Brasil/Venezuela/ Sobrevivir en la frontera. Migrantes y refugiados venezolanos en Ka'ubanoko [Nicolás Cabrera]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Ene 29 11:17:50 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

29 de enero 2020

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Brasil/Venezuela

Sobrevivir en la frontera

 

En la periferia de Boa Vista 660 migrantes y refugiados venezolanos ocuparon
Ka’ubanoko, un territorio en el que desde la autogestión y la
interculturalidad sobreviven al desarraigo, la precariedad y la exclusión.
Allí, la vida cotidiana no está en lo importante, se va en lo urgente.
Nicolás Cabrera recorrió la ciudad, entrevistó a criollos e indígenas que
habitan el espacio y dice: lo que testifica esta experiencia es que la
crisis humanitaria de Venezuela es real y grave y la acogida brasileña se
avizora inconducente.

 

Nicolás Cabrera *

Revista Anfibia, enero 2020 

http://revistaanfibia.com/cronica/

 

Primero fue pendular. Ir y volver. Después por goteo: unos pocos llegaban
para quedarse. En los últimos tiempos, cuando los bienes más cotidianos
–arroz, luz, jabón, pañales– se convirtieron en privilegios y las balas
cazaron hermanos, la peregrinación forzada de venezolanos a Brasil se
convirtió en éxodo.

 

Entre 2017 y 2018 la migración aumentó un 245%. El 2019 confirmó la marea:
500 personas por día cruzaban la frontera que divide al estado venezolano de
Bolívar del estado brasileño de Roraima.

 

Conocer las cifras del drama venezolano es imprescindible. Contextualiza,
mensura, interpela. Pero ponerle rostros, nombres, dialectos y hasta colores
a esos números resulta urgente. Detrás de cada persona hay una crisis
vivida.

 

Por eso importa conocer Ka’ubanoko, una ocupación enraizada en la periferia
de Boa Vista, la capital de Roraima, donde viven 660 personas de todas las
edades. Una mitad es “criolla”; la otra indígena. Pese a aquella diferencia
–que en el día a día se torna asimetría– hay un trasfondo común: todos son
venezolanos, han migrado a Brasil sin buscarlo y se organizan para
sobrevivir y convivir.

 

Ka’ubanoko, que en la lengua indígena Warao significa “lugar para dormir”,
funciona como una “zona gris”. Un territorio de fronteras difusas: no es un
refugio formal de la ONU pero cuenta con el beneplácito del ejército
brasileño. Y de la “Operación Acolhida”, una iniciativa en el que ONGs,
congregaciones religiosas, organismos internacionales, gobierno brasileño y
ejército cruzan actores y recursos para brindar “ayuda humanitaria” a los
migrantes y refugiados venezolanos. En Ka’ubanoko los moradores, hartos de
la xenofobia y la discriminación de la ciudad, se protegen entre paredes de
chapa, concreto y cartón. Comen, aunque sólo una vez al día. Todos escaparon
de la privación y la violencia pero la cuentan en español, portuñol, warao,
kariña, pemom o e’ñepá.

 

La ocupación nació el 3 de marzo del 2019 cuando 150 indígenas venezolanos,
entonces en situación de calle, entraron a un predio abandonado conocido
como “Club del Trabajador”. Entre la maleza descubrieron a un puñado de
familias –también venezolanas pero criollas– que vivían escondidas. En ese
encuentro pactaron una convivencia que dura hasta el presente.

 

El organigrama actual de Ka’ubanoko dibuja un matriarcado. En la
“coordinación general” de los criollos está Yidri y como “cacique general”
de los indígenas aparece Fiorella. Pero los imponderables de una ocupación
que hoy resguarda a 600 venezolanos nunca dependen de una única voluntad. En
Ka’ubanoko hay que delegar para coexistir.  Por eso, además de las líderes
hay comités –educación, salud, cultura, infraestructura, alimentación,
mujeres, niños, religión, seguridad, higiene– y responsables con nombre
propio, tanto para la parte criolla como indígena. Una división
omnipresente. 

 

***

 

Camilo es regordete y de piel color bronce. Al estirar su mano para saludar
muestra parte de su pasado: palmas de pescador. Fue de los primeros Warao en
llegar a Boa Vista cuando la ausencia de futuro ya era una certeza. Partió
con una bolsa de ropa al hombro, un machete en la mano diestra y un diente
de jaguar al cuello. Abrigo, protección y fuerza.

