América del Sur/ Fuera de control. La violencia policial en la región [Dossier]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Jul 31 13:17:33 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

31 de julio 2020

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redacción y suscripciones

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Argentina



Crece la violencia policial



Rodando cine de terror



Con los tribunales argentinos aún cerrados por la pandemia, se acumulan las
denuncias de arbitrariedad policial: 71 muertos en cuatro meses de
cuarentena, un desaparecido y varios cientos de detenidos es el saldo que
contabilizan los organismos de derechos humanos. De fondo, el choque entre
autoridades de seguridad de la nación y de la provincia de Buenos Aires.



Fabián Kovacic, desde Buenos Aires

Brecha, 31-7-2020

https://brecha.com.uy/



El presidente, Alberto Fernández, fue contundente al momento de anunciar la
cuarentena obligatoria. «Lo que no entra con la razón va a entrar con la
fuerza», aseguró el 25 de marzo durante un programa de televisión en el
canal A24, cinco días después de firmado el decreto que imponía la medida en
todo el país. Fernández se refirió como «inconscientes» a quienes, bajo el
amparo del derecho individual a la libre circulación, violaran esa norma y
pusieran así en riesgo la salud pública.



Cuatro meses después, los organismos de derechos humanos denuncian que los
efectos de la cuarentena han contribuido a generar casos de abuso policial
en todo el país: a la desaparición del joven de 22 años Facundo Castro,
ocurrida en abril en la provincia de Buenos Aires, se suman, entre otros,
asesinatos en Tucumán, golpizas y vejaciones en Chaco y actos de humillación
a jóvenes en la vía pública en Córdoba.



Más allá de las intenciones sanitaristas del gobierno nacional y de una
medida que todo indica que ha logrado aplanar la curva de contagios por la
pandemia, la cuarentena ha coincidido con la mayor crisis social y económica
que Argentina vive desde 2001, y el control de su cumplimiento ha quedado en
manos de cuerpos policiales con una larga tradición de abusos. Se trata de
una violencia estatal desatada y autónoma que reaparece, por lo menos, desde
la vuelta al sistema democrático en 1983. Ahora el aislamiento social parece
una nueva coartada para la represión.



Palo y palo



La desaparición de Facundo Castro hace recordar al caso de Santiago
Maldonado (véase «Un caso que sigue abierto», Brecha, 7-XII-18), pese a que
los dos jóvenes padecieron bajo gobiernos de signo contrario. El 30 de
abril, en la localidad bonaerense de Pedro Luro, cerca del límite sur con la
provincia de La Pampa, Castro se dirigía a la casa de su exnovia para
recomponer la relación. Detenido en la ruta por un control de la Policía
Bonaerense por violar la cuarentena, sigue sin aparecer desde entonces. La
Bonaerense, que le labró un acta por esa falta y sostiene que luego el joven
habría seguido su camino por sus propios medios, fue apartada de la
investigación por la Justicia federal a raíz de varias irregularidades y
contradicciones en torno al caso. La familia de Facundo, basándose en
declaraciones de varios testigos que vieron cómo un patrullero de esa fuerza
se lo llevó de la ruta, insiste en que la Policía encubre lo ocurrido.



El 15 de mayo, Luis Espinoza, de 31 años, y su hermano cabalgaban en las
afueras de Simoca, en la provincia de Tucumán, cuando fueron sorprendidos
por una patrulla policial que se dirigía a disolver una carrera clandestina
de caballos y creyó que los Espinoza eran de la partida. La Policía los
atacó a balazos. Luis murió y su cuerpo fue escondido por los uniformados,
según consta en el fallo del juez penal Mario Velázquez emitido el 3 de
junio. Por ese caso fueron imputados los nueve policías que formaban parte
de la patrulla y un civil que colaboró con ellos. Todos fueron acusados de
«privación ilegítima de libertad seguida de muerte y desaparición forzada de
persona».



