Debates/ Las lecciones que nos deja Bolivia [Pablo Stefanoni]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Mar 10 00:02:37 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

10 de marzo 2020

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Debates

 

Las lecciones que nos deja Bolivia 

 

La caída del gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) abrió numerosos
debates en las izquierdas y, al mismo tiempo, permite reflexionar sobre las
vías del cambio social, la cuestión de la democracia y, no menos importante,
cómo evitar backlash reaccionarios.

 

Pablo Stefanoni *

Nueva Sociedad, marzo 2020

https://www.nuso.org/

 

La renuncia y salida al exilio de Evo Morales, en noviembre pasado, no solo
acabó de manera repentina con el llamado «proceso de cambio» iniciado en
2005 sobre la estela del ciclo de movilizaciones abierto en 2000 y que tuvo
su momento de mayor intensidad en la «guerra del gas» de 2003. Significó
también la caída de uno de los gobiernos del «giro a la izquierda» que
atrajo más simpatías a escala global. De ahí que, desde entonces, las
discusiones sobre lo que realmente pasó en Bolivia sigan atravesando a la
izquierda internacional. Una parte sostiene la tesis del golpe como variable
explicativa «total» y otra, minoritaria pero con figuras relevantes, que no
hubo golpe sino que Evo Morales habría caído por su propio peso.

 

El problema de estas visiones es que invisibilizan una serie de cuestiones
relevantes y desprecian una sociología política de la crisis boliviana: ni
la tesis del golpe de Estado tout court ni la del no golpe son capaces de
dar cuenta de la deriva reaccionaria concreta en la que ingresó Bolivia, que
combina un proceso de derechización desde arriba y, también, desde abajo, es
decir, desde la propia sociedad civil. Tampoco informa sobre la forma en que
se movieron los actores de ambos bloques en esas jornadas y después. Ni
sobre la compleja secuencia de acontecimientos.

 

Hay dos cuestiones que deben enfrentarse para hacer cualquier «anatomía del
derrocamiento» del gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS), sin dejar de
lado los «instantes huidizos» que en contextos de crisis definen el devenir
de los acontecimientos. 

 

La primera es que las organizaciones sociales, pese a las promesas de sus
dirigentes en reuniones con Evo Morales, no salieron de manera significativa
a defender al «gobierno de los movimientos sociales» en los momentos
decisivos. La segunda: que los militares jugaron sus cartas «en última
instancia», es decir después de que el gobierno fuera superado por la
reacción en las calles, lo que incluyó un amotinamiento policial en
coordinación con los sectores más derechistas de la oposición, especialmente
con el presidente del Comité Cívico de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho, y
una radicalización de las movilizaciones. Es esto último lo que habría hecho
fracasar las negociaciones que, según referentes del MAS, habían avanzado
con Carlos Mesa en favor de una salida que incluía la renuncia de Evo
Morales y la asunción de la presidenta del Senado, Adriana Salvatierra, en
una especie de gobierno transitorio de consenso para llamar a nuevas
elecciones.

 

Todo esto no anula la tesis del golpe. En efecto, que los militares
«sugieran» la renuncia del presidente y le coloquen la banda presidencial a
su sucesora se parece bastante a un golpe. Al igual que la evidencia de que
los mandos, especialmente la fuerza aérea, habrían comenzado a actuar por su
cuenta antes de la renuncia de Evo Morales, es decir cuando aún era
Comandante en Jefe. (Hay que decir, también, que los militares fueron
«politizados» en estos 14 años, incluyendo cursos en la Escuela
Antiimperialista, etc., legitimando cierta injerencia política, aunque en el
caso de Bolivia nunca fueron parte orgánica del poder como en Venezuela). No
obstante, es necesario colocar la cuestión del golpe en un marco más amplio:
la crisis de una forma de ejercer el poder cuyo origen hay que buscarlo en
el referéndum del 21 de febrero de 2016, cuando el gobierno consultó a la
población sobre un cambio constitucional y el «No» a la reelección
indefinida se impuso por 51,3% a 48,7% y, más ampliamente, en la
imposibilidad de pensar la posibilidad de una derrota electoral. 

 

El MAS –al igual que parte de la izquierda global– subestimó entonces lo que
significa pasar por encima del resultado de una consulta al pueblo y se
apeló a una miríada de argumentos para relativizar los resultados. A partir
de ese momento, y por primera vez desde 2006, la bandera democrática quedó
en manos de la oposición, con importantes consecuencias hacia el futuro.

