Cultura/ ¿Por cuál de sus libros comenzar a leer a un autor? [Ignacio Echevarría / Gonzalo Torné]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Mayo 24 00:37:08 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

23 de mayo 2020

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Cultura



¿Por cuál de sus libros comenzar a leer a un autor?



‘Mientras agonizo’, una de las grandes novelas de William Faulkner, elude
buena parte de las dificultades inherentes a su prosa y es un prodigio de
concentración expresiva.



Ignacio Echevarría / Gonzalo Torné *

CTXT, 22-5-2020

https://ctxt.es/es/



Puertas de entrada: Poética



Kafka imaginó una puerta cuyo acceso estaba prohibido para el único hombre
con derecho a traspasarla. El significado de la parábola es cambiante y
esquivo pero transmite una angustia particular: la de un destino personal
negado, por ignorancia, por descuido, por...



La casa de la literatura tiene millones de puertas y ninguna abierta (o
cerrada) sólo para nosotros. Pero esta multitud de entradas puede provocarle
al lector otra clase de angustia, más modesta y manejable: ¿por dónde
entro?, ¿qué me estoy perdiendo? El lector dispone de una cantidad de tiempo
reducida (por no ponernos tétricos y recordar que leemos contra la muerte):
¿cómo permitirse avanzar por una vía muerta, adentrarse en un centenar de
páginas equivocadas? Para agravar la situación, recordamos algo a lo que
Milán Kundera ha dedicado páginas muy inspiradas: empezar por un libro
equivocado puede destruir el gusto por un autor.

Cabe imaginar la obra completa de cualquier autor como una ciudad o como una
casa provista de varías vías de acceso, de varias puertas de entrada. Según
la que escojamos, se nos brindará una diferente perspectiva del conjunto,
recibiremos una impresión más o menos grata. La ciudad es para todos la
misma, pero ese primer paseo que uno da, lleno de curiosidad, al poco de
dejar las maletas en el hotel, puede estar marcado por el deslumbramiento o
por la decepción, según sean el barrio o la calle escogidos; la vista desde
la ventana puede resultarnos arrobadora o deprimente; y lo mismo el trayecto
que hacemos al ir a visitar los monumentos y los museos. Son un montón de
factores a menudo azarosos, circunstanciales, subjetivos, los que muchas
veces determinan el “tono” y la “intensidad” de la experiencia que nos
brinda una ciudad desconocida. Es casi siempre preferible contar con el
consejo y la recomendación –la compañía– de alguien que la conoce.



Todos arrastramos una lista más o menos confesable de autores “ineludibles”,
consagrados, de esos de los que todo el mundo habla, a los que “todavía” no
hemos leído. Por falta de tiempo, por prejuicios, por haber fracasado en un
primer intento, o por no saber por cuál libro empezar.



Inauguramos esta sección –“Puertas de entrada”–con este propósito: señalar
de manera razonada el título más adecuado, a nuestro juicio, por el que
acceder a toda una serie de autores muy relevantes del siglo XX, autores que
suelen formar parte del bagaje de cualquier lector culto. La lista ni puede
ni quiere ser exhaustiva: de momento, basta que los autores escogidos sean,
por así decirlo, “incuestionables”. No se trata aquí de jerarquizar ni de
interpretar; tampoco de hacer pedagogía ni divulgación, sino de ofrecer un
servicio. Un ejercicio de crítica entendida como prestación, y quién sabe si
como auxilio.



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Mientras agonizo, de William Faulkner



Las novelas de Faulkner vienen precedidas por una imponente fama de
dificultad. Si Faulkner era consciente de estas dificultades no es algo de
lo que podamos estar seguros, pero sí sabemos que las quejas llegaron a sus
oídos. Una periodista le preguntó: “Algunas personas dicen que no entienden
lo que escribe, incluso después de leerlo dos o tres veces. ¿Qué les
sugeriría que hicieran?”. La respuesta de Faulkner se ha vuelto célebre,
pero no sabemos si es de gran utilidad para el lector: “Que lo lean cuatro
veces”.