Walter Nadal, de 43 años, fue detenido el miércoles 24 de junio por la
Policía tucumana en pleno centro de la capital provincial. «Intentaba
cometer un delito», dijeron los uniformados. Durante el procedimiento, lo
arrojaron al suelo, y un policía lo inmovilizó apretándole la nuca con la
rodilla, al estilo del crimen del estadounidense George Floyd, cometido un
mes antes. Nadal murió a consecuencia de la asfixia.



El viernes 10 de julio a la 1.30 de la madrugada, Lucas Verón, de 18 años,
fue asesinado por un disparo de la Policía Bonaerense, mientras circulaba en
moto con un amigo en La Matanza, en el Gran Buenos Aires. La versión
policial indica que se los perseguía por un robo. El acompañante de Verón lo
niega y sostiene que, ya detenido, recibió presiones para avalar la versión
policial y exculpar al policía que disparó.



El último fin de semana, la Coordinadora contra la Represión Policial e
Institucional (Correpi) denunció en su página web «al menos 71 asesinatos» a
manos de las Policías desde la instauración, en marzo, del aislamiento
social preventivo y obligatorio en todo el país. Veinticuatro de esos casos
son considerados como de gatillo fácil, porque se trata de muertes en la
calle. Contabilizan, además, tres casos de desaparición forzada de personas,
incluido el misterio sobre Facundo Castro; tres femicidios cometidos por
efectivos y dos jóvenes atropellados por un patrullero policial. El total de
casos se completa con 22 muertes en instituciones penales, 14 en comisarías
y tres como resultado de otros hechos de criminalidad policial.



Pueblos vulnerables



La situación de las comunidades originarias es también un foco de
preocupación. El domingo 1 de junio, en Fontana –una localidad a 5
quilómetros de Resistencia, capital de la provincia norteña de Chaco–, un
grupo de policías provinciales irrumpió violentamente en la casa de una
familia de la etnia indígena qom. Patearon la puerta y golpearon
repetidamente a los jóvenes de entre 16 y 20 años que estaban allí con su
madre y su abuela. Dos chicas denunciaron que los policías abusaron
sexualmente de ellas y las rociaron con alcohol para prenderlas fuego, y
otros cuatro jóvenes indican que fueron llevados a la comisaría y
torturados.



Las víctimas llegaron a grabar la escena en la casa con sus celulares. Horas
después hasta el presidente Fernández salía a repudiar públicamente el
accionar policial, al punto de que, una semana más tarde, la cúpula de la
comisaría fue destituida por orden del gobernador Jorge Capitanich. Los
uniformados adujeron haber confundido a la familia con un grupo que había
protagonizado incidentes en la calle.



En la provincia de Salta, una comunidad guaraní fue atacada con balas de
goma por efectivos de la Policía provincial en la noche del 23 de julio.
Unas 18 personas fueron heridas, entre ellas, seis niños, cuando la Policía
disparó contra los adultos que se resistían a desalojar el predio que
reivindican como comunitario.



En ambos casos, hoy en la Justicia, interviene como querellante contra el
Estado el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas. «En esta situación de
pandemia han crecido las arbitrariedades contra las comunidades. Eso hay que
resolverlo», señaló la oficina de prensa del Instituto a Brecha.



Sigue igual



Los organismos de derechos humanos están en alerta. En la primera etapa de
la cuarentena y con los tribunales cerrados, se limitaron a recibir
denuncias por las redes sociales. Además de la Correpi, la Asamblea
Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y el Centro de Estudios Legales y
Sociales (CELS) fueron los más activos en recabar denuncias en el área
metropolitana de Buenos Aires.



El informe de la Correpi indica que las Policías provinciales tienen un
triste récord en la materia. Treinta y siete asesinatos se produjeron a
manos de la Bonaerense, cuatro de la Policía tucumana, tres de la de San
Luis, tres de la santacruceña y dos de la cordobesa. Sus pares de
Corrientes, Jujuy, Santiago del Estero y Chubut son acusados de, al menos,
una muerte cada una.