 

Al hablar redunda con las mismas palabras. Una mirada ingenua sospecharía
que todavía no domina el español. Una escucha atenta sabría que la
repetición, para muchos pueblos indígenas, es pedagogía.

 

Como “Aidama” –cacique en Warao– Camilo es el autorizado para hablar en
nombre de las 26 personas de su familia que lo acompañaron desde el Delta
del Orinoco, en Venezuela, a 688 kilómetros de su nuevo hogar.

 

—Los Warao venimos de muy lejos porque hay grupos armados, muchos, muchos
grupos armados en la tierra. Roban canoas, trafican, matan, secuestran,
bandas organizadas que matan. Gente armada en nuestras tierras, masacrando,
matando a nosotros, con armas. Tenemos miedo. La comida es muy cara, no hay
medicamos, no hay turismo para artesanías. Estamos muriendo. Por eso venimos
de lejos: los Warao estamos con miedo.

 

Los Warao son los primeros y los más numerosos de todos los grupos indígenas
venezolanos que migraron a Brasil. Hay quienes dicen que son nómades por su
propia cosmología. Lo fundamentan en mitos de origen que narran un errar
incansable. Otros estudiosos lo justifican etimológicamente: Warao significa
“gente de embarcación”, “pueblo del agua”, navegantes.

 

Lo cierto es que Camilo y tantos otros Warao hablan de causas más concretas
y terrenales. Enumeran ataques, grupos armados y muertes. Nada descabellado
si reparamos en que la mayoría de los Warao de la ocupación vienen de la
comunidad de Mariusa, donde el 29 de abril de 2019 una embarcación de
encapuchados gatilló plomo contra canoas indias y mató a una mujer
embarazada y a su hija de seis años. Dos meses antes, otro grupo de
encapuchados había saqueado la misma aldea y secuestrado al cacique de la
comunidad.

 

No son casos aislados, son causas recurrentes. Las ramificaciones fluviales
del Delta del Orinoco, tierra nativa de los Warao, se han convertido en zona
de tránsito para el tráfico y los grupos armados que operan entre Venezuela
y Trinidad y Tobago.

 

La situación económica y social de Venezuela también afecta de manera
directa a los Warao. Con una inflación incalculable la escasez es regla. Y
sin turismo no hay venta de artesanías. Si la salud, la educación y el
trabajo se deterioran para la mayoría de los venezolanos, imagínense para
los indígenas que siempre padecen una desigualdad recargada.

 

A ese escenario se suma que los Warao todavía sufren las consecuencias del
ecocidio ocurrido en la década del sesenta cuando la Corporación Venezolana
de Guyana cerró el Caño Manamo y quebró el equilibrio ecológico del Orinoco.
Los resultados fueron la muerte de miles de indígenas como así también la
migración en masa de los sobrevivientes.

 

***

 

—¿Qué hacen para divertirse en la ocupación?

 

—¿Divertirse? Acá intentamos sobrevivir.

 

—Pero uno necesita divertirse para sobrevivir.

 

—Sí…. y bueno, a veces tomamos cachaça.

 

Con Alida intento huir de los clásicos diálogos entre reporteros y migrantes
donde unos salan las heridas de otros. Aprovecho el afilado sentido de humor
de los Warao, que nunca olvidan que no hay exorcista más eficaz que un
espasmo de risadas. Imaginamos banquetes, susurramos chismes, exigimos
favores y nos burlamos de los brasileños.

 

Y ella habla de rituales. Nadie mejor que una profesora Warao para ilustrar
en el tema. Enseñar costumbres era el trabajo de Alida hasta que con su
sueldo en mano tuvo que elegir entre comprar un pollo o dos kilos de arroz.
No dio para más, ni su dinero, ni su paciencia.

 

Alida lleva hoy un hermoso vestido rojo. El pelo atado resalta dos ojos
negros de párpados caídos. Con didáctica paciencia describe el “Nahanam”, un
baile en honor al “Kanobo”, el “dios todopoderoso”. En su nombre los Warao
festejan un mes. De noche se come y se baila. De día se trabaja la “Yuruma”,
una masa hecha a base de moriche, ese mismo árbol que los Warao usan para
sus artesanías y hoy extrañan por tradición y necesidad.

 

Los Warao saben que lo cantado es contado. Tienen canciones para sus
ancestros, dioses, hermanos y enemigos. Porque no hay pueblo sin música. Y
Alida canta sobre el río Orinoco, al que define como “río padre” porque los
alimenta, los arrastra, los limpia.

