Estados Unidos/ Mercados blanco y negro. Cómo el racismo originó la crisis de los opiáceos. [Donna Murch]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Feb 6 15:38:20 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

6 de febrero 2020

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Estados Unidos

 

Cómo el racismo originó la crisis de los opiáceos *

 

Donna Murch

Solidarity, enero-febrero 2020

https://solidarity-us.org/

Traducción de Viento Sur

https://www.vientosur.info/

 

En marzo de 2018, el presidente Donald Trump pronunció un discurso de 40
minutos sobre la crisis de adicciones y sobredosis en New Hampshire. De pie,
ante un muro decorado con las palabras "Opioides: la próxima crisis", y
mostrando una falta de comprensión, Trump enumeró los numerosos
contribuyentes a la epidemia actual de fármacos, incluyendo el personal
médico, los distribuidores y los fabricantes.

 

Trump habló de forma mecánica hasta que llegó, en un destructivo crescendo,
a la incautación de 1.500 libras de fentanilo por parte del servicio de
Aduanas y Protección de Fronteras. Su cara se iluminó cuando centró su
discurso en tres de sus enemigos más odiados, primero culpó a China y México
de saturar los Estados Unidos con opioides sintéticos letales, y luego se
dirigió alegremente a lo que consideró una de las grandes amenazas internas.

 

"Mi administración también se enfrenta a las que se denominan ciudades
asilo, -declaró Trump-. Poner fin a las ciudades asilo es crucial para
detener la crisis de drogadicción". Como muchas de las proclamas de Trump,
esta retórica es pura fantasía política. En realidad, la crisis de los
opioides y la Guerra contra las Drogas están entrelazadas de una forma
mutuamente reforzante dentro del marco del capitalismo racial. Nuestras
ideas sobre el uso de las drogas, sobre qué tipos son legales y cuáles no,
están inmersas en el metalenguaje de la raza.

 

Desde finales de la década de 1990, las tasas anuales de muertes por
sobredosis del legal mercado blanco de los opioides han superado siempre a
las de la heroína. Según los Centros para el Control y la Prevención de
Enfermedades, entre 1999 y 2017, las sobredosis de opioides mataron a casi
400.000 personas, el 68% de esas muertes relacionadas con medicamentos
recetados.

 

Además, a partir de 2010, a medida que los reguladores y las compañías
farmacéuticas intensificaron los controles sobre el desvío y el uso
indebido, la Sociedad Estadounidense de Medicina para la Adicción determinó
que al menos el 80% de los "nuevos usuarios de heroína comenzaron a partir
del abuso de analgésicos recetados". Algunos conjuntos de datos apuntan a
números aún más altos. En respuesta a una encuesta realizada en 2014 a
personas sometidas a tratamiento por adicción a los opioides, el 94% de las
encuestadas dijeron que recurrieron a la heroína porque los opioides
recetados eran "mucho más caros y difíciles de obtener".

 

Frente a estas estadísticas, la afirmación de que la crisis de opioides es
producto de la migración mexicana y centroamericana, en lugar de un producto
de la desregulación de la Big Pharma y de los fracasos de un sistema privado
de salud, no solo es absurda, sino malintencionada. Sustituye los hechos por
el mito racial, racionalizando así una maquinaria de castigo en constante
expansión al tiempo que absuelve a uno de los grupos de presión
empresariales más lucrativos y políticamente influyentes de los Estados
Unidos.

 

“Drogadicción” versus “Medicina”

 

Esta relación paradójica entre un régimen de drogas prohibición de ilegales
de base racial y un planteamiento para los medicamentos recetados altamente
comercial y de mercado libre, no se puede entender sin recurrir a cómo el
capitalismo racial ha estructurado los mercados de medicamentos a lo largo
de la historia de los Estados Unidos. La convención lingüística de mercados
blanco y negro indica cuán impregnadas están del metalenguaje de la raza
nuestras ideas de lo que es lícito [legal] e ilícito [ilegal].

 

Históricamente, la división fundamental entre droga y medicina estaba en la
raza y la clase de sus usuarios. Las primeras salvas en las guerras contra
las drogas en los Estados Unidos se remontan a las ordenanzas contra el opio
de finales del siglo XIX en California, cuando los trabajadores chinos
llegaron a dicho estado durante el periodo de auge de construcción de
ferrocarriles.

