Debates/ Por un antirracismo sin excusas [Bárbara Pistoia]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Jul 18 01:50:30 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

19 de julio 2020

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Debates



Por un antirracismo sin excusas



Para construir una perspectiva política antirracista es necesario pensar los
cruces de la raza con el género y la clase. Esto puede ayudar a salir de
miradas que, bajo una aparente posición comprometida, podrían incluso
reforzar las estructuras de poder sobre las poblaciones racializadas.



Bárbara Pistoia *

Nueva Sociedad, julio 2020

https://nuso.org/



«Las políticas identitarias muy a menudo se naturalizan y no son
consideradas como un producto de la lucha política, de modo que no se sitúan
en relación con las luchas de clase y antirracistas. (…) Importa más qué
haces para facilitar la transformación radical que cómo te imaginas que
eres»  Angela Davis



La tentación a combatir: el «cambiar para que nada cambie»



«¿Quieres reformar la policía? Contrata más mujeres», sugiere con ligereza
un título de la CNN en español del 23 de junio pasado. El simplismo y
oportunismo del título logró el impacto esperado: una viralización por demás
festejada de un texto que, en sus propias entrelíneas, desnuda no solo lo
peligroso y errado de la propuesta, sino también sus notorias limitaciones.



La idea de sumar mujeres a las fuerzas de seguridad para resolver la
brutalidad policial es, a priori, una reducción trágica de un problema
estructural, institucional y, en algunos casos específicos, constitucional.
No solo no nos encontramos frente a un problema que pueda leerse
exclusivamente desde una perspectiva de género, sino que, si así lo fuera,
el «tipo de perspectiva» de género que propone el artículo no constituye más
que un cambio de imagen de aquello que se quiere modificar y, a su vez,
refuerza otras narrativas de brutalidad que tampoco deben reducirse al
género.



Revisemos el título de la CNN. ¿Quiénes son «las mujeres»? ¿Y quiénes son
«las mujeres» que piden «más mujeres» en distintos espacios y posiciones de
poder? Más aún, ¿quiénes son «las mujeres» que acceden a esos lugares de
poder? Estas preguntas se responden, fundamentalmente, en una representación
muy determinada de «la mujer»: la mujer blanca, de clases medias y altas,
fundamentalmente elitista. Esta representación resulta tan arcaica como
tramposa: constituye una idea de «las mujeres» que responde a un imaginario
machista.



Por un lado, el apelativo «las mujeres» omite y diluye la racialización. Esa
racialización que -como ya veremos- nos habla, también, de una matriz de
clase. Habría que preguntarle a las mujeres que tienen familiares (tanto
varones como mujeres) en las cárceles, y que no solo conocen la realidad
interna de la reclusión, sino que ellas mismas se ven expuestas a una serie
de abusos en manos de oficiales masculinos y femeninos, si la solución a
todos los escenarios que deben afrontar está en sumar mujeres al sistema.
Por otro lado, el apelativo «las mujeres» también desplaza a las
diversidades. ¿Cuántas veces vemos incluidas en «las mujeres», por ejemplo,
a la comunidad trans? ¿Cómo se incorporarían, según el planteo de la CNN,
esas diversidades en los cuerpos de las fuerzas de seguridad que las
violentan sistemáticamente? En ambos casos (el de las mujeres que se
encuentran detrás de los detenidos y detenidas y el de la comunidad trans),
vale decir que la violencia, la discriminación y estigmatización también la
reciben no solo de forma institucional y de otras mujeres en general, sino
también desde diferentes sectores del feminismo.



La consideración según la cual todo se resolverá con «las mujeres» se basa
en un esencialismo: como si se tratara de un cómic de Marvel, «las mujeres»
en su «ser mujer» parecen tener el «superpoder» que logrará modificar las
estructuras por el solo hecho de acceder a ellas. Y ese esencialismo
acrecienta un recurrente error de esta época: el de creer que «el
patriarcado se va a caer» solo porque estamos accediendo a espacios que
históricamente se les han otorgado a los varones, sin distinguir, o peor
aún, sin importar que es en esos espacios donde se refuerzan las estructuras
imperantes, desde las más violentas a las más sutiles. Dicho de otro modo:
cuando ese coro reiterado demanda igualdad de oportunidades para acceder a
«cualquier espacio», no hace más que disputar una concentración de poder.
Pero de lo que se trata la crítica del patriarcado es de lo contrario: de la
transformación que se opera a partir de desconcentrar el poder y las
riquezas. Esto es, en definitiva, lo que atenta contra el cuerpo último del
capitalismo salvaje.



