Brasil/ El verdadero peso de los militares. Equilibrios políticos en el gobierno Bolsonaro [Dossier]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Abr 30 13:36:26 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

30 de abril 2020

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Brasil

 

El verdadero peso de los militares en el gobierno Bolsonaro

 

El fusil detrás del trono 

 

Los uniformados dirigen sectores estratégicos de un Ejecutivo en crisis y
parecen tener la sartén por el mango en un momento de gran inestabilidad
política, agravada por la renuncia de Sérgio Moro y el avance del
coronavirus. La situación culmina un proceso de regreso militar a la
política brasileña que precede incluso a Bolsonaro. 

 

Marcelo Aguilar, desde San Pablo

Brecha, 24-4-2020

https://brecha.com.uy/

 

La renuncia de Sérgio Moro como ministro de Justicia es el hecho más
peligroso que ha debido enfrentar el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro.
El motivo de la dimisión, según el propio Moro, es que el presidente estaría
interfiriendo en la Policía Federal para proteger a sus hijos de
investigaciones judiciales. Tras la salida de Moro, Bolsonaro intentó,
sospechosamente, poner al frente de ese cuerpo a un amigo de su clan
familiar, Alexandre Ramagem, exjefe de inteligencia que coordinó la
seguridad de su campaña después del atentado que sufrió en 2018. Esta semana
el Supremo Tribunal Federal suspendió provisoriamente esa nominación.

 

Visto como un paladín de la justicia por amplios sectores de la sociedad
tras su actuación en la operación Lava Jato –y a pesar de las denuncias de
flagrante irregularidad sobre la forma en la que la condujo (véase
“Operación Vaza Jato” y “Un héroe del engaño”, Brecha, 14-VI-19 y05-VII-19,
respectivamente)–, Moro actuaba como una “reserva moral” dentro del
gobierno. Pero se fue pateando la puerta, y sus denuncias propiciaron la
apertura de una investigación judicial contra el propio presidente. El
relator de esta causa, el magistrado Celso de Mello, también deberá decidir
sobre un pedido de que la Cámara de Diputados comience un proceso de
impeachment contra el mandatario. Aunque el presidente de la Cámara, Rodrigo
Maia –quien tiene una relación bastante tensa con el Ejecutivo–, intenta
calmar los ánimos y señala que la prioridad debe ser combatir el
coronavirus, ya hay rumores de movimientos tras bastidores en torno al
vicepresidente, Hamilton Mourão.

 

El propio Carlos Bolsonaro, uno de los hijos del presidente, sembró
sospechas a comienzos de mes sobre las intenciones del general Mourão cuando
cuestionó su reciente reunión con Flávio Dino, gobernador del estado de
Maranhão y dirigente del Partido Comunista del Brasil. Dino es la cara más
visible de la oposición de izquierda a Bolsonaro entre los gobernadores, un
grupo en el que Bolsonaro también tiene oponentes de derecha, como el
paulista João Doria (del Psdb), quien lo apoyó en su elección con el eslogan
“Bolsodoria” y ahora, en defensa de Moro, lo tachó de “virus”.

 

La hora verde 

 

En este escenario de crisis, todas las salidas posibles parecen beneficiar a
un mismo actor: las Fuerzas Armadas. Para André Ortega, periodista y
coautor, junto con Pedro Marín, del libro Carta no coturno: a volta do
partido fardado no Brasil, lo que está en juego por estas horas es qué
camino tomarán los militares: si mantener a Bolsonaro o sacarlo de en medio.
“Sacarlo puede iniciar un nuevo ciclo de inestabilidad y que la cosa se les
vuelva en contra. Mantenerlo, en cambio, los hace aparecer como el freno
noble del gobierno”, señaló a Brecha.

 

Bolsonaro se comporta como un vándalo, dijo Ortega, y eso les permite a los
militares aparecer como guardianes no sólo de las instituciones
democráticas, sino de la propia racionalidad. “Eso es muy positivo para
ellos”, opinó el analista, porque difumina la responsabilidad de haberlo
ayudado en las elecciones y participar en su gobierno. “Al mismo tiempo, si
Bolsonaro gana fuerza con su politiquería de extrema derecha, también les
sienta bien, porque la base del presidente pide un golpe militar, por lo que
no habría cómo prescindir de ellos”, añadió. Y si de todos modos ganara
espacio el impeachment, la asunción legal del general Mourão concretaría lo
que ya es una realidad evidente: los militares están al mando.