 

En 1914, el gobierno federal aprobó la Ley Harrison de narcóticos, que
gravaba y regulaba los opiáceos y los productos de la coca. Del mismo modo,
a medida que, a raíz de la revolución mexicana, aumentaron las tasas de
inmigración, el Congreso aprobó la Ley del Impuesto sobre la Marihuana de
1937, que se centró en las costumbres y cultura de los inmigrantes recién
asentados. Aunque el cannabis era bien conocido en los Estados Unidos, y se
usaba en numerosas tinturas y medicamentos, una campaña de miedo racial
barrió el país avisando que la marihuana despertaba la violenta lujuria de
los hombres de color hacia las mujeres blancas.

 

La división fundamental entre droga y medicina siempre ha sido la raza y la
clase de sus usuarios. A pesar de lo terrible que fueron las primeras
campañas de pánico sobre las drogas, estas no fueron apenas nada si se les
compara con el régimen carcelario de prohibición y vigilancia policial de
las drogas que surgió durante los años que siguieron al movimiento por los
derechos civiles.

 

En las décadas de 1980 y 1990, el encarcelamiento masivo y la superposición
de la(s) Guerra(s) contra las Drogas y contra las Pandillas se convirtió en
la política urbana de hecho para las empobrecidas comunidades de color en
las ciudades estadounidenses. La legislación amplió los mínimos obligatorios
estatales y federales para los delitos de drogas, negó la vivienda pública a
familias enteras si algún miembro era sospechoso de un delito de drogas,
alargó la lista de delitos elegibles para la pena de muerte federal e impuso
restricciones draconianas a la libertad condicional.

 

Como consecuencia, múltiples generaciones de jóvenes de color se vieron
encerrados bajo largas penas de prisión y enfrentados a una marginación
social y económica de por vida.

 

Hoy, gran parte de la retórica de la administración Trump se ha tomado de
las décadas de drogas y encarcelamiento frenético, incluidas la amenaza de
la pena de muerte por tráfico de drogas (Bill Clinton), las campañas Just
Say No (Ronald Reagan) y la revitalización de la Guerra contra las Pandillas
(Bill Clinton nuevamente).

 

"Todos nos enfrentamos a un lucrativo comercio internacional de drogas",
advirtió el entonces fiscal general de Trump, Jeff Sessions. Mientras
hablaba ante la Asociación Internacional de Jefes de Policía en el otoño de
2017, Sessions presentó una plataforma de orden público que prometía
"respaldar al policía", reducir el crimen y desmantelar las "organizaciones
criminales transnacionales".

 

Sessions se basó tanto en la histeria antidrogas de la década de 1980 que,
de hecho, recibió elogios embelesados de Edwin Meese III, el fiscal general
de Reagan que ayudó a consagrar la disparidad 100 a 1 en las sentencias
federales por posesión de crack vs cocaína en polvo  1/. "En gran medida, se
ha pasado por alto el extraordinario trabajo que Sessions realizó en el
Departamento de Justicia para hacer resurgir la ley y el orden del periodo
de Reagan", opinó Meese en USA Today en enero de 2018.

 

En los últimos dos años, Trump y Sessions utilizaron repetidamente la
amenaza de las drogas y del contagio racial para una cartera de propuestas
reaccionarias que abarcaba desde la reversión de las modestas reformas de la
justicia penal de la era de Obama, -incluyendo la reinstauración federal de
la confiscación civil de los bienes, la limitación del poder federal para
implementar resoluciones judiciales de acuerdo entre las partes en el nivel
local, y el aumento de la gravedad de las sentencias mínimas obligatorias en
el sistema federal- hasta la construcción de un muro a lo largo de la
frontera mexicana.

 

Y aunque la retórica contra el crimen ya no tiene la misma aceptación que la
que tuvo en la era de Willie Horton o Ricky Ray Rector, en gran parte
gracias a los esfuerzos activistas para deslegitimar el encarcelamiento
masivo, la revigorizada maquinaria de criminalización aún se mantiene
sólidamente.

 

Raza, prohibición y comercialización masiva

 

La integración de la crisis de los opioides con la de la Guerra contra las
Drogas plantea preguntas que van más allá de las narrativas habituales y de
los discursos políticos. En los Estados Unidos, la prohibición de las drogas
ilícitas y la comercialización masiva de productos farmacéuticos lícitos
encajan en un marco más amplio de capitalismo racial y de desregulación que
están profundamente entrelazados y que se refuerzan mutuamente.

