Argentina/ Mitológicas del derrumbe. Pandemia, crisis e incertidumbre [Micaela Cuesta/Agustín L Prestifilippo]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Dic 21 13:17:09 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

21 de diciembre 2020

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Argentina



Pandemia, crisis e incertidumbre



Mitológicas del derrumbe



Los mitos trabajan como un hojaldre: se superponen múltiples capas de
sentido que permiten interpretar la crisis actual reponiendo jerarquías,
distribuyendo las partes y reestableciendo un orden perdido. Micaela Cuesta
y Agustín Lucas Prestifilippo indagan los mitos de la “plandemia”, la
“nación fácil” y la "justicia de la sociedad" para desandar la pandemia
según lxs argentinxs. Este trabajo es parte de un estudio cualitativo
realizado por el equipo del GECID en el flamante Observatorio sobre los
dilemas actuales de la democracia frente a la emergencia de
neoautoritarismos (Lectura Mundi/UNSAM).



Micaela Cuesta/Agustín Lucas Prestifilippo *

Revista Anfibia, diciembre 2020

http://revistaanfibia.com/



Algunos mitos contribuyen a que el sujeto haga de la crisis la oportunidad
de una recomposición. Narran una historia, ofrecen una lógica en la que las
cosas se encadenan iluminando un mundo menesteroso. El costo es la
obturación imaginaria a la comprensión racional de los hechos.
Lacónicamente: la clausura del sentido. Los mitos trabajan como un hojaldre;
se superponen múltiples capas de sentido procedentes de distintas
temporalidades y geografías, del Sur al Norte, desde el pasado más remoto
hasta los sucesos semanales transmitidos por televisión o la noticia que
llega en una cadena de Whatsapp. Encajonando estas duraciones y
espacialidades, estos temas y planos diversos, los mitos producen una lógica
que permite significar la actual crisis reponiendo jerarquías, distribuyendo
las partes y reestableciendo un orden perdido.



El tiempo del confinamiento



Eso eterno, idéntico a sí, que se repite siempre igual. El día de la
marmota. Si bien lo que es eterno es lo que resiste, insiste, permanece, eso
mismo produce desgaste. No se gasta pero desgasta. Cansa, estresa, preocupa.
Para muchxs desespera. Y lo que desespera genera angustia: es lo inesperado,
lo desconocido, lo inimaginable.



La sobrecarga de trabajo, la exigencia de adaptación a las nuevas
tecnologías, la reducción de empleo, la desocupación, los negocios que
cierran para no volver a abrir. Ser “una de las beneficiadas” que sigue
cobrando el sueldo tampoco redunda en tranquilidad o relajo. También para
ellxs fue desgastante. Porque desgasta esa obsesión de todo lo que viene de
fuera de casa. Tener miedo, cuidarse desgasta.



La incertidumbre, el no saber qué va a pasar de ahora en adelante, cómo va a
seguir la economía, lo que está por venir tanto a nivel social como personal
es una sensación horrorosa. Y, para muchxs, mentirosa: porque si bien hubo
muchos contagios, somos 44 millones y se murió el 0,001% de la población.
Tenemos un montón más de personas todavía. En este sentido fue desastroso,
no rindió lo que se esperaba que rindiera. Se llegó a los mismos casos que
Europa y se terminó de destruir una economía que ya venía maltrecha. La
actividad se fue al tacho y la gente ya no respeta ni le teme a nada.



La posibilidad de que todo esto pueda decodificarse en términos evolutivos
quedó un poco lejos: si bien hizo experimentar cosas nuevas para las que no
se estaba preparado, no sirvió –salvo excepciones– para reinventarse. La
gran mayoría lo vivió con molestia. Fue caótica, y a casi todos afectó
psicológicamente. Algunx, incluso, lo consideró un intento de limpieza de
las personas poco útiles para la sociedad.



El erizo



Pero si la pandemia atemoriza, disuelve el suelo y expone al abismo en el
que aparece la fragilidad propia; si el aislamiento agobia, agota y
desgasta, hay también fenómenos que irritan, que generan bronca, que tensan
los nervios y ubican al sujeto en el estado de una indignación constante
próximo al encono. Se trata de sentimientos de agravio que sólo pueden
elaborarse trazando una comparación en la que unx se mide con otrxs en
referencia a las políticas estatales ante la inseguridad, el virus, la
precariedad de las condiciones, o la impaciencia de una convivencia familiar
confinada. Alguien siente una falta de respeto porque su integridad moral no
ha sido reconocida, o ha sido despreciada.



Este comparativismo universal, en el que todo encuentra su sentido por
referencia a otro que lo ilumina, eriza al resentimiento que no puede
desgajarse de la experiencia del derrumbe. La pregunta que sintetiza ese
encono es: ¿por qué a ellos (“bolivianos”, “paraguayos”, “presos”,
“homosexuales”, “travestis”) sí y a mí (a mis familiares, a mis semejantes)
no?



