México/ Mapas de la violencia interminable [Dossier]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Jun 7 18:56:14 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

7 de junio 2020

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México



En el país de los muertos nadie sabe quién muere



Nadie puede decir a ciencia cierta quiénes son los 300.000 muertos, los
310.000 desplazados o los 60.000 desaparecidos —cuando menos— que México
escupió en los últimos 14 años.



Guillermo Garat

Revista Lento, junio 2020

https://lento.ladiaria.com.uy/



El estado de “guerra interna” y “sin cuartel” declarado en 2006 pretendía
“recuperar la normalidad”, “restituir el mando de autoridad”, “liberar a
México de las garras de la delincuencia”, “la violencia, las drogas” y “las
adicciones”. Todo lo prometía un Felipe Calderón recién llegado a la
presidencia, en medio de serias acusaciones de fraude electoral. Más
adelante, en 2006, mientras algunas tropas desembarcaban en Michoacán,
aseguró que el narcotráfico estaba desafiando al Estado: “Genera inseguridad
y violencia, degrada el tejido social” y “socava el activo más valioso: los
niños y jóvenes”.



En 2008 Estados Unidos y México firmaron la Iniciativa Mérida. En el papel,
reconocieron tener responsabilidades compartidas. Estados Unidos compra la
mayor parte de las drogas que se trafican desde el sur. México, además de
producir opioides, marihuana y drogas sintéticas, es un gran receptor y
distribuidor global de cocaína andina, sobre todo colombiana, que atraviesa
fronteras a plata o plomo.



La iniciativa significó un cheque en blanco para la intervención de las
Fuerzas Armadas y la “cooperación” de ambos países. En 2008 y 2009 Estados
Unidos entregó en total 700 millones de dólares para reforzar la frontera y
para que México comprara pertrechos de guerra, tecnología de espionaje e
hiciera una reforma judicial.



Después de modificar la Constitución, se suprimieron algunas garantías
procesales para la delincuencia organizada y para quien fuera sospechoso de
integrarla. Por medio de un régimen de excepción a la figura cautelar del
arraigo, que priva de libertad de manera preventiva a quien sea simplemente
sospechoso de delitos de ese tipo. Con esto, mientras transcurre una
investigación, un detenido puede ser retenido por 40 días, prorrogables por
otros 40. Es tiempo suficiente para hacer un buen ablande a través de
apremios físicos, que han sido plenamente comprobados. La Comisión Nacional
de los Derechos Humanos de México, un organismo federal, recibió 11.608
denuncias por torturas entre 2006 y 2014.



La prioridad, admitida por los gobiernos, era apresar o directamente
asesinar a líderes de los cárteles. Pero esa excepcionalidad se usó para
mucho más que el narcotráfico. En 2006 el Estado mexicano gastaba 2.600
millones de dólares en defensa; en 2015 esa cifra era de 7.900 millones de
dólares, el triple. Entre 2013 y 2015 el gobierno mexicano compró 1.000
millones de dólares de armamento a Estados Unidos, según datos de The
Washington Post. A eso hay que sumarles otros 1.500 millones de material
bélico que adquirió de las Fuerzas Armadas estadounidenses, y 2.000 millones
invertidos por empresas privadas de 2012 a 2015. A su vez, entre 2008 y 2015
el Estado mexicano transfirió 2.500 millones de dólares a la “guerra contra
las drogas”.



Sin embargo, la situación no parecía estarse acercando a la paz, sino más
bien lo contrario. Un informe de da cuenta de que hacia 2006 había cuatro
cárteles, sobre todo dedicados al tráfico de cocaína y marihuana. Entre 2006
y 2012 se registraron 59. En ese lapso, varios minicárteles se desprendieron
de estructuras más grandes y sus disputas tiñeron —y tiñen— de sangre casi
todo México. Las armas que las sustentaban fluían por las mismas fronteras
por las que fluían las armas legales. En México hay 2.000 millones de armas
ilegales, y 70% ingresa desde Estados Unidos, informó el secretario general
de Defensa de ese país, Luis Sandoval, en 2019.



Las armas se combaten con armas, y los militares tomaron posesión de
responsabilidades civiles. Al comienzo del gobierno de Calderón ocuparon 25
jefaturas policiales en 32 estados. En 2006 había 37.253 militares en las
calles cumpliendo tareas de seguridad interna, y en 2016 llegaron a ser
51.994. El despliegue militar ha desatado una epidemia de ejecuciones,
desapariciones y amenazas, y ha ocasionado el avance del crimen organizado
en el seno de los estados federales. Las organizaciones sociales denuncian
que las violaciones a los derechos humanos y los crímenes que permanecen
impunes están estrechamente relacionados con la presencia de las Fuerzas
Armadas en asuntos de seguridad interna.



Los resultados de la guerra contra las drogas no sólo son cuestionables,
sino opacos. No existen instrumentos de validación de objetivos de una
política que en 2021 cumplirá 15 años. “Las mediciones oficiales dicen muy
poco de los resultados”, advierte la investigadora Laura Atuesta en un
estudio del Centro de Investigación y Docencia Económicas, uno de los think
tanks más conocidos de México. Atuesta también avisa de la “falta de
sistematización comprensiva” de la información, así como de “deficiencias en
la documentación y en los ejercicios analíticos y empíricos”.



“Lo que ocurre en México podría acercarse al terrorismo de Estado. Los
crímenes que se cometen, los disfracen como los quieran disfrazar, son
responsabilidad del Estado”, dijo Nora Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo,
al portal Cimac.



En 2016 sólo Siria, en medio de la guerra internacional más grave del mundo
actual, superó a México en muertes violentas. Aunque el gobierno mexicano de
entonces cuestionó la comparación, no ofreció un panorama estadístico claro.
La Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito evaluó que entre
2007 y 2012 México computó la tasa más alta de homicidios de América Latina.



