ecológicos de
los que ahorra su combustión en el aire. Así que, con independencia ya de
los beneficios, la supervivencia material de todos depende de que minemos
sin cesar las condiciones materiales de supervivencia de todos. O de otra
manera: el capitalismo, que no piensa, es una estructura que nos obliga a
pegarnos voluntariamente un tiro en la nuca para mantener con vida una
estructura de la que dependemos para podernos pegar un tiro en la nuca unos
días más. 

 

Otro ejemplo –para terminar– es el de la medicina. Hace unos días leía con
inquietud un artículo de David Cayley, discípulo y amigo del teólogo y
filósofo Ivan Illich, en el que se resumían las advertencias recogidas en
Némesis Médica, un polémico libro de finales de los años 70 del siglo pasado
(1). Allí Illich exponía los peligros de la institución médica, a partir del
presupuesto de que todas las instituciones empiezan haciendo el bien y, si
no saben mantener el equilibrio, acaban haciendo el mal. La institución
médica, que nació para ampliar a todos los desconocidos –según su visión
religiosa– el radio de acción de la caridad cristiana, devino en la segunda
mitad del siglo XX un “sistema” autónomo y omniabarcante de anulación y
confiscación de los cuerpos, expropiados de sí mismos y de su propia muerte.
La medicalización de la vida se tradujo, según Illich, en una dictadura
iatrogénica; es decir, en una dictadura de los efectos colaterales negativos
de esta intervención médica masiva y minuciosa. Illich se refería no sólo a
las muertes en hospitales, por errores o infecciones adventicias, sino,
sobre todo, a la iatrogénesis social y cultural; al hecho, es decir, de que
los ciudadanos occidentales hemos puesto nuestras vidas –y nuestras muertes–
en manos de una Medicina a la que pedimos y que promete garantizarnos una
Seguridad Total; una Medicina “sistematizada” que busca anticiparse siempre
a todo riesgo y que, en nombre de la protección prospectiva, induce y
satisface “un deseo patológico de salud”, colaborando tentacularmente en lo
que Foucault llamó “biopolítica”. 

 

A partir de aquí, David Cayley cuestiona el modo en que se ha abordado,
desde este Sistema Médico, la pandemia del coronavirus, apostando de algún
modo por la necesidad de “correr riesgos” frente al confinamiento severo y
universal. No es que Cayley asuma la posición inicial de Trump o de Johnson.
Su texto es provocativo pero prudente. Lo que hace es utilizar las medidas
de los gobiernos –dictadas por expertos en epidemiología– para revelarnos
esta “dictadura médica” que venimos asumiendo desde hace años como natural y
beneficiosa, olvidando no sólo los miles de muertos de la iatrogénesis
clínica sino, sobre todo, la dejación de derechos existenciales que ella
entraña: de la farmacologización de la vida –de trágica vigencia– a la
muerte en residencias, en soledad y sin despedida ceremonial. Y Cayley se
pregunta si no habrá muchos abuelos que –como él mismo– elegirían, si se los
dejara, sacrificarse en favor de los más jóvenes: que elegirían, es decir,
la libertad de arriesgarse y morir en lugar del “confinamiento en la
supervivencia” impuesto por una Medicina que, en su afán de asegurar la
salud, reprime libertades antropológicas y metafísicas elementales. Este
derecho a la “libertad del riesgo”, por cierto, se ha hecho presente en
España estos días en las protestas de nuestros mayores, que exigen que no se
les excluya, por razones de edad, del futuro alivio del confinamiento y se
les reconozca, como ciudadanos mayores de edad, su derecho, no lesivo para
los demás, a salir a la calle –y exponerse, si así lo deciden– en igualdad
de condiciones que sus vecinos más jóvenes.

