México/ Maíz por comida chatarra: lo que el coronavirus cambió [Paula Mónaco Felipe]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Jul 1 11:45:36 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

1° de julio 2020

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México



Maíz por chatarra: lo que el coronavirus cambió



Como consecuencia de la emergencia sanitaria los supermercados en México
incrementaron sus ventas un 74 por ciento, y fue la comida procesada y
ultraprocesada una importante mayoría de estas ventas. Mientras que miles de
puestos callejeros con alimentos frescos o sin conservadores, como los de
comida de maíz, cerraron. ¿Cómo se alimenta durante el encierro un país
donde casi 300 personas mueren cada día de diabetes, por la ingesta de
comida chatarra y bebidas azucaradas?



Paula Mónaco Felipe

Pie de Página, 30-6-2020

https://piedepagina.mx/



Me despiertan los pasos de una ardilla sobre el barandal del balcón. Me
despierta el caer de un fruto pequeño, parecido a un higo, desde la
enredadera de nuestros vecinos. Escucho el canto de un pájaro -o algún otro
animal- durante las noches. Y no vivo en el campo sino en Ciudad de México,
un monstruo con veintidós millones de almas.



Mi casa está en Coyoacán, que no es bosque. Es una zona de calles bastante
tranquilas, casas coloniales mezcladas con otras más nuevas y grandes
árboles de troncos que muchas veces ocupan la mitad de la vereda. Un barrio
privilegiado, residencial, que sin embargo no escapa a la locura de una gran
ciudad con sus autobuses, estaciones de metro y puestos de venta ambulante
en muchas esquinas. Coyoacán tiene un mercado ruidoso y una plaza con vida
pueblerina. Por las tardes y sobre todo en fines de semana, muchas personas
llegan a tomar café, comer churros, elotes, quesadillas. Ahora el bullicio
se apagó, encerrados en nuestros hogares para frenar el aumento de contagios
de covid-19.



Entre los silencios de mi barrio hay uno que siento más: el que se produce
en el espacio vacío donde estaba la señora que vende tlacoyos de maíz azul;
en la esquina donde se paraba la familia que vende elotes y esquites; en el
pasillo del mercado donde una mujer vendía tortillas hechas a mano. Falta la
comida callejera, una parte esencial del México profundo y popular que da
alimento y trabajo a millones de personas aunque nadie sabe a cuántos. Un
mundo tan visible como jamás cuantificado en estadísticas.



Los tlacoyos son una tortita ovalada, una especie de ojo de maíz, con
rellenos variados. Aquí la señora los ofrecía de frijoles y requesón.
Elegido el relleno, lo asaba sobre el comal que es una plancha de hierro. Lo
cubría con cebolla, jitomate, cilantro y nopal (la hoja del cactus), salsa
de chile y queso rallado o crema, a gusto del la clientela. El tlacoyo es
una comida prehispánica que se vende desde hace siglos. Existía en la Gran
Tenochtitlán, en el siglo XIV, y desde entonces fue un gran éxito porque se
transporta fácil, ha dicho el historiador Alfredo López Austin.



En la esquina de mi barrio desolado no están la señora ni su ayudante, que
creo es su esposo. Ella cocinaba de pie, sin pausa, nunca la vi sentada.
Amasaba los tlacoyos, los cocinaba, servía y entregaba. Su esposo cobraba.
Así era la dinámica en su minirestaurante improvisado.



Una cuadra más allá hay otra esquina vacía donde estaba el puesto de elotes.
Por las noches yo llegaba acompañando a Miguel y a nuestro hijo Camilo,
siempre con la advertencia de ‘no tengo hambre’, pero acababa yéndome con un
hermoso elote blanco o un vasito de esquites. En temporada de lluvias
vendían maíz cacahuazintle, una delicia que si alguna vez probaste ya nunca
podrás dejar. Son mazorcas grandes de granos disparejos, gordos, cremosos.



Las dos esquinas están vacías, esas familias ausentes: ¿cómo vivirán?, ¿de
qué, si ya no venden?, ¿volverán a ofrecer sus productos de maíz después de
este tiempo extraño o ya habrán cambiado hacia otro rubro para subsistir?



“Somos de comida callejera”



En días de confinamiento, el silencio de mi barrio se reproduce en todas las
esquinas de la ciudad. Faltan aromas y sonidos de la comida callejera.



El cilantro, que está en todas las salsas. El chile asándose, que hace picar
la garganta aunque solo pases cerca. El maíz en el comal, un olor tan
perfecto que no logro describirlo.



El humo del asado, la fritura que no se puede ignorar, el vaho infalible del
trompo de tacos al pastor, siempre instalado en la frontera entre la
taquería y la vereda para atrapar a quien vaya pasando. Las 24 horas, porque
en México el almuerzo pero también la cena y el desayuno están en las
calles, sin horarios fijos.