Sin embargo, en los 20 años anteriores al inicio del conflicto los
homicidios en México eran considerablemente menos. En 2007 se registraron
ocho cada 100.000 habitantes. La tasa se hizo añicos con la “guerra contra
las drogas”. En 2011 pasó a 24, y llegó a 27 en 2019, cuando hubo 34.582
homicidios no desagregados entre asesinatos y bajas del conflicto interno.
De 2006 a 2018 los asesinatos fueron 275.817, según la fuente oficial de
estadísticas mexicana, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía
(Inegi). De los 102.696 homicidios ocurridos entre 2006 y 2012, el conflicto
armado causó 70.000, según Christof Heyns, relator especial de Naciones
Unidas sobre ejecuciones extrajudiciales.



Si estos números son correctos, México superó los 300.000 homicidios en 14
años de guerra contra las drogas. Pero las autoridades no pueden decir a
ciencia cierta cuál es la cantidad de “bajas” del conflicto armado más
cruento de América Latina.



Lejos de sacar a los jóvenes de “la droga”, la guerra los mata como ninguna
otra epidemia. Cada diez días hay 1.000 homicidios en México. De esos caídos
en la sucesión de batallas, 36 eran niños, niñas o adolescentes, y el año
pasado también lo eran cuatro de cada 100 desaparecidos.



Desde 2006 las distintas organizaciones contabilizaron 30.000 niños
huérfanos por el conflicto. De los 2.000 asesinatos de niñas, niños y
adolescentes que se registraron de 2006 a 2014, la mitad ocurrieron durante
intervenciones armadas, dice el reporte “La situación de los derechos
humanos en México”, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)
de la Organización de los Estados Americanos (OEA), de 2016.



De las 14.540 muertes de jóvenes de entre 15 y 24 años que tuvieron lugar en
2017, más de 7.000 fueron homicidios, la principal causa de muerte en esa
edad, reportó el Inegi. Entre personas de 25 a 34 años hubo 9.500
homicidios, que fueron la primera causa de fallecimiento en ese grupo
etario, después de los accidentes, con la mitad de muertes.



En 2011 se fundó la primera asociación de familiares de desaparecidos, el
Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Hasta entonces habían
contabilizado más de 55.000 asesinatos relacionados con el crimen
organizado. Pero mientras este organismo negociaba una ley para reconocer,
caracterizar y buscar a los desaparecidos, algunos de sus integrantes
empezaron a desaparecer.



Desde 2006 la cantidad de personas “no localizadas” llegó a 60.053, según el
último informe del gobierno federal. Las estadísticas sobre personas
“ausentes” son muy cuestionables. Diez de los 32 estados mexicanos no
aportaron información para un relevamiento sin precedentes que llevó a cabo
el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. De acuerdo con la CIDH, “a pesar
de la magnitud de la desaparición de personas en México, no existe claridad
respecto al número de personas desaparecidas, y menos aún sometidas a la
desaparición forzada”.



La ciudadanía no denuncia porque no hay justicia posible. Hasta 2017, de un
total de 2.420 acciones judiciales por tortura en la Procuraduría General de
la Nación, sólo hubo 15 sentencias condenatorias. El organismo
interamericano denuncia “negligencia” y “falta de voluntad” para dar
respuestas. “Algunos elementos de la Policía Federal y las policías
estatales, así como muchas policías municipales, estarían coludidos con
organizaciones del crimen organizado”, reconoció la CIDH.



La impunidad es tal que en todo el país decenas de grupos de familiares
salen a buscar ellos mismos a sus desaparecidos. No tienen colaboración de
los gobiernos estatales ni federales. Para comprobar que en el lugar
sospechoso hay una fosa, deben meter una varilla en la tierra. “Y la olemos.
Si sale olor a podrido sabemos que hay un cuerpo”, contó a la CIDH un
integrante de uno de los tantos colectivos dedicados a buscar a sus seres
queridos. Por si fuera poco, también padecen persecución en varios estados.



Durante lo más álgido del conflicto interno, los asesinados o desaparecidos
podían ser policías, operarios de maquilas, migrantes, empleados, técnicos,
profesionales y también jóvenes pobres relacionados a la más baja escala con
el menudeo de drogas. “Si hubiera reconocimiento sabríamos quiénes son las
víctimas, habría una caracterización de ellas. El tema es que hoy no podemos
responder quién desaparece. Es muy difícil que encuentres algún documento
serio en el que se diga quiénes fueron las víctimas y por qué murieron. No
hay una caracterización ni un reconocimiento de víctimas”, explicó Olga
Sánchez, de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos
Humanos. La organización, que tiene estatus consultivo en Naciones Unidas,
acompaña a las víctimas de este y otros conflictos.



“Viendo las cifras y la capacidad no sólo de fuego, sino de organización,
negociación y logística que tiene el crimen organizado, conforme al derecho
penal internacional y humanitario, la situación en México reúne los
requisitos para decir que el país todavía vive un conflicto armado”, afirma
Sánchez, coautora del estudio “El costo social de la guerra contra las
drogas en México”.



La comisión acompaña a familiares de las víctimas con apoyo psicológico y
también legal. Entre los varios casos que siguen está el de Jorge Antonio
Parral. Fue secuestrado en el puesto de peaje donde trabajaba el 24 de abril
de 2010. Dos días después, el Ejército mexicano dio a conocer, a través de
los medios de comunicación, que Parral había sido abatido durante un
operativo en una casa controlada por un grupo del crimen organizado. Los
militares decían que el hombre de 38 años era parte del clan, hasta que
nueve años y medio después, luego de que su familia lo hallara en una fosa
común y un forense dictaminara que le habían disparado a corta distancia, la
Justicia reclasificó su caso. Pero no hay más avances que eso. Hay miles de
casos más en los que se violan las garantías procesales sistemáticamente y
la impunidad sella los crímenes.



Hay unas 300.000 personas que no pudieron contar la historia. Pero hay otras
310.000 que sí la cuentan: los desplazados.