El CELS ha informado de 17 casos de violencia con denuncias radicadas en
diferentes provincias. La APDH, a través de sus filiales en todo el país,
elaboró un informe nacional de 90 páginas publicado en la primera semana de
julio con diferentes casos de violencia represiva. Incluye abusos policiales
en las ciudades de la costa atlántica, la región mesopotámica y la
Patagonia.



«Nosotros advertimos que, si se firmaba el decreto que implementaba la
cuarentena, esto iba a pasar», asegura a Brecha Ismael Jalil, abogado de
Correpi. «En primer lugar, porque la Policía iba a estar atenta a
desplegarse casi como frente a un enemigo, y, en segundo lugar, porque eso
iba a ser facilitado por el enorme nivel de informalidad de la economía en
los centros urbanos, especialmente en el Gran Buenos Aires, que obliga a la
gente a salir a buscar el sustento diario. Las medidas [de contención
económica y social] del gobierno no fueron suficiente paliativo, y
decidieron salir a reprimir.»



Brecha intentó comunicarse con el diputado oficialista Hugo Yasky, titular
de la Comisión de Derechos Humanos del Congreso, y con su compañera de
bancada Paula Penacca, de la Comisión de Seguridad Interior, para saber si
hay debate parlamentario al respecto. Se obtuvo esta respuesta de la oficina
de prensa de Yasky: «Por ahora, todo lo maneja el Ministerio de Seguridad de
la Nación. La Comisión se reunió con los organismos de derechos humanos hace
un mes, el 25 de junio, se escucharon los reclamos por violencia
institucional y quedamos en seguir un monitoreo conjunto para evitar
situaciones represivas».



Con modificaciones al régimen de cuarentena semana a semana, la evolución
del encierro social es incierta. Lo cierto es que el conjunto de organismos
de derechos humanos presentó, hace ya más de cinco años, un paquete de
medidas para modificar la actuación protocolar de las fuerzas de seguridad,
tanto en los planes de estudio de las academias policiales como en los
operativos callejeros. Poco y nada se ha avanzado en ese terreno, según
afirman los responsables del CELS, la Correpi y la APDH. La clave parece
estar en la voluntad política de las autoridades de turno.



Un punitivista K



Cuando se cumplió un mes de la cuarentena, la ministra de Seguridad de la
Nación, Sabina Frederic, se reunió con el presidente para analizar los
primeros reclamos de los organismos de derechos humanos por abusos
policiales. De su ministerio dependen la Gendarmería Nacional, la Prefectura
Naval, la Policía de Seguridad Aeroportuaria y la Federal. El resto de las
fuerzas policiales responden a las provincias, y Frederic sólo puede
coordinar con ellas acciones de común acuerdo y sugerirles algunas medidas.
Las denuncias en cuestión apuntaban tanto contra las fuerzas provinciales
como contra la Gendarmería y la Policía Federal.



Los reclamos de las organizaciones sociales se dan en paralelo con una
alarma en los medios por «la vuelta de la delincuencia» al Gran Buenos Aires
tras la flexibilización de la cuarentena. En ese marco, la prensa informó la
semana pasada sobre un intercambio caldeado entre los gabinetes de la nación
y la provincia de Buenos Aires que terminó a gritos entre Frederic y el
ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires. Se trata del coronel
médico Sergio Berni, quien ya ejerció, hasta 2015, como viceministro del
ramo a nivel nacional durante la presidencia de Cristina Fernández.
Pertenece al grupo de funcionarios cercanos a la actual vicepresidenta y
rivalizó con Frederic, una doctora en Antropología, para encabezar el
ministerio nacional bajo el mandato de Alberto Fernández.