 

La crisis de los opioides no hubiera sido posible sin los regímenes raciales
que han estructurado durante mucho tiempo los modos de consumo ilícito y
lícito. Como veremos, la demonización de los consumidores urbanos no blancos
de drogas desempeñó un papel crucial en la apertura de los mercados
farmacéuticos blancos en la década de 1990, lo que resultó ser enormemente
rentable para empresas como Purdue Pharma, lo que allanó el camino para
nuestra actual crisis de salud pública.

 

En la década de 1990, Purdue creó agresivas campañas de marketing para
convencer al personal médico y a los reguladores estatales de la seguridad
de una nueva clase de analgésicos opioides de liberación prolongada. Dada su
inclusión en la Lista II de sustancias controladas, Purdue se enfrentó a un
rechazo que era potencialmente enorme, especialmente en un momento en que el
número de personas encarceladas por delitos de drogas estaba alcanzando un
máximo histórico.

 

Sin embargo, una década antes se produjo un cambio importante en la política
regulatoria que hizo que su campaña fuera posible. En la década de 1980, el
presidente Reagan inició un programa radical de desregulación corporativa
que abrió la puerta a una nueva era de comercialización masiva de
medicamentos.

 

La Segunda Revolución Americana de Reagan redujo la supervisión del
gobierno, una reducción llevada a cabo a través de una mayor rapidez en la
revisión que lleva a cabo la Administración de Alimentos y Medicamentos
(FDA), y se permitió por primera vez la publicidad directa al consumidor de
medicamentos farmacéuticos. Los consumidores blancos de la posguerra
redefinieron el confort farmacológico como un derecho.

 

Sorprendentemente, la desregulación de la Big Pharma tuvo lugar al mismo
tiempo que la administración Reagan lanzaba una segunda guerra contra las
drogas, la cual estableció un nuevo estándar para la prohibición de drogas
ilícitas, un estándar que sus sucesores George H. W. Bush y Bill Clinton no
solo cumplieron sino que superaron. Esta potente combinación de
enjuiciamiento racializado de drogas y empoderamiento corporativo creó el
entorno en el que Purdue y otras compañías farmacéuticas buscaron nuevas
estrategias comerciales para vender opioides.

 

Entonces, cuando Purdue introdujo OxyContin en 1996, lo hizo consciente de
las oportunidades y de las posibles dificultades. La compañía desarrolló una
serie de estrategias de marketing para aumentar las ventas y navegar por las
aguas profundamente segregadas del consumo de drogas y fármacos.

 

Para comercializar OxyContin, un opioide de liberación prolongada que
contiene el ingrediente activo oxicodona, Purdue creó una red extensa de
representantes de ventas, duplicando su fuerza de ventas interna de 318 en
1996 a 671 en 2000.

 

La comercialización fue impulsada por métodos sofisticados de recopilación
de datos. Estos revelaron quienes eran los prescriptores más altos y más
bajos en cada territorio de código postal en todo Estados Unidos, y así
Purdue identificó las consultas médicas con el mayor número de pacientes con
dolor y con los médicos que eran menos estrictos en sus prescripciones.

 

Los representantes comerciales recibieron bonos que iban desde 15.000 a
240.000 dólares al año por los aumentos en las recetas de opioides en sus
áreas de cobertura, y para conseguir objetivos visitaron repetidamente a los
médicos, llevándoles una elaborada campaña de marketing informativo. Purdue
ofreció al personal médico conferencias educativas en los centros turísticos
del sureño Cinturón Veraniego (Sunbelt), cupones para pacientes, animales de
peluche con la marca OxyContin e incluso discos compactos con la canción
publicitaria de marketing del medicamento, "Get in the Swing of OxyContin".
La agresiva campaña de ventas de la compañía convenció a los médicos de
atención primaria de que prescribieran opioides con mucha más frecuencia y
para una amplia gama de problemas de los pacientes, incluyendo el dolor
lumbar y la artritis.

 

En 2003, los médicos de atención primaria constituían casi la mitad de los
prescriptores de OxyContin. Algunos expertos temieron que, en ese momento,
los médicos de atención primaria carecieran de formación independiente en el
manejo del dolor crónico y la adicción. Mientras tanto, el aumento en la
venta de OxyContin, de 48 millones, tras su introducción, a 1,1 mil millones
de dólares cuatro años después, demuestra el enorme tamaño de esta operación
comercial.