Disputar poder es necesario en un orden reformista. Pero, ¿es esa llanura a
la que aspiramos? No podemos ignorar que disputar no es necesariamente
combatir y, definitivamente, la disputa no constituye una fuerza lo
suficientemente radical como para hacer caer estructuras. «Lo que no puede
haber son jerarquías de opresión», proclamaba la feminista negra Audre
Lorde.



Solo por poner algunos ejemplos. La equiparación en las oportunidades y en
salarios tiene una concepción tan sectorial que hace vista ciega a una
realidad sustancial: si una mujer de clase media con «buena presencia» y un
varón de clase baja se presentan a una entrevista laboral, sin importar que
él gane en experiencia y formación, la que probablemente se quedará con el
puesto de trabajo será ella. Si una mujer de clase media con buena presencia
y un varón de clase trabajadora salen al mismo tiempo de un local y suena
una alarma, al que probablemente detendrán primero será al varón. Y aun si
pararan a los dos, ¿el trato sería el mismo? Los desenlaces a estos ejemplos
no serían diferentes si, en lugar del varón, los pensamos con una mujer
racializada. Pero supongamos un extremo: un mundo imaginario donde solamente
«las mujeres» ocupan lugares de poder. Si tienen a otras mujeres y a otros
varones limpiando sus casas y cuidando a sus hijos –apenas registrados y con
una garantía mínima de derechos laborales—, si repiten esa precarización con
sus empleados, si mantienen una oratoria y una exigencia supremacista frente
a la mujer policía y una mirada desconfiada cuando tienen que compartir con
una familia de clase trabajadora un avión hacia Europa (por citar ejemplos
rústicos, pero de los que todos conocemos), entonces nada habrá cambiado.



Este tipo de posición que piensa a «las mujeres» desprovistas de toda
ideología y de toda personalidad, además de ponderarlas por una noción
netamente biológica, también las despersonaliza y cosifica. ¿Acaso hay
relato más sexista y cosificador que el de pensar que la mujer es buena,
cálida, suave, sensible y que corporiza otro sin fin de cualidades que
casualmente tienen que ver con un ideario maternal, a su vez, su rol
histórico en la sociedad? Es esta la verdadera anatomía de reflexiones del
tipo «con más mujeres en sus filas la policía será más empática». Es la
imagen maternal, pero también la reducción de la mujer a mero decorado. Y
estas, a su vez, son reflexiones que perpetúan otros tabúes afines a la
violencia femenina. Una violencia femenina que se silencia en términos
familiares, laborales, culturales, políticos e institucionales: las madres
no golpean a sus hijos, las jefas no maltratan a sus compañeras, ningún
escrache que haga una mujer acusando a un varón se basaría nunca en una
mentira, una presidenta del Fondo Monetario Internacional (FMI) es feminista
porque cuestiona a los ministerios que no tienen cupo femenino, las mujeres
policías no son abusivas.



La fragilidad de los enunciados



La brutalidad policial es apenas la punta del iceberg de la violencia
institucional. Su complejidad se refuerza en ciertas paradojas, que en no
pocas ocasiones fundan un punto de encuentro donde los sectores populares y
de izquierda se dan la mano con los sectores de derecha. Aunque suene
incómodo, es imposible hablar de violencia institucional sin hablar de la
aceptación social con la que cuenta, incluso tomando la indiferencia como
una manera de legitimación y diferentes acciones cotidianas que refuerzan
las narrativas criminalizadoras y estigmatizantes.