Berni es, además, un cultor de frases ligadas a la mano dura policial.
Considera que «la Justicia mira más los derechos de los delincuentes que los
de la ciudadanía»; la semana pasada dijo en el programa Animales sueltos que
le gustaría ser abogado defensor del anciano que, en un caso reciente muy
mediatizado, asesinó a un ladrón en la localidad de Quilmes y luego quedó
imputado a nivel penal. Sus planteos se exponen asiduamente en los programas
de televisión, que lo han ido erigiendo en un Rambo en lucha contra el
delito.



Su disputa con Frederic gira en torno a cómo se desarrolla la colaboración
policial en el Gran Buenos Aires. En los últimos tiempos, el ministro
provincial ha reclamado la colaboración de más efectivos nacionales con sus
fuerzas desplegadas en el Gran Buenos Aires. Pero el coronavirus tiene,
según calculan fuentes oficiales bonaerenses y nacionales, a un 10 por
ciento de los efectivos de las fuerzas de seguridad contagiados y aislados
de forma preventiva. Con base en ello, la ministra Frederic ha respondido
que los policías de Berni deberían saber distribuirse mejor a nivel
territorial. Mientras tanto, Cristina Fernández prefiere el silencio, y el
gobernador bonaerense Axel Kicillof trata de poner paños fríos en la interna
entre su ministro y la Casa Rosada.



*****



Legado represivo



Las bravas Policías provinciales



De los 1.833 muertos a manos de las fuerzas de seguridad desde 2015 hasta
2019, el 52,8 por ciento corresponde a la provincia de Buenos Aires, seguida
por Santa Fe con el 9 por ciento, Córdoba con el 6,5 por ciento, la capital
con el 5,8 por ciento, Mendoza con el 4 por ciento y Tucumán con el 2 por
ciento. Los datos pertenecen a una estadística elaborada por la Coordinadora
contra la Represión Policial e Institucional y muestran cómo en las Policías
provinciales subsiste un legado de represión que se remonta, por lo menos, a
los días de la dictadura. La modificación en democracia de los planes de
estudios en las academias policiales no parece haber mejorado
sustancialmente la triste fama que acarrean.



La dictadura militar marcó a fuego a las fuerzas policiales de cada
provincia durante los siete años que duró, entre 1976 y 1983. Por orden de
la junta militar de comandantes todas las fuerzas policiales pasaron a
depender directamente del responsable militar de cada región en la que se
decidió subdividir el país. Mas allá de los límites interprovinciales, las
cinco regiones y diez subregiones militares estaban a cargo de un oficial
del Ejército, quien colocaba al frente de cada Policía provincial a otro
oficial de cualquiera de las tres fuerzas, asistido, a su vez, por un
responsable de inteligencia del Ejército, la Fuerza Aérea o la Armada. Cada
provincia, al mismo tiempo, tenía en el Poder Ejecutivo a un interventor
militar.



La Policía provincial participaba como complemento de las Fuerzas Armadas
durante los operativos de secuestro de personas y en los interrogatorios y
torturas de los centros clandestinos de detención. Luego de la dictadura,
durante los juicios por delitos de lesa humanidad, se ventilaron 508 casos
de agentes de Policías provinciales vinculados a la represión ilegal, desde
jefes de comisarías hasta efectivos que participaron en operativos
callejeros.



En dictadura, la Bonaerense fue conducida por el general Ramón Camps, uno de
los represores más brutales; su segundo fue Miguel Etchecolatz, quien tiene
actualmente cuatro condenas por delitos de lesa humanidad. En Tucumán, el
Operativo Independencia impuesto en 1975 por las autoridades
constitucionales encabezadas por la presidenta, María Estela Martínez de
Perón, llevó como jefe de la represión contra la guerrilla del Ejército
Revolucionario del Pueblo al sanguinario general Acdel Vilas, quien tuvo
bajo su mando a las fuerzas conjuntas de seguridad, incluida la Policía
provincial. A fines de ese año dejó en su lugar al general Domingo Bussi, el
mismo que torturaba y asesinaba personalmente a los detenidos.