 

Una potente combinación de judicialización de las drogas y de empoderamiento
corporativo dio origen a nuevas formas de comercialización de la Big Pharma.
Según las autoridades en salud pública Helena Hansen y Julie Netherland, el
éxito de Purdue dependió no solo de esta agresiva campaña de ventas, sino
también de la comprensión de las adicciones como un fenómeno racialmente
bifurcado.

 

Los representantes de ventas de medicamentos dirigieron la publicidad a
áreas suburbanas y rurales abrumadoramente blancas para evitar el estigma de
los mercados urbanos de drogas racialmente codificados. Al crear una base de
consumidores blancos geográficamente diferenciados, entendida como la
antítesis de los consumidores urbanos (no blancos) de drogas duras en los
que se centraba la Guerra contra las Drogas y las Pandillas, la compañía se
benefició de y reforzó la ideología racial que subyace en estas políticas
punitivas.

 

Devastación regional, bifurcación racial

 

No es sorprendente que las regiones que inicialmente mostraron las tasas más
altas de abuso de opioides a principios de la década de 2000, incluidas las
zonas rurales de Maine, Virginia Occidental, Kentucky y el oeste de
Pensilvania, tuvieran una población abrumadoramente blanca. Mientras que la
prensa calificó a OxyContin como la "heroína de los lugareños (hillbilly)" y
la droga elegida por los blancos pobres, los investigadores de salud pública
han demostrado que los suburbios ricos también tuvieron altas tasas de
abuso, como lo reveló la declaración que hizo Rush Limbaugh sobre su abuso
de los opioides que le recetaron en 2003.

 

Las disparidades raciales en el acceso a la atención médica, los patrones de
prescripción discriminada entre los médicos y una estrategia consciente de
las compañías farmacéuticas que cultivaron mercados de consumidores blancos
legítimos contribuyeron a la demografía racializada de la crisis de los
opioides. Las previsiones que hicieron las compañías farmacéuticas sobre sus
potenciales consumidores fue una razón clave por la que pudieron
comercializar un analgésico de liberación prolongada tan poderoso para
tratar el dolor no maligno.

 

"A la vista de la histórica hostilidad de las agencias reguladoras, como la
DEA, a la expansión del uso de opioides, la desproporcionada aceptación del
OxyContin por los prescriptores de los ámbitos rural y suburbano de los
principales Estados blancos (Maine, Kentucky y Virginia Occidental) es digna
de atención" -argumentan Hansen y Netherland-. Los mercados urbanos habrían
traído consigo las imágenes de raza y clase asociadas con el uso ilícito que
podrían haber hecho que la prescripción extensa de OxyContin para el dolor
moderado fuera algo difícil de vender a los reguladores".

 

El éxito de OxyContin dependía de una comprensión racialmente bifurcada de
la adicción.

 

En una línea de análisis similar, el historiador de la farmacopea David
Herzberg, autor de Happy Pills in America: From Miltown to Prozac (2009),
sitúa la crisis de los opioides en el marco más amplio de la historia de los
Estados Unidos. Según Herzberg, no existe una diferencia real entre los
medicamentos recetados y las drogas ilícitas. Ambos poseen efectos somáticos
y psicoactivos, pero el significado social que se les atribuye tiene más que
ver con la aplicación diferencial del poder estatal, racial y de clase, que
con la farmacología.

 

La disparidad contemporánea entre lo lícito y lo ilícito tiene su origen en
la era de las leyes Jim Crow, cuando el Tribunal Supremo respaldó el
principio de separados pero iguales. Tras la Segunda Guerra Mundial, el
movimiento de derechos civiles desafió la discriminación racial en los
mercados de consumidores, logrando que se consideran ilegales solo las
formas más manifiestas de discriminación, tales como la segregación en bares
o cafeterías, en medios de transporte públicos y en los contratos de
vivienda.

 

Sin embargo, se mantuvo la división racializada entre los mercados de drogas
lícitas e ilícitas; de hecho, esta división proporcionó un motivo
fundamental para las Guerras contra las Drogas y el Crimen que surgieron
tras la aprobación de la Ley de Derechos Electorales. Hoy, los
afroamericanos y los latinos representan el 80% de los encarcelados en las
cárceles federales por delitos de drogas y el 60% de aquellos en las
cárceles estatales.