Hay quienes caen rendidos ante una carne dorándose y quienes no pueden con
el dulzor de un tamal al hervir (la guajolota, un tamal adentro un pan, es
el desayuno preferido de los albañiles). Muchos se tientan también ante las
tantísimas propuestas de los  tacos de guisado: papas con chorizo, chile
poblano con crema, flor de calabaza con cebolla, quelites o huitlacoche, el
hongo que sale al maíz en tiempos de lluvia.



En estos días de pandemia, tampoco están los carritos de fruta donde al paso
se consiguen mangos cortados como flores, pepinos, sandías, jícama en
rebanadas con limón y chile. La lista de ausencias es infinita. ¿Cómo existe
ahora este México?



En México “somos de comida callejera. Es notorio, evidente pues, si tú vas
caminando por las calles, cuantísima gente come ahí”, dice Cristina Barros,
escritora y maestra, experta en ingredientes y cocina mexicana. Barros cita
testimonios de gente comiendo en el tianguis de Tlatelolco -que fue el mayor
mercado comercial de los Aztecas-, después en los años de la Conquista y en
el siglo XIX. De ahí al presente, la comida en las calles es como una trama
que no sólo perdura, cada vez se diversifica más, complejizando nuestra
historia: “Si te vas a los productos de maíz, en efecto las preparaciones
son miles. Simplemente de tamales, hay un recetario de culturas populares
que menciona a 300 distintos y no son nada en relación a todas las opciones
que en realidad existen”.



Durante veinte minutos, Cristina Barros relata preparaciones derivadas de
maíz, cacahuate, amaranto y otros productos originarios, como los tamales.
En la esquina donde falta la señora que los vendía, sin embargo, está
abierto el 7-eleven. Prohibido el puesto de maíz, abierto el kiosco 24 horas
que vende refrescos y comida chatarra.



Del mercado al encierro



Con decenas de puestos en sólo tres naves, el mercado de Coyoacán es
viejito, bastante pequeño, y algo caro comparado con otros mercados. Un
lugar tan ruidoso como alegre. Ahora caminar sus pasillos es una tristeza,
como ver una película con el volumen muy bajito.



La mayoría de los puestos están cerrados. Los de artesanías, bazar,
disfraces, juguetes, cosméticos, flores, el que arregla electrodomésticos y
los relojeros. Sólo quedan abiertos aquellos que ofrecen productos de
limpieza y alimentos para llevar. Casi todos usan tapabocas – mal colocados,
como en todas partes-, pero no hay guantes y son pocas las caretas.



Kike no ha cerrado su puesto de frutas y verduras. La primera semana de
confinamiento  me apuntó su número de teléfono en un papel, para entregas a
domicilio. A la segunda semana me dio otro número porque había perdido su
celular. Un mes después ya tuvo un flyer que se puede compartir por
whatsapp. No le ha ido mal.



“Nosotros antes vendíamos a domicilio pero ahora es más constante”, dice
Kike. Se llama Enrique Tecuanhuey y tiene 36 años. Moreno, chaparrito y muy
movido, contesta la entrevista mientras atiende a una clienta y da
instrucciones a un hombre. Es el señor que antes vendía gelatinas por los
pasillos, explica, “ya no puede vender y lo contraté para entregar”. También
dio trabajo a uno de sus hermanos porque era mesero en un puesto de comida y
se quedó sin ingresos. Antes de la pandemia, eran dos las familias quienes
vivían de su puesto. Ahora las ventas se dividen entre cuatro.



Los clientes siguen fieles e incluso compran más, dice Kike. “Llevan
verduras y papaya, naranja, por ejemplo, si antes compraban un kilo, ahora
llevan dos”, aunque venden más los supermercados “porque allá aceptan
tarjeta de crédito”. Otra desventaja, su puesto es pequeño y no tiene
refrigerador.  Guarda los productos en cajas y bolsas, rocía las verduras,
las envuelve con trapos húmedos para intentar conservarlos mejor.



El verdulero pudo adaptarse a la pandemia pero no ha sido igual para la
familia que vende tortillas hechas a mano. Casi nadie les encarga a
domicilio, no hay costumbre, dice Édgar Florencio, hijo de la señora Micaela
Morales. Ella empezó a vender en este mercado hace 25 años y desde entonces
toda su familia -5 personas- se ha mantenido gracias a tortillas, totopos,
tamales, tlacoyos y gorditas que entre todos fabrican. Hechos en discos,
triángulos horneados, pequeñas tortas con y sin relleno, “todo es maíz,
nosotros lo sembramos y lo molemos”, dice Édgar orgulloso de los productos
que ofrece.