Bussi no sólo manejó la provincia durante la dictadura, sino que, en 1995,
fue electo gobernador de Tucumán por el voto popular. En la misma provincia,
Omar Ferreyra fue jefe del área Robos y Hurtos de la Policía; él era un
amigo de Bussi que también fue acusado de participar en la represión ilegal.
Ferreyra se suicidó en 2008 cuando iba a ser detenido por delitos de lesa
humanidad.



Córdoba es otro ejemplo de tradición represiva. El general Luciano Menéndez
se hizo cargo de la provincia tras el golpe de Estado de 1976 y nombró como
jefe de Policía a Héctor García Rey, quien había tenido que dejar la
conducción de la Policía tucumana acusado de torturas. En su nuevo destino
organizó el Comando Libertadores de América, una suerte de Triple A
provincial. Desde entonces, la Policía cordobesa no ha cambiado su dureza.



También Mendoza prohijó durante la dictadura una Policía cuya infamia no
varió en democracia. Fue allí donde las fuerzas policiales dieron muerte al
poeta Francisco Urondo, delegado de Montoneros, e hicieron desaparecer a
poco menos de un centenar de militantes sociales y políticos. Sólo cuando en
1997 fue asesinado por la Policía provincial el joven Sebastián Bordón se
inició un proceso de reestructuración de esa fuerza, que pasó entonces al
control de autoridades políticas civiles.



La Policía de Santa Fe es otra de las llamadas «duras». Su jefe durante la
dictadura fue el gendarme Agustín Feced, a quien se atribuyen casi mil
delitos de lesa humanidad entre muertos y desaparecidos. Su herencia sigue
siendo difícil de erradicar entre los uniformados provinciales. El 11 de
febrero pasado la banda de música de la Policía santafesina acompañó un acto
de reivindicación de la dictadura, llevado a cabo en la plaza San Martín de
la capital provincial frente al despacho del ministro de Seguridad local,
Marcelo Saín, uno de los funcionarios que se ha declarado dispuesto a
desmontar las huellas del régimen militar. En esa provincia se suma, además,
la coparticipación de las fuerzas de seguridad con el narcotráfico, un tema
que ya desbancó, en 2012, al jefe de la Policía por sus vínculos con bandas
de traficantes locales.

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Paraguay



Torturas, cuarentena y rebelión en Ciudad del Este

A la fuerza



La zona de la Triple Frontera perteneciente a Paraguay es una de las
regiones de ese país más afectadas por la pandemia. Pero además de la
amenaza sanitaria, sus ciudadanos deben afrontar la prepotencia de las
autoridades centrales y la criminalidad de las fuerzas militares.



Andrés Colmán Gutiérrez, desde Asunción

Brecha, 31-7-2020



La zona de la Triple Frontera perteneciente a Paraguay es una de las
regiones de ese país más afectadas por la pandemia. Pero además de la
amenaza sanitaria, sus ciudadanos deben afrontar la prepotencia de las
autoridades centrales y la criminalidad de las fuerzas militares.



Las principales calles de Ciudad del Este, la segunda urbe más importante de
Paraguay, fueron el escenario de una batalla campal en la noche de este
miércoles 29. Camiones cargados con soja, que esperaban cruzar la frontera a
Brasil por el Puente de la Amistad, ardían en llamas luego de que algunos
grupos de personas arrojaran bombas molotov y objetos ardientes. Algunas
tiendas eran saqueadas por jóvenes con el rostro cubierto por mascarillas,
mientras tropas de la Policía y el Ejército intentaban contener la furia
desbordada de más de un millar de manifestantes.



Contra la cuarentena total



La violenta protesta se inició luego de que el gobierno del presidente Mario
Abdo Benítez, a través de su ministro de Salud, Julio Mazzoleni, anunciara
la decisión de volver a implantar la cuarentena total por 14 días en Ciudad
del Este, debido a que la región registra el 80 por ciento de los casos
activos de covid-19 en el país. La medida produjo un alto rechazo en una
población que lleva cinco meses con paralización del comercio fronterizo y
miles de trabajadores desempleados.