 

Esta situación, lejos de ser inédita en la historia de Brasil, hunde sus
raíces en aspectos estructurales del país. Ortega recuerda que “existe una
larga relación entre el poder político y el poder militar que antecede la
concepción de la doctrina de la seguridad nacional de la Guerra Fría y el
golpe de Estado de 1964, y que viene de la proclamación de la república
[1889], con el Ejército en una posición de tutela de los gobiernos civiles y
el proceso político”. Esa relación ha venido acompañada de una
autopercepción militar “que justifica ese intervencionismo sobre la base de
que el Ejército es la institución más desarrollada del país y la única capaz
de reflejar la identidad brasileña: recluta a personas de todos los Estados
y todas las razas, y tiene una oficialidad profesional y patriótica que
impediría procesos políticos que comprometieran la integridad territorial”.

 

Para el antropólogo Piero Leirner, especialista en estrategia militar de la
Universidad Federal de São Carlos, más que una tutela militar del sistema
político brasileño, lo que hay es una domesticación: “La idea de que la
política debe ser una extensión del cuartel por otros medios, que coloca a
los militares en el papel de garantes de poner la casa en orden”. Según el
exministro de Defensa Celso Amorim, en tanto, en Brasil “hay una fragilidad
intrínseca de la representación política, lo que genera en las clases
dominantes, cuando están perdiendo hegemonía, la tentación de recurrir a los
militares”. “Y ellos, por su historia, siempre se han mostrado dispuestos a
actuar”, dijo Amorim a Brecha.

 

Los dueños de la pelota 

 

“Cuando Bolsonaro asumió, ya existía un statu quo con el cual los militares
aparecían muy fortalecidos. Habían conseguido, con Etchegoyen, reestructurar
el servicio de inteligencia y ya participaban de forma activa en la
política, tanto en las elecciones como en lo relativo al proceso judicial de
Lula”, señaló Ortega. “No es Bolsonaro quien les da el papel protagónico: él
es la coronación de un proceso. Asume íntimamente relacionado a ese statu
quo previamente alcanzado”, agregó.

 

Desde que nombró su gabinete, Bolsonaro evidenció el gran protagonismo que
tendrían los militares. Entre los uniformados elegidos había algo en común:
su participación en las fuerzas de la Minustah en Haití (2004-2017), que
Brasil dirigió. Augusto Heleno –nuevo director del Gsi– fue el primer
comandante de esa misión de ocupación entre 2004 y 2005, y dirigió las
operaciones en Cité Soleil, barrio de la capital Puerto Príncipe, que fueron
catalogadas como masacre por varios organismos de derechos humanos. El
ministro de Defensa, Fernando Azevedo e Silva, estaba en aquel entonces bajo
las órdenes de Heleno. Luiz Eduardo Ramos, actual secretario de gobierno
–cargo que, entre otras cosas, controla la comunicación del gobierno y el
programa de inversiones público-privadas en el área de infraestructura–,
dirigió la Minustah entre 2011 y 2012. Desde junio, Ramos sustituye en esa
secretaría al general Carlos Santos Cruz, que dirigió la fuerza de ocupación
entre 2007 y 2009. También el ministro de Infraestructura, Tarcísio Gomes de
Freitas, estuvo en el país caribeño. Por su parte, el último comandante de
la Minustah, en el período 2015-2017, Ajax Porto Pinheiro, es actualmente
asesor especial del presidente del Supremo Tribunal Federal, cargo que
anteriormente ocupó Azevedo e Silva.

 

Como culminación de este proceso, en febrero de este año, Bolsonaro anunció
que el nuevo jefe de la Casa Civil –un cargo que en Brasil equivale al de
jefe de gabinete– sería el general Walter Braga Netto, hasta ese mismo día
jefe del Estado Mayor del Ejército y responsable de dirigir la intervención
militar de 2018 en Rio de Janeiro (véase columna de Barceló, López Burian y
Vitelli). Braga Netto fue elegido por Bolsonaro para comandar el comité de
crisis ante la pandemia de coronavirus.

 

Primero sacamos a Dilma

 

La espiral de ascenso de la influencia militar en la política brasileña, que
alcanzó su ápice con la elección y asunción de Bolsonaro como presidente de
la república, viene de antes. La elección de Dilma Rousseff como presidenta
en 2011, su accionar al frente del gobierno y su destitución fueron
determinantes para conformar el escenario actual. Ya desde un comienzo, en
filas militares no había gustado la designación de Rousseff como candidata
del PT. “Que Lula hubiera nombrado como sucesora a una desconocida, a la que
encima los militares identificaban con la militancia armada contra el
régimen militar, fue para ellos una confirmación de que el PT quería
construir una especie de socialismo gramsciano en América Latina”, dijo
Leirner a Brecha.

