COVID-19/ Se trata de una pandemia mundial, tratémosla como tal [Adam Hanieh]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Mar 31 04:18:34 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

31 de marzo 2020

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COVID-19



Se trata de una pandemia mundial, tratémosla como tal



Adam Hanieh *

A l’encontre, 30-3-2020

http://alencontre.org/

Traducción de Correspondencia de Prensa



Ante al tsunami del COVID-19, nuestras vidas están cambiando de una manera
inconcebible hace apenas unas semanas. Desde el derrumbamiento económico de
2008-2009, el mundo no había visto una experiencia colectiva semejante: una
crisis mundial única y que evoluciona rápidamente, estructurando el ritmo de
nuestra vida cotidiana en un complejo cálculo de riesgos y probabilidades.



En respuesta a esta crisis, muchos movimientos sociales han presentado
demandas que toman en serio las consecuencias potencialmente desastrosas del
virus y al mismo tiempo la incapacidad de los gobiernos capitalistas para
hacer frente de manera apropiada a la crisis en sí misma. Estas demandas
incluyen la seguridad de los trabajadores, la necesidad de organizarse a
nivel barrial, los ingresos y la seguridad social, los derechos de las
personas con contratos de tipo cero hora [comunes en Alemania y en el Reino
Unido] o con empleos precarios, al igual que la necesidad de proteger a los
inquilinos y a las personas que viven en la pobreza.



En este sentido, la crisis del COVID-19 ha puesto claramente de relieve el
carácter irracional de los sistemas de salud basados en la obtención de
beneficios: la reducción casi universal del personal y de las
infraestructuras de los hospitales públicos (incluidas las camas de cuidados
intensivos y los respiradores artificiales), la falta de servicios de salud
pública y el costo prohibitivo de los servicios médicos en muchos países,
así como la utilización que hacen las grandes empresas farmacéuticas de los
derechos de propiedad (patentes), limitando el acceso generalizado a  los
tratamientos  y a las vacunas existentes o por desarrollarse.



Sin embargo, la dimensión mundial del COVID-19 ha sido menos visible en la
mayoría de los debates de la izquierda. Mike Davis observó con razón que "el
peligro para los pobres del mundo ha sido casi totalmente ignorado por los
periodistas y gobiernos occidentales". Los debates de la izquierda se han
limitado a menudo a observar las graves crisis de los servicios de salud
pública que se están produciendo en Europa y en los Estados Unidos. En
Europa, la capacidad de los Estados para hacer frente a esta crisis es
sumamente desigual, como lo muestra por ejemplo, la situación en Alemania y
en Grecia, pero una catástrofe mucho mayor puede abarcar pronto al resto del
mundo. Entonces, nuestra perspectiva sobre esta pandemia debe ser
verdaderamente global, basada en la comprensión de la manera en que los
aspectos de salud pública cuestionados por este virus se entrelazan con
cuestiones más amplias de economía política (incluida la probabilidad de una
prolongada y grave recesión económica mundial). Este no es el momento de
caer en la trampa (nacional) y de hablar simplemente de la lucha contra el
virus dentro de nuestras propias fronteras.



La salud pública en el Sur



Como en todas las crisis llamadas "humanitarias", lo esencial es recordar
que las condiciones sociales que prevalecen en la mayoría de los países del
Sur son el producto directo de la forma en que esos Estados se integran en
las jerarquías del mercado mundial. Históricamente, hubo un largo
"encuentro" con el colonialismo occidental, que en la época contemporánea se
ha prolongado con la subordinación de los países pobres a los intereses de
los Estados más ricos del mundo y de las grandes empresas transnacionales.
Desde mediados de la década de 1980, los sucesivos ajustes estructurales
[siguiendo las recetas del FMI] -a menudo acompañados de acciones militares
occidentales, de sanciones que fragilizan aún más a estos países o del apoyo
a dirigentes autoritarios- han destruido sistemáticamente el potencial
social y económico de los Estados más pobres, dejándolos mal parados para
hacer frente a crisis importantes, como la provocada por la epidemia de
COVID-19.



La comprensión de estas dimensiones históricas y mundiales deja claro que la
amplitud enorme de la crisis actual no se debe simplemente a una cuestión de
epidemiología viral y a una falta de resistencia biológica a un nuevo agente
patógeno. La forma en que la mayoría de las personas de África, América
Latina, el Medio Oriente y Asia sufrirán la próxima pandemia es consecuencia
directa de una economía mundial estructurada sistemáticamente en torno a la
explotación de los recursos y los pueblos del Sur. En este sentido, la
pandemia es en gran medida una catástrofe social y humana, y no simplemente
una calamidad de origen natural o biológico.