«Fue un terrible error del gobierno anunciar un retorno a fase cero sin
analizar las consecuencias inmediatas que esto tendría, luego de cinco meses
de cuarentena, sin trabajo, sin empleo, sin plata, con hambre. Son cinco
meses de promesas incumplidas, por el mismo gobierno, de más camas y más
insumos en los hospitales públicos, en los que sigue faltando de todo. Hace
más de un mes escuchamos la promesa de un laboratorio para covid en Ciudad
del Este y ni siquiera ese laboratorio está listo. Para sumar, todos los
días se anuncian nuevos muertos y más infectados en la zona», resume Mariana
Ladaga, reconocida periodista de la región, que actualmente forma parte del
equipo de investigación del diario ABC Color.



«No es joda, caramba. La gente se siente impotente, con miedo, pero a la vez
tiene hambre. Y el Estado, siempre tan capitalino, siempre tan ausente, en
vez de encontrar una salida dialogada, en medio de la pólvora, enciende la
mecha con una medida unilateral… y de nuevo arde Ciudad del Este», agrega
Ladaga.



El escritor altoparanaense Damián Cabrera, autor de consagradas novelas de
ambientación fronteriza como Xirú y Xe, comparte la crítica: «El gobierno
central ha sido negligente y criminal con Ciudad del Este. A sabiendas de
que es una de las ciudades más vulnerables por su contexto de frontera y por
su integración global con base en los mercados y las heterogeneidades
migrantes, no se actuó en consecuencia. Una ciudad dependiente del comercio
de fronteras también requirió decididas acciones económicas, que no fueron
consideradas. No se hizo un manejo apropiado de los repatriados. Se expuso a
mucha gente a la infección en el Puente de la Amistad y en los albergues».



Ayer, jueves 30, el gobierno envió a un equipo encabezado por el ministro
del Interior, Euclides Acevedo, a tratar de contener la crisis. Planteó el
pago por al menos cuatro meses de un subsidio mensual a los pobladores con
necesidades insatisfechas, además de reducciones de impuestos para los
comercios fronterizos y la negociación con Brasil para reanudar las
transacciones comerciales a través de un sistema de delivery transnacional,
aunque las fronteras continúen cerradas.



Pero son medidas que no satisfacen a los pobladores. «La gente exige que no
se coarte más la posibilidad de trabajar. Proponemos volver a levantar la
cuarentena total, establecer horarios especiales de trabajo entre las 5 y 17
horas de lunes a viernes, y hasta las 12 los días sábados, con protocolos
especiales. En el resto del horario establecer un sistema similar al toque
de queda», propuso el gobernador del departamento de Alto Paraná, Roberto
González Vaesken.



Represión y tortura militar



Ciudad del Este y el resto del Alto Paraná se han convertido en el
territorio más problemático en el contexto de la pandemia de covid-19 en
Paraguay. Por su localización estratégica en la Triple Frontera con Brasil y
Argentina, constituye el principal territorio para bandas del crimen
organizado, que desde hace décadas dominan el contrabando, principalmente de
cigarrillos y productos electrónicos, además de otras operaciones más densas
que incluyen el tráfico de drogas y armas, y la trata de mujeres y niñas con
fines de explotación sexual.



Esta situación coexistía con el comercio formal, que en gran medida se
dedicaba al llamado «turismo de compras», con la oferta de productos
importados con baja tasa de impuestos y a precios más competitivos para
miles de personas que llegaban diariamente desde los países vecinos, hasta
que el coronavirus obligó a cerrar las fronteras y puso en jaque al comercio
fronterizo. Mientras el mercado formal cerró sus puertas, el mercado negro
siguió operando, principalmente en horas de la noche, en que lanchas y
canoas cruzan ilícitamente el río Paraná desde los puertos clandestinos
ubicados en los barrios ribereños marginales de Ciudad del Este y mantienen
un esquema ilícito montado desde los años setenta y ochenta, durante la
dictadura stronista, que cuenta con la complicidad de autoridades aduaneras,
judiciales, políticas, policiales y militares de la región.