El sujeto duda, y en las ruinas de sus certezas acuden otras tanto más
viscerales: la irritación se siente en el cuerpo, contrae la piel, tensa y
acalambra la musculatura. Como un erizo.



En este contexto, la imaginación hace su trabajo y trama los mitos…



Mito 1: La “plandemia”



Todo mito evoca un origen. Pregunta: ¿De dónde viene el virus? Respuesta:
“Fue implantado”. Tenemos que remontarnos a los tiempos en los que todo
comenzó. El relato nos explica que el virus es una consecuencia de una
acción, que puede ser reconstruida por su sentido mentado en los sujetos
agentes que los sostienen. La génesis soporta dos tiempos. Primero, dice el
mito, el virus ha sido implantado. Por Grandes Poderes, China, Rusia, por
ejemplo, que han encontrado una forma anónima pero eficaz de barrer con la
población excedente y de enriquecer a sus industrias farmacéuticas que se
han visto beneficiadas por el negocio de las vacunas. Segundo: una vez
difundido el virus, los gobiernos de turno, como el argentino, han
aprovechado la pandemia, como coartada para reforzar sus controles sobre las
libertades individuales. Cerrar la economía e imponer una vacuna son acaso
los dos emblemas del autoritarismo con el que actúa el peronismo en contra
de la voluntad de los individuos. Para lograrlo, el gobierno ha movilizado
una batería de recursos económicos y sociales para ampliar su poder en la
capilaridad del cuerpo social. Planes sociales financiados con cargas
impositivas desorbitantes han sido distribuidos por doquier para garantizar
la sumisión de unos y, en el futuro, el caudal de votos necesarios para
conservarse en el poder. Por ello, conviene hablar de plandemia: detrás del
virus hubo un plan, el de un control sin límites de los gobiernos a los
individuos, instrumentalizando a los dependientes de siempre, que han
servido como ejércitos del mal para que lleven adelante sus guerras contra
la gente de bien. Estas masas son conglomerados manipulables que, paradoja
de la historia, están dispuestos a todo, detentores de un poder sin control
alguno.



Mito 2: La nación fácil



El mito reza que la Argentina siempre abrió las puertas, siempre fue
generosa. La cuestión, como en muchos casos, es el límite; como cuando se
confunde libertad con libertinaje. El problema es que la nación pasó de ser
abierta, hospitalaria, a ser fácil. Dejó entrar a cualquiera (para que
hiciera cualquiera), como si no hubiera ley ni control. Es la propia
Argentina la que permite esos abusos, la que se deja abusar. A quien recién
llega le da rienda suelta y, a veces, hasta más libertades y derechos de los
que gozan los nacidos y criados. La sensación es que a quienes ni siquiera
son ciudadanos de acá se les da todo; ellos pueden todo, mientras que a los
de acá se les dice “no, vos no podés”. Como si tuvieran coronita.



El peronismo –o comunismo– abre las puertas y deja que todos tengan los
mismos derechos que tenés vos. En ese marco es lógico que el inmigrante se
confunda y crea que no es él el que tiene que adaptarse al país, sino el
país a él. Para este mito es la nación, y no cada uno de los individuos que
la componen, la que se deja, la que abre ese margen al desacato. Una nación
vuelta fácil es la que habilita extralimitaciones. Permite que otrxs se
atiendan en el hospital: que un venezolano, un boliviano, un paraguayo,
tenga prioridad antes que un argentino.



Indignación, vergüenza y horror son los tonos afectivos que asoman ante la
certeza de que hay gente que se desplaza de sus lugares de origen o
residencia para aprovecharse de algún bien o servicio nuestro. Vergüenza de
quienes ahorran para venir a hacerse chequeos médicos dos veces al año;
horror ante la imaginación de aquellos que cruzan la frontera para cobrar el
IFE u otro plan social. Indignación por permitir que vengan de afuera a
usufructuar de una jubilación que años atrás se repartía sin miramientos.
Todo lo que les entregan es lo que les quitan a los argentinos…



Una nación fácil se presta a ser usada: primero por el extranjero y después
por el Estado, en particular, por los políticos. Los políticos dicen: “te
doy tanta plata para que me votes”. Todo medio se justifica para tal fin:
agilizan todos los trámites de registros y DNI, hacen la vista gorda. Cada
beneficio otorgado es un voto a ser contabilizado. Consecuencia: un país
sobrepoblado de inmigrantes, cuyo exceso es reclutado por esas agrupaciones
de gente de bajos recursos.