El mal estado de los sistemas de salud pública en la mayoría de los países
del Sur, con tendencia a la falta de financiación e inversión y a la
carencia de medicamentos, equipo y personal idóneos, es un ejemplo claro de
que este desastre es el resultado de una actividad social determinada. Esto
es de particular importancia para comprender la amenaza que representa el
COVID-19, debido al aumento rápido y significativo de los casos graves y
críticos que requieren a menudo hospitalización a causa del virus
(actualmente se estima a alrededor del 15-20% de los casos confirmados).
Esto viene siendo ampliamente discutido en  Europa y en los Estados Unidos y
es el origen de la estrategia de "aplanamiento de la curva" para aliviar la
presión sobre la capacidad de los hospitales a absorber pacientes en
cuidados intensivos.



Sin embargo, si bien hay que señalar la falta de camas de cuidados
intensivos, ventiladores y personal médico cualificado en muchos estados
occidentales, debemos también reconocer que la situación es infinitamente
más grave en la mayor parte del resto del mundo. Malawi, por ejemplo, cuenta
con unas 25 camas de cuidados intensivos para una población de 17 millones
de personas. Hay menos de 2,8 camas de cuidados intensivos por cada 100.000
personas, en promedio, en Asia meridional, y Bangladesh, por su parte, tiene
alrededor de 1.100 de estas camas para una población de más de 157 millones
(0,7 camas de cuidados intensivos por cada 100.000 habitantes).



Comparativamente, las imágenes impactantes que nos llegan desde Italia
corresponden a un sistema de salud avanzado con un promedio de 12,5 camas de
cuidados intensivos para 100.000 personas (e incluso, la capacidad para
poner más en acción).



La situación es tan grave que muchos países pobres no tienen siquiera
información sobre la disponibilidad de camas en las unidades de cuidados
intensivos. Un documento académico de 2015 ("Intensive Care Unit Capacity in
Low-Income Countries: A Systematic Review") estimaba que "más del 50% de los
países [de bajos ingresos] no tienen datos publicados sobre el volumen de
cuidados intensivos disponible". Sin esta información, es difícil imaginar
cómo estos países podrían llegar a establecer una planificación que permita
satisfacer la demanda inevitable de cuidados intensivos provocada por el
COVID-19.



Por supuesto que la cuestión de la capacidad de las unidades de cuidados
intensivos y de los hospitales forma parte de un conjunto mucho más amplio
de problemas, entre los que se cuentan la falta generalizada de recursos
básicos (por ejemplo, agua potable, alimentos y electricidad), el acceso
adecuado a la atención médica primaria y la eventual presencia de
comorbilidad (presencia y efecto de una o más enfermedades, aparte de la
principal, como las altas tasas de VIH y tuberculosis). En conjunto, todos
estos factores darán lugar, sin duda alguna, una prevalencia
significativamente más elevada de pacientes gravemente enfermos (y, por
ende, de muertes) en los países más pobres, como consecuencia del COVID-19.



El trabajo y la vivienda son aspectos de la salud pública



Las discusiones sobre la mejor manera de actuar ante el COVID-19 en Europa y
en los Estados Unidos ilustraron claramente la relación de refuerzo mutuo
que existe entre las medidas eficaces de salud pública y las condiciones de
trabajo, la precariedad y la pobreza. Los llamamientos a favor del
autoaislamiento en caso de enfermedad - o la aplicación de períodos más
largos de reclusión obligatoria - son económicamente imposibles para las
numerosas personas que no pueden teletrabajar fácilmente o para las que, en
el sector de los servicios, trabajan con contratos de "cero horas" u otros
tipos de empleos temporales. Al reconocer las consecuencias fundamentales
para la salud pública de estos modelos de trabajo, muchos gobiernos europeos
han anunciado promesas radicales sobre la manera de compensar a quienes se
han quedado sin trabajo o se han visto obligados a quedarse en casa durante
la crisis.



Queda por ver en qué medida esos planes serán eficaces y en qué medida van a
poder realmente satisfacer las necesidades de todas las personas que van a
perder sus puestos de trabajo como consecuencia de la crisis. No obstante,
hay que reconocer que esos programas, para la mayoría de la población
mundial, no van a existir.