 

Uno de los aspectos más convincentes del análisis de Herzberg es su
exploración de cómo los consumidores blancos de la posguerra se
autodefinieron frente a los consumidores de drogas urbanos, etiquetados
racialmente, al redefinir el confort farmacológico como un derecho.

 

En el mismo período en que Richard Nixon lanzó la primera Guerra contra las
Drogas, los consumidores blancos, inmersos en el discurso de la mayoría
silenciosa, exigieron el acceso a los productos farmacéuticos como un
derecho de ciudadanía. Así, una queja ante la FDA declaraba: "Yo, como
ciudadano estadounidense, solicito en este escrito recuperar todos los
medicamentos que las personas necesitan. (…) Muchas personas están sufriendo
y están siendo penalizadas debido a los toxicómanos".

 

Este derecho social problemático funcionó como la otra cara de la conocida
historia de la criminalización y de la desinversión en las poblaciones de
negros y morenos en las Guerras contra las Drogas y el Crimen. La
prohibición del vicio en las ciudades requería un espacio de absolución de
la población blanca que permitiera la rentable comercialización masiva de
productos farmacéuticos lícitos.

 

"Un enfoque en los mercados blancos de medicamentos nos habla de una
historia muy diferente: una de un sistema dividido de control de drogas
diseñado para alentar y permitir un mercado segregado de sustancias
psicoactivas", argumenta Herzberg. “Este régimen estableció un privilegio:
la máxima libertad de elección racional en un mercado de medicamentos
relativamente seguro (…) y vinculó este privilegio, tanto institucional como
culturalmente, con factores sociales como la clase económica y la blancura
de la piel".

 

Refuerzo de las fronteras raciales

 

Las lógicas culturales, así como la política de justicia penal, también han
reforzado y estimulado en la imaginación popular la frontera racializada
entre los lícitos buscadores de salud y los ilícitos buscadores de placer.
Películas icónicas sobre drogas como Traffic y Requiem for a Dream (2000)
dramatizaron la tragedia de la caída de las mujeres blancas en el uso ilegal
de narcóticos a través de narrativas pornográficas, en las que jóvenes
blancas inocentes son obligadas a tener sexo interracial por hombres
camellos negros.

 

Basándose en la gramática cinematográfica del clásico panegírico del KKK
Nacimiento de una nación (1915) de D. W. Griffith, estas películas recrean
la ideología supremacista blanca que reforzó la segregación racial. Vista de
esta manera, la crisis de los opioides no aparece como un fenómeno salido de
la nada, sino como producto de profundos procesos históricos.

 

Mientras que más de dos tercios de los usuarios de crack fueron blancos, muy
pocas personas blancas fueron acusadas de delitos por crack por las
autoridades federales. El papel de la absolución de los blancos es aún más
claro cuando se observan las consecuencias dispares derivadas del uso de
drogas ilícitas en relación con la segregación racial.

 

Nada habla más profundamente de cómo el Estado construyó artificialmente
mercados segregados de drogas que los enjuiciamientos federales por el uso
de crack. Pocos se dan cuenta de que las autoridades federales casi nunca
acusaron a personas blancas de delitos por uso de crack, a pesar de que los
datos del propio gobierno federal del Instituto Nacional de Abuso de Drogas
(NIDA) documentan que más de dos tercios de los usuarios de crack fueron
blancos.

 

Entre 1986, cuando el Congreso firmó la Ley contra el Abuso de Drogas, y
1994, cuando se aprobó el proyecto de ley penal del presidente Clinton, ni
una sola persona blanca fue condenada por un delito federal por uso de crack
en Miami, Boston, Denver, Chicago, Dallas o Los Angeles. "De cientos de
casos, solo un blanco fue condenado en California, dos en Texas, tres en
Nueva York y dos en Pennsylvania", señaló el periodista de Los Angeles Times
Dan Weikel. Los fiscales desviaron los casos de los blancos al sistema
estatal, el cual tenía tasas de condena mucho más bajas y sentencias más
cortas.

 

En el centro de esta disparidad se encuentra la paradójica relación en los
Estados Unidos entre la prohibición y la provisión: algunos de los
defensores más duros del castigo y la criminalización del uso de drogas
ilícitas también han apoyado y defendido con entusiasmo la desregulación
farmacéutica y el acceso más fácil a los opioides.

