Cultura/ John le Carré, el gran simulador [María José Santacreu]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Dic 23 01:18:09 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

23 de diciembre 2020

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Cultura



John le Carré (1931-2020)



El gran simulador



Empezó a escribir novelas en el tren que lo llevaba de su casa, en
Buckinghamshire, a las oficinas de contrainteligencia del MI5, el servicio
de inteligencia británico, en el que trabajaba. El joven David Cornwell
escondía sus anotaciones del resto de los pasajeros mediante la taquigrafía,
y su nombre mediante un seudónimo, que pronto se convertiría en sinónimo del
género novela de espías.



María José Santacreu

Brecha, 18-12-2020

https://brecha.com.uy/



Hay algo que pasa siempre con la literatura de género: incluso quienes
declaran que cualquier libro que se inscriba en esta categoría pertenece a
un rango inferior o no literario, cuando un escritor de género les parece
bueno, suelen ensalzarlo diciendo que logró ir más allá. Es exactamente lo
que hizo Ian McEwan con John le Carré: «Creo que ha trascendido la escritura
de género y será recordado como el novelista británico más significativo de
la segunda mitad del siglo XX. La mayoría de los escritores que conozco
piensan que Le Carré ya no es un escritor de novelas de espías. Debería
haber ganado el premio Booker hace mucho tiempo. Es hora de que lo gane y lo
acepte. Es [un escritor] de primer nivel».(1)



Hasta el sobrio Le Carré estaba un poco harto de esta bobera. Ya en 2011,
cuando lo nominaron al Man International Booker Prize, su agente tardó sólo
45 minutos en comunicar a los organizadores y a la prensa la decisión del
autor de solicitar que se lo excluyera de la competencia, ya que no
participaba en premios literarios. Que se fueran al diablo. Previsiblemente,
a los organizadores les importó un comino: decidieron no acceder a la
petición. De todas maneras, Le Carré no ganó (el premio fue para Philip
Roth), así que todo normal. Pero uno cree comprender lo que McEwan y los
demás quieren decir, aunque lo digan reafirmando el prejuicio (en 2000 fue
David Mamet quien afirmó que en los últimos 30 años los únicos novelistas
británicos de valía eran escritores de género).



Los libros de Le Carré están muy bien escritos y, a pesar de estar
fuertemente orientados a la trama, nunca son sobre lo que son, o al menos no
únicamente. La maestría de Le Carré es parecida a la de otro británico
–aunque menor–: Patrick O’Brian, escritor de novelas náuticas. Lo que excede
lo genérico (aunque realmente no exceda nada) es que, sin descuidar el
mecanismo perfecto de la trama (no existe una buena novela de espías sin un
afilado ingenio en la construcción del argumento y la resolución), la novela
no se regodea en ella, es decir, nunca pierde de vista que es escritura ni
olvida otros cuidados que, de estar ausentes, la transformarían únicamente
en un entretenimiento mecánico. Porque ¿qué es una novela de espías sino un
estudio sobre el ser humano, sus fortalezas y debilidades, y sobre ese
escenario de sombras que es el poder económico y político? Seguramente los
libros de Le Carré no se estudien en las clases de ética, pero deberían.



Un mundo infeliz



Así fue la infancia de Le Carré cuando todavía era David, un niño que soñaba
con decapitar a su padre. Al menos eso es lo que escribió en 2002 en The New
Yorker, en su semblanza para Ronald Cornwell –un estafador de poca monta y
grandes sueños, un farsante con delirios de grandeza, cuya medida del
aprecio por las personas era cuánto lo respetaban a él–, titulada «In
Ronnie’s Court»: «Es el muchacho fortachón, levemente amenazante, bastante
adulador y con mucha facilidad de palabra, que le organiza fiestas con
champán a gente que no acostumbra a beber champán, les ofrece su jardín a
los bautistas para organizar su fiesta, aunque él nunca pisa su iglesia, y
es presidente honorario del equipo de fútbol de los niños y del club de
críquet de los mayores, y les entrega copas plateadas en los campeonatos.
Hasta que un día se descubre que lleva un año sin pagarle al lechero, al
taller mecánico, al quiosco de periódicos, a la vinería o a la tienda que le
vendió los trofeos plateados, y quizá se declara en bancarrota o ingresa en
la cárcel, y su mujer se lleva a los niños a vivir con su madre y, al final,
se divorcia de él porque descubre que se estaba acostando con todas las
chicas del vecindario y tenía hijos de los que nunca le había hablado».(2)



La sombra del padre lo acompañó toda la vida y quizá de esta relación surgió
su fascinación por la duplicidad y la mentira. Sin embargo, hay algo que
David les debe a las ambiciones de su padre: una educación muy por encima de
sus posibilidades, que el escritor dudaba de que alguna vez hubiera
terminado de pagar. De su madre no hay mucho más que decir: lo abandonó
cuando tenía 5 años. Ronnie recién había salido de la cárcel y Olivia, a la
que su esposo llamaba Wiggly, se fue una noche para no volver. David retomó
su relación con ella recién 16 años más tarde. La razón de su huida era que
Ronnie era violento, una revelación que en nada sorprendió a su hijo, que
solía dormir en la puerta del dormitorio de la segunda esposa de su padre
abrazado a un palo de golf, con el que pensaba protegerla. Para encontrar a
su madre, David le escribió una carta a un tío que había sido parlamentario,
en la que le preguntaba si sabía dónde vivía. El tío Alec le pasó la
dirección y le pidió que no revelara que era su fuente, algo que, por
supuesto, David no cumplió. «El tío Alec fue mi primer informante secreto y
yo lo delaté sin miramientos», escribió.