En este contexto, en la madrugada del 17 de julio, ocurrió un confuso
episodio de enfrentamiento a balazos con efectivos de la base naval de
Ciudad del Este, quienes alegan que sorprendieron a un grupo de
contrabandistas a la 1.40 de la madrugada en el sector conocido como Kuwait,
en el barrio San Rafael. Hubo un nutrido intercambio de disparos y fue
gravemente herido un oficial de la Marina (sí, Paraguay no tiene mar, pero
tiene Marina), Marcos Agüero, quien falleció horas después.



Tras el enfrentamiento, los militares navales procedieron a un operativo de
redada ilegal en todo el barrio e ingresaron a las casas con violencia,
deteniendo con maltratos físicos a los pobladores. Unas 35 personas fueron
detenidas y torturadas, según las denuncias de las víctimas, entre ellas
seis adolescentes y tres mujeres trans. La Fiscalía y la Policía se
enteraron del caso varias horas después.



«Abrí la ventana para mirar y me vieron. Vinieron con sus armas, patearon la
puerta, me golpearon, me patearon mientras me preguntaban quién fue el que
le disparó a su compañero», relató Aníbal Acosta, uno de los afectados, a
periodistas del diario Última Hora. Denunció que los militares le robaron el
dinero que tenía guardado para pagar un préstamo.



Miguel Ángel Cubas, otro poblador, denunció que estaba con su esposa y dos
hijos menores cuando llegaron los militares y lo sometieron a golpizas, bajo
amenazas de dispararle, mientras lo interrogaban. Una niña de 2 años de edad
acusó un fuerte golpe con arma de fuego en la boca.



Los detenidos mostraron las espaldas con terribles huellas de golpes y
escoriaciones. «Nos sacaron del cabello. Nos metieron a una camioneta, como
perros o bolsas de basura, y nos llevaron a la base naval. Ahí comenzó
nuestro calvario. Apenas podíamos respirar. Nos torturaban, nos pegaban con
cachiporras, con palos, con sogas gruesas con las que se atan barcos. Nos
decían que nos iban a hacer hombres a la fuerza», contó una de las tres
mujeres trans detenidas, Sadis López, a Agencia Presentes.



El caso es investigado por la Fiscalía y por el Mecanismo Nacional de
Prevención de Torturas, pero hasta ahora no hubo un informe concluyente ni
detenidos entre los militares. La Armada inició un sumario y suspendió del
cargo al comandante de la base naval, capitán Walter Díaz, pero el hombre
sigue en libertad.



En Paraguay, la tortura aún es un sistema utilizado como técnica de
interrogación. Entre 2013 y 2016, la Fiscalía de Derechos Humanos recibió
873 denuncias de torturas contra agentes estatales.

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Brasil



La imparable violencia policial



Sin máscara



La virulencia e impunidad de la Policía es una marca país en Brasil. Su
letalidad contra los más pobres no ha disminuido con la pandemia del
coronavirus y el aislamiento social, sino que se agravó en dos de los
estados más populosos.



Marcelo Aguilar, desde San Pablo

Brecha, 31-7-2020



A João Pedro Mattos, menino negro de 14 años, lo mató la Policía por la
espalda y en su casa. Fue el 18 de mayo en el Complexo do Salgueiro, durante
una operación conjunta de la Policía Federal y Civil en São Gonçalo, área
metropolitana de Rio de Janeiro, en plena cuarentena. Se lo llevaron en
helicóptero, y su familia sólo tuvo noticias de su paradero a la mañana
siguiente, cuando le informaron que estaba muerto.



