México/ La tierra en préstamo: una gramática de la violencia [Juan Villoro]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Ago 4 07:15:38 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

4 de agosto 2020

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México



La tierra en préstamo: una gramática de la violencia en México



El hallazgo de un inmenso altar fúnebre azteca permite reflexionar sobre las
urgencias actuales sin fantasías atávicas pero con un nítido sentido de la
historia y los desafíos del presente.



Juan Villoro, Ciudad de México *

The New York Times, 28-7-2020

https://www.nytimes.com/es/



México vive la peor violencia desde la Revolución (1910-1920); sin embargo,
en su primer informe de gobierno, el presidente Andrés Manuel López Obrador
dedicó 40 segundos al tema.



El crimen organizado ocupa el territorio y diversifica su economía. A la
piratería, el secuestro, la trata y el narcotráfico, añade el robo de
combustible, los narcocréditos, la agricultura de exportación, la minería,
el control del agua, el cobro de derecho de suelo e incluso prácticas
clientelistas como el reparto de alimentos y medicinas.



La soberanía nacional es relativa, según confirmó el periodista de El País
Jacobo García en su alucinante viaje por la región de Michoacán, donde se
cultiva el 70 por ciento de la producción mundial de aguacate: “La carretera
de la muerte no es la que recorre Los Andes o la ladera de los Anapurna,
sino los 36 kilómetros que unen Jalisco y Michoacán a través de Jilotitlán”,
escribió en septiembre de 2019, luego de recorrer parajes que le recordaron
escenas de guerra en Siria, Irak y Afganistán.



El país se desgaja sin una política de seguridad que haga frente a la
situación. López Obrador cortó con las fallidas estrategias anteriores,
medida imprescindible, pero los asesinatos aumentan. ¿Hay salida? La
respuesta equivale a un vacío: 40 segundos de informe presidencial.



Mientras esto sucede, los arqueólogos hallan restos del imperio azteca que
remiten a una violencia remota. ¿Podemos vernos reflejados en esos saldos
del origen como si nos asomáramos al Espejo Humeante de Tezcatlipoca, Señor
de la Fatalidad, donde el ser humano debía escrutar su condición
inescapable?



Una torre de cráneos



La Ciudad de México tiene otra ciudad bajo la tierra. Por códices
prehispánicos y crónicas de frailes y conquistadores, los arqueólogos saben
de la existencia de sitios que no han sido explorados.



La céntrica calle de República de Guatemala se extiende sobre la antigua
ruta sagrada de la muerte. Ahí se encontraba el juego de pelota azteca,
donde el perdedor era ofrendado a los dioses, y en 2006 ahí fue hallada la
efigie de Tlaltecuhtli, deidad dual, masculina y femenina, que devora las
inmundicias y da a luz nueva vida.



En 2015 se descubrió el vestigio más importante en la relación de los
antiguos mexicanos con la muerte: el tzompantli, inmenso altar de cráneos.
En el número 24 de Guatemala la remodelación de una casa confirmó que
excavar en esa parte de la ciudad es una arqueología accidental. En este
caso, se encontró la base de una torre de cráneos consagrada a
Huitzilopochtli, dios del sol y la guerra. Durante la conquista, Andrés de
Tapia, soldado de Hernán Cortés, creyó distinguir ahí 136.000 cráneos y el
fraile Diego Durán, 80.000, cifras seguramente exageradas por el temor
reverencial que provocaba esa empalizada fúnebre. En Muerte a filo de
obsidiana, Eduardo Matos Moctezuma, quien condujo la exploración del Templo
Mayor, define al tzompantli como “la manifestación más evidente del control
político-religioso” que la jerarquía de sacerdotes y militares ejercía sobre
su propio pueblo.



A partir de octubre de 2016, el arqueólogo Raúl Barrera se hizo cargo de los
trabajos en Guatemala 24. El sitio aún no ha sido abierto al público, pero
pude visitarlo el 16 de noviembre de 2017, dos meses después del terremoto
que derribó numerosos edificios en la ciudad. La casona colonial resistió de
milagro los embates telúricos y la excavación en el sótano. Vigas de madera,
dispuestas en equis, apuntalan los muros. A unos metros, el Museo del Templo
Mayor muestra una representación en piedra del tzompantli. Esa asombrosa
geometría de la muerte no deja de ser abstracta. El enjambre de cráneos que
sale del lodo en Guatemala 24 no suplanta un hecho; lo constata: miles de
cuencas vacías escrutan la nada desde hace quinientos años.