 

Illich y Cayley explican mucho mejor que yo algunas de mis reflexiones de
los últimos años. Lo único que le reprocharía a Cayley, quien por lo demás,
como digo, es bastante prudente en sus propuestas, es que la pandemia en
ningún caso ha permitido plantear una alternativa fuera del Sistema. Lo más
inquietante es que esta crisis ha revelado precisamente la ausencia de un
exterior y, en todo caso, la lucha entre dos Sistemas muy entrelazados o
–dicho del modo más rotundo– íntimamente conniventes, provisionalmente
separados por la disrupción de la pandemia. Cuando Trump cuestiona el
Sistema médico no lo hace desde el cristianismo illichiano sino desde el
Sistema capitalista neoliberal, que sería el que, en lugar del Médico y en
lugar del abuelo mismo, decidiría la cuestión de “qué hacemos con el
abuelo”. Por desgracia nos movemos en esta disyuntiva, pues hace tiempo que
hemos sobrepasado esa fase –“mesopotamia humana”, la llamaba yo,
“equilibrio”, dice Illich– en la que los seres humanos estaban lo bastante
dotados de cuerpo como para ver en el cuerpo mismo un equilibrio reñido
entre la vida y la muerte y no un “sistema” potencialmente confiado a la
eternidad y amenazado desde fuera por una muerte siempre injusta y –como el
dios de los judíos– ya casi innombrable. El cuerpo como “sistema”,
tecnológicamente explorado y vigilado, es nuda vida; el cuerpo previo al
sistema era tan vulnerable y friolero que sería un error echar de menos la
Peste Negra, pero integraba, en todo caso, la vida y la muerte en un solo
molde, confundidas en el mismo lecho. Antes del capitalismo, por así
decirlo, éramos bígamos: nos acostábamos con la vida y con la muerte al
mismo tiempo; y algo de eso habría que salvar al hilo de la crisis. Creo que
la obra de Illich es en estos momentos más valiosa que nunca, no para llamar
a dejar morir a los ancianos, claro, sino para entender ese contexto
sistémico en el que ya no está en nuestras manos decidir, en ningún campo,
sobre nuestros cuerpos. Y mucho menos sobre su final. Pero no nos
equivoquemos. Porque la alternativa real, al contrario de lo que piensa o
propone Cayley, no es “que decida el abuelo”. En estos momentos –incluso en
términos de modelo de Estado– el conflicto no se da entre dictadura médica y
libertad de morir; tampoco entre libertad de morir y dictadura de mercado.
Se da entre Dictadura Médica y Dictadura de Mercado. “Riesgos” y
“sacrificios” ya sólo los pide esa economía neoliberal que niega la
corporalidad misma que ella explota, distribuye y encadena. Frente a eso el
hospital público, incluso infradotado de recursos, se nos antoja Jauja y
Cucaña y Utopía. Habría que arrancar esos términos –como tantos otros– de
las manos de los neoliberales que citan a Adam Smith con el propósito de
destruir países enteros y devolvérselos a los “cristianos” como Illich y
Cayley. No vamos desgraciadamente por ese camino. No queremos ni riesgos ni
sacrificios y dejamos, por tanto, que se nos “arriesgue” y se nos
“sacrifique” (como ocurre estos días con los trabajadores no confinados o
despedidos). Por eso deberíamos aprovechar el confinamiento, que ha
desmedicalizado radicalmente nuestra vida cotidiana (porque nadie va ya al
hospital si no tiene el coronavirus y porque, según me cuenta un amigo
médico, ha disminuido drásticamente el número de ictus e infartos desde el
14 de marzo) para cuestionar también el Sistema Médico, basado en los
protocolos tecnológicos, las urgencias “masculinas” y la farmacologización
de la existencia. Ahora bien, para poder hacer eso no basta con oponerse al
Sistema Médico, que es sólo relativamente autónomo, y defender en su lugar
la medicina como ciencia y como arte; atrapados como moscas en la red de
dependencias de la civilización capitalista, sólo podremos desmedicalizarnos
–y recuperar nuestro cuerpo y su cónyuge la Muerte– si cuestionamos el
Sistema Capitalista, secuestrador de cuerpos y cuidados, que quizás es
contemporáneamente inviable e indestructible; que quizás sólo permite elegir
entre la protección institucional de vidas pasivizadas, con sus efectos
iatrogénicos a veces terribles, y la desprotección selectiva de la mayor
parte de la población.

 

Aferrémonos a este quizás con todas nuestras fuerzas colectivas. 

 

* Santiago Alba Rico, es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive
desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte
de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo).

 

Nota 

 

1) Se refiere al libro Némesis Médica. La expropiación de la salud, Barral
editores, Barcelona 1975. (Redacción Correspondencia de Prensa]

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