Esas narrativas nos ofrecen la que quizás sea la principal paradoja
alrededor de la propia policía, sean oficiales masculinos como femeninos.
Como dice Federico Pita, director de la Diáspora Africana de la Argentina
(DIAFAR) y miembro de la Articulación de Afrodescendientes de las Américas y
el Caribe (ARAAC), «entre los pobres las elecciones laborales son acotadas.
La gran mayoría tiene que elegir entre trabajo doméstico, maestranza en
general y ser policía. Y una minoría será la que no pueda salir del circuito
delictivo. Pero en general el abanico laboral del humilde está muy bien
definido». Es esta misma situación la que marca la delgada línea que separa
al policía, sea varón o mujer, de ser victimario a ser víctima, de ser un
honrado y respetado trabajador social a ser mirado de reojo, como una
amenaza.



Dicho de otra manera, pensémoslo a partir de lo que llamamos comúnmente como
«gatillo fácil». El gatillo nunca es «fácil» frente a un blanco, nunca se
aprieta accidentalmente frente a un blanco y tampoco nunca se necesita usar
«en defensa propia» frente a un blanco. Toda esa ansia adjetivadora del
disparo responde a que el gatillo es lisa y llanamente racista. El gatillo
que mata o la rodilla que asfixia (como en el caso de George Floyd pero
también de muchos ciudadanos de América Latina). La estructura tiene tal
complejidad que ese o esa oficial que dispara o apoya la rodilla en el
cuello de otro, es quien podría ser disparado o asfixiado si no fuera por su
uniforme. Mientras que con el uniforme ese oficial que mató a otro será
defendido y festejado por su servicio, si fuera la víctima su asesinato
sería justificado con un «algo habrá hecho».



Ese «algo habrá hecho» es la expresión más literal de una ideología y es
moldeable a diferentes escenarios, pero también tenemos otras
argumentaciones, enunciados o posiciones más sutiles y no tan
representativos de la derecha, sino que se amplifican hacia los progresismos
y las izquierdas, sin alejarse mucho del trasfondo de aquel. Un ejemplo
incluso más naturalizado es lo que habitualmente se llama «portación de
rostro», que provoca no solo que un policía pueda demorar a alguien y
palparlo o generar retenciones de su documentación a la hora de hacer
ciertos trámites, sino también el cruzar de cuadra de un civil, un evitar
compartir cercanía directa en el transporte público, un dar por hecho que
ese otro pertenece a cierta clase y a cierta raza, lo que en varios países
deviene rápidamente en una noción extranjerizante de ese sujeto. Podemos
continuar la lista de ejemplos que caen en racismo cuando ese «no blanco»
accede a espacios de poder y goce que se suponen predestinados para los
blancos y, entonces, se sospecha de su ubicación, se moraliza su forma de
habitar ese lugar y abordar esos beneficios, derechos o posibilidades, y
también se lo cosifica, se lo difunde como un trofeo justicialista para
defenderlo de los ataques que dudan de la legitimidad de su acceso a las
«bendiciones» del mercado. Algunos necesitan al pobre arrodillado para
mantener su estructura de riqueza y poder en alto, otros lo necesitan
arrodillado para seguir motorizando bondades a fuerza de un narcisismo que
se alimenta de caridades y discursos demagógicos, pero que se vuelve
rápidamente rancio si su lugar de privilegio se siente cercado.



Interseccionalidad, divino tesoro



«No todos los negros son pobres. Pero todos los pobres son 'negros'»,
explica Federico Pita haciendo una traducción de los idearios colectivos que
representan una de las principales complejidades del racismo: las
construcciones políticas, culturales y geográficas que terminan generando un
relato en donde la raza y la clase no se diferencian, se hacen. «El negro» o
«el no-blanco», explica Rita Segato en La nación y sus otros: raza,
etnicidad y diversidad religiosa en tiempos de políticas de la identidad,
«no es necesariamente el otro indio o africano, sino un otro que tiene la
marca del indio o del africano, la huella de su subordinación histórica. Son
estos no-blancos quienes constituyen las grandes masas de población
desposeída». Esta población, en el pensamiento blanco, es un absoluto
racializado, lo que deviene en una «intuitiva» percepción de su ubicación
social en cuanto a clase e incluso residencia. Lo interesante es como todo
este entramado muestra de manera muy concreta la prevalencia de la raza
sobre los conflictos de clase y género. Sin embargo, lo que nos proponen
décadas de investigaciones realizadas por los feminismos radicales de
mujeres racializadas, es una integración de la raza, el género y la clase a
través de la interseccionalidad.