¡Qué distinto es esto a lo que sucede en otros países! Allí te hacen sentir
la extranjería, no tenés tantos beneficios. Sólo entra gente calificada, que
va a laburar, que va a invertir, que posee un emprendimiento. Quien tuvo la
suerte de viajar por varios países sabe que te piden hasta que te bajes los
pantalones. Ni bien llegás al aeropuerto o a la frontera, te llenan a
preguntas y te piden certificaciones.



¿La solución? Reducir la inmigración, sobre todo, la de los países
sudamericanos. Acá entran muchos, se sabe; chorros en sus países, vienen acá
para robar –no sólo a cobrar un plan– o vender drogas. El tema es
controlarlos más, antes de su llegada y durante su residencia. Dejar entrar
sólo a quienes vengan a hacer algo y aporten (con trabajo o conocimiento).
Obvio, sin dar los mismos derechos –como sucede con los buenos países
europeos–: sin el derecho a votar, sin el derecho a la salud pública, ni a
la educación gratuita. Y si el filtro no se aplica de modo correcto, en caso
de que alguno delinca, deportarlo y no dejar que ingrese nunca más.



Podría, además, establecerse un cupo y, por ejemplo, para el caso de puestos
de trabajo garantizar que ante la misma condición sea un argentino el que
tenga prioridad. De ese modo evitaríamos que uno se sienta discriminado que
es lo que ocurre cuando se emplean más trabajadores de otros países que de
acá. Que se los emplee en trabajos de atención al público está bien, que
vengan a hacer el rol que nosotros no hacemos es aceptable. Ahora, que copen
las guardias médicas, los hospitales, los laboratorios, es demasiado.



De todas maneras, el mayor problema que tenemos con los extranjeros es que
se vuelven argentinos. Cuando llegan son más educados, tienen mejor trato,
tienen ganas de laburar. Pero después de estar un tiempo acá se vuelven
vagos, se cansan, y empiezan a reclamar por cosas que antes no reclamaban.



Mito 3: La justicia de la sociedad



El tiempo mítico es cíclico. Nada nuevo bajo el sol. Las cosas suceden en
repetición, y los hechos confirman lo que siempre fue. Hay una falla que no
se deja ver; ha sido recubierta por un “concepto errado”: dar… sacar al que
tiene para darle al que no tiene. Frente a este equívoco es necesario
proponer una categoría reparadora: la justicia de la sociedad. Ella nombra
una acción, una respuesta a un estado de cosas desequilibrado, “injusto”,
que nos condena a la impotencia. Allí la ley no se aplica equitativamente:
ellos quedan eximidos de su poder y alcance.



Si las verdaderas instituciones encargadas de impartir justicia y de velar
por el cumplimiento de las penas cumplieran con su tarea la justicia de la
sociedad no sería necesaria. Si los derechos humanos valieran no sólo para
el victimario sino también para la víctima, ella no se haría presente. Si a
las fuerzas de seguridad les dejaran hacer su trabajo nadie la reclamaría.
El problema es que quien mata queda libre y quien se levanta todas las
mañanas para ir a trabajar es perseguido.



Por lo tanto, en el comienzo las cosas no son justas, aquellxs que se
mantienen al margen de las normas, actúan en las sombras en las que patinan
sin efecto los controles, las regulaciones, las fiscalizaciones. En ese
estado de naturaleza se llevan a cabo las peores artimañas para amasar
riquezas: roban, usurpan propiedades ajenas, acumulan planes entregados por
el gobierno. En esta vida por fuera de la ley la astucia mueve a los vivos
de siempre a ganar dinero, prestigio, poder, a costa de los demás –nosotros–
sometidos a la regulación legal, al pago de impuestos, a las restricciones
de circulación. Así por ejemplo, quedar libre de la ley facilita el
aprovechamiento de los recursos ajenos, permitiendo la alquimia de vivir sin
trabajar. La justicia de la sociedad es el acto de reponer el orden de las
cosas, ubicarlas en su justo lugar, dar a cada quien lo que merece.



Los erizos reunidos, la gente de bien que ha despertado su sentimiento de
indignación por el desequilibrio ante la ley, los independientes que viven
de lo suyo sin pedirle nada a nadie, haciendo uso de su derecho a la
desobediencia civil, aplican la ley. A través suyo ella se vuelve a
fortalecer, acaso al costo de la vida ajena.



* Micaela Cuesta, es doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de
Buenos Aires, magister en “Comunicación y Cultura” y licenciada en
Sociología por la misma universidad. Desarrolla sus actividades de docencia
e investigación en la carrera de Sociología y en el IIGG (UBA), además de en
el Instituto de Altos Estudios de la UNSAM. Agustín Lucas Prestifilippoes,
es doctor en Ciencias Sociales, Magíster en Estudios Literarios y Licenciado
en Sociología por la Universidad de Buenos Aires. Se desempeña como docente
de grado y postgrado en la Facultad de Ciencias Sociales y en la Facultad de
Filosofía y Letras de la UBA. Investigador del Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina

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