 

***

 

Dentro de la población indígena de Ka’ubanoko también hay segmentaciones,
pues allí conviven 330 personas de cuatro etnias diferentes: Warao, Kariña,
Pemom y Eñepa. La distinción es política, cultural y espacial. Cada pueblo
tiene su cacique, su idioma, un territorio delimitado. Y su historia.

 

Los Pemones tienen una ventaja si los comparamos con las fatalidades de los
Warao. Al habitar una tierra transfronteriza entre Venezuela, Brasil y
Guyana, varios de los venezolanos fueron recibidos por sus parientes
brasileños. La mayoría se ha refugiado en aldeas hermanas y por eso en
Ka’ubanoko se cuentan con una mano. Pero sufren una maldición: gran parte de
sus territorios venezolanos son ricos en oro.

 

En febrero de 2016, el presidente Nicolás Maduro bautizó vía decreto a un
área de 111 843,70 km² –12,2 % del territorio venezolano–al sur del río
Orinoco como “Zona de Desarrollo Estratégico Nacional Arco Minero del
Orinoco”. Allí se concentran 7000 toneladas de reservas de oro, cobre,
diamante, coltán, hierro, bauxita y otros minerales. La idea del Gobierno es
sustituir la renta petrolera por el lucro minero. Extractivismo depredador
como condición del “Eco-socialismo”. Una iniciativa que hasta el momento
sólo incrementó la violencia, dinamizó mercados ilegales, contaminó ríos y
expulsó vastos contingentes indígenas que hoy se refugian en Brasil.

 

El viernes 22 de noviembre un grupo de hombres vestidos de negro llegó a
Ikabarú, municipio Gran Sabana del estado Bolívar, Venezuela. Dispararon con
puntería. Mataron 8 personas. Uno de ellos, Edidson Ramón Soto, era Pemón.
Las investigaciones apuntan como principales responsables a personas del
“sindicato del oro”, un grupo armado paraestatal que intenta controlar la
explotación minera de la zona. Los Pemones, por comunicado oficial, exigen
justicia y recuerdan que no se trata de un hecho aislado. Los “parientes”
asesinados por la nueva fiebre del oro se cuentan de a decenas.

 

***

 

En un principio la “Operação Acolhida” tenía tres fases: primero se hacía un
registro fronterizo de los refugiados. Luego los venezolanos eran derivados
a uno de los trece abrigos oficiales que hay en Roraima. Una vez abrigados
se procedía a la interiorización, es decir, se los reubicaba en otros
estados brasileños bajo la promesa de trabajo y con el objetivo de
descomprimir el estado. Ya fueron interiorizados más de 25000 venezolanos
según las fuentes oficiales de la operación.

 

Pero el esquema está colapsado. En Boa Vista hay capacidad para abrigar solo
a 6500 del total de 53.000 venezolanos que hoy viven en la ciudad. Los
abrigos están desbordados. Eso incentivó la ocupación de inmuebles
abandonados, como Ka’ubanoko. Era invasión o calle.

 

La “Operação Acolhida” muestra serias dificultades frente a la cuestión
indígena a pesar de tener un abrigo exclusivamente para ellos, como es el de
Pintolandia. Los actores que intervienen, sobre todo ACNUR –Alto Comisionado
de las Naciones Unidas para los Refugiados– y el ejército, no tienen
experiencia en abrigar pueblos originarios. Son una población incómoda para
los protocolos operacionales estandarizados con los que se organizan los
refugios. Tal vez por eso muchos de los indígenas fueron expulsados de esos
lugares o simplemente se retiraron voluntariamente por sentirlos muy
contrarios a sus costumbres.

 

Por último está la polémica en torno a la interiorización o no de los
indígenas. La operación decidió por la negativa. Aduce incompatibilidades
entre aquel formato de relocalización y las “tradiciones” migratorias
indígenas. Hoy, en consecuencia, la interiorización es un “derecho”
reservado para los criollos. Una diferencia que en la opinión de los Warao
se nombra como desigualdad.

 

Fiorella, cacique general de Ka’ubanoko, es quien mejor ordena los reclamos
de la comunidad. Tal vez porque en su formación universitaria como médica
aprendió a decir lo que los blancos queremos escuchar; o porque, como
cacique máxima de los Warao, entiende el efecto de las palabras. O,
simplemente, porque, como ella dice, pide lo que el sentido común exige:

 

—Queremos reubicación en un lugar específico para los indígenas, donde se
creen proyectos acordes a nuestra tradición. Nosotros tenemos muchos
profesionales: maestros, ingenieros, agrimensores, técnicos superiores en
higiene y alimentos, enfermeros. Sólo pedimos un lugar para nosotros.