 

El académico apuntó, además, a la reacción militar contra la creación, por
el primer gobierno de Dilma, de la Comisión Nacional de la Verdad (Cnv), que
tiene el fin de investigar las violaciones de derechos humanos entre
setiembre de 1946 y octubre de 1988, período que comprende los 21 años de
dictadura militar en Brasil. “La Cnv fue leída por los militares como un
proyecto de reescritura de la historia, en el que el papel de ellos, en ese
plano de ‘dominación gramsciana’, sería definitivamente el de los derrotados
morales. Eso reactivó en los militares la idea de que habían ganado ‘la
guerra’, pero estaban perdiendo feo la batalla por la memoria”. Amorim, que
en ese momento estaba al frente de la cartera de Defensa, confirmó a Brecha
que la Cnv fue la medida tomada por el gobierno del PT que generó más ruido
en la interna militar. Leirner añadió: “A partir de entonces las cúpulas
empezaron un intenso trabajo de bombardeo ideológico en toda la cadena de
mando, desencajonando varias teorías de la Guerra Fría y actualizándolas con
ropaje posmoderno, como en el caso de llamadas ‘teorías de la guerra
híbrida’”.

 

“Apenas un mes después de consumada la reelección de Dilma en 2014,
Bolsonaro ya hacía campaña en los cuarteles para 2018”, señaló Leirner.
Afuera, Aécio Neves, candidato perdedor de la elección por la derecha
tradicional, decía en su primer discurso que lo habían votado 51 millones de
brasileños que no aceptaban más ver a Brasil “capturado por un partido y un
proyecto de poder”.

 

En otra acción que incomodó mucho a los militares, en octubre de 2015, en el
marco de una reforma que redujo de 39 a 31 las carteras del Ejecutivo, Dilma
le retiró el carácter de ministerio al Gabinete de Seguridad Institucional
(Gsi), que, entre otras atribuciones, tenía el comando de la Agencia
Brasileña de Inteligencia. El resto de la partida se jugó en los bastidores
del Congreso y en las calles: apoyado masivamente por sectores mediáticos y
empresariales y fogoneado por grupos como el Movimiento Brasil Libre,
financiado por think tanks neoliberales apoyados por Washington, se
consolidó el lema “Primeiro a gente tira a Dilma”: sacar a la presidenta a
cualquier precio como requisito para salvar Brasil.

 

La restauración 

 

En mayo de 2016, unos cuatros meses antes de que se confirmara la
destitución de Dilma por el Congreso, y en una de sus primeras medidas como
presidente interino, Michel Temer devolvió el carácter de ministerio al Gsi
y puso para dirigirlo al hasta entonces jefe del Estado Mayor del Ejército,
el general Sérgio Etchegoyen.

 

Los Etchegoyen son una familia con larga tradición militar y de injerencia
en la política. Participaron de los levantamientos tenentistas de los años
veinte y del golpe de 1964 (véase recuadro). Sérgio, que no llegó a
participar de esas lides, había sido, en cambio, el primer general en
actividad en manifestarse contra la Cnv durante el gobierno de Rousseff. El
informe final de la comisión responsabilizaba a su padre, Leo Guedes
Etchegoyen, junto con otros 376 militares y civiles, de violar los derechos
humanos durante la dictadura. Amorim contó que le sorprendió que Dilma lo
nombrara jefe del Estado Mayor, pero agregó: “[El general] gozaba de fama
como intelectual militar y había asesorado a mi antecesor en el ministerio
en la elaboración de la estrategia nacional de defensa”.

 

Para Ortega, en los años que siguieron a la caída de Rousseff “la
inestabilidad generada por el impeachment y la constante atmósfera de
excepción permitió a los militares empezar a hablar más alto: cuanto más
caos, más poderosos resultan”.A pesar de ser el blanco de un sinfín de
denuncias de corrupción y de presenciar el arresto de una parte de su
círculo más próximo, Temer se mantuvo en el poder. Etchegoyen tuvo bastante
que ver con eso. Durante aquellos años hubo intervenciones federales
militares en Rio de Janeiro, Espírito Santo y Roraima, y fue asesinada
Marielle Franco, militante crítica de esas acciones. Además, Temer se vio
amenazado en junio de 2018 por una huelga de camioneros que paró el país.
Quien coordinó la respuesta a esa huelga fue Etchegoyen, que implantó
operaciones de “garantía de la ley y el orden” con el despliegue de las
Fuerzas Armadas. Todo esto le valió al general convertirse en el
protagonista de los momentos más álgidos de la crisis constante que
significó la administración de Temer.