En cualquier caso, ni Faulkner desmintió esa fama ni la dificultad de sus
novelas puede reducirse a un adorno o a una complicación ociosa, más bien es
el precio a pagar por disfrutar de algunos de sus principales méritos
literarios que operan a niveles distintos, aunque relacionados. Lo primero
que se aprecia al abrir cualquiera de las grandes novelas de Faulkner es la
torrencialidad de sus frases. Conviene señalar que no se trata de las
pulidas complejidades sintácticas (casi geométricas) de Henry James, de
Marcel Proust o de Thomas Mann, sino de un auténtico aluvión desordenado y
silvestre que arrastra materiales muy diversos, en periodos muy amplios,
donde las comas parecen haber sido arrojadas a puñados a la espera de que se
busquen la vida para acomodarse donde buenamente puedan. El lector debe
frenar su impaciencia (al fin y a cabo, ¿qué prisa tiene quien se decide a
leer a un autor así?) y resistirse al prurito de claridad; a cambio Faulkner
ofrece toboganes verbales de emociones insólitas (son célebres sus
descripciones morales de la naturaleza: flores insidiosas, puestas de sol
austeras, matorrales malignos, soles ciegos de exigencia) cuya principal
recompensa tal vez sean las frases breves que funcionan como sentencias y
que con frecuencia fascinan al lector antes de revelar su significado (lo
que no deja de ser una “dificultad” añadida). El lector encontrará una de
estas frases cada diez páginas (a ojo de buen cubero), y por una vez no
tendrá problemas en reconocerlas: desprenden una luz inequívoca. Avanzo
algunas de mis favoritas: “Entre la pena y la nada elegí la pena”, “La
memoria conoce antes que el pensamiento recuerde”; “Un hombre es la suma de
sus desdichas. Se podría creer que la desdicha terminará un día por
cansarse, pero entonces es el tiempo el que se convierte en nuestra
desdicha”; “Un fatalista siempre puede ser retenido: por curiosidad, por
pesimismo, por simple inercia”; “El pasado nunca muere, ni siquiera es
pasado”...



Las novelas de Faulkner también envuelven dificultades técnicas. Dedicadas
en buena medida a los proyectos del afán humano (enseguida volveré a este
asunto), Faulkner tiende a fijarse, casi como en un movimiento
compensatorio, en criaturas cuyas limitaciones intelectuales les privan de
participar en el juego de la ambición; los rezagados, sus despojos. Destacan
en su obra el visionario Vardaman y ante todo Benjamin Compson, cuya mente
subdesarrollada Faulkner se retó a sí mismo a elaborar verbalmente. El
resultado es imponente. Es más que dudoso que ninguna conciencia haya
“hablado” para sí misma como Benjy, pero al encerrarnos en su fascinante
laberinto de sensaciones deslavazadas y frases truncadas Faulkner nos
transmitió la angustia de estar encerrados en un pensamiento incapaz de
formarse una imagen articulada de la realidad.



Aunque las novelas de Faulkner transcurren en un condado de su invención, la
atmósfera social y política (desprovista, eso sí, de marcas históricas
reconocibles) remiten al sur de los Estados Unidos tras la llamada Guerra de
Secesión (1861-1865). Faulkner incorpora al relato el decaimiento, la
pobreza y la humillación de la derrota. Entre otra cosas se trataba de una
guerra por la abolición de la esclavitud. ¿Una derrota que conlleva la
victoria de una causa justa es menos derrota, protege a los vencidos de la
corrosión del desastre? Faulkner se empecina en volver una y otra vez a esta
erizada pregunta. Y lo hace de la manera más incómoda: poblando sus novelas
de negros y mulatos justamente rescatados de la abolición pero que todavía
no han logrado convertirse en los ciudadanos libres e iguales que prometía
la propaganda norteña, seres que vagan por los campos arrastrando remanentes
de desprecio, racismo e incomprensión, entre los que no falta el examen de
la mezquindad y el resentimiento propias de una víctima a la que se la ha
despojado de las opresiones que hasta hace poco sostenían, aunque fuese de
una manera inhumana y perversa, su vida; formas de existencia atrapadas
entre la esclavitud y la ciudadanía. La que deriva de su incómoda y exigente
posición histórico-moral (la resistencia a ofrecer una visión edulcorada y
confortable de los derrotados y las víctimas) no es la menor de las
dificultades que Faulkner le plantea a sus lectores.