Es todo mentira



A lo largo de toda su carrera, Le Carré se especializó en borrar las pistas,
plantar falsos indicios y jugar con la mentira y la invención. No solamente
en su vida literaria, sino también en la real. Por eso suele advertir al
lector que es difícil saber qué cosas de su biografía son verídicas y cuáles
sirven a su propósito de ser consistente consigo mismo. De todas maneras,
¿quién, en su sano juicio, confiaría en un espía? Le Carré juraba que ni
siquiera él sabía qué era cierto y qué era falso. Decía que llegó a
contratar a dos detectives –uno gordo y otro flaco– para que descubrieran su
pasado: «Vayan y encuentren testigos vivos y testimonios escritos, tráiganme
hechos sobre mi padre, mi familia y yo mismo, y los recompensaré. Soy un
mentiroso, les expliqué. Nací y me crié entre mentiras, me formé en un
sector en el que la gente miente para ganarse la vida y he practicado la
mentira como novelista. Como fabricante de ficciones, invento versiones de
mí mismo y nunca cuento la verdad, si es que tal cosa existe».



La urgencia por escribir lo asaltó mientras enseñaba en Eton, uno de los
colegios más prestigiosos de Inglaterra. Había estudiado alemán en Suiza
antes de hacer el servicio militar y ser apostado a Austria, donde realizó
trabajos de inteligencia, interrogando a quienes escapaban de los regímenes
comunistas del este. A su regreso a Oxford había sido reclutado por el MI5,
con la poco edificante tarea de fingir simpatías comunistas y escribir
reportes sobre sus compañeros. El trabajo de espionaje y contraespionaje
estaba en su apogeo y era menos importante monitorear la débil estructura
comunista en los campus universitarios que identificar posibles futuros
reclutas del régimen soviético. Todavía estaba sirviendo al servicio de
inteligencia cuando escribió sus primeras dos novelas, Llamada para el
muerto (1961) y Asesinato de calidad (1962), que son, en rigor, novelas de
misterio, pero presentan al que se convertiría en su personaje más famoso:
un espía llamado George Smiley. Para Le Carré, los motivos para entrar en
los servicios secretos eran los mismos por los que se había puesto a
escribir: la idea de que podía haber algo excitante detrás de un individuo
aparentemente anodino y la sensación de control que le proporcionaba mover
todos los hilos de ese mundo, una sensación que contrastaba vivamente con lo
que había sido su vida hogareña junto a su padre.



Como ha dicho el escritor Philip Knightly, (3) el espionaje es la segunda
profesión más vieja del mundo y desde la Biblia o la Ilíada el mundo ha
lidiado con ella, por más que sea difícil saber si la historia habría
cambiado en algo si no hubieran existido los agentes. Sin embargo, la
literatura de espías no había llegado nunca adonde la llevó Le Carré, que la
utilizó como medio para comentar una sociedad en crisis. Para ese fin no
existía una figura literaria más adecuada que la del traidor, especialmente
durante la Guerra Fría, en un mundo dividido en dos polos que se presentaban
como opuestos.



La mirada de Le Carré es única en tanto delinea una posición ética de un
moralismo ambiguo, que algunos atribuyen a su propia posición política –la
de un liberal con leves tendencias progresistas–. Su literatura tiene un
tono de ligero desencanto, que lo salva de los énfasis que sufrieron George
Orwell, André Malraux y Aleksandr Solzhenitsyn. En Taking Sides: The
Fictions of John le Carré, Tony Barley señala: «Las novelas políticas de Le
Carré se apartan de esta tendencia al negarse a hacer evaluaciones
definitivas en nombre de sus lectores. Lo político en la ficción de Le Carré
no surge del “mensaje”, ni siquiera en presencia de declaraciones políticas,
sino que se encuentra en la representación de un encuentro político, una
puesta en escena que involucra tanto a los lectores como a los personajes».



Así, Le Carré retrató a los miembros de los servicios de inteligencia como
seres grises, unos antihéroes totalmente conscientes de los atajos morales
del trabajo que eligieron hacer, figuras que contrastan vivamente con el
modelo de James Bond, al que detestaba y al que describió como un «gangster
neofascista». Sus novelas ofrecen una mirada desencantada tanto de la
democracia occidental como de los regímenes comunistas, unas opciones más
bien tristes, que dudosamente puedan reclamar para sí la superioridad moral.