 

Por aquellos días se dio también otro episodio de protagonismo militar. Ante
la posibilidad de que el Supremo Tribunal Federal otorgara un hábeas corpus
al expresidente Lula, entonces candidato a la presidencia y detenido por
supuesta corrupción, el comandante de las Fuerzas Armadas, Eduardo Villas
Bôas, escribió un tuit en “repudio a la impunidad” y remarcó que el Ejército
estaba “atento a sus misiones institucionales”. Tiempo después el propio
Villas Bôas dijo a Folha de São Paulo: “Ahí trabajamos conscientemente,
sabiendo que estábamos al límite. Sentimos que la cosa se nos podía salir de
control si yo no me expresaba”, y afirmó que era “mejor prevenir que
remediar”. Lo cierto es que la Justicia finalmente envió a Lula a prisión y
le imposibilitó participar de la votación, y el capitán retirado Jair
Bolsonaro ganó. Y con él, los militares. 

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Desde siempre

 

El Ejército brasileño se formó durante la guerra de independencia de
Portugal, a comienzos del siglo XIX. De ahí en más, los militares siempre
participaron en la política de alguna forma. Entre 1922 y 1924, militares de
varios estados descontentos con la situación política del país se levantaron
contra el gobierno federal en un movimiento que se conoció como
“tenentismo”, por incluir en su mayoría a jóvenes tenientes. Buscaban
políticas más consistentes para las Fuerzas Armadas y reformas en la
estructura de poder del país, dominado por la llamada “política del café con
leche”, que alternaba en el dominio del país representantes de las
oligarquías de São Paulo y Minas Gerais.

 

Del tenentismo surgió, entre otras cosas, la columna liderada por el capitán
Luiz Carlos Prestes, que recorrió casi 25 mil quilómetros y 13 estados del
país con la exigencia del voto secreto, la universalización de la enseñanza
pública y el fin de la miseria que agobiaba a los sectores populares. Muchos
de estos militares, como el propio Prestes, se acercaron luego a ideas
comunistas, y otros tantos apoyaron a Getúlio Vargas. En 1935, una
insurrección comunista planificada por el Comintern para instaurar una
República Popular y Socialista en Brasil –que tenía como dos de sus figuras
centrales a Prestes y a la militante alemana Olga Benario– fue masacrada por
los militares. Pueden rastrearse en esa época algunas de las raíces del
persistente anticomunismo del Ejército. Para Celso Amorim, ministro de
Defensa entre 2011 y 2014, en aquel momento “las únicas fuerzas capaces de
organizar el país eran el Partido Comunista y el Ejército, lo que los
enfrentó desde un principio; a partir de entonces los militares siempre
tuvieron aversión por la izquierda”. Con la Guerra Fría, este sentimiento se
agudizó y condimentó el caldo que terminó con el golpe de Estado de 1964, 21
años de dictadura militar y persecución política.

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Los equilibrios políticos en el gobierno de Bolsonaro

 

Donde mandan generales, no manda capitán 

 

Nastalia Barceló/Camilo López Burian/Marina Vitelli

Brecha, 30-4-2020

Con la asunción, el 18 de febrero de 2020, del general Walter Braga Netto
como jefe de la Casa Civil, los militares terminaron de consolidar su
posición central en el gobierno brasileño. Desde el fin de la última
dictadura ese cargo no era ocupado por un militar. Es una posición
eminentemente política y se ocupa, entre otras tareas, del relacionamiento
de la Presidencia tanto con su gabinete como con el Parlamento. Braga Netto,
que desde marzo de 2019 se desempeñaba como jefe del Estado Mayor del
Ejército, la asumió antes de pasar a retiro el 29 de febrero.

