Maradona/ Napoli juega al lotto, pero llorando [Marco Ciriello]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Nov 27 12:49:16 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

27 de noviembre 2020

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Murió Diego Armando Maradona



Napoli juega al lotto, pero llorando



Los napolitanos vuelven al San Paolo, el estadio donde jugó Maradona, y se
acurrucan en sus muros como si fuera una catedral, una Notre-Dame de la
pelota. Marco Ciriello cuenta cómo llora esa ciudad al inmigrante de origen
pobre, al campeón alegre, al jugador que le dio clase a esa tierra que hoy
se da corte: el Dios del fútbol ha jugado aquí.



Marco Ciriello *

Revista Anfibia, noviembre 2020

http://revistaanfibia.com/

Traducción de Mario Greco



Las luces del San Paolo están encendidas, y los napolitanos no duermen, no
pueden. Desafiando al lockdown impuesto por el Covid-19 salen en busca de lo
que queda en Nápoles del último verdadero rey: Diego Armando Maradona. Van
al Campo Paraíso, ahora en desuso, allí donde Diego llegaba en su Ferrari
cada mañana –escoltado por un ejército de jovencitos en moto-. Entran en los
ochenta, dejan velas, pegan mensajes fúnebres como si se hubiese muerto un
pariente. Van a los kioscos donde se juega a la lotería a apostar a los
números del lotto como se hace frente a cada gran evento napolitanto, pero
esta vez lo hacen llorando.



Llegan a los “barrios españoles” (quartieri spagnoli) donde hay un enorme
mural (es uno de los primeros, fue hecho cuando todavía no existía Banksy y
una pitada así era todo un evento). Tomando la fachada entera de un Palacio,
un Maradona emerge hacia el cielo, una imagen sacra en una ciudad que habla
con los santos y los muertos, que ata su tiempo a la licuación de la sangre
de San Gennaro. Pero Napoli es también el lugar donde el gran poeta Giacomo
Leopardi encontró otra dimensión. Como Diego, que ya pertenecía a los
napolitanos que viven en el extranjero, como el pintor Caravaggio y una
escritora con menos pueblo pero no con menos bravura: Anna María Ortese.
Maradona está con ellos quizás un escalón por encima.



***



Su llegada a Nápoles fue un evento comparable al retorno de Don Sebastiao,
mítico rey de Portugal desaparecido durante la batalla de Ksar el Kebir, de
la que habla Vargas Llosa. Una aparición. Había noventa mil personas en el
San Paolo aquel 5 de julio de 1984. Todos aquí recuerdan ese día con la
misma intensidad, quizás, con la que los americanos recuerdan aquel 22 de
noviembre de 1963 en Dallas, el del asesinato de Kennedy. Y quien no estuvo
en el estadio, con el paso del tiempo seguramente habrá considerado esa
ausencia como un pecado mortal. Aquel día en el San Paolo todos lo pensaron
pero todavía ninguno lo creía. Maradona había regalado un gesto furtivo, de
connivencia con la felicidad. Era el trailer de una mega producción de
Hollywood, pero tenía un lenguaje distante de la realidad y del pasado. El
estupor de aquella visión necesitó dos años para encontrarse y convertirse
en certeza absoluta. Después de eso, lo más normal en Nápoles era pensar que
teníamos todas las condiciones para divertirnos. Una alegría desprolija
salía del pie de un innegable campeón.



Comenzaba nuestra belle èpoque futbolística, pero estábamos convencidos
-sobretodo después del primer año maradoniano- que otra vez nos embarcábamos
a la típica inconclusión napolitana. Astillas de fantasía con repentinos
aguaceros de emociones y goles de antología, pero todavía muy poco para
dejar atrás el tiempo de las humillaciones.



El San Paolo no fue más el mismo, como cuenta Roberto Fontanarrosa en “El
área 18” al compararlo con el fondo de un volcán. Con los años, el estadio
se convirtió en la casa de Diego. Luego, en la casa vacía de Diego. Ahora
tomará su nombre, mientras la gente se acurruca a sus muros como si fuera
una catedral, una Notre-Dame de la pelota.



En ese estadio, el 3 de julio de 1990, en la semifinal del Mundial entre
Italia y Argentina, Maradona demostró conocer Nápoles y el sur de Italia
como pocos. En esos años había respirado la diferencia entre pertenecer a un
equipo del sur y a uno del norte (Juventus, Milan, Inter); había entendido
que ganar en Nápoles era distinto, era un triple esfuerzo, e hizo palanca
sobre ese sentimiento popular  creando una grieta en el aliento por la
Nazionale y luego incluso eliminando a Italia, le dijo a Nápoles: “Hoy los
consideran italianos, pero el resto del año son solo terroni”.