En los países en que la mayoría de la fuerza de trabajo se dedica al trabajo
informal o depende de salarios diarios inseguros -gran parte del Medio
Oriente, África, América Latina y Asia- será muy difícil que las personas
puedan quedarse en casa o aislarse voluntariamente; lo que debe verse en
paralelo con el hecho de que con mucha seguridad habrá un aumento muy
importante de la  cantidad de "trabajadores pobres" como resultado directo
de la crisis. La OIT (Organización Internacional del Trabajo) ha estimado
[el 18 de marzo de 2020] que, en el peor de los casos (24,7 millones de
pérdidas de puestos de trabajo en todo el mundo), la cantidad de personas de
los países en los que los ingresos son bajos y medios, y que ganan menos de
3,20 dólares diarios en PPA (paridad de poder adquisitivo), aumentará en
alrededor de 20 millones.



Una vez más, estas cifras son importantes no sólo en lo que tiene que ver
con la supervivencia económica diaria. Sin los efectos atenuantes de la
cuarentena y la contención, la progresión real de la enfermedad en el resto
del mundo será sin dudas mucho más devastadora que lo visto hasta la fecha
en China, Europa y en los Estados Unidos.



Además, aquellos que sólo tienen trabajos informales y precarios viven en
barrios marginales y en viviendas superpobladas, condiciones ideales para la
propagación explosiva del virus. Como dijo recientemente un entrevistado al
Washington Post en Brasil: "Más de 1,4 millones de personas - casi un cuarto
de la población de Río - viven en una de las favelas de la ciudad. Muchos no
pueden permitirse perder un solo día de trabajo, y mucho menos semanas. La
gente seguirá saliendo de sus casas... La tormenta va a llegar pronto."



Los millones de personas desplazadas por guerras y conflictos viven
actualmente situaciones desastrosas. El Medio Oriente, por ejemplo, es la
región que se caracteriza por tener el mayor índice de desplazamiento
forzado de poblaciones desde la Segunda Guerra Mundial, con un gran número
de refugiados y desplazados internos debido a las guerras actuales en países
como Siria, Yemen, Libia o Iraq. La mayoría de esas personas viven en
campamentos de refugiados o en zonas urbanas superpobladas, sin tener acceso
a los derechos más básicos de salud, los que suelen asociarse con la
ciudadanía. La malnutrición generalizada y otras enfermedades (como el
resurgimiento del cólera en el Yemen) hacen que estas comunidades
desplazadas sean sumamente vulnerables al coronavirus.



En la Franja de Gaza, donde más del 70% de la población son refugiados y
viven en una de las zonas más densamente pobladas del mundo, se puede ver
una muestra, un microcosmos de esta situación. Los dos primeros casos de
COVID-19 fueron señalados en Gaza el 20 de marzo (sin embargo, debido a la
falta de equipos de pruebas, sólo 92 personas, en una población de 2
millones, fueron sometidas a tests de detección del virus). Después de 13
años de sitio israelí y de una destrucción sistemática de la infraestructura
esencial, las condiciones de vida en la Franja de Gaza se caracterizan por
la extrema pobreza, las malas condiciones sanitarias y la falta crónica de
medicamentos y de equipo médico (por ejemplo, en Gaza sólo hay 62
ventiladores, de los cuales sólo 15 aptos para ser utilizados). Como
consecuencia del bloqueo y del cierre durante la mayor parte de la última
década, Gaza quedó aislada del mundo mucho antes de la actual pandemia. La
región podría ser como el canario de las minas de carbón COVID-19,
anunciando la evolución de la enfermedad entre las comunidades de refugiados
del Medio Oriente y de otras partes del mundo. [En las minas, el canario
servía como señal por ser muy sensible a las emisiones de gases tóxicos,
imposibles de detectar por los humanos sin un equipo moderno, : cuando el
pájaro moría o se desmayaba, los mineros se apresuraban a salir de la mina
para evitar una inminente explosión o intoxicación].



Crisis simultáneas



La inminente crisis de salud pública a la que se verán enfrentados los
países más pobres como consecuencia del COVID-19 va a ser agravada aún por
la consiguiente recesión económica mundial. Con seguridad, superará la
escala de la de 2008. Aún es demasiado pronto para predecir el alcance de la
recesión, pero muchas instituciones financieras importantes suponen que será
la peor recesión de la que se tenga memoria. Una de las razones es el cierre
casi simultáneo de los sectores de la industria, el transporte y los
servicios en los Estados Unidos, Europa y China, un acontecimiento sin
precedentes históricos desde la Segunda Guerra Mundial. Con una quinta parte
de la población mundial bajo reglas de contención, las cadenas de suministro
y el comercio mundial se derrumbaron y los índices de las bolsas de valores
se desplomaron - con una pérdida de valor en la mayoría de las principales
plazas bursátiles de entre el 30 y el 40% de su valor entre el 17 de febrero
y el 17 de marzo.