 

Esto ocurre en un momento de transformación del sistema político brasileño.
Podría pensarse la elección de 2018 como el fin de un ciclo, iniciado con la
Constitución de 1988 en pleno proceso de redemocratización. Tras los
comicios, los tres principales partidos políticos perdieron representación
parlamentaria, y el Partido de la Social Democracia Brasileña (Psdb) y el
Movimiento Democrático Brasileño (Mdb) fueron los principales perjudicados.
Mientras que la derecha tradicional fue desplazada por una derecha más
radical, el Partido de los Trabajadores (PT) se mantuvo como principal
fuerza política de la izquierda brasileña. En tanto, el Partido Social
Liberal (Psl), que albergó a Bolsonaro como candidato, pasó de tener dos
diputados, entre 2014 y 2018, a tener 52. En la disputa por el Poder
Ejecutivo se rompió la lógica de polarización entre el Psdb y el PT, a la
vez que el Mdb vio disminuida su votación. El sistema nacido en 1988 recibió
un fuerte golpe.

 

Dos factores, interconectados entre sí, afectaron la política brasileña para
ambientar los resultados señalados. Por un lado, la conducción de la
operación de combate a la corrupción conocida como Lava Jato(2014), que
mostró la politización de las decisiones judiciales y contribuyó a la
generación de desconfianza y rechazo a los políticos en la sociedad
brasileña. Por otro lado, los costos de la estrategia del Psdb y del Mdb
durante el impeachment presidencial a Dilma Rousseff en 2016, que ha sido
visto como un “golpe parlamentario” por importantes referentes de la ciencia
política brasileña. La posterior participación de estos partidos en el
gobierno interino de Michel Temer, que se convirtió en el más impopular en
la historia de Brasil, perjudicó aun más la imagen de la derecha
tradicional.

 

Estas transformaciones en la derecha brasileña se enmarcan en un contexto de
crisis de la globalización, cuyo mojón es la crisis de 2008. El fin de este
ciclo histórico y de su orden hegemónico, que llegó a Brasil, como al resto
de América Latina, con el fin del auge de las commodities,afectó a las
elites cosmopolitas de derecha e izquierda. Esta gran crisis del capitalismo
global se entrelazó con la emergencia de emprendedores políticos de derecha
antiglobalista. Estos neopatriotas, al decir del politólogo español José
Antonio Sanahuja, movilizan a los perdedores –reales o autopercibidos– de la
globalización, especialmente a clases medias y medias bajas, articulando un
discurso nacionalista, soberanista, mediante liderazgos cesaristas y
retóricas antielitistas y en algunos casos, particularmente en la región,
con estrechas asociaciones con actores religiosos que reivindican valores
“tradicionales”. Bolsonaro es el más plebeyo de esta familia, ya que no es
un millonario ni un político destacado como en otros casos, y en esa clave
se contacta con las masas.

 

Solo contra todos 

 

Con el apoyo de las bancadas del agronegocio, la evangélica y la que
promueve la mano dura y representa los intereses de la “familia” militar y
de la policial, podría tener apoyo suficiente para gobernar en articulación
política con el Poder Legislativo. De los 513 diputados, 360 podrían
apoyarlo, mientras que solamente 153 son claramente de oposición. Con este
escenario, podría reclutar hasta dos tercios de los votos del Congreso y
realizar cambios institucionales muy importantes. Sin embargo, en vez de
hacer “política”, Bolsonaro confronta con el Parlamento, bajo el argumento
de oponerse a la “vieja política”, y no negocia apoyo parlamentario por
cargos y recursos.

 

Después de un año y medio en el poder, la conducta del presidente evidencia
rasgos iliberales y autoritarios. Bolsonaro se alejó del Psl en el marco de
una lucha por el control de los fondos partidarios y la nominación de
candidatos. El bolsonarismo, sin partido, intentó fortalecer al presidente a
partir de la construcción de un movimiento popular de extrema derecha, algo
que no logró cristalizar. Cuando el mandatario intentó crear su propio
partido, Alianza por Brasil, de las 491.900 firmas requeridas, fueron
presentadas sólo 80 mil y apenas 6.600 fueron aprobadas por el Tribunal
Supremo Electoral. Este fracaso significó la imposibilidad de estructurar un
movimiento bolsonarista que fortaleciera políticamente al presidente y le
permitiera profundizar su acción. Sin embargo, sin los apoyos requeridos, el
presidente sin partido sigue enfrentado al Poder Legislativo y al Judicial,
a los gobernadores y a los grandes medios de comunicación. Eso lo hace cada
vez más dependiente de las Fuerzas Armadas para mantenerse en el poder.