La periodista veracruzana Melina Zurita fue amenazada para que abandonara su
ciudad. Como freelancer cubría dos temas: la búsqueda de desaparecidos por
parte de sus familiares y las luchas que los gremios educativos desataban
contra la reforma impulsada por el ex presidente Enrique Peña Nieto. Como no
se fue de Xalapa, le enviaron a un “colega” con lustrosos billetes
ensobrados. Al periodista que recibe migajas —o el pan calentito— del crimen
organizado le llaman coyotero, como al perro amaestrado para perseguir
coyotes.



El 14 de setiembre de 2013 los gremios docentes hicieron una manifestación
en la plaza de Lerdo, en Veracruz, y se les sumaron familiares de
desaparecidos. Entre los periodistas estaba Zurita. La Policía reprimió con
saña a los manifestantes. Hombres armados, vestidos de negro con botas y
cascos militares también salieron a la caza de periodistas, docentes y
estudiantes. Zurita fue acorralada entre una decena de hombres pertrechados
para la guerra que la golpearon y le robaron sus grabadores y cámaras. Una
vez detenida, fue torturada con descargas eléctricas y más golpes.



—En mi caso hicieron un trabajo muy limpio: no dejaron ni un moretón
visible. No les importó golpear y dejarles golpes visibles a los
manifestantes porque sabían de la impunidad —explicó desde la ciudad de
México a la que tuvo que desplazarse, como otro tercio de millón de
mexicanos.



También tuvo que dejar su pueblo Evelia Bahena, con 40 años y dos hijos. En
2006 Evelio, su padre, que sabía inglés porque había trabajado en Estados
Unidos, fue llamado por los trabajadores de una mina cercana a Cocula, su
pueblo, en el estado de Guerrero. La canadiense Gold Corp. Tecominko imponía
jornadas de horas sin descanso a sus empleados. Los obreros querían negociar
el almuerzo, pero no se hacían entender con los gerentes.



—Mi papá se reunió con los ingenieros a petición de la comunidad. Y les
habló en inglés, pero se percató de que ellos también hablaban español —dice
Bahena con suspicacia y cara de cuento repetido.

Aquel episodio fue uno de los primeros capítulos de su novela personal, que
bien podría comenzar en 1994, cuando se firmó el tratado de libre comercio
con Estados Unidos y Canadá. Entonces se instalaron en México varias
industrias extractivistas, sobre todo grandes mineras que, beneficiadas con
exoneraciones fiscales y otras prerrogativas, perforaron las sierras que
dibujan al país de norte a sur. En 2013 la minera canadiense Media Luna
comenzó a operar cerca de Cocula. Buscaba oro en Guerrero, el estado
mexicano más pobre, con más homicidios y más expuesto a redes de todo tipo
de actividad ilícita. Hizo la mayor inversión que recuerde la zona: 80
millones de dólares.



Los pobladores vieron cómo los lixiviados volcados al río Balsas modificaron
su entorno. La contaminación les quitó el trabajo a los pescadores, mientras
aumentaban el cáncer de piel, las malformaciones y los abortos espontáneos.
“Cosas que antes no se veían”, dice Bahena. Cuando la comunidad se organizó
para pedir respeto comenzaron las amenazas, los asesinatos a líderes
comunitarios y el primer intento de linchamiento a Bahena, que fue emboscada
en un camino, junto con otras personas. También fue hostigada por la prensa
local coyotera y debió rebatir acusaciones en la Justicia. Defender el río
también le costó violencia contra sus hijos, que padecen epilepsia.



La misma OEA reconoce que los aparatos de seguridad de algunas empresas
privadas juegan con los chicos malos. “Algunas grandes empresas [...]
cuentan con sus propios cuerpos privados de seguridad. Las fuerzas privadas
de seguridad también suelen ser fuentes de violencia”.



Guerrero es uno de los estados menos favorecidos económicamente y arrastra
un conflicto social centenario, al que el Estado ha respondido con
violencia. De Guerrero, por caso, eran los 43 normalistas desaparecidos de
Ayotzinapa.



—Siempre hubo cárteles y delincuentes, pero nunca habían utilizado esta
estrategia de control y daño psicológico contra las comunidades,
desplazándolas, extorsionando a los habitantes, matando, desapareciendo
gentes —explica Bahena.



Desde 2015, es una de las 281.400 desplazadas que cuenta la CIDH en México.
O una de las 310.527 personas que abandonaron su casa para mudarse a otro
estado contabilizadas por la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los
Derechos Humanos entre 2009 y enero de 2017. Bahena dice que forzaron su
desplazamiento sólo físicamente:



—Yo sigo trabajando. No puedes dejar de ser referencia.



Se define como defensora de los derechos humanos. Proteger la salud de su
río y sus vecinos la ayudó a entender las desigualdades de género que ella
misma vivía. Ahora vive en un estado que no es el suyo, sin apoyo federal ni
estatal. En su nueva ciudad también fue víctima de desconocidos que entraron
a su casa y se llevaron información personal.



Entre 2012 y 2015 las organizaciones sociales reportaron a la CIDH unas
1.000 detenciones de defensores de derechos humanos. En 2019, la Red
Nacional de Organismos Civiles de Derechos Humanos contabilizó 21 muertes
entre ellos. Pero Bahena y otros tantos no piensan abandonar:



—¿Por qué vas a dejar de defender tus derechos y los de la gente? De todos
modos, vas a morir. Si les estorbas te van a querer desplazar, y si no te
quieres ir te van a matar. Hagas o no la defensa de los derechos humanos, si
estorbas te van a quitar”, dice Bahena convencida.



El saldo de la guerra: más droga



La producción de opio en México pasó de 150 toneladas en 2007 a 586 en 2017,
según Naciones Unidas, mientras que el área de cultivos aumentó de 6.900
hectáreas a 30.600, que serían 44.100 de acuerdo con la DEA, la agencia
estadounidense contra el narcotráfico, que también registra un incremento en
la pureza de la heroína producida en México. Hasta 2014 la mayor parte de la
heroína incautada en Estados Unidos provenía de Colombia, pero, según el
último reporte de la DEA, desde 2015 proviene de México.



En el marco de la guerra contra las drogas surgió en México una nueva
industria de drogas sintéticas, como las metanfetaminas. Las organizaciones
criminales de todo el mundo tienen negocios con los cárteles mexicanos.