El derrumbe económico que se avecina no es la consecuencia del COVID-19. Más
bien, el virus ha presentado la "chispa o detonante" [como de costumbre] de
una crisis más profunda que se ha venido gestando desde hace ya algunos
años. Las medidas adoptadas por los gobiernos y los bancos centrales desde
2008, incluidas las políticas de flexibilización cuantitativa y los
repetidos recortes de los tipos de interés, están vinculadas estrechamente
con esta crisis. Esas políticas estaban destinadas a apuntalar los precios
de las acciones mediante el aumento masivo de la oferta de dinero ultra
barato en los mercados financieros. Como resultado, hubo un crecimiento
significativo de todas las formas de endeudamiento - de las empresas,
gubernamental y doméstico. En los Estados Unidos, por ejemplo, la deuda no
financiera de las grandes empresas alcanzó los 10 billones de dólares a
mediados de 2019 (alrededor del 48% del PIB), lo que supone un aumento
considerable con respecto al pico máximo anterior, alcanzado en 2008 (cuando
se situaba en torno al 44%). En general, esta deuda no se utilizaba para
inversiones productivas, sino para actividades financieras (como la
financiación de dividendos, la compra de acciones y las fusiones y
adquisiciones). Ahí tenemos el bien observado fenómeno de la explosión de
los mercados de valores, por un lado, y del estancamiento de la inversión y
la caída de los beneficios, por otro.



Es importante destacar que el crecimiento de la deuda de las empresas se ha
concentrado en gran medida en bonos de menor calidad que los de las
inversiones (los llamados bonos basura), o en bonos  calificados como BBB, a
un nivel más alto que los bonos basura [junk bonds]. De hecho, según
Blackrock, el mayor gestor de activos del mundo, la deuda de BBB
representaba una parte muy importante, alrededor del 50%, del mercado
mundial de obligaciones en 2019, mientras que en 2001, representaba
solamente el 17%.



Esto significa que el derrumbe sincronizado de la producción mundial, de la
demanda y de los precios de los activos financieros plantea un problema
fundamental a las empresas que necesitan refinanciar su deuda. Mientras que
la actividad económica se paraliza en sectores clave, las empresas cuya
deuda debe ser refinanciada se enfrentan ahora a un mercado crediticio en
gran parte bloqueado. Nadie está dispuesto a prestar en las actuales
condiciones y muchas empresas sobre endeudadas (en particular las que se
dedican a sectores como las líneas aéreas, el comercio minorista, la
energía, el turismo, la industria automotriz y el sector del ocio) pueden no
generar prácticamente ningún ingreso en el próximo período.



Es muy probable que se produzca una oleada importante de quiebras, de
impagos y de pérdida del valor de ciertas empresas. No sólo en los Estados
Unidos. Los analistas financieros han advertido recientemente de una "crisis
de liquidez" y una "ola de quiebras" en la región de Asia y del Pacífico,
donde los niveles de endeudamiento de las empresas se han duplicado hasta
llegar a los 32 billones de dólares en la última década.



Todo esto constituye un peligro muy grave para el resto del mundo, con
desaceleración en los países y poblaciones más pobres. Como en el 2008, se
trata de una probable caída de las exportaciones, una fuerte disminución de
los flujos de inversión extranjera directa y de los ingresos por concepto de
turismo, así como una disminución de las remesas de los trabajadores
emigrados. Este último factor suele pasarse por alto en el debate sobre la
crisis actual, pero es clave recordar que una de las principales
características de la globalización neoliberal ha sido la integración de una
gran parte de la población mundial en el capitalismo mundial mediante las
remesas de los familiares que trabajan en el extranjero.



En 1999, sólo 11 países del mundo recibían remesas superiores al 10% del
PIB; en 2016, eran ya 30 países. En 2016, poco más del 30% de los 179 países
sobre los que se disponía de datos registraron niveles de remesas superiores
al 5% del PIB, proporción que se ha duplicado desde 2000. Sorprendentemente,
alrededor de 1.000 millones de personas -o una de cada siete personas en
todo el mundo- participan directamente en las corrientes de remesas como
remitentes o receptores. El cierre de las fronteras a causa de COVID-19,
junto con la interrupción de la actividad económica en sectores clave en los
que los migrantes tienden a predominar, significa que podríamos estar
enfrentándonos a una caída precipitada de las remesas en todo el mundo, lo
que tendría repercusiones muy graves en los países del Sur.



