Uruguay/ Escenas de la impiedad social. El brutal asesinato de Javier Falcón [Venancio Acosta]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Feb 7 14:52:23 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

7 de febrero 2020

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Uruguay

 

La sociedad uruguaya y sus muertes de verano: el caso de Pando

 

Escenas de la impiedad 

 

Un productor rural electrocuta a un adolescente; un joven es asfixiado por
guardias de un centro comercial; un artista callejero es apaleado hasta la
muerte por robar leña; policías y asaltantes matan por las mejores pistolas
del mercado. En la temporada 2020 mueren los de siempre, de las peores
formas, y la atmósfera poselectoral de la transición intenta apoderarse del
relato. Resistente a las clasificaciones automáticas, el brutal asesinato de
Javier Falcón –Pepe– en la ciudad de Pando, el pasado fin de semana, disparó
reacciones en varias direcciones.

 

Venancio Acosta 

Brecha, 7-2-2020

https://brecha.com.uy/

 

Murió uno de los hermanos Falcón. En la madrugada del domingo, un tropel de
desconocidos lo asesinó con saña en una esquina del centro de Pando
(departamento de Canelones). Se llamaba Javier y había cumplido 39 años en
diciembre. Los más próximos lo conocían como “Pepe”: el cuidacoches de
confianza de los comerciantes y el vecino servicial al que muchos le debían
una. Nadie en la ciudad entiende por qué apareció muerto, de una forma
inusualmente salvaje, a una cuadra de donde cuidaba vehículos ajenos por un
par de monedas y celaba con aprensión –sin nada a cambio- el territorio
sagrado de la plaza del pueblo.

 

No se ha determinado aún quién protagonizó el asesinato. Pero no faltan
sospechas e hipótesis –a veces imprecisas o contradictorias– en esta ciudad
donde todos dicen conocerse y respiran, compungidos, un aire de comunión en
el dolor. Junto a otros hechos de similar atrocidad ocurridos a principios
del año, el linchamiento de Pepe trepó a las primeras planas y dio la pauta
de la discusión sobre una violencia desbocada que la sociedad uruguaya juzga
extraña a sí misma, los medios amplifican y los actores políticos no dudan
en sacar tajada en el relato.

 

“Se terminó el recreo: en un shopping de Paysandú asfixian a un joven, en
Pando un grupo ejecuta a un cuidacoches. En Dolores un adolescente muere
electrocutado en un alambrado y ¡Uriarte dice que la gente se defiende!
Primeros resultados de la impunidad y retorno de la pena de muerte!”. Esto
escribió, por ejemplo, en su cuenta de Twitter, el senador de la Vertiente
Artiguista (Frente Amplio) Enrique Rubio. Hacía alusión a una serie de
episodios luctuosos que se sucedieron en lo que va del año y a las
declaraciones del futuro ministro de ganadería, Carlos Uriarte que, a raíz
del hecho de Dolores (departamento de Soriano), dijo: “Ante la falta de
protección del Estado la gente está recurriendo a defenderse por sí sola”.

 

En el río revuelto de la seguridad pública, el asesinato paradigmático de
Javier “Pepe” Falcón sirvió también al discurso de tirios y troyanos. Al
tiempo que, desde Montevideo, se relacionó lo ocurrido a una actitud de
manada enardecida –al estilo del grupo de rugbiers que asesinaron en enero a
un joven de 18 años en Villa Gesell (Buenos Aires)– que catapultó una fuerte
demanda de policiamiento por parte de los comerciantes de Pando que quieren
protegerse de los “del cante de abajo”.

 

Mientras tanto, la familia del muerto afirma que la policía de la cuidad no
intervino en el hecho –aun cuando la seccional queda a una cuadra del lugar–
porque se trataba de “un pichi más”. Y sus colegas identifican como parte
del problema a los “nenes de papá y mamá” de Pando (y localidades vecinas)
que protagonizan “la movida de la plaza”, lideran en consumo de cocaína y se
exhiben en autos de último modelo hasta la madrugada.

 

***

 

“Era el mejor de todos ellos”, nos dice, elevando el mentón hacia la plaza,
una comerciante del centro de Pando. A través del vidrio de su local dirige
el gesto a varios hombres y mujeres con chalecos reflectores mugrientos y
rotosos, que rondan entre la gente en los cuatro flancos de la plaza. A
veces cabizbajos, a veces altaneros, ellos cargan pequeños bolsos cruzados
al torso como bandoleras, disponen de sillas playeras a la sombra para
observar el movimiento, conversan con los vecinos, recorren las
inmediaciones. Cuando algún auto se dispone a marchar, se acercan a recibir
la paga a discreción. Los más veteranos atesoran las monedas y cuidan la
clientela con gestos de distancia hacia los más jóvenes que se pasean
echando furtivas miradas al suelo y levantan colillas a medio terminar o le
dan fuego a la pipa en un rincón alejado. A la noche, casi todos comparten
techo en el refugio de la ciudad.