Además, desde que Calderón encendió la batalla, también se incrementó el uso
de drogas dentro de México. Según el último relevamiento de la Comisión
Interamericana para el Control del Abuso de Drogas disponible, el consumo
interno se habría duplicado entre 2006 y 2016.

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¿Por quién suenan las sirenas en el desierto de Juárez?



Guillermo Garat

Revista Lento, junio 2020



Cuando se habla de guerra contra las drogas se piensa en el combate de
policías, militares y sicarios, pero no tanto en el personal de salud que
atiende a las víctimas. Con la violencia extrema, hospitales y ambulancias
se convirtieron en objetivos y las secuelas afectaron de manera definitiva a
médicos y paramédicos.



El desierto de México es el más grande de América Latina, y es el enclave de
una frontera que desde el inicio asumió su naturaleza hostil. La arena traza
el límite entre México y Estados Unidos. Ciudad Juárez, que refugia a
1.300.000 habitantes expuestos al polvo y las balas cruzadas al borde del
río Bravo, fundó una identidad compartida con El Paso, Texas, su ciudad
espejo. De una a otra, un tráfico constante y desordenado —y muchas veces
ilegal— lleva y trae personas y mercancías sin descanso.



Aunque la capital del estado de Chihuahua es la ciudad homónima, la más
poblada es Juárez. Situada en una región históricamente violenta, en los
últimos 20 años ha sido calificada como uno de los lugares más inseguros de
México. La frontera juarense ha sido el jardín de la guerra contra las
drogas decretada por el ex presidente Felipe Calderón (2006-2012). En 2008
desembarcó en Juárez el Operativo Conjunto Chihuahua, para brindar seguridad
a la población y debilitar a las estructuras del crimen organizado a través
del “combate frontal”.



Al inicio, el operativo en el departamento de Chihuahua desplegó a 2.026
militares y 425 policías federales. Para finales de 2010, más de 10.000
uniformados, en su mayoría del Ejército, habían pisado suelo chihuahuense.
Así y todo, la paz prometida jamás llegó. El tráfico de drogas, la
corrupción y la delincuencia aumentaron junto con los homicidios, los
femicidios, las desapariciones y las torturas.



Comprender los efectos del “combate frontal contra las drogas” no es tarea
sencilla, porque, para empezar, los datos oficiales son poco fiables. En
2006 Ciudad Juárez registró 227 asesinatos violentos. Durante los primeros
dos años y medio de operativos los asesinatos ascendieron a 6.500: 1.589 en
2008, 2.393 en 2009, 3.766 en 2010. En 2019 hubo 1.499 asesinatos. Y desde
enero hasta el 17 de marzo de 2020 hubo 339 asesinatos. La ciudad nunca
recuperó la calma.



Durante los años más álgidos de la guerra contra las drogas cada media hora
moría una persona de forma violenta en México. Y Juárez ocupaba el primer
lugar en frecuencia y en cantidad.



Los muertos se apilaban en la morgue. Los heridos eran atendidos por el
personal de salud, expuesto al trato cara a cara con sicarios. Médicos,
enfermeras y administrativos contaban con un botón de pánico que no
funcionaba.



En 2016, David Correa era comandante de la Cruz Roja y tenía 12 años de
servicio en la institución. Antes del comienzo del “combate frontal” contra
las drogas la institución atendía a uno o dos baleados por semana. Otro
comandante, Edgar Mena, guarda memoria de una masacre en la que hubo 32
personas heridas tiradas en el piso. Integraba el Departamento de Rescate de
Ciudad Juárez. Estaba de guardia en la puerta de Emergencias de la Cruz
Roja. Adentro atendían a un herido de bala.



—Llegaron unos vehículos. Se bajaron como cinco o seis sicarios, amarraron a
los enfermeros y paramédicos que estábamos en la puerta de Emergencias.
Entraron, buscaron a uno y lo mataron enfrente del doctor, la enfermera y un
paramédico —dice este ex bombero reconvertido en paramédico.



Su gremio pasó de atender fracturas expuestas, heridas de arma blanca,
intoxicaciones, partos, paros cardíacos y lesiones de tránsito a presenciar
la acción de lanzacohetes, granadas y metralletas. Debieron aprender a
moverse rápido en el fuego cruzado, y a encontrar signos vitales entre una
veintena de cuerpos masacrados. Los médicos tuvieron que dejar el cobijo del
quirófano o el consultorio para saludar a sicarios con un balazo en el
vientre que encañonaban a la recepcionista de la sala de espera para ser
atendidos de forma urgente.



El 2 de setiembre de 2009 hubo una masacre en el centro de atención para
adicciones Aliviane de Ciudad Juárez. Los criminales pusieron a 23 rehenes
“en fila y dispararon contra ellos 82 veces con fusiles AK-47. Murieron 18,
dos más [fueron] heridos graves y de los otros tres nada se sabe”, informó
la edición latinoamericana del diario español El País. El Departamento de
Rescate llegó para atender a los heridos. Algunos todavía se movían.
“Buscábamos al que podía vivir. Esa sensación de llegar, entrar y percibir
olor a pólvora y sangre no se olvida”, dice Mena.



La tarde del 15 de julio de 2010 Nancy Paz, paramédica del Departamento de
Rescate, intentaba abrir una vía aérea a una persona herida en el piso
vestida de policía de la cintura para arriba. También llegaron al lugar
policías federales y periodistas. El doctor Guillermo Ortiz Collazo tenía su
clínica a una calle del atentado. Escuchó el alboroto y salió a ayudar, tan
apurado que olvidó su maletín. Por eso le pidió a su hijo adolescente que lo
fuera a buscar. La paramédica estaba hincada sosteniendo el cuello del
paciente. El doctor se agachó y le pidió que dejara al moribundo. “Tiene
exposición de masa encefálica, retírate de aquí”. Mientras el doctor Ortiz
Collazo se paraba, se accionó un coche bomba. “Si él no hubiera estado
parado detrás de ella le hubiera arrancado la cabeza”, explica la doctora
Claudia Gámez, médica generalista y directora de una clínica pública que
antes atendía sobre todo a policías municipales. Los medios hablan de entre
11 y 20 lesionados. El coche bomba mató a un paramédico, dos policías
federales y al doctor Ortiz Collazo.