 

Tras el 21-F, el gobierno dedicó todas sus energías a pergeñar vías para la
reelección. Casi no hubo otro tema en la agenda. En ese marco es que, a
finales de 2017, el Tribunal Constitucional habilitó a Evo Morales. Eso fue
lo que terminó de crear el caldo de cultivo para la (re)emergencia y
legitimación de figuras radicales, como el propio Camacho, quien llegó a la
cabeza Comité Cívico con la bandera del 21-F y denunciando un «pacto» de las
elites cruceñas con el gobierno del MAS.

 

La campaña electoral, como refleja el documental de Diego González, «Antes
del golpe», careció de épica, se basó en la movilización de recursos
estatales más que en la movilización social y tensionó enormemente el clima
político. Sobre esa tensión es que se montaron las denuncias de «fraude» el
20 de octubre, que tuvieron respuestas descoordinadas, y por momentos poco
creíbles, de parte del gobierno, lo que que terminó de minar la legitimidad
presidencial. Todo ello ayudado por el timing preciso de la Organización de
Estados Americanos (OEA) para adelantar su informe. Con la paradoja de que,
en el inicio de la campaña electoral, Luis Almagro había sido denunciado de
secuaz de Evo por la oposición y el ex presidente Jorge Tuto Quitoga lo
acusó incluso de «vender su alma» al gobierno del MAS.

 

Es claro que Evo Morales no cayó por su propio peso como sostuvo Rita
Segato. El MAS cayó por la movilización se sectores urbanos, ayudados por un
motín policial en los 9 departamentos del país y, finalmente, por las FFAA,
en un contexto de extremada violencia contra cualquier persona identificada
con el oficialismo que rayaba con un clima de fascistización social. Esas
movilizaciones denunciaron sobre déficits democráticos reales, pero como ya
ocurriera con otros levantamientos «antipopulistas», como el de 1946 que
terminó con el brutal asesinato y colgamiento del presidente Gualberto
Villarroel, el resultado no fue más democracia sino a un tipo de revanchismo
reaccionario y antipopular. 

 

Esa dimensión fue un punto ciego para la izquierda crítica, que, pese a las
tempranas evidencias, diluyó la dimensión restauradora del nuevo bloque de
poder y solo se enfocó en la «disolución de la dominación masista». Pese a
que las movilizaciones incluyeron a diversos actores y sensibilidades
ideológicas (ecologistas, progresistas, feministas, etc.), la derecha
conservadora se impuso sin dificultades. Un caso excepcional es el de la
feminista libertaria María Galindo, quien, pese a sus fuertes críticas al
MAS, se posicionó enérgicamente contra el giro conservador y reaccionario.
Un giro, hay que decirlo, que incluyó diversos tipos de grupos civiles que
acosaron embajadas, sobre todo la mexicana donde hay asilados, y viviendas
particulares, y adoptaron estéticas y formas de movilización de extrema
derecha.

 

En el caso del exterior, una gran parte de las izquierdas, sobre todo las
nacional-populares, asumieron un tipo de solidaridad internacionalista que
tuvo escasos efectos en Bolivia, donde no existió una resistencia
antigolpista en sentido estricto. Mientras que el núcleo en el exilio
denunciaba el golpe desde Buenos Aires con una radicalidad que no daba
cuenta de las posibilidades de acción en la coyuntura boliviana, el propio
bloque parlamentario del MAS, que controla dos tercios del Congreso, entró
en una dinámica de «pacificación» y negociación con la presidenta interina
Jeanine Áñez y se alejó de las instrucciones del ex presidente. Hay varios
elementos para explicar esta situación. Uno es la falta de organicidad del
MAS y el decisionismo presidencial: tras la renuncia de Evo Morales y la
salida del poder de otras figuras «fuertes» del anterior gobierno,
parlamentarios que consideraban que no habían tenido el lugar que merecían
se vieron en una inédita situación de poder (como la alteña Eva Copa) y
comenzaron a jugar en la nueva cancha con la legitimidad de «haber puesto el
cuerpo». Por otro lado, al permanecer en Bolivia, estos parlamentarios
tenían una mayor conciencia de las nuevas relaciones de fuerza y de la
amplitud del rechazo al MAS, sobre todo en los días posteriores a la salida
del país de Morales. (Y posiblemente, también, algunos solo cuidaran sus
salarios y sus cargos).