 

Si hubiera alguna duda sobre la sintonía de Trump con la Big Pharma, a pesar
de sus promesas de campaña de reducir los precios de los medicamentos de
Medicare, uno no necesita más que mirar su nombramiento de Alex Azar II, ex
presidente de la división estadounidense del gigante farmacéutico Eli Lilly
and Co., como ministro de sanidad y servicios sociales.

 

La carrera de Rudolph Giuliani es uno de los mejores ejemplos de esta
disonancia cognitiva en torno a la política de drogas que solo puede
entenderse adecuadamente como un producto del capitalismo racial. Como
alcalde de Nueva York (1994-2001), Giuliani y su comisionado de policía
William Bratton fueron arquitectos centrales de la policía de tolerancia
cero y calidad de vida de la ciudad, la cual criminalizaba delitos menores
que iban desde la mendicidad y el graffiti hasta las ventas ilegales y
posesión de pequeñas cantidades de cannabis.

 

La administración de Giuliani presidió más de 40.000 arrestos de marihuana
por año, casi cuarenta veces más que en décadas anteriores. De hecho, el
mayor número de arrestos por posesión de marihuana jamás registrado en la
ciudad de Nueva York tuvo lugar bajo la administración de Giuliani, con
51.267 arrestos en el año 2000. Giuliani también dirigió una feroz campaña
contra el tratamiento con metadona en la década de 1990, abogando por la
abstinencia completa como la única respuesta aceptable al uso de drogas
ilícitas.

 

Dada su postura de línea dura sobre la prohibición de las drogas, llama la
atención que dos años después del máximo histórico de arrestos por marihuana
en Nueva York, el ex alcalde y fiscal de Nueva York se hiciera cargo de
Purdue Pharma como su cliente, acordando ayudar a la compañía a defenderse
de una investigación federal en la comercialización inadecuada de OxyContin.

 

"Hay decenas de millones de estadounidenses que sufren de dolor
persistente", argumentó Giuliani. "Debemos encontrar una manera de
garantizar el acceso a medicamentos recetados para el dolor apropiados para
aquellos que sufren los efectos debilitantes del dolor mientras trabajamos
para evitar el abuso y la desviación de estos medicamentos vitales".

 

John Brownlee, un abogado estadounidense del distrito occidental de
Virginia, inició una investigación sobre Purdue Pharma poco después de su
nombramiento federal en respuesta a la creciente cantidad de sobredosis de
opioides en su región. "La comercialización ilegal ha sido impulsada por la
empresa, desde los niveles más altos de la empresa, que, en mi opinión, se
ha convertido en una empresa criminal a la que nos debíamos enfrentar",
explicó Brownlee.

 

Aunque la acción legal del joven abogado fue la primera demanda penal con
éxito contra Purdue, la compañía actualmente enfrenta una serie de demandas
civiles de otros estados, incluidos Texas, Nueva York, Indiana y
Massachusetts. (Ya en marzo, llegó a un acuerdo de 270 millones de dólares
con el estado de Oklahoma).

 

En el caso de Virginia, Giuliani brindó a Purdue servicios legales y acceso
a su extensa red de conexiones políticas en Washington. Fijó un acuerdo que
impedía que los altos ejecutivos cumplieran penas de prisión e intentó
restringir el futuro enjuiciamiento de Purdue.

 

Según The Guardian, la intervención de Giuliani evitó "un obstáculo para que
Purdue llegara a un acuerdo con el gobierno federal que habría acabado con
una gran parte del mercado multimillonario del fármaco".

 

Culpabilidad oculta

 

Activistas, periodistas de investigación y abogados del sector público han
realizado un importante trabajo que documenta la culpabilidad de las
compañías farmacéuticas en la crisis contemporánea de los opioides. Hasta
hace poco, sin embargo, esta narración no ha logrado penetrar en el relato
dominante.

 

A pesar del innovador periodismo de investigación de Pain Killer de Barry
Meier (2003) y American Overdose de Chris McGreal (2018), los relatos
populares se han centrado con frecuencia en la falta de ética de las
prácticas de médicos y expendedores de pastillas concretos, en lugar de
profundizar en cómo Purdue y otras compañías construyeron una
infraestructura comercial que revolucionó la venta de narcóticos a un costo
social enorme.