Esos recuerdos todavía están presentes en la memoria de Gámez, que nos pidió
no publicar su nombre ni apellido para este artículo. Conocía muy bien a la
paramédica y al médico que estuvieron en la escena aquella tarde.



En 2007, cuando empezó el revuelo, Gámez, con 32 años, era directora de una
clínica en la que había consultas de primer nivel y también una sala de
urgencias. Allí atendían de cinco a seis heridos por arma de fuego a diario.
Pero también llegaron a atender hasta diez. “Al cabo de un mes eran
cientos”, explica. Los años más sangrientos que recuerda la doctora son los
mismos que marcan las estadísticas, de 2007 a 2010. “Fueron los más
catastróficos. Siguió, pero no con la intensidad de esos años, que parecían
interminables”, concluye ahora.



En la clínica habían instalado un botón de pánico. Lo accionaron varias
veces, pero la Policía llegaba “tardísimo”. “Si había alguna contingencia a
las nueve de la mañana, llegaban casi a las ocho de la noche”. “Hasta cierto
punto era entendible”, porque la Policía también tenía miedo. “Mas no lo
justifico”, dice.



Un grupo de policías federales de investigaciones llegó a preguntarle por
otro policía.



—No traían placas ni se identificaron. Querían información de un paciente.
Fue difícil, si cooperaba en cierto sentido ya era “parte de”. O como ya
sabía que iban por él, pueden matarte porque lo sabes. Y si no cooperas
también.



Gámez veía heridas de ametralladoras MK fabricadas al otro lado de la
frontera, las mismas que usaron las Fuerzas Armadas de Estados Unidos en
Irak y Afganistán. Y también huellas de los fusiles de asalto de tráfico
ilegal más comercializados del mundo, los AK-47. Son los predilectos de los
cárteles (incluso les cantan narcocorridos). Pero los policías custodias del
hospital seguían con sus armas “raquíticas”. Mirando sus pistolas, los podía
identificar. Todos lucían uniformes irregulares, chalecos, pasamontañas y
armamento pesado: paramilitares, sicarios, gánsteres y, con el tiempo,
también los policías.



—Si se ponían su trajecito azul sabían que eran policías y los mataban,
entonces tenían que andar vestidos igual que ellos —dice la doctora.



Sin uniformes distintivos, aquello no era precisamente una guerra.



—Era un hormiguero de todos contra todos. Incluso entre policías. El que
estaba en esta puerta, estaba contra el de la otra puerta. Así de sencillo.
Y no les importaba nada —explica Gámez.

A pesar de la violencia y la falta de protección, la doctora del centro de
salud comunitario, de carácter fuerte y frontal, debía mantener el temple.
Tenía que buscar la forma de controlar el miedo, porque no sólo sentía que
podían venir por ella o a terminar un “trabajo”, sino también por el
personal a su cargo: unos 60 profesionales y administrativos trabajaban en
la clínica que recibía, en sus diez consultorios, a 750 personas por semana
más acompañantes.



Los especialistas de la salud están preparados para casi todo, pero el
problema de fondo no era de atención.



—Nada ni nadie te prepara para que llegue un sicario y te diga: “¿Dónde está
Fulanito?”. Estás preparada para atender un choque de un camión, pero a los
pacientes que llegan graves de un accidente no los persigue el camión para
acabar de matarlos.



El “combate frontal” se convirtió en decenas de batallas diarias para los
médicos. Todo cambió. Las puertas que separaban al personal médico del
público dejaron de ser inviolables.



—Antes había respeto. Esa puerta, aunque estuviera abierta, era un límite. Y
ese límite se rompió. Si estaba cerrada con llave, podían abrirla a balazos
—recuerda.



Los centros de salud se blindaron colocando vidrios gruesos e instalando
puertas metálicas a prueba de balas. Esa división tampoco era deseable.
“Empezó a limitar la relación médico-paciente”, lamenta la directora.

Los paramédicos asisten a los heridos allí donde quedaron tirados y llegan
primero que nadie. Fueron y son los más expuestos al fuego. La frecuencia y
la violencia de los episodios los tomó por sorpresa. “El primer año no
supimos qué hacer porque nos agarró desprevenidos”, dice David Correa, ex
comandante de Cruz Roja. La organización internacional de socorristas
contrató a psicólogos para su personal, que empezó a lucir un nuevo
uniforme, bien vistoso, y chaleco antibalas.



Pero nada los blindó. Se les volvió rutina discutir con militares y policías
sobre cómo y cuándo intervenir. Los funcionarios de la Policía Federal no
los dejaban acceder a donde estaban los lesionados, se lamenta el comandante
Correa. “Muchos eran contrincantes y la Policía quería que murieran”, dice
Edgar Mena, del Departamento de Rescate. “Me tocó presenciar muchas masacres
y es muy fuerte porque no puedes hacer gran cosa”, cuenta Mena.



Gonzalo Mora recuerda que un militar le pidió que no pisara la sangre. Pero
era imposible.



—Todo el piso, los muebles y las paredes estaban como si hubieran tirado
baldes de sangre. Entonces le dije: “¿Qué hago? ¿Me meto o tú los sacas?”.



En otra ocasión, cinco ambulancias prendieron sus sirenas para ayudar a los
heridos de una balacera sucedida en una casa. Un policía federal se arrogó
la clasificación de los heridos a trasladar. Mora lo increpó: “Si te vas a
hacer cargo y mueren es tu rollo. Yo me retiro”. El policía balbuceó: “No,
no, no... Es que... Adelante”.



Los métodos militares y policíacos atentaban contra el personal de salud, y
evidenciaban desinterés en el debido procedimiento y falta de miramientos
por los derechos humanos. “Querían golpear a los heridos arriba de la
unidad”, dice Correa con bronca.