Todavía una cuarta familia de dificultades (a estas alturas el lector ya se
habrá dado cuenta de que, cuando se trata de Faulkner, “dificultad” es
sinónimo de “fascinación”), relativas en este caso al tiempo. Si, como
quiere Canetti, Proust es el narrador del pasado, Joyce el narrador del
presente y Kafka el narrador del futuro, podríamos decir que Faulkner está
por todas partes, que cuenta mezclando las tres dimensiones. Su voz
narrativa registra las ambiciones de hombres y mujeres enfrascados en un
presente para ellos todavía indeciso, pero lo hace desde un tiempo
cancelado, donde ya los ha visto morir a todos. Faulkner cuenta historias
que podrían reordenarse de un “principio” a un “fin”, pero sus voces
narrativas (no confundir con los personajes que adoptan de manera
transitoria esta función) se desprenden con frecuencia de las servidumbres
de la causalidad para remontarse o avanzar episodios como quien pasa las
páginas de una historia gastada de tanto contarla, deteniéndose en los
pasajes que siguen intrigándolo.



Desde esta perspectiva, el territorio, la vegetación y el clima (de nuevo:
los vientos morales y los árboles intrigantes) tienen más entidad que las
personas que los pueblan en el lapso transitorio en el que estarán vivos. El
arribismo, el choque con una población que cree ostentar derechos o
privilegios sobre un territorio, es uno de los grandes temas de Faulkner, y
con el paso de las páginas alcanza una dimensión casi definitoria del género
humano. Desde el punto de vista de la tierra todas las ambiciones humanas
terminan igual: llegan, pelean, envejecen, mueren, les relevan, vuelven a
pelear, vuelven a envejecer, vuelven a morir, vuelven a relevarles...  Los
hombres, en las novelas de Faulkner, se parecen a las sombras de las nubes:
oscurecen la tierra, pero no arraigan.



Si bien es cierto que no en todas las novelas de Faulkner concurren al mismo
tiempo todas estas dificultades, la mala noticia es que en la mayor parte de
las novelas escritas durante la década prodigiosa de Faulkner (que va de
1929 a 1939 y comprende El ruido y la furia, Mientras agonizo, Santuario,
Luz de Agosto, ¡Absalón, Absalón! y Las palmeras salvajes) le proponen al
lector retos de altura. Hay otras vertientes menos empinadas para acceder a
Faulkner, pero siempre queda la duda de si la impresión de “facilidad” no se
obtiene en comparación con las cumbres ya conocidas, y si puestos a
emprender un camino que nunca será llano no es preferible decantarse por la
ruta que ofrece mejores perspectivas y paisajes. La buena noticia es que una
de sus grandes novelas, Mientras agonizo, elude buena parte de las
dificultades inherentes a la prosa de Faulkner en un prodigio de
concentración expresiva.



La leyenda cuenta que se escribió en seis semanas, mientras su autor
repartía su tiempo trabajando como bombero, vigilante nocturno o
transportando carretas de carbón (las versiones difieren en este punto). Sea
como sea, Mientras agonizo se estructura en una serie de 59 monólogos
interiores referidos a quince mentes distintas. Faulkner se acoge a la
técnica inventada por Joyce de sumergir un micrófono en el cerebro de un
personaje para recoger su actividad verbal al tiempo que le discute que
todos monólogos interiores tengan que “sonar” parecido, de manera que
algunas de las voces-monólogo-mentes-personajes de este libro están muy
diferenciadas. Sobresalen el médico que ejemplifica el cansancio de la razón
en un mundo desquiciado, la madre que habla desde una muerte tan inconforme
que no está dispuesta a renunciar ni a las miserias del mundo de los vivos,
el ya citado Vardaman o el visionario Dral.



Quizás sea en este relato del viaje que los Brunden emprenden para cumplir
el deseo (o el capricho o la venganza) de la madre de ser enterrada con “su
gente” donde se aprecia de manera más natural cómo Faulkner combinó sus tres
fuentes de inspiración: Homero (cuya Odisea le proporciona el marco para el
desfile migratorio de sus personajes), la Biblia (el Eclesiastés le sirve
aquí de espejo donde reflejar los reiterados afanes que los hombres hacen
sobre una tierra gastada) y el brío y la ironía de Shakespeare, que el
lector encontrará por todas partes. Y, ya que nos referimos al humor, la
novela termina con un chiste que merecería estar en una antología de la
crueldad y la brutalidad, y que si no lo cuento no es tanto por no destripar
el final sino porque el requisito indispensable para disfrutarlo es haber
recorrido antes la novela completa, de cuyas energías, empecinamientos y
disimulos se nutre.



* Ignacio Echevarría, es editor, crítico literario y articulista. Gonzalo
Torné, es escritor. Ha publicado las novelas Hilos de sangre (2010);
Divorcio en el aire (2013); Años felices (2017) y El corazón de la fiesta
(2020).

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