 

***

 

Aunque los criollos venezolanos que viven en Ka’ubanoko cuentan con algo más
de oportunidades que la mayoría de sus vecinos indígenas, su suerte sigue
siendo una moneda al aire. Ni llegar a la ocupación ha sido fácil.

 

Yidri trabajaba en una empresa de seguridad. Largo currículum y vasta
experiencia. Hace un año ganaba dos salarios mínimos que se evaporaban en la
primera semana del mes. Se vino embarazada de siete meses junto a su hijo de
10 años.

 

Reinaldo fue mozo, guardia de comercio, recepcionista de hotel, salvavidas,
cocinero, barman y locutor de radio. Una polifuncionalidad que nunca supuso
ingreso suficiente, pero sí cierta riqueza para la principal actividad de
subsistencia en la Venezuela actual: el trueque. En 2018 Reinaldo se cansó
de dar para recibir y recibir para dar y vino a Brasil detrás del vil metal.

 

El prontuario laboral de Rosa también es una oda al emprendedurismo. ¿El
resultado? Carestía. Cuenta con fastidio como hacía filas de ocho horas sin
saber qué iba a poder comprar. Lo recuerda describiendo góndolas vacías.
Para ella el problema no era la falta de comida que el estado racionaba,
sino el goloso mercado negro donde lo planificado estatalmente se
privatizaba.

 

Luis y Alejandra caminaron 215 kilómetros desde Pacaraima hasta Boa Vista.
Demoraron cinco días. No de lentos sino por cargados. Luis, de 22 años,
arrastraba una valija azul. Alejandra, de 21, llevaba entre brazos a su hija
Estel de tres y en su panza al pequeño Abraham de 6 meses.

 

—Yo trabajaba en la calle, carretando. Al principio se vivía bien, pero
llegó un tiempo que no daba más y nos vinimos. No alcanzaba para nada: ni
comida ni pañales, cosas básicas.

 

—Recién un hombre me contó que con su salario compraba apenas un pollo.

 

—Compadre, el hombre tenía un buen sueldo.

 

Pocos hablan de una falta de trabajo en Venezuela. Muchos acusan su
informalidad –por ende, inestabilidad–. La mayoría padeció la depresión por
la falta del dinero y la ausencia de lo mínimo.

 

Todos cruzan fronteras intentando no tropezar.

 

***

 

El 95% de las personas adultas que vive en Ka’ubanoko está desempleada. La
mayoría de los hombres se la rebuscan revolviendo basura, revendiendo
chatarras, juntando aluminio o arreglando bicicletas. Las mujeres venden
comida, producen artesanías, atienden en la feria, escuchan cursos o piden
en la calle. Cada día “matan un tigre” nuevo, como la sabiduría popular de
Venezuela llama al trabajo informal.

 

Entre la población “nativa” de Boa Vista sobran los que responsabilizan a
los venezolanos por la desocupación en el estado. Es decir, brasileños con
empleo que dicen que está faltando trabajo porque hay migrantes y refugiados
que no consiguen trabajar. Inconsistencias de la xenofobia.

 

La educación es otro problema. Ningún niño venezolano de la ocupación
consigue escolarizarse. Por eso entre iglesias católicas, movimientos
sociales como el MST y donaciones internacionale, los que tienen entre 5 y
15 años reciben apoyo escolar dos veces por semana.

 

La salud también está en alerta aunque muchos confiesan una alevosa mejoría
en relación a su pasado en Venezuela, donde los medicamentos se tornaron una
quimera. El problema es que en Brasil, como en cualquier país con brotes
xenófobos, el desprecio al extraño se interpreta en clave higienista. Para
ciertas autoridades brasileñas la migración venezolana trajo enfermedades
viejas como el Sarampión. La ex Gobernadora de Roraima Suely Campos, en
2018, firmó un decreto que limitaba el atendimiento de venezolanos en la red
sanitaria estadual.

 

***

 

“4 cigarros por un rial” dice, con carbón, la pared de la casa de Consuelo.
Ella es de Caracas, tiene 52 años y se queja, entre risas, porque la pobreza
la está desalineando.

 

—Ni pintarme el cabello puedo. ¿Cómo voy a conseguir marido ahora?