Los paramédicos prendían la radio con temor. Los grupos criminales
interceptaban el transmisor de la ambulancia para pasar un narcocorrido. “A
veces nos amenazaban. También nos hablaban por teléfono”, recuerda Correa.
Les indicaban que no fueran a tal lugar. Los paramédicos sabían que si
pasaban determinada canción iban contra los policías municipales.



También los interceptaban en la ruta y los seguían. “Se nos ponían enfrente,
se emparejaban y nos enseñaban las armas”, recuerda el comandante Mena, que
tampoco se olvida de las veces que debieron regresar a la base antes de ser
repelidos a balazos ni de cuando debían dejar al herido sin atención hasta
que el área se despejara de balas cruzadas.



Mora se turnaba con su compañero. Cada día, uno hacía de paramédico y el
otro de chofer. Además de las vicisitudes de la violencia, debía enfrentar
los embates del tránsito.



—Puedes chocar, te pueden atropellar. Pero también debía respetar los
límites de velocidad, aunque alguien muriera en la ambulancia. Si infringes
leyes de tránsito y hay un accidente automovilístico, tienes que pagar.



Choqué varias veces y tuve que pagar cantidades fuertes —dice este
paramédico con 20 años de servicio que renunció por la mala paga y las
pésimas condiciones de seguridad, que afectaron sus relaciones familiares.



—Decidí salirme por bienestar mental —confiesa.



A mediados de 2019, las frecuencias de las ambulancias volvieron a ser
intervenidas con narcocorridos y amenazas por el crimen organizado de Ciudad
Juárez. El 17 de marzo, mientras un policía ingresaba a Urgencias en
ambulancia, un grupo de sicarios disparó sobre varios paramédicos que
festejaban el aniversario número 43 del Cuerpo de Rescatistas de Ciudad
Juárez. Una doctora fue rozada por una bala y un paramédico cayó con una
herida en el pecho.



Aunque los homicidios violentos se redujeron notablemente en comparación con
el pico de violencia que imperó de 2008 a 2012, “el temor sigue estando”.



—Como antes ya no es, pero pasa una camioneta y pienso lo peor. Llego a un
semáforo en rojo y me toca estar al lado de unos camionetones y pienso “¡Ay,
wey!” —dice Correa, que llevaba 12 años como paramédico cuando hablamos, en
2016.



Cuando la doctora Gámez trabajaba en el hospital, varias unidades policiales
la escoltaban por la mañana en su auto hasta la clínica, donde un agente
permanecía con ella todo el turno. A la salida la volvían a escoltar. En ese
entonces Gámez estaba embarazada. Durante ese tiempo tuvo miedo de que le
sucediera algo. Cuando nació el niño no salía de su casa. Su familia se
desplazaba “fijándose a los lados para ver si había gente parada en las
esquinas, personas vigilando la casa o carros sospechosos”.



—Te vuelves paranoica —dice.



Por entonces, si un desconocido le preguntaba a qué se dedicaba respondía “a
la casa”, por miedo al secuestro que padecieron varios colegas. Cuando dejó
de trabajar en el hospital municipal sintió más miedo.



—En el momento la adrenalina te mantiene alerta, te protege, estás atenta a
todo, pero cuando no estaba ahí me sentía vulnerable, sola y abandonada.

El tiempo de la violencia extrema pasó. Gámez, con ayuda de su humor, su
apoyo familiar y su vocación, sigue adelante. Aquellos trágicos episodios
terminaron por ayudarla. Es más cuidadosa.



—Ya no son recuerdos, son experiencias bien vividas y enseñanzas. Es un
aprendizaje que no cualquiera tiene. Antes no observaba. Podía ver, pero no
observar —explica.



La violencia que ella parece haber sorteado dejó marcas.



—Quedó mucha gente dañada, lastimada. Muchos médicos ahora andan armados,
muchas doctoras se retiraron de la profesión —explica la especialista, que
nunca pidió apoyo psicológico porque “no ha sido necesario”.



—He sido “loca” desde siempre, y esto no me va a volver más loca —dice con
humor.



Alejada de las responsabilidades de aquella clínica, ahora realiza una
residencia en medicina familiar.



La gran mayoría de los profesionales de la salud que salieron lesionados son
paramédicos. Ellos no tenían ni tienen puertas blindadas. Pero “con heridas
emocionales quedamos la gran mayoría”, admite Gámez con altivez.

Para esas heridas no hay sirenas ni quirófanos.

  _____



La geofísica que mapea los femicidios en México



Estefanía Camacho

Revista Lento, junio 2020



Cada diez días mueren 105 mujeres en México por violencia machista. María
Salguero elaboró un mapa virtual de los desaparecidos y luego georreferenció
los femicidios con perspectiva de género. Sus hallazgos demostraron que las
cifras oficiales estaban lejos de la realidad.



Cada día, María Salguero dedica de tres a cuatro horas a juntar y publicar
información en mapafeminicidios.blogspot.com, un sitio interactivo que creó
en 2016. En su mapa cada mujer asesinada tiene una cruz con un color
diferente que identifica el año en que murió. Después de actualizar la base
de datos sale a recorrer 15 kilómetros en bicicleta, mientras escucha bandas
de black metal como Venom o Bathory. Vuelve y ayuda a su mamá en la casa.



Por las noches, cuando puede, toca el piano como terapia contra la cantidad
de información cruel que consume para alimentar un mapa que ha sido alabado
en todo México por mostrar como nadie y como nunca los femicidios que
sucesivos gobiernos se negaron a reconocer. Puede concluir el día viendo
Academia de cachorros, una serie cuyos protagonistas son simpáticos
perritos, o gifs con gatitos. Lo hace para no pensar más en los asesinatos
que recopila día a día.



Su principal fuente son los periódicos amarillistas, pero sus mapas ofrecen
mucha más información y detalles que las autoridades públicas. Compara los
datos obtenidos con los del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de
Seguridad Pública, que registra los femicidios desde 2015 pero lo hace de
una manera que no resulta suficiente para que la ciudadanía y los gobiernos
entiendan y atiendan el problema.