Es veinteañero, tiene la piel morena y la sonrisa grandota. Dos meses atrás,
para elaborar sus productos usaban unas cinco cubetas de masa por día, ahora
ocupan una, una y media. La venta bajó un 70%. “Le bajamos un poco a todo,
reducimos los gastos, ya no nos venimos en taxi sino en metro, que son como
dos horas y media. Teníamos una persona que nos ayudaba pero la tuvimos que
descansar y es muy feo, la verdad”.



“Ya le tenemos que buscar por otros lados”, dice Édgar y, aunque no lo
nombra, sabemos que en las alternativas aparecen subirse a una moto para
distribuir productos de Rappi, trabajar en las entregas de Amazon o irse
como empleado en algún restaurante de franquicia. Todas las opciones
implican que se acaben para nosotros las maravillosas tortillas de maíz azul
que su familia cultiva y cosecha en campos de Lerma, un municipio del Estado
de México. Una región cerca de la capital donde hay fábricas pero también
tierras húmedas habitadas por campesinos. Y si Édgar tiene que pasar a vivir
de los precarios empleos de estos tiempos habrá un puesto callejero menos,
un campesino menos. Un saber perdido.



Y habrá también más terreno para un negocio específico: vender tortillas
industriales que contienen maíz híbrido o transgénico. Una tragedia que está
va bastante avanzada, porque un 90.4% de las tortillas que se comen en
México ya contiene maíz transgénico.



Un país enfermo (y no de la panza)



La tortilla es el corazón de México. Con 128 millones de habitantes, se
consume un promedio anual de 75 kilogramos por persona, que son entre 7 y 10
tortillas por persona cada día. Porque ese disco de maíz tamaño mano no sólo
se usa para tacos: está presente en todas las mesas. Un mercado tan popular
como millonario sobre el cual sobrevuelan las grandes empresas.



La marca líder es Maseca, del grupo empresarial GRUMA, un emporio con 79
plantas y presencia en México, Estados Unidos y otros 110 países en América,
Europa, Asia y Oceanía. Elabora la masa que ya casi todas las tortillerías
mexicanas usan, aunque científicos de la UNAM y organizaciones no
gubernamentales han denunciado que entre sus componentes se han detectado
glifosato y huellas de organismos genéticamente modificados.



En 2019, Coca-Cola comenzó a regalar a las tortillerías el papel para
envolver el producto, con su correspondiente anuncio impreso del refresco de
2.5 litros a 25 pesos (equivalente a un dólar, el costo de dos kilos de
tortillas).



Por tradición pero también por necesidad, la venta de comida en la calle es
una salida laboral para millones de personas: entre el 50 y el 60% de la
población económicamente activa total del país trabaja en la informalidad
desde hace varias décadas, según datos oficiales. Es decir, si México tiene
a 57 millones de personas en edad y actividades productivas, más de 34
millones  hoy tienen trabajo no formal, no fijo, y sin prestaciones
sociales. ¿Cuántos de ellos elaboran o venden comida callejera? No sabemos.
Es una actividad tan obvia como negada, no entra en estadísticas.



En extraños tiempos de pandemia, la Secretaría de Trabajo llama a consumir
productos locales, ofrece capacitación en línea, cursos y recomendaciones
para intentar reducir los impactos de la crisis. Si en el mundo del empleo
formal se perdieron 346,800 empleos sólo en la primera quincena de esta
emergencia, según datos oficiales, más golpeado todavía está el mundo de los
puestos callejeros. Tampoco lo sabemos con certeza.



A Cristina Barros le preocupa que la comida callejera no sólo es salida
laboral: “A muchas personas les toca comer en cualquier esquina porque no
hay otra alternativa.”



Y le preocupa también otra cosa: que una pandemia provocada por un virus
activa ideas de asepsia, ideas peligrosas porque reafirman los imaginarios
del supermercado como lugar seguro.



“México es un país racista y en la cuestión del alimento se nota: ¿Le vamos
a tener más reticencia a una señora que vende tlacoyos en el mercado,
dudando de cómo se manipularon?  ¡Como si tuviéramos la certeza de dónde
vienen todos los productos que nos están vendiendo en cafeterías o
supermercados! Es cierto que puedes pescar una infección intestinal en estos
puestos, pero también me pregunto si no es más grave comer comida chatarra
llena de conservadores que son cancerígenos, con maíz transgénico, muy
empaquetaditos, encelofados, pero que son una bomba que te pude hacer más
daño que una infección intestinal. Si se quiere atender la higiene, yo
eliminaría la chatarra y buscaría la manera de apoyar a la gente para que
tuvieran mejores condiciones partiendo de la realidad de que son
indispensables en la ciudad”.