Y Nápoles no lo abucheó: es más, se hizo un poco Argentina (el director
Paolo Sorrentino y yo fuimos de los que hincharon contra Italia). Y ese poco
emerge cada vez que hay que hacerse cargo de la ciudad que ya tiene un
montón de problemas propios para pagar además por aquel partido. Los
italianos se habían olvidado que un año antes Maradona había doblegado a los
alemanes del Sttugart –en una ciudad de emigración y humillación para los
napolitanos- y obtenido la copa UEFA, llevando a Nápoles y a su equipo a la
cima de Europa como no ocurría desde que Mozart fue obligado a visitar la
ciudad.



***



Para entender la medida del vacío que deja Maradona es necesario pensar en
la muerte del emperador del teatro Eduardo de Filippo, que alcanzó a verlo
llegar. Aquellos años napolitanos de Diego coinciden no solo con las
primeras victorias del equipo y la reafirmación de una ciudad que aún está
resentida por no ser más la capital de un reino. Entonces, el actor y
director Massimo Troisi empezaba a realizar films que luego serían
fundamentales para varias generaciones. En la música, Pino Daniele llevó a
Nápoles y a su lengua afuera de su propio ghetto mezclándola con el sound
mediterráneo y el americano que sonaban de manera masiva en la ciudad. Llegó
también al crimen organizado, la camorra, con la familia Giuliano
–comparados a los Bonnanno de New York retratados por Gay Talese- con los
que Diego posó en una foto famosa: esa en la que estaba sentado en su bañera
con forma de concha de mar.



Todo se alteraba, el rey iba de un lado al otro, iba a los bautismos de los
niños napolitanos que llevaban su nombre, amaba peluqueras y señoras de la
Nápoles buena, guiñaba el ojo a los intelectuales, jugaba con el pueblo e
iba a las fiestas de la camorra. Otros también fueron, pero sólo Diego pagó.
Hacía los goles, vencía y festejaba donde hubiese que festejar. Cada vez que
entraba al campo de juego bajaban los delitos, la ciudad se detenía, la
buena y la mala, como se detiene en estas horas. Todo lo que Barcelona le
había negado Nápoles se lo daba.



Aquí se drogó tranquilamente, consumiéndose, pero tuvo tiempo para
convertirse en un ejemplo. Otros se drogaron, pero solo Diego pagó. Rescató
a la ciudad, aquella de los últimos: era un pobre que no se avergonzaba en
una ciudad de pobres que se la rebuscan; era un campeón que había elegido un
equipo que hasta ese momento solo había obtenido algún trofeo menor; era un
extranjero perfectamente integrado. De estas tres cosas juntas Nápoles no
pudo recuperarse. Con Maradona maduró una actitud aristocrática, todo se
silenciaba ante el hecho de que el Dios del fútbol había jugado aquí,
ocupando un lugar en la cola del cometa maradoniano. Aprovechando su
generosidad. No alcanzaban los dos scudetti obtenidos (1986-1987, 1989-1990)
–títulos luego merodeados pero nunca más conseguidos- que fueron festejados
como diez carnavales de Rio juntos filmados por Kusturica y Fellini. No. Se
le pedía también que fuera a jugar a beneficencia a un potrero -parecido a
los de Villa Fiorito- en Acerra, en la periferia de la ciudad.



Hubo un sustantivo que escuchamos expandirse hasta lo inverosímil, adoptando
giros vocales detrás de un dialecto práctico y el italiano atrofiado de la
transmisión de los partidos oficiales. Aquí todos –improvisados compañeros
de equipo y adversarios- mastican una sola palabra que se convierte en
mantra contra la incredulidad: “Diego, Diego, Diego”. Al vacío o con razón,
no importa, es hermoso decirlo, tiene valor para el relato, el nombre
denuncia la cercanía, el nombre deviene rosario con milagro incluido, él
está allí con ellos, suda junto a ellos, se ensucia, toca la pelota que se
ha convertido en una pelota de barro, la acaricia, la pasa y pide la
devolución, y cada intercambio queda grabado porque es un paso más hacia el
ídolo, una sutileza en el campo de juego que se convierte en épica fuera de
él. Cuando el que tiró paredes pueda contarlo, dirá: “Lo dejé cara a cara
con el arquero a Maradona y luego corrí a abrazarlo, porque obviamente marcó
el gol”. Sentirse por un momento campeones al lado del mito. Una banda de
desheredados y pobres, sí, pero felices. Esta es la clave de Maradona en
Nápoles: es el Dios del fútbol que viene a jugar en tu equipo, te hace
vencer y te enamora. Luego se va, y cada vez que vuelve es como si siempre
hubiese estado aquí. Es invocado y aparece y se repite.



En Italia hay un típico sticker religioso que todavía está pegado sobre
muchas ventanas de las casas napolitanas. No tiene la cara de Jesús sino la
de Diego. Arriba, una frase: “Protégenos donde quiera que estemos”.



* Marco Ciriello (1975) es escritor, periodista y documentalista. Es el
autor del libro “Maradona es mi amigo” (66thand2nd) y muchos otros libros
entre estos de “Un día de estos” (Rubbettino) una novela sobre Nápoles en
los ochenta.

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