 

Los cuidacoches –un oficio que crece a la par de la expulsión de personas de
la economía formal– a menudo son un estorbo para los conductores, que juzgan
estar promoviendo una suerte de “peaje urbano” o profesan aversión a las
dinámicas callejeras. Pero regularmente, también ofician de bisagra y
referencia territorial, facilitando un sinfín de movimientos a los
comerciantes y vecinos, a cambio de flacas propinas o elementos desechables
de alimentación y abrigo. Un encastre normalizado del funcionamiento urbano.

 

Luego de la muerte de Pepe, los vecinos de la ciudad marcharon alrededor de
la Plaza Constitución, en una ambivalente procesión que reclamaba justicia
por el asesinato. Pero, a la vez, escenificaba la preocupación acerca de que
algo en el funcionamiento habitual de la ciudad –que incluye la suerte
precaria de los cuidacoches– se hizo añicos de la peor forma y puede
volverse contra cualquiera. “Yo esperaba más compromiso de la gente de
Pando, porque creo que estamos todos en la misma. Mañana podemos ser
nosotros”, dijo una comerciante en una pequeña ronda de intercambio
improvisada luego de la manifestación. “Pepe podemos ser todos”, agregó otro
de los presentes. El sepelio del cuidacoches en el cementerio municipal tuvo
una nutrida concurrencia. Días después, sorprendidos por la cantidad de
personas que asistieron, uno de sus hermanos dijo a Brecha: “no esperábamos
a nadie”.

 

***

 

A mitad de enero, un joven que cuidaba vehículos frente a los edificios
Barradas, a una cuadra del shopping Nuevocentro, fue asesinado cerca de la
Ciudad Vieja de Montevideo. A Ángel se lo vinculó con un “asunto de drogas”
(producto del cuál habría tenido una pelea con dos “indigentes” que dormían
en esa zona de la capital), ante la sorpresa de los vecinos del edificio ya
que muchos de ellos lo estimaban como referente de la cuadra, le permitían
dormir en el lugar y ocasionalmente lo auxiliaban con ropa y comida.

 

A principios de julio de 2019, un hombre de 59 años fue encontrado muerto de
frío –es literal­– en una casa abandonada de La Blanqueada, por los vecinos
que lo conocían como el cuidacoches de la zona. En noviembre de 2018 un
joven que cuidaba en Marco Bruto y Rivera murió de cuatro balazos. Un mes
después, un automóvil Toyota mató a un cuidacoches en Punta del Este y una
camioneta, a otro en la ciudad de Salto. En julio de 2017, un hombre que
cuidaba frente al Hospital de Mercedes murió sin más en la vía pública. En
agosto del mismo año, otro fue asesinado de un golpe en la cabeza en La
Aguada (barrio de Montevideo)

 

Muertes sin explicación en la vía pública, apuñalados, apaleados,
embestidos, heridos de bala. En Montevideo y el Interior. Jóvenes o
veteranos en edad de jubilación. Los cuidacoches están desde siempre a
merced de las fuerzas más oscuras de la ciudad; a veces las protagonizan y
casi siempre las padecen. En ocasiones van a engrosar las estadísticas de
violencia urbana en los borrosos casilleros de “ajuste de cuentas” o
“altercados espontáneos”. Es raro que su muerte –al contrario de lo sucedido
en Pando– llegue a ser llorada en comunidad.

 

***

 

“Éramos un adoquín más de esa plaza”, nos dice Ángel, uno de los hermanos
mayores de Pepe, un petiso fornido, con manos de obrero y físico de
boxeador. Tiene apoyado el antebrazo en el manubrio de una bicicleta
desvencijada, dejando entrever –al dorso– una serie de cicatrices
carcelarias que no le interesa disimular. Como no disimula que es un
“adicto”, que fue “criado en la calle” y nunca tuvo problemas en largar el
guante. Y no oculta que su hermano también era adicto: un problema que lo
había llevado, en el último tiempo, a dormir en el zaguán del comedor de una
escuela. Ángel, así como el resto de la familia –y en general, casi todos
los comerciantes– tienen la convicción de que los asesinos de Pepe son del
“Barrio Estadio”, otra zona de la periferia de Pando: “los cantes de abajo”.
Si fueron quince, si fueron diez o si fueron dos depende de la versión. Si
fue por una moto, por drogas o por una crueldad incomprensible, también.

 

“Lo que sé es que el fin de semana 15 animales destrozaron a mi hermano por
cuidar una moto”, sostiene Ángel, que también cuida en la plaza. “Nosotros
vivimos de esto hace años. Nos criamos en la plaza. Nunca faltó nada estando
nosotros. Y la plaza ya no es como en los tiempos de antes, en los que vos
podías salir a tomar un mate”, opina. “Hay una seccional a dos cuadras, pero
cero pelota. Un testigo fue hasta la comisaría para decir que lo estaban
matando a mi hermano, hasta que se murió en sus brazos, y no vino un móvil.
Y después nos tratan de pichis por cuidar el interés de ellos. Porque a
veces no nos dan nada o nos dan dos miserias. Nos dejan lo mínimo”.