De acuerdo con Barrera, la mayoría de los sacrificados eran cautivos de
guerra y se llegaron a incluir cráneos de españoles. La principal revelación
de campo ha sido que, aunque el 75 por ciento de los restos pertenecen a
hombres, el 25 por ciento es de mujeres y niños. En la economía sacrificial
de los aztecas, destinada a pacificar dioses veleidosos, había que ofrendar
prisioneros, pero también prescindir de lo más querido. La vida no se
despreciaba; aumentaba de valor al entregarse de ese modo.



La torre de cráneos semidescarnados de casi cinco metros de diámetro
realzaba el poder político-religioso en Tenochtitlan. Una ciudad de
alrededor 250.000 habitantes confluía en ese escenario. Ante ese trato con
la muerte, conviene recordar lo que Georges Dumézil escribió a propósito de
las “rarezas” del pasado: interpretar los “hechos religiosos arcaicos” en su
justa dimensión implica prescindir de “las ideas bárbaras y engañosas que
las escuelas imaginan”. En La muerte entre los mexicas, Matos Moctezuma
entiende así el tzompantli: “Los dioses, a veces beligerantes, a veces
benévolos, deberán ser ofrendados por diversos medios para que jueguen un
papel que tienen encomendado dentro de la estructura universal. Entre lo más
preciado que el hombre posee está el hombre mismo, de allí que el sacrificio
de su vida conlleve, en buena medida, la continuación del movimiento por
medio del cual hay vida”.



Hace unos días le pregunté a Matos Moctezuma sobre la cantidad de cráneos
que esperan hallar en el tzompantli: “Un cálculo preliminar podría dar unos
2000 cráneos, pero Raúl Barrera cree que podrían ser 5000, y hay que
recordar que se iban quitando algunos y colocando otros nuevos”, comenta.



Toda estadística fúnebre es excesiva: cada hueso constata un fin
irreparable. Los cráneos ensartados en el tzompantli integran un ábaco de
ofrendas a los dioses. Aunque no es fácil contemplarlo, responde a un
significado; el sacrificio era una plegaria: alimentaba al sol para que no
dejara de brillar.



En Guatemala 24 la tierra conserva la humedad de la laguna que fue sepultada
para edificar la Ciudad de México. Ahí, los siglos enrarecen el aire y los
cráneos enrarecen el presente. El mundo del sacrificio azteca nos resulta
ajeno, pero hay claves para entenderlo. En comparación, el México
contemporáneo es más absurdo. ¿Cómo explicar un país de fosas clandestinas
(más de 3000 en los últimos 14 años) donde se muere sin otra causa que el
despojo?



150 disparos en tres minutos



El 26 de junio, a las 6:35 de la mañana, un camión bloqueó Paseo de la
Reforma, emblemática avenida de la Ciudad de México, y 28 sicarios
balacearon el coche de Omar García Harfuch, secretario de Seguridad
Ciudadana. Viajaba con dos escoltas que fallecieron, al igual que una
vendedora que pasaba por la zona. García Harfuch sobrevivió gracias al
blindaje nivel 5 plus del vehículo. Tres horas después del atentado escribió
en Twitter: “Esta mañana fuimos cobardemente atacados por el CJNG (Cártel
Jalisco Nueva Generación)[…], tengo tres impactos de bala y varias
esquirlas”.



Los atacantes fueron repelidos por cuatro guardaespaldas que iban en otro
coche, que quedó fuera del cerco de fuego, y por patrullas que llegaron un
minuto después. Veintiún sospechosos han sido arrestados. El atentado fue un
notable fracaso, pero lo que llama la atención no es la impericia de quienes
dispararon más de 150 balazos sin dar con su objetivo, sino su
espectacularidad, el despliegue teatral de la osadía. La prioridad no era
asesinar, sino demostrar que eso es posible en el corazón de la capital
mexicana.