 

La culpabilidad es compartida por la falta de recursos de la FDA y de la
infraestructura reguladora para intervenir cuando se hizo evidente que se
estaba produciendo un abuso generalizado. Desafortunadamente, los jóvenes
han sido los más afectados. El New York Times estimó recientemente que casi
400.000 personas actualmente adictas a los opioides recetados o a la heroína
tienen entre 18 y 25 años.

 

Aún más preocupante en Estados como Ohio y Virginia Occidental con las tasas
más altas de consumo de opioides recetados, donde el 50-80% de las entregas
de menores a hogares de adopción están vinculadas con el abuso de sustancias
en el hogar. En el ámbito de la salud y el dolor humano, el fundamentalismo
del libre mercado ha resultado ser claramente mortal.

 

Los orígenes de la crisis de los opioides en el mercado farmacéutico lícito
exigen no solo un replanteamiento de las políticas de desregulación, sino
también el fin de la narrativa esclerótica y racializada de la Guerra contra
las Drogas que todavía está siendo movilizada por la administración Trump.
En un emotivo testimonio ante el Comité Judicial de la Cámara de Inmigración
y Seguridad Fronteriza, el psicólogo de Stanford y nativo de Virginia
Occidental Keith Humphreys habló directamente sobre este tema en febrero de
2018:

 

"Virginia Occidental es emblemática de dónde esta epidemia está siendo más
destructiva: las áreas rurales que no tienen ciudades-asilo y que, de hecho,
generalmente no tienen ninguna ciudad. Los inmigrantes recientes son poco
frecuentes, pero la adicción a los opioides no tiene freno. Eso se debe a
que la epidemia de opioides se produjo en Estados Unidos, no en México,
China o cualquier otro país extranjero. El asombroso aumento en el
suministro de opioides, que en su apogeo alcanzó casi un cuarto de billón de
recetas por año, es lo que comenzó y aún mantiene nuestra epidemia de
opioides. Los opioides recetados provienen de compañías estadounidenses y
son recetados por médicos estadounidenses supervisados por los reguladores
estadounidenses".

 

Al igual que muchas crisis, nuestro dilema actual también presenta
oportunidades para repensar radicalmente nuestros enfoques de prohibición y
provisión. Además de reconocer el papel de Big Pharma, una mirada crítica a
la crisis de los opioides también requiere examinar el entorno más amplio en
el que tuvo lugar esta campaña de marketing depredadora. Han contribuido los
problemas estructurales de la movilidad económica descendente, la
disminución de la seguridad ocupacional y de las protecciones de la salud,
la falta de acceso a la atención sanitaria y las limitaciones de la gestión
clínica (managed care).

 

Críticamente, debemos rechazar la lógica racista que ha suscrito durante
mucho tiempo los esfuerzos de prohibición mientras negamos e incluso
ayudamos al intento de la industria farmacéutica de extender su alcance. Los
fantasmas de la venta y el consumo de drogas continúan animando narraciones
nacionales profundamente sentidas que delimitan la línea entre blancos y
negros, nativos y extranjeros, inocentes y culpables, fármacos y drogas, con
derechos y sin derechos, lícitos e ilícitos.

 

La administración Trump, al igual que sus predecesores demócratas y
republicanos, ha extraído algunos de sus símbolos más destructivos del
espíritu racial del repertorio de la Guerra contra las Drogas. Una de las
lecciones más importantes que se pueden aprender al ver la crisis de los
opioides y la Guerra contra las Drogas a través de la lente del capitalismo
racial es que los privilegios de la blancura de la piel tienen un gran costo
social, no solo para aquellos excluidos de su disfrute, sino también para
aquellos que los poseen.

 

Dado que nuestro país es testigo de una caída significativa en la esperanza
de vida debida a las altas tasas de suicidio y sobredosis, nunca ha sido más
urgente una estimación honesta de la verdadera naturaleza del poder y de la
culpabilidad en los Estados Unidos mismos. 

 

* Publicado por primera vez en Boston Review, primavera de 2019.

 

Nota

 

1/ Las sentencias impuestas por leyes federales que valoraban el crack 100
veces más que la cocaína en polvo: mientras que para ser sentenciado a diez
años por crack solo se necesitaban 50 gramos, para obtener la misma pena por
cocaína en polvo se necesitaban cinco kilogramos de esta sustancia.

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