 

La buena madera de Pepe es una opinión que nadie niega en la ciudad. Los
vecinos, dicen algunos, le tenían una confianza casi ciega. Y a pesar de
tener antecedentes penales de hace más de diez años, dicen otros, era poco
probable que se inmiscuyera en problemas. Era querido por todos en la
ciudad, se reitera. “Mi hermano tiene antecedentes pero él pagó la deuda que
tenía con la sociedad”, se empeña en dejar claro Ángel. “Él, acá, hasta
acompañaba a las personas mayores a la parada, no tenía problemas con
nadie”, dice: “nosotros no podemos hacernos enemigos de la gente, porque
vivimos de la gente. Nosotros nos criamos en el campo capando novillos,
enlazando caballos, trabajamos toda la vida. Por un plato de comida nos
quebrábamos el lomo. Yo ya no tengo columna. Yo estoy parado acá y me muero
de dolor. Él pago la deuda con la sociedad”, repite.

 

Respecto a los problemas de violencia que identifican los comerciantes,
Ángel coincide: “viernes y sábado acá es tierra de nadie”. Pero aclara: “Hay
hijos de rico e hijos de pobre. Pero acá en Pando los hijos de mamá y papá
son los peores. Acá venís de madrugada un viernes de noche y ves camionetas
Toyota, BMW, Mercedes; gurises de 16 o 17 años manejando. Venite un viernes
de noche. Porque date cuenta que la plata está de la vía del tren para acá
arriba. De la vía para allá abajo te vas a dar cuenta que son gente
trabajadora. Pando tiene como 230 años, así que imagínate lo que habrán
hecho con gente ignorante y sus descendientes para que hoy en día haya gente
tan cómoda por acá”.

 

Un compañero del fallecido, también cuidacoches de los alrededores de la
plaza, desconfía de que los hechos se hayan sucedido a raíz del supuesto
robo de una moto; “conociendo el palo”, opina, “no creo”. “Él era
excelente”, dice. “Era un tipo de laburo, guapo para laburar. Se iba para el
campo, para donde fuera. Cuando le salía alguna changa en el monte o algo él
me venía a buscar acá y yo le cubría el lugar. Lo atrapó la pasta en los
últimos años. Ya estaba pendenciero. Pero era buena gente. Era malo para
él”. Y sobre la situación en la plaza Constitución los fines de semana,
dice: “Hay de todo en la plaza. Pero sobre todo, nenes de papá, cocaína a
patadas, alto consumo. Él cuidaba en el casino. Hay mucha merca ahí. Gente
que se dedica a cuidar coches realmente habrá diez, y después pará de
contar, hay avivados también. Pero todo este quilombo no tiene nada que ver
con los cuidacoches, sino con los nenes de la sociedad que vienen a tomar
ahí”.

 

***

 

Marcelo –otro de los hermanos Falcón– está recostado contra una de las
paredes de su taller mecánico, con las manos engrasadas. Adentro (y afuera)
el calor es agobiante. Además de mecánico, Marcelo hace fletes para los
feriantes y cubre uno de los turnos de cuidacoches en la plaza Constitución.
Fue cargando para los feriantes que el domingo de mañana se enteró que la
persona tendida a mitad de la calle Ferreira Aldunate era su hermano. “Me
vino como un calambre en el cuerpo” dice, y es como puede describir la
sensación que lo embargó en ese momento. Luego de algunos días, su principal
queja es hacia la no intervención de la policía en el caso:

 

—La policía acá no interviene mucho. No le interesa ningún problema o no
tiene gente, no sé. Yo cuido siempre en la feria navideña y, cuando tuvimos
problemas, sólo había dos policías. Como a las dos horas apareció la
camioneta. Ahora con esto, sabemos sus nombres, apellidos, apodos. Pero para
la policía era un pichi más en la calle. Es la realidad. No es porque es mi
hermano: si lo lastimaron, si lo mataron, si lo dejaron tirado en la cuneta.
Es un pichi más.

 

“Fui a ver su cuerpo y no lo reconocí. Pero le vi las ropas, los brazos. Vi
que había un cascote al lado de él”, recuerda Fanny, expareja del fallecido.
Según entiende, los principales problemas de violencia de la ciudad tienen
que ver con peleas de barras o territorios: “Viene gente de El Talar, Villa
Aeroparque, Suárez, Colonia Nicolich, Barros Blancos. Pierde Nacional, se
dan. Pierde Peñarol, se dan. Se miran mal, igual”. Ambos están siguiendo los
avances judiciales del caso. Los dos están sorprendidos del apoyo que
recibieron de los vecinos de la ciudad. “A mí me escribió gente desde que
íbamos a la escuela”, dice Marcelo. “Pero la forma en que lo mataron es lo
que me revienta”, agrega. “La forma”, repite mirando un punto fijo. Tiene
que haber una explicación”.

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