En sintonía con esta estrategia, el 17 de julio circuló un video en el que
el Cártel Jalisco Nueva Generación despliega sus tropas. La cámara recorre
una larguísima fila de vehículos pintados de camuflaje. En cada portezuela,
una calavera y las siglas CJNG acreditan al “grupo de élite”. Un ejército
encapuchado alza el puño y grita: “¡Pura gente del Mencho!”, en alusión a su
líder, Nemesio Oseguera Cervantes.



Días después, el “Doble R”, miembro prominente del cártel, aclaró: “Nuestra
guerra no es contra el pueblo ni es contra el gobierno”. Según esta versión,
el desfile estaba destinado a amedrentar al “Marro”, José Antonio Yépez
Ortiz, líder del competidor Cártel de Santa Rosa de Lima.



El narcotráfico ejerce un poderío visible al tiempo que el gobierno se
repliega. La Guardia Nacional creada por el gobierno de Andrés Manuel López
Obrador estaba destinada a reunir y coordinar grupos judiciales dispersos;
sin embargo, desde su creación ha debido atender otras tareas. La más
importante es la contención de migrantes a Estados Unidos. Donald Trump
desistió de su amenaza de aumentar los aranceles a las exportaciones
mexicanas a cambio de que se controlara el tráfico de indocumentados. De
este modo canjeó un tema económico por una exigencia migratoria,
convirtiendo a la Guardia Nacional en extensión de la Border Patrol. Su
promesa de que México pagaría por construir un muro en la frontera encontró
una forma perversa de volverse cierta: el ejército mexicano debe actuar como
una pared cuyo espesor va de Centroamérica al río Bravo.



La distracción de las fuerzas federales en tareas migratorias, a las que se
añade el control de puertos y aduanas, y las restricciones de la pandemia
(circunstancia aprovechada por el narco y de la que Ioan Grillo escribió en
estas páginas), dificulta el combate al crimen organizado.



¿Hay una estrategia clara al respecto? López Obrador ha hecho llamados
morales a los capos, pidiendo que piensen en sus madres y aconsejando
repartir “abrazos, no balazos”. Ante la violencia ha usado expresiones de
repudio infantil: “¡fuchi, guacala!”. Mientras tanto, los asesinatos
aumentan: la BBC informó que en 2019, primer año del actual gobierno, se
cometieron 34,582 homicidios dolosos, un 2.5 por ciento más que en 2018,
hasta entonces el año más cruento en nuestra historia reciente.



De manera encomiable, López Obrador se propuso acabar con la política de
“guerra contra las drogas” que el presidente panista Felipe Calderón calcó
de la gestión de Richard Nixon y del Plan Colombia. Ordenó que el ejército
saliera de sus cuarteles en diciembre de 2006, a dos semanas de haber
asumido la presidencia, cuando la oposición cuestionaba el resultado
electoral. No pidió que el Congreso respaldara la medida ni la propuso en su
campaña. Esa iniciativa fue, por decir lo menos, precipitada. Seis años
después había más de 100.000 muertos y más de 30.000 desaparecidos. Calderón
insistió en que el incremento de la violencia se debía a que los cárteles
combatían entre sí por nuevas plazas; se refirió a los narcos como “los
malosos”, seres extraños infiltrados en el país, sin comprender que
pertenecían al tejido social y que la solución no podía ser exclusivamente
militar. Al combatir fuego con fuego solo hubo un resultado: todo mexicano
podía ser un “daño colateral”.



Calderón apeló a la ocupación del territorio y la presencia física del
ejército. En Topología de la violencia, el filósofo Byung-Chul Han
identifica esta estrategia con la dominación arcaica: “El gobierno se vale
de la simbología de la sangre. La violencia directa opera como insignia de
poder. En este caso, la violencia no se oculta. Se hace visible y se
manifiesta. No tiene ningún tipo de pudor. No se muda ni se muestra medio
desnuda, sino elocuente y sustancial”. En esa lógica, “la violencia
infligida a otro aumenta la capacidad de supervivencia”.