Salguero estudia los contextos en que las mujeres son asesinadas, en dónde
son asesinadas. Desde entonces la sociedad es testigo de que los femicidios
no son un evento aislado y se dan en todos los estados. En los años 90
parecía que sólo ocurrían en Ciudad Juárez, en la frontera norte con Estados
Unidos, y en el estado de México, al centro del país. Con el mapa que
Salguero alimenta se vislumbró que en estados con gobiernos conservadores,
como Veracruz y Guanajuato, la cifra de femicidios es mayor que lo que las
autoridades estaban dispuestas a admitir.



Era lo que ella buscaba: investigar, sin afán de estar en lo correcto, si en
todo el país había femicidios, con la sospecha de que no era un fenómeno
circunscripto a los lugares que acaparaban las noticias. Las cruces que
marcan los femicidios pusieron en aprietos a las autoridades, porque casi no
caben en el mapa digital. Entre otras cosas, porque la ausencia de un
sistema estadístico que contabilice la frecuencia y el tenor de los
femicidios provocó el asombro de la prensa internacional.



Salguero pasó de georreferenciar rocas a georreferenciar homicidios, y se
convirtió en una referente para el feminismo, para periodistas, para
organizaciones de la sociedad civil y hasta para autoridades públicas. No es
posible entender el fenómeno de los femicidios en México sin mirar su mapa.



—Hasta en la Policía Federal me dijeron que hago inteligencia de femicidios,
porque para explicar los datos necesitas aterrizarlos en un contexto.



En el informe “Violencia feminicida en México, aproximaciones y tendencias
1985-2016”, ONU Mujeres encontró que entre 1985 y 2016 hubo 52.210
asesinatos de mujeres y que uno de cada tres ocurrió entre 2007 y 2016. Para
las mujeres el año más violento en México fue 2012, con 2.769 asesinatos,
presuntos femicidios.



La cifra más baja se había registrado en 2007, cuando comenzaba la “guerra
contra las drogas”. Desde entonces, las mujeres fueron asesinadas con mayor
frecuencia. El conteo de las víctimas de la violencia patriarcal no es
sencillo, por la falta de información clasificada con perspectiva de género.
Por eso el trabajo de Salguero se tornó tan importante.



El Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública federal
contabilizó 3.620 femicidios entre 2015 y 2019, a partir de información
reportada por procuradurías y fiscalías de los 32 estados federales. La suma
del Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF) de México, un
organismo autónomo reconocido por Naciones Unidas y presente en 20 estados
en el que confluyen 40 organizaciones de base, es de 3.751 femicidios, sin
contar homicidios dolosos contra mujeres en el mismo período.



Los 400 femicidios computados en Ciudad Juárez entre 1993 y 2006 generaron
alertas múltiples, pero más lo hicieron los 469 que hubo entre 2009 y 2010
en ese estado fronterizo. La magnitud de los crímenes y su repetición no
eran acordes a las cifras oficiales. La Organización de los Estados
Americanos, la Comisión Interamericana de Mujeres y la articulación mexicana
de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación
contra la Mujer pidieron acciones y transparencia a sucesivos gobiernos
federales.



Uno de los pedidos fue el registro de información fidedigna de los
femicidios que todavía se computan como asesinatos en no pocos estados. La
Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, de 2007,
obligó al Estado mexicano a crear un banco de datos sobre la violencia de
género.



Pero esa base de datos no cumple su cometido, denuncia María de la Luz
Estrada, coordinadora ejecutiva del OCNF. Estrada cree que la cantidad de
femicidios y desapariciones de niñas y mujeres podría ser mayor que las que
ellas mismas pueden clasificar.



Probar que en México no hay discriminación en materia de género no es tan
fácil como muchos quisieran.



—El costo político de admitir que el Estado mexicano discrimina y que a las
mujeres las matan por ser mujeres genera un conflicto al gobierno. A mí los
fiscales me han dicho que me conforme con que tipifiquen el femicidio como
homicidio calificado —explica la activista feminista.



Las organizaciones de la sociedad civil, al ver que las fiscalías acreditan
el delito de femicidio como homicidio, solicitan las carpetas de las
investigaciones, porque el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de
Seguridad Pública no incluye información importante para saber si se está
ante un femicidio o no. También hacen solicitudes al Instituto Nacional de
Acceso a la Información y Protección de Datos, para obtener más detalles
sobre la cantidad de homicidios dolosos contra mujeres que no son
clasificados como femicidios por las fiscalías. Además, recurren a la
Secretaría de Salud para pedir datos estadísticos sobre muertes violentas
con presunción de homicidio. Pero son las fiscalías las que determinan si la
causa de muerte es femicidio u homicidio.



—Si nosotras estamos sacando datos es porque a nivel estatal y federal no
hay una base de datos. Al contrario, los estados dan la información que
quieren y la dosifican —explica Estrada.



Eduardo Bohórquez, director ejecutivo de la organización no gubernamental
Transparencia Mexicana, entiende que se debe exigir la correcta
clasificación de los femicidios, porque muchas veces son tratados como
homicidios dolosos.



—Los vacíos que dejan los gobiernos son llenados por la sociedad civil.
Suplir alguna deficiencia del gobierno tiene un lado muy oscuro, porque si
no mejora la estadística oficial no hay forma de que una organización de la
sociedad civil cubra el territorio entero ni todos los delitos. Es una
solución correcta a corto plazo, pero una muy mala idea a largo plazo
—explica.



A las 7.16 del 19 de setiembre de 1985 María Salguero tenía seis años y se
divertía fantaseando que las olas de un barco la mecían. Mientras Ciudad de
México padecía uno de los sismos más intensos de su historia, ella tenía la
sensación más fascinante que había conocido hasta entonces. Para la niña era
como un juego mecánico de feria en su propia casa, que se sacudía, como todo
a su alrededor.