El muro



Según el autor, fue el comienzo de la construcción del muro de Berlín, en
agosto de 1961, lo que impulsó la escritura de su tercera novela, en la que
la barrera que partió en dos a la capital de Alemania tiene una importancia
simbólica. Dijo que desarrolló el argumento de El espía que surgió del frío
en 48 horas, en las que apenas durmió, y que la escribió en cinco semanas
(aunque su biógrafo afirma que más bien fueron ocho meses y comenzando en
1962). La publicación se fijó para el 12 de setiembre de 1963, y entre las
frases de apoyo que el editor consiguió para la contratapa estaba la de
Graham Greene: «La mejor novela de espías que leí», un espaldarazo
importante que lo ayudó a dejar su trabajo en el servicio secreto y marcó
los altos y los bajos en su relación con Greene, a quien admiraba, pero de
quien lo separaba su posición respecto a Kim Philby. Y es que la carrera de
Le Carré en el servicio secreto se vio marcada por dos traiciones.



A poco de terminar su formación, el mismo día que los agentes se reunieron
para brindar por la incorporación de los seis nuevos agentes al servicio, el
director de entrenamiento les dijo que tenían a un traidor en sus filas:
George Blake. La traición de Blake los obligó a quedarse un largo tiempo en
el ostracismo hasta saber si sus identidades habían sido filtradas, lo que
anulaba la posibilidad de trabajar encubiertos. Pero si la traición de Blake
fue espectacular, peor fue la de Philby, que se produjo justo cuando estaba
por publicarse el libro. Las buenas reseñas previas y los escándalos de los
dobles agentes en el servicio secreto británico hicieron que El espía que
surgió del frío agotara las primeras tres ediciones sólo con las preventas,
antes siquiera de salir a la calle. Le Carré fue ambiguo con la traición de
Philby: por un lado, escribió una larga nota, que luego se transformó en la
introducción del libro Philby, el hombre que traicionó a una generación; por
otro, sabía que tenía muchas cosas en común con él (entre otras, un padre
monstruoso).



Más tarde, en sus memorias, Le Carré escribió: «Si tu misión en la vida
consiste en obtener traidores para tu causa, no puedes quejarte cuando
resulta que uno de los tuyos –por mucho que lo quieras como a un hermano, lo
aprecies como colega y compartas con él todos los aspectos de tu labor
secreta– ha caído en manos de otros. Es una lección que yo había aprendido
bien para la época en la que escribí El espía que surgió del frío. Y más
adelante, cuando escribí El topo, la turbia lámpara de Kim Philby iluminó mi
camino. Espiar y escribir novelas están hechos el uno para el otro. Ambas
cosas exigen una mirada atenta a la transgresión humana y a los numerosos
caminos de la traición». Es verdad que la materia de la literatura de Le
Carré era esa tierra arrasada que eran las relaciones políticas en un mundo
dividido, pero la dualidad no era solamente entre este y oeste, sino que
resonaba en todo lo demás: fidelidades y traiciones, pasado y presente,
realidad y ficción, razón y emoción.



El éxito de El espía que surgió del frío hizo que Le Carré pudiera dedicarse
únicamente a escribir. Vivió 89 años y escribió 23 novelas; la última,
publicada el año pasado. En el corto prefacio a sus memorias relató una
anécdota difícil de olvidar: «Prácticamente no hay un libro mío que no haya
tenido por título provisional, en algún momento, The Pigeon Tunnel
[literalmente, ‘el túnel de las palomas’]. Su origen es fácil de explicar.
Era yo un adolescente cuando mi padre decidió llevarme, en una de sus
escapadas de jugador, a Montecarlo. Cerca del antiguo casino estaba el club
deportivo y, a sus pies, una extensión de césped y un polígono de tiro que
daba al mar. Bajo la hierba se habían instalado pequeños túneles paralelos
que iban en fila hasta la orilla. Por esos túneles introducían palomas
vivas, nacidas y atrapadas bajo el tejado del casino, cuya función consistía
en avanzar aleteando por las galerías oscuras hasta salir al cielo del
Mediterráneo, para servir de blanco a los deportivos caballeros bien
alimentados que las esperaban, de pie o tumbados, con sus escopetas. Las
palomas que se salvaban o solamente resultaban heridas hacían lo que suelen
hacer las palomas: volvían a su lugar de nacimiento bajo el tejado del
casino, donde las esperaban las mismas trampas. El hecho de que esa imagen
me haya perseguido durante tanto tiempo es algo que quizá el lector sabrá
juzgar mejor que yo».(4)



Notas



1. Entrevista de Jon Stock, «Ian McEwan: John le Carré deserves Booker», en
The Telegraph, 3 de mayo de 2013.

2. Todas las citas de esta sección son del artículo «In Ronnie’s Court», que
se publicó en The New Yorker el 18 de febrero de 2002. Este artículo fue
republicado, con varios cambios, en Volar en círculos (The Pigeon Tunnel),
el libro de memorias de Le Carré.

3. Autor del libro The Second Oldest Profession: Spies and Spying in the
Twentieth Century, 1986.

4. John le Carré, Volar en círculos, Planeta, 2016.

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