Mientras las infecciones intestinales dejaron de estar entre las principales
causas de muerte en 1970, ahora la diabetes tipo 2 causa 106,525 muertes
cada año (Inegi, 2017). En México hay 8.3 millones de personas que padecen
esta enfermedad, y se estima que otros 12 millones la padecen sin saberlo;
somos el primer lugar mundial en diabetes en relación a la densidad
poblacional, según datos de la Organización Mundial de la Salud. Además, del
total de 124 millones de habitantes que tiene el país, 96 millones presentan
obesidad y sobrepeso; 15.2 millones, hipertensión; según datos de la Alianza
por la Salud Alimentaria. Un lugar oscuro al cual llegamos por la veloz
autopista que tienden no el maíz sino la comida chatarra y las bebidas
azucaradas: somos el primer consumidor mundial de refrescos, con un promedio
de 163 litros por persona por año (El Poder del Consumidor, 2019).



El combo diabetes-obesidad-hipertensión nos puso en doble riesgo ante la
covid: aquí la tasa de letalidad supera al 10% de los contagiados cuando en
el resto del mundo promedia 6%. Tan obvia e innegable la relación de estas
enfermedades con las muertes por covid como las conductas que las han hecho
crecer: “tienen que ver, como lo hemos dicho en innumerables ocasiones, con
los hábitos de vida, en particular con los malos hábitos de alimentación (…)
son los famosos elementos estructurales, también conocidos como
determinantes sociales de nuestra alimentación (…) tenemos una sobreoferta
de productos ultraprocesados de bajo valor nutricional y altísimo poder
calórico ”, ha dicho en estos días el subsecretario de Salud, Hugo
López-Gatell, epidemiólogo e investigador, enemigo de la comida chatarra.



Con M de maíz



En casa extrañamos las delicias de maíz y encargamos productos a
microemprendimientos de verduras agroecológicas que no dan abasto, la
producción resultó insuficiente para esta pandemia. Sin más opciones -o eso
creo yo-, voy al supermercado. Sigue abierto y cuenta ahora con un ejército
de repartidores a domicilio, muchos de ellos ex choferes de taxis y otros
trabajos que buscan ganar dinero. Ahí no falta nada: no hay huecos; los
anaqueles están llenos de latas, congelados, lácteos, fideos, salsas, snacks
y galletas.



Durante las primeras semanas de confinamiento, las ventas de alimentos en
México aumentaron  entre un 93 y 121%, según datos de la consultora Nielsen.
En mayo, avanzada la pandemia, el mayor grupo de tiendas de autoservicio,
Walmart, reportó un  aumento del 74% en sus ventas en línea.



De regreso en el barrio, una esperanza: los tamales. Sigue poniéndose el
puesto en nuestra esquina, aunque casi siempre está vacío. Cristian, el
encargado, pasa las horas entreteniéndose con su celular. Está solo cuando
en tiempos normales había hasta tres personas atendiendo.



“Ahora los clientes sí compran pero poco, para llevar. Compran los que
siguen trabajando y pasan en sus carros, no viene casi gente caminando”,
dice Cristian mientras atiende al único cliente que aparecerá en varios
minutos.



La venta se hace veloz, impersonal. No hay plática, ni la más mínima, y
Cristian queda otra vez solo en su puesto que es pequeño pero muy bien
montado. Una estructura de acero inoxidable que brilla de tan limpia. Una
mesa y postes que sostienen un techo de lona roja, más otra mesa con grandes
ollas, también relucientes. Hay vasos, servilletas y cubiertos desechables
junto a un gran bote de alcohol en gel.



En ese mínimo pero perfecto mini restaurante, Cristian vende tamales de
rajas (chile), mole y salsa verde (con pollo); y atole, que es una bebida
caliente y densa de maíz con sabores cacao, vainilla y canela, entre otros,
aunque ahora la diversidad está reducida. Antes vendían unos 2,500 pesos
mexicanos por día -al cambio de hoy unos 100 dólares-, ahora juntan menos de
la mitad. Cristian es empleado, el dueño tiene dos puestos que son sustento
de 10 personas. Se vende poco y se gana menos, dice, “pero nosotros vivimos
de esto. Si no salimos a vender, no comemos. Es nuestro único ingreso y,
mucho o poco, es algo”.



Tiene 24 años, camiseta de fútbol y gorra. Cejas tupidas, como sus pestañas.
Lleva seis años vendiendo tamales, ha sido su único trabajo desde que
terminó la escuela. A las 10:35 levanta el puesto. No ganó lo que necesita
pero al menos vendió todos los tamales que traía.



Se va el tamalero y vuelve el silencio a su esquina, sigue expandiéndose el
silencio. Escucho pajaritos en estos días extraños de una ciudad monstruo
pero siguen faltando puestos, olores, sabores. Quisiera amanecer de esta
pandemia y encontrar comida de verdad, no tanto supermercado. Despertar y -a
lo Monterroso-, que el maíz siga aquí.

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