 

A su turno, las organizaciones sociales combatieron por algunas cuestiones
sensibles, como la defensa de la Wiphala, pero no pidieron el retorno de Evo
Morales al poder. Esto mostró la distancia entre el exilio y Bolivia, pero
también refleja la situación de unos movimientos sociales debilitados
¿paradójicamente? por años de «gobierno de los movimientos sociales»: falta
de pluralismo e imposición de las decisiones gubernamentales, pérdida de
intensidad de la vida interna, capas dirigenciales demasiado interesadas en
ocupar cargos en el Estado, etc. En muchos sentidos, y con el alto
pragmatismo que suele caracterizarlas, las organizaciones se prepararon para
el escenario post-Evo (lo que no significa que el ex-presidente no siga
siendo una figura popular ni que su carrera política haya concluido). Una
muestra de ello fue el apoyo a David Choquehuanca como candidato
presidencial –una figura hoy resistida por Morales que finalmente quedó como
compañero de binomio del ex ministro de Economía Luis Arce Catacora, apoyado
desde Buenos Aires– y el entusiasmo que genera el joven cocalero Andrónico
Rodríguez hoy a la cabeza de hecho de las Seis Federaciones del Trópico de
Cochabamba, que siguen siendo presididas por Morales.

 

En efecto, el núcleo en Buenos Aires, la bancada parlamentaria y las
organizaciones sociales (especialmente las de matriz campesina) son las tres
galaxias que hoy dan cuenta de lo que es el MAS, una organización que
siempre careció de una verdadera organicidad y cuyo «pegamento» fue la
expectativa de acceso al Estado para sectores populares largamente excluidos
del poder. Si bien Evo Morales fue central para mantener unido al MAS, nunca
fue estrictamente un líder carismático. De manera progresiva, debido a las
necesidades reeleccionistas, fue asumiendo el papel de un «líder
irreemplazable», pero su legitimidad siempre se basó en la idea de
autorrepresentación campesina que es un mito de origen del MAS y en la
imagen de que «Evo es uno de nosotros». 

 

Las vías seguidas por el proceso de cambio boliviano pone sobre la mesa
varias cuestiones. Una de ellas es la posibilidad de pensar de manera no
catastrófica la salida del poder y las consecuencias de forzar una y otra
vez, contra viento y marea, la reelección presidencial; y junto con esto
visiones excesivamente instrumentales de la democracia. La otra es cómo
combinar el impulso hacia cambios profundos con un ejercicio pluralista del
gobierno y una mejora de la vida cívica. (Salvo que se piense, como en
efecto lo hacen algunos «bolivarianos», que la caída del MAS fue porque el
gobierno no habría apretado suficientemente las tuercas –como sí lo hacen
Nicolás Maduro y los militares venezolanos– y que el problema habría sido,
entonces, el «exceso de democracia»). Y, junto con ello, un aspecto clave es
cómo evitar que se legitimen los backlash reaccionarios.

 

Como se puede ver revisando la historia reciente, Evo Morales ganó en 2014
con más del 60% de los votos, y en esa ocasión triunfó incluso en la
reticente Santa Cruz gracias a la buena situación económica. El periodista
Fernando Molina habló incluso, con evidencias, del «fin de la polarización».
Por entonces, nadie hablaba de «tiranía», como ahora lo hacen a diario los
columnistas de clase media en unos medios que no cejan en su empeño de
inyectar mística a la «revolución de las pititas» (por los cordeles usados
en los bloqueos de calles), leída como una «revolución libertadora». Hasta
se habló de «14 años de penumbra»: el sol parece que no salía bajo el
evismo. Pero, contra la creencia de algunos sectores nacional-populares, lo
que re-polarizó a Bolivia no fueron medidas radicales del gobierno (no hubo
ninguna desde 2014) sino la insistencia en la reelección indefinida, en un
país que a lo largo de su historia fue anti-reeleccionista y estuvo plagado
de amotinamientos contra quienes intentaron seguir en el poder. En este
caso, sobre ese movimiento se aupó una reacción más amplia contra la
emergencia plebeya que en estos años erosionó como nunca antes el poder
«señorial» en al país. 

 

En este contexto, el MAS entra en una nueva etapa de recomposición, tras el
golpe que significó la salida del poder, y quizás de autocrítica. En
cualquier escenario, el MAS será clave en la futura gobernabilidad. Incluso
si pierde la presidencia podría tener la mayoría parlamentaria. Las
encuestas muestran que mantiene una base dura de apoyo popular que ronda el
30% y hoy es la única fuerza de izquierda con proyección política en el
país, y la más importante en el mundo rural boliviano. 

 

* Jefe de redacción de Nueva Sociedad. Coautor, con Martín Baña, de Todo lo
que necesitás saber sobre la Revolución rusa (Paidós, 2017)

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