Una fotografía alcanzó el nivel de ícono en la guerra de Calderón. En 2009,
la Marina ultimó al capo Arturo Beltrán Leyva y fotografió su cuerpo
desnudo, tapizado de billetes ensangrentados. Un presunto acto de justicia
se convirtió en gesto de venganza.



El Estado moderno sustituye la visibilidad de la violencia por formas más
opacas de control. Calderón apostó, como ahora lo hace el Cártel Jalisco
Nueva Generación, por exhibir la fuerza para amedrentar al adversario.
Durante su mandato, los periódicos publicaron “ejecutómetros”. El marcador
rojo no favoreció al presidente panista. Calderón ignoraba la fuerza de su
oponente y su grado de infiltración en los más diversos mandos del gobierno.
En una batalla ante un enemigo difuso, sin nociones de frente y retaguardia,
llevaba todas las de perder.



El hartazgo ante la sangre hizo que en las elecciones de 2012 el PAN quedara
tercer puesto. El país prefirió el regreso del PRI, partido paleontológico
que había gobernado de 1929 a 2000, y que solo se modernizó en la medida en
que su candidato, Enrique Peña Nieto, lucía mejor en televisión que en la
realidad.



A partir de 2012 cambió el discurso oficial. Si Calderón colocó el
militarismo al centro de su gobierno y se puso un uniforme que le quedaba
tan grande como los destinos del país, Peña Nieto consideró que la violencia
era un problema de percepción que mejoraría al no hablar de él (con el mismo
sentido de la evasión, propuso “pasar página” al caso Ayotzinapa,
desapareciendo de la memoria a los desaparecidos de la realidad).



López Obrador no pertenece a la cleptocracia que gobernó el país durante
casi un siglo en beneficio propio ni está dispuesto a poner en práctica las
conductas represivas del PRI y el PAN. Su gobierno, avalado por 30 millones
de votos, representa un corte de sentido respecto a políticas anteriores.
Sin embargo, eso no basta para que tenga éxito. Su alianza con los
evangelistas y los empresarios más poderosos del país, su desdén por la
clase media, su apuesta por combustibles fósiles, su imparable caudillismo y
su injurioso trato a ambientalistas, feministas, científicos, pueblos
originarios, periodistas y víctimas de la violencia trazan el retrato de un
populista conservador con ocasionales arrebatos izquierdistas.



Sófocles en Sinaloa



El 17 de octubre de 2019, Ovidio Guzmán, hijo del célebre “Chapo”, fue
detenido por policías antinarcóticos en Culiacán. El Cártel de Sinaloa
reaccionó con una protesta que dejó 68 vehículos militares con impactos de
bala, ocho muertos, 16 heridos, 19 bloqueos y un motín en la cárcel que
liberó a 45 reos. Los 32 grados de temperatura de la capital sinaloense
aumentaron con el fuego. En ese clima incendiario, un narco que negociaba la
liberación del “Chapito” se dirigió a los militares con afrentosa
superioridad: “Se te está hablando bien, suéltalo y vete tranquilo, y no se
te va a hacer nada, si no te va a cargar la verga”.



En esas apremiantes circunstancias, López Obrador ordenó la liberación de
Ovidio Guzmán: “No puede valer más la captura de un delincuente que las
vidas de las personas”, explicó. La declaración contrasta con la de Calderón
para justificar su estrategia: “Costará vidas humanas inocentes, pero vale
la pena seguir adelante”.



Aunque se evitó un mal mayor, no hubo consenso en un país fracturado. López
Obrador apeló a un sentido humanitario de la justicia; sin embargo, para
muchos, mostró debilidad. La revista Proceso tituló así su portada: “Ustedes
mandan”.