 

En Venezuela trabajaba por su cuenta. Vendía cigarrillos, café, bebidas y
“comiditas caseras” en la terminal de ómnibus. En Boa Vista encontró una
historia repetida.

 

—Ya venía triste porque me habían matado un hijo, los malandros, y sucede
que me roban la bomba del gas. ¿Podés creer? Además de que no alcanzaba por
nada, con la violencia y el robo estaba imposible. Ahí mi otro hijo, que ya
estaba acá, me dijo venite, venite, venite.

 

En el relato de Consuelo aparece un motivo que se repite en muchas historias
venezolanas: la inseguridad compite con la economía a la hora de justificar
la migración. No es casual para un país con una tasa de homicidio de 81,4
por cada 100.000 habitantes, la más alta de toda América Latina. Cifras de
guerra sin conflicto armado.

 

Pero estos venezolanos no han llegado a una tierra más pacífica: algunos
brasileños empezaron hace tiempo una escalada de violencia hacia los
foráneos. Se cuentan, al menos, cinco 5 “venecas” – el rótulo despectivo que
todo proceso xenofóbico demanda– asesinados en 2019 por grupos de caza.

 

No hay apenas rabia “desde abajo”. Los discursos incendiarios también llegan
“desde arriba”: el ruralista Antonio Denarium, electo gobernador de Roraima
por el ex partido político de Bolsonaro –quien a su vez fue elegido en Boa
Vista por el 78, 61% de los votos–, manifestó que la Operação Acolhida no
tenía ningún beneficio para los brasileños y sólo favorecía a los
venezolanos: “No da para la canasta básica de los brasileños que están
pasando hambre. Pero, para los venezolanos dan todo: almuerzo, cena,
alquiler”.

 

El propio Bolsonaro, a la semana de asumir, retiró a Brasil del “Pacto
Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular” suscrito en la
asamblea general de la ONU y firmado por 152 países miembros.

 

Brasil, por encima de todo.

 

***

 

No todo es odio. Tampoco hay fronteras inquebrantables. Las biografías son
más ambiguas que los esquemas dicotómicos y las notas merecen ser algo más
que una pornografía de la tragedia. En Ka’ubanoko también hay amor,
solidaridad y alegría. Como el romance entre Carlos y Mariane, un venezolano
criollo de Barcelona de 36 años y una venezolana indígena eñepa por parte
paterna y yanomami por vía materna que tiene 29.

 

Los dos migraron solos. Y en Roraima se vieron, se coquetearon y se amaron.
Primero vivieron en el lugar donde él trabajaba. “El patrón nos hizo un
lugarcito”, comenta Carlos. Después, cuando ella descubrió que en Ka’ubanoko
vivía parte de su linaje eñepa, decidieron mudarse a la ocupación. Ellos se
sonrojan cuando se les pregunta por sus momentos de intimidad en medio de
tanta gente.

 

—No es fácil –responde Carlos– pero uno se la rebusca, como en todo. ¿No?
Ahora estamos tranquilos, parece que ella está embarazada. O eso creemos, no
hicimos eso del test pero tiene un atraso de dos meses.

 

Conocer Ka’ubanoko no supone entender Venezuela. Tampoco invita a
posicionarse con firmeza en el barro partidario de su coyuntura polarizada.
Y mucho menos a conjeturar sobre los intereses geopolíticos que el ajedrez
global reposa en la República Bolivariana.

 

Ni los indios ni los criollos que aquí habitan priorizan hablar de
revolución o régimen; de presos políticos o políticos presos; de chavistas o
boliburgueses; de imperialismo yanqui o dependencia rusa.

 

La vida cotidiana en Ka’ubanoko no está en lo importante, se va en lo
urgente. Porque lo que sí testifica esta ocupación es que la crisis
humanitaria de Venezuela es real y grave. Y que la acogida brasileña, tal
como está, se avizora inconducente. No funciona un esquema transitorio para
un problema estructural.

 

Mientras tanto, los que huyen hacia adelante, siguen llegando. 

 

* Nicolás Cabrera, vive en Río de Janeiro por una beca de investigación en
la Universidad Federal de Fluminense. Es además becario del Conicet. Su
proyecto de postgrado doctoral es “Identidades violentas: un estudio sobre
la(s) violencia(s) como dimensión identitaria de la cultura popular en el
fútbol cordobés”. Estudió sociología en la Universidad Nacional de Villa
María y está cursando un doctorado en antropología en la Universidad
Nacional de Córdoba y haciendo una especialización en Criminología de la
Universidad Nacional de Quilmes.

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