El caso conmocionó por lo absurdo, como había conmocionado el asesinato de
Agatha Félix, de 8 años, durante una operación de la Policía Militar en el
Complexo do Alemão, en setiembre de 2019. O el asesinato de Marcos Vinicius,
de 14, en la favela de la Maré, cuando iba a la escuela con su mochila y su
uniforme, en junio de 2018.



Pero la conmoción pasa y el resto queda. Las características de estos
asesinatos, así como de tantos otros, demuestran que no son casos aislados,
sino productos de la lógica perversa de un país donde la violencia y la
impunidad policial son la regla, y el destino de las balas tiene color y
clase social: los muertos son negros y pobres. En 2019, por ejemplo, la
Policía mató a 5.804 personas en Brasil. Por lo menos 4.353 eran negras. La
llegada del coronavirus no revirtió este escenario, y los datos de dos de
los estados más populosos del país, como Rio de Janeiro y San Pablo,
muestran un agravamiento del problema.



No me Río



Durante los primeros cinco meses de 2020, 741 muertes fueron causadas por
policías en el estado carioca, el número más alto de los últimos años, por
lo menos desde 2003. Los datos del Instituto de Seguridad Pública muestran
que los índices más altos de muertes a manos de la Policía (1.814) son de
2019, año en que fue electo el gobernador ultraderechista Wilson Witzel, y
aumentan desde 2018, año de la intervención militar decretada por el
gobierno nacional de Michel Temer. Sin embargo, los números cayeron
radicalmente en el mes de junio de este año, cuando se registraron 34
muertes.



Esta drástica caída coincide con una orden de restricción que prohíbe las
operaciones policiales en las comunidades de Rio de Janeiro mientras dure la
pandemia del coronavirus, emitida el 5 de junio por el ministro Edson
Fachin, del Supremo Tribunal Federal. La decisión es resultado de una acción
impulsada por el Partido Socialista Brasileño y de autoría de la Defensoría
Pública, colectivos del movimiento negro, movimientos sociales ligados a las
favelas de Rio de Janeiro y madres de víctimas de las acciones policiales.
En el texto de la decisión, y en referencia al caso de João Pedro, Fachin
escribió: «El hecho es indicativo, por sí mismo, de que, si se mantiene el
actual cuadro normativo, nada se hará para disminuir la letalidad policial,
un estado de cosas que en nada respeta la Constitución».



En San Pablo, y según datos de la Secretaría de Seguridad Pública analizados
por el portal Ponte Jornalismo,policías militares en servicio mataron a 435
personas en los primeros seis meses de 2020. En comparación con el mismo
período de 2019, mataron 20 por ciento más. Es el mayor número desde 1996,
año en que comenzó el conteo oficial. En abril, por ejemplo, durante la
cuarentena, la Policía Militar paulista mató a 116 personas.



Déficit



«La impunidad es la consecuencia, el hilo conductor es la aceptación social
y cultural, esa visión de la sociedad brasileña de que matando, golpeando y
torturando se va a resolver el problema criminal», dice a Brecha Rafael
Alcadipani, profesor de estudios organizacionales de la Fundación Getúlio
Vargas e integrante del Foro Brasileño de Seguridad Pública. En ese marco,
la violencia policial «se naturaliza, como si fuese algo normal y
aceptable».



Esta visión está respaldada, también, por la forma de pensar y gestionar las
políticas de seguridad: «Aquí no se hace política con base en evidencias, en
estudios de casos que realmente funcionan. Se hace a través de arengas, del
“vamos a combatir”, “vamos a matar”. Es una cantidad de opinólogos sin
ninguna preparación, que algún día hicieron alguna cosa que supuestamente
funcionó».



Pero para Alcadipani este nivel de violencia policial se afirma en raíces
profundas: «Existe un déficit civilizatorio enorme en el país, que no
entiende sobre derechos humanos, donde parece que la Ilustración nunca
hubiese llegado y gran parte de la población está expuesta o sometida a la
violencia». El actual presidente del país, para él, también es consecuencia
de eso: «Bolsonaro es el resultado de esa barbarie brasileña cotidiana».

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