 

Como señaló recientemente el sociólogo y politólogo brasileño Alexandre
Fuccille, los militares parecen no querer hacerse directamente con el poder,
como en 1964. Sin embargo, esto no implica que la influencia militar sobre
la política no avance. Con la sustitución del civil Onyx Lorenzoni en
febrero de 2020 por el general Braga Neto en el Ministerio de la Casa Civil
se completó un cuadro militar que compone el núcleo duro del gobierno.
Aunque junto a él convive otro núcleo de ministros fuertemente ideologizados
y cercanos al presidente y su familia, los cuatro ministros alojados en el
Palacio de Planalto, que comparten sede con el presidente, son militares
(véase nota de Marcelo Aguilar).

 

Una mirada más amplia del gobierno muestra militares o personas vinculadas
al mundo militar en varios cargos ministeriales (Defensa; Ciencia,
Tecnología, Innovación y Comunicaciones; Minas y Energía; Transparencia,
Fiscalización y Control, e Infraestructura) y de alta relevancia política,
como el portavoz de la Presidencia. Un denominador común de muchos de ellos
es su relación con el general Augusto Heleno, primer comandante militar de
la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah). Los
Heleno Boys, por llamarlos así, ocupan un lugar central en el gobierno.
Durante la pandemia se han posicionado en ocasiones de manera diferente a
Bolsonaro, encauzando su acción, sin por ello retirar el apoyo al
presidente, quien minimizó el peligro de la enfermedad reiteradas veces. El
24 de marzo, el comandante del Ejército, general Edson Leal Pujol, señaló
que el enfrentamiento a la pandemia podría ser “la misión más importante” de
su generación, planteo que Bolsonaro hizo suyo, días después, al reconocer
la gravedad de la situación.

 

Por otra parte, en enero de 2018, el general Hamilton Mourão, actual
vicepresidente de la República, asumió la presidencia del Club Militar con
el objetivo de organizar, desde el Ejército, un frente de candidatos. Mourão
sería el sucesor de Bolsonaro en caso de su salida del cargo, pero debe
recordarse que él no fue la primera opción que se manejó como vicepresidente
en la campaña y parece no recoger todos los consensos del ala militar del
gobierno.

 

Transición eterna 

 

La injerencia de los militares en la política no es un asunto nuevo en
Brasil. Como explica el doctor en filosofía política Héctor Saint-Pierre, en
la redemocratización posdictadura las Fuerzas Armadas consiguieron preservar
prerrogativas y niveles de autonomía que les permitieron identificar fisuras
en el escenario nacional y disputar protagonismo político en las decisiones
gubernamentales. O como sostiene el politólogo brasileño Samuel Soares, si
atendemos la cuestión militar, en Brasil hay una eterna transición a la
democracia, o la propia democracia está obstruida.

 

El historiador José Murilo de Carvalho, reflexionando desde la historia de
las instituciones, visualiza un papel moderador de las Fuerzas Armadas que
le hace pensar en Brasil como una república tutelada. Esta función tutelar
es bidimensional: veto y protección. La segunda dimensión parece estar
operando de forma más visible que la primera. Probablemente porque, como
señala Suzeley Kalil Mathias, profesora de Ciencias Políticas de la
Universidade Estadual Paulista, las discrepancias entre los militares y el
presidente son “más de forma que de contenido”.

 

Ahora que, tras la renuncia de Sérgio Moro al ministerio de Justicia, las
bases materiales para iniciar un proceso de impeachment parecen colocarse
sobre la mesa, Bolsonaro busca negociar con la derecha tradicional para
impedir el avance del proceso, especialmente con quienes garantizaron la
elección de Rodrigo Maia como presidente de la Cámara de Diputados. Los
principales medios de comunicación, en una muestra de apoyo a Moro, piden
investigar al presidente, mientras que el exjuez de Curitiba podría verse
como una candidatura atractiva para 2022, tanto para los lavajatistas como
para una derecha globalista como la que apoya al ministro de Economía, Paulo
Guedes. Desde que el superintendente de la Policía Federal de Rio Janeiro,
Ricardo Saadi, fue destituido a pedido del presidente, la posible salida de
Moro ya recorría los bastidores del poder. En vez de intentar recomponer con
uno de los ministros más fuertes de su gobierno, Bolsonaro, que aún mantiene
un tercio de la opinión pública de su lado a pesar del deterioro de su
popularidad, optó por continuar acelerando el proceso de descomposición de
la coalición que lo llevó al poder. En este escenario cabe preguntarse: ¿Los
militares seguirán sosteniendo a Bolsonaro?, ¿el resto del sistema iniciará
un embate contra el presidente? La posición de los militares parece ser
clave. El futuro es de incertidumbre.

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