El tema es más complejo de lo que parece. En su espléndido artículo “La
tentación de la guerra”, Oswaldo Zavala, profesor en la Universidad de la
Ciudad de Nueva York y autor de Los cárteles no existen, señala que el
operativo de Culiacán fue ordenado por el Grupo de Análisis de Información
del Narcotráfico en posible coordinación con la DEA y el gobierno de
Sinaloa, del PRI, siguiendo la lógica de intervención estadounidense pactada
por Calderón desde 2008 en la Iniciativa Mérida. Un mes antes de la captura,
el 16 de septiembre, Uttam Dhillon, entonces director interino de la DEA,
estuvo en Culiacán según reportes periodísticos. Zavala no descarta que los
muchos errores del operativo hayan sido provocados voluntariamente para
exhibir al gobierno. Carlos Demetrio Gaytán, subsecretario de la Defensa con
Calderón, ha dicho que los militares se siente “agraviados” y “ofendidos”
por una política que los excluye. Las dudas que despierta la fallida captura
llevan a una pregunta: ¿a quién le interesa reactivar la “guerra contra las
drogas”? “La ocupación militar y el fenómeno de la paramilitarización en
México han sido un vehículo para el despojo y apropiación ilegal de tierras
que permiten el avance de megaproyectos de extracción de recursos naturales
como gas, petróleo y minería”, responde Zavala. Ese núcleo complejo ayuda a
entender que López Obrador se haya apartado de un lance que le era ajeno en
muchos sentidos.



Hace más de 2000 años, Sófocles contrastó en Antígona el derecho humanitario
con las obligaciones ante el Estado. López Obrador evitó una matanza y
liberó a un enemigo poderoso. La opinión pública, versión moderna del coro
griego, juzgó que se trataba de un gesto de rendición, del mismo modo en
que, en marzo de 2020, condenó que el presidente saludara de mano a la madre
del “Chapo” y, en enero, se negara a recibir a víctimas de la violencia
encabezadas por el poeta Javier Sicilia.



El presidente fue amonestado por el coro, pero Atenas lo respalda: su
aceptación en abril fue de 68 por ciento, según una encuesta de El
Financiero.



El mensaje de los huesos



En 2010, Felipe Calderón ordenó que las osamentas de los héroes de la
independencia fueran exhumadas para recorrer el país en un cortejo fúnebre.
Los remanentes de los próceres integraron un tzompantli portátil, acorde con
la hipervisibilidad del poder que el presidente panista buscaba en su
“guerra contra el narcotráfico”.



López Obrador rompió en forma meritoria con esa conducta. Sin embargo,
mientras el narco avanza de manera ostensible, como lo hicieron las huestes
de Calderón, no parece haber una estrategia global que se le oponga. El
presidente habla todas las mañanas, pero tiene el talento distractor de
hablar siempre de “otra cosa”. Su gramática ante la violencia aún está por
conjugarse.



Victor Hugo envió una carta a Benito Juárez pidiendo que perdonara la vida
del usurpador Maximiliano: “Que el violador de sus principios sea salvado
por un principio. Que tenga esta dicha y esta vergüenza”. La máxima afrenta
al adversario consiste en no ser como él. El combate a la violencia pasa por
no ejercerla inútilmente.



La fuerza ética de ese planteamiento es evidente, pero no basta para
pacificar un país. En su torrente retórico, López Obrador no ha formulado
planes específicos para recuperar el tejido social. Ante las más variadas
interrogantes responde que actuará “con honestidad”, principio muy rara vez
observado por sus predecesores, que, sin embargo, no garantiza el control
del territorio.



El mundo náhuatl rindió religiosa pleitesía a la muerte. Al mismo tiempo, de
manera rebelde, repudió esa sumisión en su poesía, cargada de angustia y
tristeza ante la fugacidad de todas las cosas. Un poema anónimo pregunta:
“¿Es nuestra casa la tierra?” y otro responde: “Vivimos en tierra prestada”.



En 2021 se cumplirán 500 años de la caída de Tenochtitlan. En lo que llega
esa fecha, los arqueólogos liberan cráneos en el tzompantli.



Mientras tanto, México se convierte en una inmensa necrópolis, sembrada de
cráneos contemporáneos. Cada reliquia exige una razón. ¿Tiene sentido la
sangre derramada?



En el año más violento de nuestra historia reciente, resuena la voz del
poeta náhuatl: la vida es incierta en la tierra que nos fue prestada.



* Juan Villoro es escritor y periodista. Su libro más reciente es El vértigo
horizontal. Una ciudad llamada México.

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