La activista sabe interpretar y entender los desastres. Convivió con ellos.
Lee crónica roja desde que tenía ocho años. Cualquier niño o niña en México
creció viendo las portadas morbosas y sangrientas de diarios como Pásala,
Metro o El Gráfico sin cuestionar por qué existían esos pasquines. Ella
agradece su existencia, sin justificar el uso indebido de fotografías
filtradas por policías. Para Salguero es información valiosa que no
encuentra en otro lado.



La crónica roja publica información de fuentes policiales y da bastantes
detalles sobre los crueles asesinatos de mujeres. Leyendo esos periódicos
sensacionalistas determina los casos de femicidios. Gracias a sus
reportajes, también sabe cómo el crimen organizado envía mensajes a enemigos
o aliados ejecutando a mujeres que vinculan con grupos rivales.



Las mujeres son una presa. El cruce de datos con perspectiva de género le
permite analizar los contextos y estudiar cómo impacta en las mujeres la
“guerra contra el narco”, una pulseada que parecía de machos contra machos.
Las torturan, las matan, las atan de manos y las tiran por ahí en bolsas.
Pueden ser las parejas que decían amar o jefes, capataces y peones del
crimen organizado. María Salguero sabe leer ese subgénero literario de la
realidad conocido como narcomensajes, que se marca a fuego en los cuerpos de
las mujeres para mandar señales.



—Todas las violencias conviven en el mismo territorio. Tienes mujeres
asesinadas en una determinada zona. Hay mujeres asesinadas por narcomenudeo,
por sus parejas, por violencia comunitaria, y arrojan los cuerpos en barrios
marginados o en las periferias de municipios y estados —relata Salguero.



En ocasiones los cárteles decapitan a mujeres a las que vinculan con sus
enemigos. “Ahí están tus putas informantes”, decía un mensaje en los
cadáveres de varias mujeres maniatadas. Observando el detalle, Salguero
distingue femicidios ejecutados por una pareja que se hace pasar por un
grupo delincuencial, o viceversa.



Desde que se inició la llamada guerra contra el narco las mujeres no sólo
son vilmente asesinadas, sino que son explotadas sexualmente, víctimas de
tráfico y de desplazamiento forzado. También hay miles de madres que buscan
a sus hijos, y abuelas que se quedaron con sus nietos y buscan a sus
familiares desaparecidos.



Así, aumentan las cruces en el mapa de femicidios de Salguero. Son las
marcas con las que ella deja el rastro de una persona que ya no está.



El 5 de junio de 2009 un incendio en la guardería ABC, en Sonora, al norte
de México, mató a 49 niños menores de cuatro años. La guardería incumplía
los estándares de protección civil. Una de las dueñas era familiar de
Margarita Zavala, la esposa del ex presidente de entonces, Felipe Calderón.
Las explicaciones de las autoridades para no asumir responsabilidades fueron
una lavada de manos. En 2010, María Salguero se unió a un grupo de
periodistas que cubrían las protestas de los padres de los niños. Después de
las concentraciones, familiares de desaparecidos se acercaron para denunciar
la ausencia de sus seres queridos.



En 2011 Salguero y algunos amigos se unieron para hacer un sencillo mapa
online de referencia para los periodistas que no encontraban cifras
oficiales de personas desaparecidas. Ella dice que era un mapa “chafa” o
poco útil, aunque lograron ubicar 8.000 perfiles de desaparecidos, sus
fotografías y las direcciones donde habían sido vistos por última vez.



Ese mapa fue y es útil aunque Salguero, por modestia y con humor, diga lo
contrario. Nadie se había tomado el trabajo de hacer esa cartografía de la
ausencia. Además, esos 8.000 desaparecidos eran muchos más que los 5.397
reportados entre 2006 y 2011 por la Comisión Nacional de los Derechos
Humanos gubernamental.



Recién en 2020 la cantidad de desaparecidos se esclareció por voluntad
política. Hasta que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador creó la
Comisión Nacional de Búsqueda, los estados clasificaban la desaparición como
secuestro o privación ilegal de la libertad y creaban subregistros para
matizar el dato preocupante que fue dado a conocer este año. México tiene
oficialmente 61.637 personas desaparecidas.



En las manifestaciones por los desaparecidos Salguero conoció a María
Herrera, una mujer de Michoacán que busca a sus cuatro hijos. Allí la vio
cargar con las cuatro fotografías de sus niños.



—No te puedes quedar como piedra cuando ves el llanto de una madre
desesperada que clama justicia por su familia desaparecida.



Luego Salguero se dedicó a mapear los asesinatos de periodistas y, por
último, los femicidios. Inspirada en un mapa local de Ciudad de México sobre
femicidios, Salguero hizo uno nacional en 2016. Su plan era continuar hasta
el inicio de la maestría en sismos y terremotos, y después donar el trabajo.
Ahora dice que su sueño cambió, porque desea hacer una maestría enfocada en
violencia de género.



Le hubiera gustado escribir la historia y el contexto de cada mujer
asesinada georreferenciada en su mapa, para que no sea una cifra más. Pero,
dice sonriendo —siempre sonriendo—, no se le da escribir. Esta mujer de tez
oscura y largo cabello negro y lacio que le llega a la cintura ríe cada vez
que habla, y cuando termina una oración suelta una carcajada. Es una forma
de separar su vida privada de las “cosas cabronas” que enfrenta, dice.



Al caminar cerca de su hogar, en el centro de Ciudad de México, pasando los
indestructibles edificios coloniales de piedra a prueba de terremotos,
saluda a los vendedores ambulantes, a quienes conoce bien porque de niña
armaba un puesto con sus padres. Ahora ella es un mapa andante, un activo de
la inteligencia y la memoria mexicana.



—En la universidad me dedicaba a georreferenciar los valores magnéticos del
subsuelo, lo que significa situar las coordenadas de las rocas en un mapa.
Buscaba conocer las características de las rocas. Ahora busco saber las
características de los asesinatos de las mujeres. Los datos no dicen nada si
no tienes los contextos de los femicidios, y no los escribo porque no sé
cómo, pero me los aprendo de memoria —dice Salguero, la geofísica feminista
que mapeó el horror como nadie en México.

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