Otro mecanismo clave mediante el cual la crisis económica, que evoluciona
rápidamente, podría afectar a los países del Sur es la importante
acumulación de deuda por parte de los países más pobres en los últimos años.
Entre ellos figuran tanto los países menos adelantados del mundo como los
"mercados emergentes". A finales de 2019, el Instituto de Finanzas
Internacionales estimó que la deuda de los mercados emergentes ascendía a 72
billones de dólares, un monto que se ha duplicado desde 2010. Gran parte de
esta deuda está en dólares USA, dejando a sus titulares expuestos a las
fluctuaciones del valor de la moneda estadounidense. En las últimas semanas,
el dólar estadounidense se ha fortalecido considerablemente, ya que los
inversores buscan un refugio seguro como respuesta a la crisis. Por eso,
otras monedas nacionales han disminuido y el peso de los intereses y del
reembolso de la deuda contraída en dólares ha aumentado. Ya en 2018, 46
países gastaban más en el servicio de la deuda pública que en sus sistemas
de salud, en porcentaje del PIB. Y hoy estamos entrando en una situación
alarmante en la que muchos países pobres se enfrentarán a un aumento de los
reembolsos de la deuda mientras que por otra parte intentan hacer frente a
una crisis de salud pública sin precedentes, todo ello en el contexto de una
recesión mundial muy profunda.



Estas crisis cruzadas no van a poner fin a los ajustes estructurales o al
surgimiento de una especie de "social democracia global". Como hemos visto
reiteradas veces en la última década, el capital suele aprovechar los
momentos de crisis como una oportunidad, una posibilidad de efectuar un
cambio radical bloqueado antes o que parecía imposible. Esto es lo que
sugirió el Presidente del Banco Mundial, David Malpass [desde abril de
2019], cuando lo reconoció en la reunión (virtual) de Ministros de Finanzas
del G20 hace unos días: "Los países tendrán que aplicar reformas
estructurales para ayudar a reducir el plazo de la recuperación... Con
aquellos países que tienen regulaciones excesivas, subsidios, regímenes de
autorizaciones, una protección comercial o de litigios excesivamente
complicada, trabajaremos especialmente con el objetivo de favorecer los
mercados, las diferentes opciones y las perspectivas de un crecimiento más
rápido durante la recuperación".



Hay que poner todas estas dimensiones internacionales en el centro de los
debates relacionados con el COVID-19 dentro de la izquierda, vinculando la
lucha contra el virus con temas como el de la abolición de la deuda del
"Tercer Mundo", el fin de los planes de ajustes estructurales neoliberales
del FMI y del Banco Mundial, las debidas reparaciones por el colonialismo,
el fin del comercio mundial de armas, el fin de los regímenes de sanciones,
etc.



Todas estas campañas son un asunto de salud pública mundial; tienen un
impacto directo en la capacidad de los países más pobres para reducir los
efectos de la pandemia y la consiguiente recesión económica. No basta con
hablar de solidaridad y de apoyo mutuo en nuestros propios barrios o
comunidades y dentro de nuestras fronteras nacionales, si no mencionamos la
amenaza mucho mayor que representa este virus  para el resto del mundo.



También está claro que, los altos niveles de pobreza, las condiciones
precarias de trabajo y vivienda y la falta de una infraestructura sanitaria
adecuada también amenazan la capacidad de los habitantes de Europa y los
Estados Unidos para frenar la contaminación. Pero las campañas unitarias
desde la base en los países del Sur están construyendo coaliciones y
encarando estos problemas de manera interesante e internacionalista. Sin una
orientación global, la retórica política discursiva de los movimientos
supremacistas blancos y xenófobos, con una política profundamente arraigada
en el autoritarismo y la obsesión por los controles fronterizos y el
patriotismo nacional de "mi país primero", puede verse reforzada,
alimentándose con el pretexto del virus.



* Adam Hanieh es profesor en el SOAS, University of London. Es autor, entre
otros títulos, de Money, Markets, and Monarchies: The Gulf Cooperation
Council and the Political Economy of the Contemporary Middle East, Cambridge
University Press, 2018 y Lineages of Revolt. Issues of Contemporary
Capitalism in the Middle East, Haymarket Books, 2013. Artículo publicado
originalmente en Verso, 27-3-2020:
https://www.versobooks.com/blogs/4623-this-is-a-global-pandemic-let-s-treat-
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