El término suele atribuírsele a Kimberlé Crenshaw, quien lo adopta a finales
de la década de 1980, pero los estudios y su abordaje de manera formal
comienzan en la década de 1960 y toman fuerza en el Manifiesto de la
Combahee River Collective de 1977. Allí se afirma: «aunque estamos de
acuerdo con la teoría de Marx (…) sabemos que su análisis debe extenderse
aún más para que podamos comprender nuestra situación económica específica
como mujeres negras». En ese sentido, Crenshaw lo que subraya es que cuando
hablamos de raza y racismo por supuesto que debemos tener en cuenta a los
varones, y cuando hablamos de género, aunque debería incluir a todas las
mujeres, como los accesos a ciertos lugares estén dispuestos históricamente
para mujeres blancas y de clases medias y altas, hace que no sea del todo
representativo para la gran mayoría de las mujeres. En estas
generalizaciones, la mujer negra queda invisibilizada. En cambio, en la
interseccionalidad su voz no solo cobra fuerza, sino que propone una lectura
radical.



«Las mujeres, sin excepción, son socializadas para ser racistas, clasistas y
sexistas en diversos grados», escribe bell hooks. «Etiquetarnos a nosotras
como feministas no cambia el hecho de que debemos trabajar conscientemente
para deshacernos del legado de la socialización negativa». Si bien se
refiere a la mujer en Estados Unidos, podemos pensarlo a modo continental,
primero porque, siguiendo la línea de pensamiento de Frantz Fanon, la
comunidad afroestadounidense es tercermundista. Segundo, porque por razones
políticas, económicas y culturales, además de históricas, Estados Unidos no
solo marca pauta e interviene a lo largo y ancho del continente, sino que
voluntariamente nuestras sociedades adoptan patrones, mandatos, consignas. Y
lo hace poniendo la atención a las referencias predominantes. Como relata
Angela Davis en cada una de las páginas de su libro Mujeres, raza y clase,
las mujeres negras eran feministas desde antes de que apareciera el término,
solo que no tenían el tiempo, la capacidad ni la posibilidad de «hacerlo
relato», ni mucho menos parte de un mercado. Por esa misma razón, son las
mujeres negras las que toman las ideas marxistas y las llevan a un nivel más
ajustado y dan un paso adelante no solo en vías de su realidad y
necesidades, sino como respuesta a un sistema que afecta a las mayorías. Y a
medida que el capitalismo se hace más salvaje, en un mundo que
sistémicamente se vuelve expulsivo o, más aún, un mundo que genera
inclusiones para, desde ahí, construir marginados a medida de lo que sus
relatos necesitan, la interseccionalidad se vuelve una articulación
indispensable.



Es en esa conciencia negra, enraizada en una noción territorial que
atraviesa los cuerpos y las posiciona como matriarcas y referencia obligada,
donde se cifra el combate actual. Se trata de poner de relieve a las mujeres
como organizadoras comunitarias natas en los barrios populares, como
protagonistas en los comedores, como parte de las primeras líneas de las
agrupaciones sociales y cooperativas. Es allí donde se fuerza una disputa
disruptiva por el goce y la dignidad. Es en toda esa geografía social en la
que no hace falta «contar a las mujeres en las fotos» ni pedir más en ellas.
La razón es simple: allí ya son un absoluto. En todo caso, en esas
fotografías populares, las que faltan, tanto en presencia como en discurso e
interpelación, son las representaciones de aquel «las mujeres» con el que
comenzamos este texto: faltan esas mujeres que apelan a un feminismo
enunciativo y aspiracional, no solo aceptando todo statu quo, sino
queriéndoselo apropiar.



* Bárbara Pistoia, especialista en temáticas vinculadas al racismo. Dirige
el sitio de música negra Hiiipower. Es autora del libro Por qué escuchamos a
Tupac Shakur (Gourmet Musical, 2019).

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